Tercera enseñanza

No hace mucho —los tiempos cambian deprisa— se celebraba la puesta de largo de las nenas con una gran fiesta y luego algunas madres llevaban a sus jóvenes damitas a un prontero, que las enseñaba lo único que no se puede enseñar en las escuelas ni en la familia.

No hace mucho —los tiempos cambian deprisa— se celebraba la puesta de largo de las nenas con una gran fiesta y luego algunas madres llevaban a sus jóvenes damitas a un prontero, que las enseñaba lo único que no se puede enseñar en las escuelas ni en la familia. El prontero se encargaba de desvirgarlas con mucho ten y de enseñarles las cuatro reglas básicas en el caso del amor, todo a cambio de una módica cantidad. En cada barrio había uno por lo menos. Unos tenían mejor reputación, otros peor, como en todo, y yo no era de los que la tenían mala. La reputación. De modo que a mí venían de vez en cuando para un servicio. Las nenas acostumbraban a salir contentas de mi casa, las madres me lo agradecían mucho, y yo me ganaba unos pequeños ingresos extra. Y no era fácil, créanlo. No, no digo gustoso, digo fácil, que no es lo mismo. A una nena de esa edad había que tratarla con mucho mimo, mucha paciencia y mucha tecla, había que ser medio psicólogo, porque cada una era de su madre y de su padre y lo último que podías hacer es dañarla, en cualquier sentido. Y la profesión duraba poco, nadie quería pronteros por debajo de los treinta ni por encima de los treinta y ocho. A mí una vez me vinieron a ver para contratarme y la nena era una mulatita flaca con un pelo corto encrespado y unos ojos tan vivos que parecían ir dando saltitos delante de ella. La nena venía muy decidida y la madre, como todas, rogando el mejor trato para su chocho. Yo me llevé la mulatita a la habitación y procedí como siempre, explicando cómo se llega al misterio de la carne a través de la sustracción de las prendas. Cómo es un hombre, un hombre en disposición, se entiende. Cómo es ella y cómo uno y otra se encuentran en su deseo. Pero la nena no estaba tumbada en la cama como era habitual que hicieran las demás, atendiendo al discurso y viéndome proceder, estaba como yo, hincada de rodillas delante de mí y sin perder detalle. Y antes de que yo terminara de explicarle cómo iba a ser aquello de que uno por uno es uno, me echó los brazos al cogote mirándome fijamente con aquellos ojos tan encendidos y se aprestó sobre mí. Rodó una mano para atraparme la morronga y la llevó sin dilación a su aterciopelado tesorito. Esta nena no es virgen ni que me maten —me dije—. Esto es un fraude como un transatlántico y me puede costar caro. La nena afirmó con la cabeza, como diciendo métemela, que ya sé de qué va esto. Se la zumbé lo que pude, porque en esa postura es difícil, y la nena relajó el gesto, entornó los ojitos. ¡Ay, golosita, que tú has probado esto más de una vez y de dos!—me dije—. La tumbé de un golpe y la penetré hasta el mocho, le di un par de buenas embestidas, y la nena empezó a culear debajo de mí como una hembra de mucha experiencia, a exhalar por su boquita. Me puso frenético. La ataqué sin miramiento, allí no había himen ni nada que se le asemejara; todo lo más la vaginita estrecha de una nena. La nena me mordisqueaba por todas partes, me hincaba las uñas como una hembra felina y yo en el fragor ni me di cuenta. La atacaba sin cuartel y no reparaba en nada. Notaba que la morronga se me deshacía a cachos dentro de aquella vaginita cuando la nena se vino. Se vino muy suave y largo, como una marea, con breves calambres. Estuvo así, como en trance, hasta aún después de sacarla. Me quité el preservativo y la vaciada había sido tan animal que la goma parecía una berenjena.

Bueno, había llegado la hora de separarse, uno para un lado y otro para otro, sin que esto quisiera decir nada más que así es el mundo. Mientras acurrucaba a la nena, le acariciaba la carita y el pelo y le preguntaba ¿ha ido todo bien, amor?, como aconsejaba el código del oficio, percibí que algo húmedo me corría por la espalda, por el cuello, por los hombros y los brazos. Sangraba como una bestia plomeada. ¡Qué uñas y qué dientes! Me cubrí enseguida con la bata. La miré con severidad mientras se vestía, se ponía el primitivo ajustador sobre aquellas tetitas, el blúmer y los pantalones, ondulando su grácil figura. Lo pensé de este modo: le pediría a la madre un extra y le rogaría que mejor no preguntase por qué.

Mi amadísima Tina Barrio llevaba todo con una gran discreción, sabiendo de lo bien que le venía aquel pequeño negocio al presupuesto familiar. Arreglaba el cuarto con primor cuando iba a venir una nenita, como si fuera un cuarto de hadas, limpio y blanquísimo, tan distinto a como lo desarreglaba para que lo moráramos nosotros. Miraba mucho por mí, dándome los mejores caldos y procurándome largos periodos de descanso. Cuando me vio las heridas, dijo: Esa nena es una mala gata, y se aprestó a curármelas enseguida. Me aplicó un ungüento en cada una de ellas y de corrido me echó la guayabera. El caso es que yo estaba como inconcluso, como cuando te quedas a medio comer. No sabía por qué, la nena me había dejado con unas ganas locas, y la emprendí con Tina, aprovechando que decía que me estaba volviendo demasiado blando a fuerza de desvirgar muchachas.  Y ella, después de que moliéramos de lo lindo esa noche, confesó que pocas veces había sentido dentro de su ser un entallado tan duro, tan gustoso de duro, tan grandioso y chisporroteante, y que mira que, entre otros, me había conocido a mí.

Que se le había perdido un zarcillo o no se qué. Y mira que yo me había prometido que si un día me topaba con la mulatita se la iba a meter hasta la laringe. Pues allí delante la tenía. Tina Barrio, siempre al quite, le preguntó qué se le ofrecía. Que se le había perdido un zarcillo o no sé qué. Y Tina misma la condujo al cuarto.

—Es difícil que yo no lo haya visto –le dijo nada más entrar.

La nena miró por un lado y por otro. Esta vez traía un vestido rondón y muy cortito. Enseñó el culo varias veces cuando se agachó a ver por debajo de la cama. Luego me miró con la cara muy colorada, en un descuido de Tina, y me alargó en la mano un billete arrugado. ¡Ah –dije para mí-, que es esto! Y a mi vez, sin que ella se percatara, se lo pasé a Tina. Tina sonrió como solo sabe hacer ella en estas ocasiones, a pesar de saber que nos la estábamos jugando.

—Era pequeño, ¿verdad?

La nena respondió que sí.

—Debe de andar por ahí, por alguna parte. ¿Por qué no lo buscas tú con ella, Bernardo? Yo tengo muchas cosas que hacer por la casa.

—Vete; yo lo busco con ella.

Y Tina cerró la puerta. Miré a la nena despacio. Qué carita más apresurada tenía. Le dije: No te preocupes, mi amor, yo sé que a veces pasan estas cosas, y le hice que se arrodillara encima de la cama. Me puse detrás y le tanteé el trasero despacio, como quien busca un grano. Luego, como quien lo encuentra, la acaricié por debajo del blúmer.

—Yo sé que estas cosas a veces pasan.

La nena arqueó las piernas, dispuesta a recibir. Busqué los mínimos labios de aquella vaginita para separarlos un poco, para meter un dedo allí, entre los dos, solo un dedo.

—Que a uno le gusta una cosa y se ciega y no tiene bastante.

Alargué una mano para atrapar una de sus tetitas de a puñado, le llevé a la boca un dedo para que lo chupara. Busqué ese agujerito tímido por el que se había colado una pinga tan monstruosa como la que más y ahora, cuando lo intuía, me parecía imposible que hubiera sucedido. La nena ya movía el culito y segregaba sus jugos del paraíso por aquella cueva tan tierna y yo había dispuesto la herramienta muy cerca de ella.

—Yo sé que uno a veces no tiene bastante y se tiene que arriesgar, pero no te preocupes, mi amor, que yo te doy un poco más. ¿Tú quieres? –le pregunté.

Y ella enseguida movió la cabeza para arriba y para abajo, con mi dedo metido en la boca. Le dije al oído: ¡Muerde! Y la nena clavó los dientes en mi dedo.

—Así, amor; mantenlo mordido, que yo te voy.

Y yo no sabía de qué modo iba a meter todo aquello por aquel estrechísimo pasadizo. Apresté la punta y empujé. Pude colar la punta. La nena se contorsionó, exhaló por su boquita y abrió más caderas y entonces la entré brutal.

—Uno es que prueba una sabrosura y ya no se le va de la cabeza.

No sabía cómo la nena se podía tragar aquella cantidad de nabo. Lo tenía allí como si estuviera metido en una camisa de fuerza, atadísimo por elásticos. Restregué a la nena por todas partes, por el lomo, el cuello, los hombros, los costados, las nalgas. Le amasé las tetitas, le pinté los labios con su propia saliva. La tomé por las caderitas para entrar y salir degustando, sin prisa. Para deleitarme cada vez en la forma en que la vaginita de la nena me la atrapaba.

—Yo sé que a uno le ciegan estas cosas, mi amor, no creas que no lo comprendo.

Y la nena movía el culo de una forma alocada, abría caderas y empujaba hacia atrás para tragársela, pedía que le entrara más aprisa, más hondo, que acelerara. La nena caminaba para irse pero yo no quería. Me retiré. La tumbé bocarriba. Le quité todo el vestido con primor y la dejé como su madre la trajo al mundo. Qué cosa más linda la mulatita. Cuerpecito flaco pero ninguno más bien proporcionado. Sus dos tetitas ahí, paradas como dos estrellas redondas, el vientre plano y una mota rizada en el pubis. Le llevé el vergámen entalladísimo a la boquita, no quería perder la oportunidad. Le dije: Chupa, traga o muerde o haz lo que quieras, amor. Mama, que esta es tu nueva teta. Mámala, amor, que esta es tu nueva teta. Y la nena la mamó como pudo. Yo empujé para meterla más adentro, hasta la laringe, hasta que a la nena le faltaba el aire. Qué dulce estaba aquella boquita. Los dientes, la lengua y el paladar rodeando la punta de la morronga. Ya basta, ya basta –me dije, y regresé a los bajos. Le flexioné y le abrí mucho sus larguísimas y delgadas piernas como si fuera una muñeca y me puse en situación, delante de su centro. Entonces ella tomó la morronga en su mano, como hizo la otra vez, y la condujo justo a la puerta de su abertura mínima.

—¿Esto es que tú la quieres de nuevo, amorcito?

Y ella dijo sí, y yo tanteé con la punta encabritada hasta encajarla primero y luego meterla de un empellón, y ella gozó al sentírsela otra vez dentro. Sus ojitos entornados y su boquita floja arqueada, la babita saliendo por las comisuras.

—¿Gustas?

Y ella dijo sí con la cabeza. Comencé a arrearle duro y ella me atrapó y sacó sus uñas. Mientras le daba, me iba levantando las costras y haciéndome nuevas heridas. Mientras más daño me hacía, más fuerte le daba. Le di ese día como a mujeres pocas le había dado, hasta que la morronga se me deshizo en cachos, hasta que me apuró la última gota de los cocos, hasta que sentí que se me licuaban los sesos. La nena, después de exhalar por su boca y estremecerse en varias ocasiones, se quedó medio traspuesta, con la carita blanca como una muerta. Me dio un poco de miedo y le golpeé ligero la cara. La nena sonrió pronto, poniendo la boca como una barquita, como la curva de una banana. Después se recuperó y vino a mi bajo y me quitó el preservativo, inflado como un globo, y luego se atuvo a la punta, todavía brillante, y chupó lo que allí quedaba como nata de un helado. Gata era, y mala. Mala.