Teresa necesita que la castiguen

Una mujer madura, sin edad para andar jugando a los disfraces, se ve metida en un buen lío justamente por ese motivo.

Soy un tipo normal, no me gustan los juegos de rol, los disfraces; ni siquiera me excitan los uniformes, sé de sobra que debajo te puedes encontrar personas encantadoras o auténticos gilipollas. Cuando me acuesto con una persona es porque me gusta cómo es. Me desagrada que la gente simule ser lo que no es, ni tampoco que me pidan que yo lo haga.

Por eso me extrañó cuando Teresa, una mujer con la que comenzaba a mantener una relación que podía ir más allá de lo sexual, me llamó diciendo que tenía una sorpresa para mí. Todavía estábamos conociéndonos, ella aún podía ignorar mi escasogusto por las sorpresas, así que le di el beneficio de la duda y acudí a su casa, dónde me había citado.

Al llegar la encontré como siempre, un tanto nerviosa quizás. Enseguida se excusó, marchó a su cuarto con el pretexto de terminar de prepararse y yo me quedé solo en el salón. Supuse una cena, quizás una salida a bailar, tal vez algo que nos hiciera pasar la noche fuera.

Si hubiéramos tenido una familiaridad que todavía no existía entre nosotros, tal vez hubiese encendido el televisor y me hubiera sentado a esperarla zapeando con los pies encima de la mesa, pero me limité a dar una vuelta por el salón y aguardarla de pie. Sobre la mesa, una bolsa de golosinas me hizo pensar que esa era la sorpresa, que Teresa había descubierto mi único vicio en esta vida al margen del sexo. Pero no.

Unos minutos después Teresa irrumpía en el salón disfrazada de colegiala. Negando con la cabeza sonreí, y ella malinterpretó mi gesto. Seguramente a otros hombres, quizás cuando yo tuve la edad de gustarme las colegialas, pero no entonces, no Teresa.

Ella rondaría los cuarenta y cinco, un cuerpo al que le sobraban algunos kilos y un rostro al que, cuando yo más acostumbraba a mirarlo, esto es, después de la jornada de trabajo o después de follar, se le apreciaba el cansancio. Con una camisa blanca, el cuello levantado, los primeros botones desabrochados luciendo escote y los flecos atados en un nudo a la altura de un ombligo que distaba de ser perfecto, y una faldita roja con cuadros blancos que apenas si tapaba su incipiente piel de naranja, parecía sacada de un videoclip, un cómic o una película de serie B. Entonces Teresa dio un giro demasiado teatral y el vuelo de su falda me permitió ver una pueril braguita blanca de algodón.

— ¿Colegiala? —pregunté retóricamente.

— Colegiala traviesa —precisó ella.

Con una palabra habíamos pasado de la categoría de disfraces, a la de juego, porque aquello no era solamente un disfraz.

Entonces, Teresa pasó junto a mí deslizandoun dedo por mi hombro, y dijo…

— He sido una niña mala y, como tú eres mi profesor, me tienes que castigar.

Teresa acababa de despejar cualquier duda, obviamente ignorando que a mí no me gustan esa clase de juegos.

De pie al otro lado de la mesa, Teresa sostenía ahora la bolsa de golosinas en su mano. Tomó una gominola, nube, siempre la he llamado yo, un cilindro blanco y rosa de azúcar y vaya usted a saber qué. Feliz y nerviosa, se llevó la golosina a la boca e introdujo uno de los extremos entre sus labios. Teresa empezó a chuparlo, en un patético intento de simular que era algo mucho más contundente. Trataba de ir alargando la nube de azúcar, hasta que, lógicamente, la chuchería no resistió la tensión y una porción murió entre sus fauces.

— Me he portado mal —dijo.

Quizá ese juego no me terminase de gustar, quizá su cuerpo no congeniase con el disfraz, con esa falda tan corta que ni enseñaba ni dejaba imaginar. Sin embargo, era innegable que ella me gustaba. Su mirada hacía que me derritiese y, con aquel rebosante escote, Teresa lograba adueñarse de mi voluntad.

Entonces un movimiento de su mano delató la presencia. Yo no había reparado en la piruleta con forma de corazón que sacó del talle de su falda. Padecí la lentitud de sus dedos al desenvolverla, pero admiré la provocación con que se la llevó a la boca, sacó la lengua y la lamió. Teresa se entretuvo chupando la piruleta, disfrutaba controlando el juego y siendo el centro de atención.

En un momento dado, dejó caer un hilillo de saliva que, mezclada con el colorante de la piruleta, adquiría un sutil tono rojizo. Esa mezcla se deslizó por su pecho, perdiéndose por el canalillo. Excitada, Teresa se mordió el labio inferior y comenzó a amasarse los pechos.

Yo continué mirándola, atento a sus gestos destinados a excitarme, atento a su manera de llevarse la chuchería a la boca y a sus manos soltando pausadamente los botones de su blusa.

Entonces, me acerqué y caminé a su alrededor. Ahora era ella la que tenía que girar la cabeza para vigilar mis movimientos.

— Así que... yo soy el profesor —especulé.

— Aja —asintió ella.

Hasta entonces, yo había sido un obstinado detractor de esa clase de juegos, nunca me ha gustado hacer el ridículo. No obstante, supe ver que aquello representaba una oportunidad, una excusa perfecta para obligar a Teresa a hacer alguna de esas cosas que todavía no me había atrevido a proponerle.

Mi presencia a su espalda la hacía querer mirarme. Hasta que al fin se giró.

— ¡Mire al frente, señorita! —ordené con firmeza.

Teresa obedeció, rauda, poniéndose rígida.

— ¿Supongo que habrá oído decir que soy muy estricto? —pregunté sin esperar respuesta— Hoy va a recibir ese castigo que tanto necesita.

Con un dedo levanté su falda. Observé que el uniforme incluía también calcetines y zapatos acharolados. Me situé delante y mis manos comenzaron a sacar su blusa. Aunque ella se ilusionaba por momentos, yo permanecía totalmente serio.

— Me ha comentado la profesora Amparo que la ha sorprendido con el jardinero detrás de los setos —comencé a improvisar.

Teresaabrió la boca, sorprendida.

— ¿Que estaba haciendo, señorita?

Aunque se quedó azorada un momento, finalmente supo salir airosa.

— Comerle la polla antes que ella, señor —declaró divertida— En realidad era a él a quien la profesora estaba buscando.

— ¡No sea insolente, señorita! —le increpé alzando la voz.

— Es la verdad, Don Alberto —siguió explicando cargada de razón— A la profesora Amparo le gusta darnos envidia.

— ¡Controle esa lengua o tendré que cortársela! —exclamé dando un golpe sobre la mesa— Si la profesora hace eso, es sólo para que ustedes aprendan algo de provecho. Muchas alumnas de este colegio han alcanzado una buena posición gracias a unas cuantas mamadas.

Mientras Teresa permanecía de pie en medio de la sala, yo coloqué una de las sillas justo enfrente de ella y me senté.

— Pero no se confunda, señorita. No es tan importante saber chupar una verga, como saber qué verga se ha de chupar.

Dejé pasar unos segundos, mirándola. No estaba seguro de que mi alumna fuera lo bastante perspicaz como para deducir lo que le acababa de insinuar.

— ¿Ha entendido lo que le he dicho? —le pregunté al cabo.

La colegiala asintió con tanta precipitación que no supe si realmente había comprendido que mi verga era una de las que haría bien en mamar.

— Acérquese —ordené con firmeza.

Teresa se situó frente a mí y, tomándola con suavidad de la cintura, la giré hasta dejarla de espaldas.

— Quítese las bragas.

Teresa obedeció demasiado deprisa, sin poner esas objeciones que habrían animado aquella parodia. No obstante, entendí su urgencia nada más ver la alarmante humedad de sus bragas.

— Échese sobre mis rodillas —exigí al tiempo que desabrochaba el puño de mi camisa— Va a recibir todos los azotes que tendría que haberle dado su padre.

Una vez que Teresa hubo colocado su vientre sobre mis muslos, yo mismo levanté su faldita y…

¡¡¡PLASH!!!

Al gritar, la piruleta se le escapó de la boca rompiéndose en mil pedazos al contacto con el suelo.

¡¡¡PLASH!!!

Obviamente, Teresa no había imaginado que la azotaría de verdad, atizando sus nalgas con más dureza de lo que nadie lo hubiera hecho jamás.

¡¡¡PLASH!!!

Ella no me vio sonreír, contento de haber empezado a aprovechar la oportunidad que ella me había brindado.

¡¡¡PLASH!!!

Su cuerpo se estremecía, sobresaltándose con cada nalgada. Sin embargo, de su boca no salían sollozos, sino gemidos de placer.

Repetí la operación varias veces. Golpeaba su trasero, aguardaba unos segundos y volvía a darle una cachetada. Su piel se coloreaba, al principio tan sólo un instante, pero pronto el tono rojizo de sus nalgas permaneció perenne entre azote y azote.

— ¿Va usted a portarse bien o he de quitarme el cinturón? —pregunté.

Su voz apenas si se escuchó.

— No la oigo, señorita. ¿Será usted una buena chica? —repetí asestándole un nuevo azote.

— ¡Sí! — respondió ella.

— Sí, ¿qué?

— Sí, seré una buena chica —capituló.

— Eso espero, señorita, su castigo sólo acaba de empezar —le avisé— Creo, que yo ya le he demostrado que soy un profesor estricto, ¿verdad?

—Sí —afirmó lánguidamente.

Entonces, acerqué mis labios a su oreja para que me escuchase con claridad.

—Pues ahora, señorita, va usted a demostrar lo buena chica que es.

Tras un último cachete, mi mano no se alzó, sino que comenzó a amasar su culo. Luego, uno de mis dedos se precipitó por su raja en pos de algún orificio donde encontrar cobijo.

El cuerpo de Teresa carecía de la firmeza que debía acompañar al uniforme que había elegido, y su trasero con principio de celulitis se plegaba dócilmente a la voluntad de mis manos. Era precisamente eso lo que no me gustaba del juego, esa contradicción entre la realidad y el disfraz elegido, era por eso por lo que Teresa realmente se merecía aquel castigo.

En vez de dirigirme directamente a su húmedo sexo, opté por poner a prueba sus ganas de jugar. Después de untar mi saliva alrededor de su ano, le puse a Teresa los dedos delante de la boca y le exigí una aportación. Ella era consciente de que sería en su propio beneficio, de modo que fue muy generosa.

No fui cuidadoso, se suponía que aquello debía ser un castigo. Enderecé mi dedo corazón en el conocido gesto despectivo y lo introduje en su ano, haciendo que Teresa diese un respingo. Hurgué en su trasero, pero allí sólo encontré un gran vacío. Comencé pues a llenar aquel hueco del único modo posible, follándolo.

Yo habría continuado metiendo y sacando aquel dedo aunque ella se hubiera quejado, pero ella no puso ningún reparo. Jadeaba, dando salida por la boca al placer que le iba entrando por el culo, creyéndose probablemente merecedora de un castigo mayor. Después pasé a su sexo, al principio con unas palmadas suaves sobre la vulva, frotando luego sus labios con la palma de la mano y, finalmente, colando también en su interior un par de dedos.

Verla gozar de un orgasmo en apenas unos segundos me resultó confuso. Mucho tendría que cambiar aquel castigo para ser digno de llamarse así. Decepcionado por lo mal que lo estaba haciendo, le saqué aquellos dos dedos del coño y se los enterré de nuevo en el ano, arrancándole, ahora sí, una exclamación más acorde con una colegiala que está siendo reprendida por su mal comportamiento.

Después hice que se incorporara y ella permaneció de pie, con la corta falda y los zapatos como toda vestimenta, muy atenta a mi ir y venir por el salón. Agarré la bolsa de chuches y, sacando una, me acerqué hasta ella. Teresa abrió la boca, pero en el último momento cambié el viaje de mi mano y fui yo el que masticó la golosina.

— No, señorita. Para las colegialas traviesas tengo otra cosa mejor —le dije, dándole a chupar un dedo de mi mano.

Por supuesto, le había ofrecido uno de los dedos que acababa de meterle en el culo, el índice. Sin duda, Teresa debió percibir el inconfundible aroma de las cloacas de su cuerpo, pero aquella hermosa mujer estaba tan metida en su papel de golfa que, cogiendo mi mano por la muñeca, comenzó a chupar aquel dedo con inusitado deseo.

— ¿Es esto lo que le ha hecho al jardinero, señorita?

Ella asintió con la cabeza sin sacarse mi dedo de la boca.

— Le gusta, ¿verdad?

Teresa volvió a asentir.

— ¿Cuantos años tiene?

— Catorce, señor.

— ¿Catorce? —dije alzando las cejas— Pensé que era usted más joven… De todas formas, a su edad debería centrarse en su formación y no en aprender estas cosas.

Le saqué a Teresa el dedo de la boca y, acto seguido, procedí a colocarme bien la polla.

— Ahora quiero que me muestre exactamente lo que estaba haciendo esta mañana.

Teresa volvió a dejarse llevar por las ganas de chingar y se puso de rodillas sin rechistar.

— Tiene que acercarse, señor —me indicó.

Aquella otra Teresa a quien acababa de conocer me había provocado una potente erección. De modo que, cuando fui hacia ella, lo primero que hice fue tomarla de la cabeza y restregarle la cara contra el durísimo bulto que se había formado en mi pantalón.

La lujuria nos inspiraba a ambos y, rápidamente, Teresa trató de encontrar la manera de bajarme la cremallera. Yo me resistía, apretando su cara contra el paquete todavía sin desenvolver. Finalmente, dejé que Teresa abriera la cremallera y metiera la mano para sacar una polla tan endurecida que tuvo serias dificultades para lograr que saliera.

Obviamente, Teresa quería comenzar a mamar de inmediato, pero yo retuve sus ansias, y su boca, asiéndola del pelo.

— Abra la boca, señorita —exigí.

Ella cumplió mis órdenes. Mi polla apuntaba al lugar apropiado, pero no había prisa. Me deleité unos segundos haciéndola esperar. Luego atraje bruscamente su cabeza y mi badajo hizo sonar su campanilla. Teresa dio una arcada y me miró enojada, de manera que tuve que comportarme como el estricto profesor que ella misma había solicitado.

— ¡Así no, señorita! ¡Aguante la respiración o tendré que volverla a azotar! —le advertí enseñándole la palma de la mano.

Teresa volvió a abrir la boca y esta vez no la hice esperar. Atraje de nuevo su cabeza, pero en esta ocasión su nariz se aplastó contra mi abdomen. Teresa no era una actriz porno, sino una mujer tan normal como cualquier cajera de supermercado. Sin embargo, acababa de demostrarme que sí era capaz de tragarse todo mi miembro. Era, en efecto, la primera vez que Teresa lo conseguía.

Lógicamente, sólo la mantuve atragantada unos instantes. Enseguida dejé que mi verga fuera emergiendo de su boca centímetro a centímetro. Cuatro, seis, diez, catorce, diecisiete, diecinueve. Parecía cosa de magia o, más bien, de brujería.

— Así, sí, señorita —le indiqué relajando la presión de mis manos— Ahora, usted sola.

Teresa comenzó a mamarme la polla como loca. Cabeceaba frenéticamente, sin pausa, como si se hubiese propuesto hacerme acabar en un tiempo récord.

— Eso es, señorita. Muy bien… ¡Fantástico! —yo también sobreactuaba— Pero su madre debería haberla enseñado a no tocar la comida con las manos. Vamos, retírelas, utilice sólo la boca, y la lengua, claro.

Obediente, Teresa empezó a mamar mi polla sin sacarla en ningún momento de entre sus labios. Luego, cuando necesitaba tomar aire, se ponía a lamer como si mi verga fuera un helado que estuviera chorreando a causa del calor. Mi pollón tenía un aspecto espléndido, y era todo para ella.

— ¡No se olvide de los huevos, señorita! —le recordé.

Teresa sujetó mi miembro contra mi vientre con la ayuda, ahora sí, de una mano. Con la otra, tomó delicadamente mis testículos para llevárselos a la boca y chuparlos cual refrescantes cubitos de hielo.

Cuando me cansé de que me chupase los huevos, me solté el cinturón y comencé a retirarlo. Sin embargo, al verme, Teresa abrió los ojos de forma desmesurada, visiblemente asustada.

— No temas, muchacha. No voy a hacerte nada malo —dije para calmarla— Sólo quiero asegurarme de que no usas las manos. Vamos, sigue mamando.

Mientras Teresa me comía la polla, yo le agarré las manos y se las entrecrucé a la espalda. Empleé la correa a modo de cincha, pero no fue sencillo, ya que ella no estaba dispuesta a dejar de mamar ni un momento.

— Realmente ha cogido los peores vicios, señorita —dije con admiración— Tendré que castigarla severamente.

Hice que Teresa se pusiera en pie y me cercioré, ahora sí, de atarle bien las manos. Uno de los extremos del cinturón, el que no tenía hebilla, quedaba colgando. Con él le azoté a Teresa el trasero un par de veces e hice que caminara hacia la mesa.

— Échese.

Junto al borde de la mesa, Teresa se reclinó hasta aplastar sus magníficas tetas sobre la superficie de madera. Expuso su retaguardia temerariamente y esperó a que yo me terminara de desvestir.

La piel de su trasero se erizó cuando acerqué la cara. Teresa se revolvió al sentir mi aliento. Quería darle una pausa, ser yo el que hiciera el trabajo. Mi lengua surcaba su coño mientras mi nariz se hundía entre sus nalgas. Me ayudaba de las manos para separar sus cachetes y tener acceso a su sexo, me deleitaba jugando con sus labios, adentrando la punta de mi lengua por su vagina, tratando de acceder al clítoris para luego cambiaral ano. Comí su culo y su coño hasta saciar mi hambre, hasta provocarle una catarata de gemidos y el encharcamiento de su sexo.

Incorporándome me acerqué a su cara y se la levanté.

— ¿Le ha gustado?

Teresa asintió con un raro quejido.

— Ahora tendrá que demostrar que realmente tiene intención de ser una buena colegiala. Voy a encularla y no quiero oírla protestar, ¿entendido?

La besé en la cintura, justo al final de la espalda.

Mientras me colocaba tras ella, vi como se tapaba la boca. Teresa intuía que iba a gritar. Para no desengañarla, me meneé la polla hasta que ésta tuvo la solidez necesaria, la deun tarugo de roble. El refrescante hilo de saliva que cayó en su ano, anunció el inminente castigo, y en el último momento…

— Tenga cuidado, por favor. Aún soy virgen por ahí.

— Silencio —exigí, indignado por aquella flagrante mentira.

Le separé las nalgas más de lo necesario, no pensaba errar el disparo. Coloqué mi miembro frente al objetivo y comencé a empujar. Aunque traté de no excederme, yo sabía que ella retenía un quejido entre los dientes. Yo estaba convencido de que entre sus nalgas había hueco más que suficiente. El problema era conseguir que se abriera la puerta.

Al igual que unos minutos antes, los dos pusimos toda nuestra saliva para hacer menos penoso el proceso. Con todo, por la boca de Teresa se escuchó el chirrido de su esfínter. Con mi glande atorado ya dentro de su recto, hice una pausa que sin duda mi alumna agradeció.

Había entrado la punta, que es lo principal, pero aún faltaba todo el astil.

— Para ser su primera vez, no ha sido tan difícil —bromeé— Tiene usted aptitudes, señorita.

Después de volver a escupir y restregarme la saliva a lo largo del tronco, comencé un cauto vaivén. Poco a poco fue aumentando la profundidad con que mi miembro se hundía entre sus nalgas, hasta que casi sin darnos cuenta ya le entraba casi toda. Entonces cogí impulso y…

— ¡OOOGH! —sollozó la pobre alzando una de sus piernas.

— ¿Ocurre algo, señorita?

— Un calambre

— ¿En la pierna? —pregunté con sorna.

— No, en el ano.

— ¡Ah, no se preocupe, señorita! ¡Eso sólo le pasará las mil primeras veces que la follen por el culo!

Yo no quería alargar su agonía más de lo necesario, así que comencé a follarla al momento. Teresa aguantaba la enculada con el pundonor de una mujer casada. Algo curioso fue que le estaba dando por culo y ella no se quejaba, en cambio protestó rápidamente cuando le pellizqué los pezones. Un oportuno cachetazo bastó para que mi alumna dejara de refunfuñar.

Cuando resultó evidente que Teresa ya estaba pasándoselo en grande, comprendí que había llegado el momento de irme con la fiesta a otra parte. Aplastando su cuerpo contra la mesa, se la extraje del ano y, sin más, se la enterré en el coño.

Ahí sí que la follé a toda velocidad. Buscaba proporcionarle a esa singular colegiala un orgasmo que la recompensara por la entereza que había demostrado durante el sexo anal. Ella se revolvía, trataba de liberar sus manos, de erguirse, pero el incesante martilleo en su coño la catapultó hacia el orgasmo.

Teresa aún resoplaba cuando solté el cinturón que esposaba sus muñecas. Esperé a ver qué hacía. Se incorporó levemente y apoyó los codos sobre la mesa.

— Yo ya he acabado, señor profesor —anunció.

— Me alegro, señorita —dije, pero inmediatamente volví a separarle las nalgas para metérsela en el ano.

Primero la enculé como un bruto, pero luego de un rato volví a chapotear en su chochito. Mientras que no dejara de follarla, a Teresa le daba igual que lo hiciera en su rajita o en el otro orificio. Siempre había sido así, la única diferencia era que al sodomizarla, gemía como una puta, mientras que al follarla, lo hacía como una señora decente.

La faldita del uniforme había ido remontando y estaba ya en la cintura de Teresa. Allí no había nada que ocultar, la prenda colegial era solamente un ornamento, un estorbo para poderla agarrar firmemente de las caderas. Sin embargo, no se la quité.

La faldita sí cumplía una función, estaba allí como testigo del juego y los roles que habíamos elegido. Sin ella, Teresa ya no sería una colegiala que apretaba los dientes mientras su profesor la cogía por el culo. Sin esa falda, Teresa solamente sería la madura cajera de un Merca-dona que apretaba los dientes porque su novio la estaba cogiendo por el culo.

Extrañado, saqué mi verga de sus nalgas. En efecto, tal y como me había parecido, observé que se me había puesto bastante más gorda de lo habitual. Era como si mi polla se hubiera adaptado al tamaño de su trasero. Claro que tampoco yo había estado así de excitado desde hacía mucho, mucho tiempo.

Se la volví a meter de golpe, cruelmente. Aunque Teresa sollozó, repetí esa misma acción una, dos, tres, cuatro veces más hasta que, finalmente, su esfínter dejó de recuperar su estado natural y permaneció abierto aguardando la siguiente penetración.

Aunque no se lo hubiese antes, estaba seguro de que a Teresa no le agradaba. No obstante, era precisamente que no le gustase lo que lo convertía en un buen castigo. De modo que continué fuera y adentro, dentro y afuera…

Cuando Teresa estaba a punto de perder los nervios, emprendí esa última tanda de embestidas que la acabaría de trastornar.

Mi deber era amedrentarla, tanto si se trataba de una mujer madura como de una colegiala. En cualquier caso, sodomizarlas seríael método adecuado. Lo había visto en una película, Coacción al Jurado, donde un par de matones logran convencer a la guapísima Demi Moore de que colabore con la mafia con sólo entrar una noche en su casa y follarla analmente mientras su esposo roncaba en el cuarto de al lado.

La siguiente vez que mi verga salió del trasero de Teresa, fue porque estaba a punto de eyacular. Mi madura amiga conocía bien esa coreografía. Al percatarse de lo que pasaba, se puso rápidamente en cuclillas y comenzó a chuparme la verga como loca. Aquella fascinante mujer siempre estaba dispuesta a dejarse llenar la boca de semen. De hecho, sus mejillas se hundían hacia adentro de la fuerza con que succionaba.

— Espero que haya aprendido la lección, señorita —le advertí con severidad.

Hacía rato que Teresa había acabado con mis reservas de esperma, pero la condenada no se resignaba a dejar de chupar.

— Si no es así, me veré obligado a concertar una reunión con su madre en este mismo despacho —le advertí.

Mi cajera favorita ronroneó como una pantera.

Por desgracia, aquel castigo no logró corregir su comportamiento. Todo lo contrario, en un deliberado intento de que su madre recibiera también un poco de disciplina por parte de su profesor, la colegiala se volvió más desvergonzada todavía.

Después de aquello, necesité una semana para recuperarme. Con todo, la tarde que su madre acudió a mi supuesto despacho, me quedé perplejo ante el asombroso parecido entre madre e hija…

Este texto es una revisión de un relato escrito por Elamanuense. Recomiendo seguir a este gran autor.