Terapia de pareja
Benigno y Maria Dulce no son un matrimonio feliz, por lo que han accedido a someterse a una terapia de pareja muy especial, que incluye grilletes, bozales y mucha disciplina.
Benigno no quería discutir más, sólo conducir y llegar hasta la casa de campo. Oía la voz de María Dulce a su lado como un rumor lejano.
— Te estoy hablando, — dijo su esposa — haz el favor de contestarme…
— Tú no quieres que te conteste — dijo Benigno empujándose las gafas con el dedo corazón — solamente quieres discutir ¡Pues no me da la gana! Hala, ya te lo he dicho…
— Por mi puedes dar media vuelta ahora mismo — contestó Dulce, indignada — no se para que vamos a ningún sitio estando así…
— ¿Otra vez? Pues precisamente porque estamos así ¿no le hemos hablado mil veces ya? Ya hemos pagado y lo vamos a hacer, estuvimos de acuerdo los dos…
— Pero no estoy completamente segura… ¿no nos devolverían el dinero?
— Me da igual, el dinero. Quiero que esto nuestro se arregle ¡Y te he dicho que no quiero discutir más!
Tras unos veinte minutos en silencio el GPS les indicó que habían llegado a su destino.
Era una enorme mansión colonial rodeada de árboles y arbustos. A Dulce le pareció muy hermosa, aunque también un poco siniestra, pero no dijo nada.
Un mozo les indicó en la entrada donde debían aparcar. En la parte de atrás de la gran casa había un espacio en el que un buen número de coches descansaban apacibles. Otro mozo, vestido como el primero, se ofreció a llevarles las maletas hasta la entrada.
— Es usted muy amable — dijo Dulce entregándole su bolsa de viaje al hombre con una sonrisa —
— Puedo yo, buen hombre — se excusó Benigno sujetando su propia maleta — además, lleva ruedas…
La entrada era similar a la recepción de un hotel, muy lujosa, toda decorada con paneles de madera y moqueta. Benigno le dijo a la recepcionista que tenían una reserva para el fin de semana “a nombre del señor y la señora Bajo”.
El recepcionista les registró y el mozo les acompañó a su habitación, en el segundo piso.
— Instálense con tranquilidad— dijo el mozo — en unos minutos volveré para llevarles junto a ver a la terapeuta que les han asignado.
La habitación valía cada céntimo que habían pagado. Era tan lujosa como la recepción, toda en madera y con muebles hechos a mano. Muy amplia y bien iluminada.
Dulce se quitó la chaquetilla de lana y comenzó a deshacer las maletas y guardar la ropa en el armario.
— Cariño… — comenzó Benigno — no tenemos tiempo de hacer eso, el mozo ha dicho que vendrá en unos minutos…
— También ha dicho que nos instaláramos con tranquilidad ¿Qué prisa tienes?
— Por lo que veo, tú no tienes ninguna…
El mozo regresó antes de lo esperado, en mitad de la discusión, para avisarles que la terapeuta les recibiría. Aquello zanjó la reyerta y el matrimonio se dejó conducir hasta el piso de abajo.
En un despacho tan lujoso como la misma habitación les hizo pasar una mujer muy alta, vestida con traje y chaqueta, con el cabello recogido en una cola de caballo y gafas.
— Me llamo Amapola, pueden llamarme Pola si lo prefieren.
Y les hizo sentarse. Ojeó la ficha del matrimonio y les preguntó que tal estaban. Benigno y Dulce contestaron con evasivas, no parecía ponerse de acuerdo ni en que no estaban de acuerdo.
— Bueno — concluyó Amapola — si estuvieran en su mejor momento, no estarían aquí.
Ante el silencio del matrimonio Amapola sonrió con amabilidad.
— Supongo que querrán empezar cuanto antes ¿verdad?
— Bueno… — comenzó Dulce — tal vez primero deberíamos deshacer las maletas, terminar de instalarnos…
— ¿Pero qué dices? — se molestó Benigno — cuanto antes mejor ¿es que no sabes el dinero que cuesta esto?
Amapola los tranquilizó y decidió por ellos. Iba a ser ahora mismo. Le acompañó hasta un ascensor y todavía bajaron otro piso más.
— Este es el vestuario — les indicó llevándoles a una habitación alicatada, con taquillas, percheros y duchas — desnúdense por completo, yo les espero al otro lado de esa puerta…
— ¿Por completo? — preguntó Dulce escandalizada —
— Puede quedarse en ropa interior, si lo desea…
Amapola los dejó solos. El matrimonio Bajo se quedó en silencio, mirándose el uno al otro. De repente, Benigno reaccionó y comenzó a desnudarse, dejando su ropa bien doblada encima de un banco de madera.
— ¿Te vas a desnudar del todo?
— ¡Pues claro que sí! ¿A que hemos venido? ¿tienes vergüenza?
— Pues… si… yo no conozco de nada a esa señora…
— ¿De verdad? Creo que es mejor que la pierdas, la vergüenza… ¿no te parece?
Benigno se quedó completamente desnudo. Estaba muy delgado, casi esquelético. Sólo llevaba puestas las gafas. Dulce conservó, como le habían permitido, las bragas y el sujetador. Ella también estaba delgada, a excepción de las caderas. Lucía unas prominentes cartucheras que le hacían el trasero más grande de lo normal. Siempre trataba de ocultarlo con ropa holgada, se avergonzaba de su anatomía.
Benigno respiró profundamente y esperó a que su esposa estuviese lista. Luego le cogió de la mano y juntos cruzaron la puerta.
Al otro lado la estancia estaba decorada como un almacén industrial abandonado. La luz era penumbrosa, apenas un par de fluorescentes a baja potencia iluminaban la habitación. Hacía frío y estaba húmedo. El techo y las paredes estaban adornados con tuberías y con vigas de hierro a modo de columna. Del techo colgaban ganchos y cables y en mitad de todo había dos camillas de metal que no parecían ser muy cómodas.
Amapola les esperaba. Vestía ropa interior negra, con un generoso escote, botas altas y llevaba en la mano lo que parecía una fusta de azotar a los caballos.
Dulce dio un paso atrás, pero Benigno, que entendía que el juego había comenzado, avanzó con una sonrisa en la cara.
— ¿Te hace gracia estar aquí? — se apresuró a gritar Amapola avanzando agresivamente hacia el delgaducho tipo con gafas — ¿te parece que es divertido?
Amapola le agarró con fuerza por las mejillas con una mano. Le aplastaba la boca, le impedía contestar.
— Me ofende tu sonrisa de idiota… nunca antes había visto una cara de imbécil como la tuya…
Dulce permanecía al lado, muy rígida, como queriendo pasar desapercibida y que no le tocara también a ella.
— Y tu… — dijo Amapola dirigiéndose a ella — ¿Cómo has podido casarte con una basura como esta? Los dos os merecéis un castigo…
Amapola alcanzó unos ganchos que bajaban del techo mediante una polea manual. Rápidamente esposó a Benigno de las muñecas y después a Dulce de la misma forma y los colgó del gancho. Después, accionando la polea, los subió hasta quedar suspendidos unos centímetros del suelo.
— ¿Qué es esta cosita tan ridícula que tienes aquí? — le dijo a Benigno palpándole el pene con la punta de la fusta — ¿Crees que eres un hombre por tener ese colgajo ridículo ahí? ¡Responde a tu ama!
— No, yo…
Inmediatamente amapola le sacudió en el culo con la fusta un buen trallazo.
— Contestarás siempre “si, mi ama” o “no, mi ama” ahora, dame las gracias por haberte pegado…
— Gracias, mi ama…
— Me das mucho asco…eres más repugnante que un puñado de gusanos…
Amapola cambió de sujeto. Se encaró a Dulce, que temblaba de nervios como un flan. Cuando contrataron el servicio ella insistió en especificar que no quería que le pegaran, que no soportara el dolor, y ahora pensaba “¿se acordará esta mujer de eso?”
— Me has decepcionado mucho — le dijo entonces — ¿Cómo has podido casarte con una escoria como esa? A mí me darían ganas de vomitar…
— Lo siento…
— ¡Lo siento, mi ama!
— ¡Lo siento, mi ama! — replicó Dulce, sobresaltada —
— Haces bien en sentirlo… veo que estás realmente arrepentida, pero igualmente tengo que castigarte…
Dulce comenzó a temblar ante aquellas palabras. Amapola se retiró un instante para acercar una camilla y unos cuantos objetos que, desde donde estaba, ella no podía ver.
Amapola bajó a dulce y la desenganchó del techo. Le quitó las esposas para volvérselas a poner otra vez, sólo que con las manos en la espalda. Le colocó también una bola mordaza en la boca y, seguidamente, le desabrochó el sujetador. Dulce no tenía los pechos muy grandes, aún así tuvo la sensación de que quedaban colgando como desamparados, como a merced de cualquiera que los quisiera lastimar.
Luego le bajó las bragas y la acompañó, no sin cierta brusquedad, a acostarse en la camilla, boca abajo. La camilla tenía unos grilletes de cuero a los que Amapola le ató los pies, dejándola con las piernas muy separadas, procurando que su trasero quedara en alto.
Dulce temblaba de nervios ¿Qué le iban a hacer? Desde donde estaba, sólo podía escuchar el zumbido del objeto que Amapola acababa de conectar. No podía evitar babear, la mordaza le obligaba a tener la boca abierta. Notó como alguien le manoseaba la vulva. El tacto era raro. Dulce no lo sabía, pero Amapola se había puesto guantes de látex para tocarla. Empezó a excitarse. Estaba muy nerviosa, casi no podía pensar en otra cosa que en salir corriendo de aquella habitación, pero ahora estaba excitada.
Amapola dejó de manosearla para aplicar la punta de un objeto que emitía poderosas vibraciones directamente a su clítoris. La sensación de quedar inundada de placer fue instantánea, pero además, se sentía totalmente a merced de aquella mujer. No podía ver lo que hacía, estaba totalmente incapacitada para impedirle que hiciese lo que le diera la gana. Comenzó a respirar con fuerza y a llorar. La mordaza le ahogaba, comenzaba a marearse. Pronto, la sensación de placer fue en aumento y tuvo un orgasmo. No podía gritar, pero lo hubiese hecho. Amapola no dejó de aplicarle el mismo tratamiento, lo que contribuyó a que Dulce no pudiese relajarse. Entonces, de repente, paró. Estaba llena de sudor y respiraba profundamente, comenzó a tranquilizarse por primera vez desde que entrara en aquella habitación, pero no lo consiguió. Súbitamente tenía algo introduciéndose en su vagina. No era demasiado grande ni profundizó demasiado, pero de nuevo su cuerpo se estremecía y tensaba. Amapola introducía y extraía el juguete con celeridad y le hablaba. Dulce no podía entender lo que decía, tenía la cabeza embotada, pero sabía que le gritaba mientras la sometía a aquel tratamiento.
Entonces paró, justo cuando Dulce estaba a punto de experimentar un nuevo orgasmo. Ella no podía verlo, pero Pola había dejado el juguete a un lado para encargarse de su marido.
Estaba orientada en la posición contraria, de modo que no podía ver nada, tan sólo escuchar lo que sucedía. Allí tumbada, en aquella incómoda posición, comenzó a relajarse y a sentirse bien por primera vez en semanas.
— ¿Creías que me había olvidado de ti, gusano despreciable?
— No, ama…
— Cuando te veo, me dan ganas de vomitar…
Amapola fue a buscar algunas cosas y, seguidamente, colocó un peso con una pinza en la punta del pene de Benigno. La pinza no dolía demasiado, pero el tirón del peso era muy desagradable.
Amapola se hizo entonces con una larga y gruesa maroma y, con maestría, le ató confinándolo en una incómoda postura, con las rodillas dobladas, las piernas separadas y, una vez lo hubo descolgado del techo, con los brazos en la espalda. Volvió a colgarlo del techo, pero colocando el gancho en el nudo que quedaba en su espalda, atando las muñecas y los tobillos, pero antes, le colocó una bola mordaza en la boca.
Benigno colgaba del techo en horizontal, retorcido sobre sí mismo, sin poder hablar y con el peso estirando su pene hacia abajo. Estaba muy excitado. Desde que entrara en aquella habitación que había experimentado una gran excitación, una importante subida de adrenalina, pero ahora comenzaba a notar una erección y a sudar.
Amapola se hizo con un extraño aparato que le aplicó al trasero, produciendo una leve descarga eléctrica. Aunque no le producía un dolor intenso, ni mucho menos, se le estremecía todo el cuerpo convulsivamente. Conforme Amapola le aplicaba más descargas se excitaba más y su erección aumentaba. Como le pasaba a Dulce, no era capaz de evitar babear y echó de menos poder tocarse a si mismo mientras recibía aquel tratamiento.
— Eres un gusano asqueroso — decía Amapola — ¿creías que eras un hombre? ¡No me hagas reír!
Amapola dejó las descargas y fue a buscar otro artilugio. Desde donde estaban, ni Dulce ni Benigno podían verlo. Benigno lo notó en su ano. Amapola lo debía haber lubricado a conciencia porque penetró con facilidad en todo su grosor y longitud.
A Benigno nunca lo habían sodomizado ni con aparatos ni tampoco por cuenta de otro hombre. Como mucho había experimentado, alguna vez, la introducción de un dedo de parte de su esposa (algo que hacían muy de vez en cuando).
Al contratar el servicio y especificar qué cosas querían que les hicieran y que cosas preferían dejar fuera de las sesiones, Benigno no puso pegas a nada. Si iba a participar en aquello, probaría el paquete completo, incluyendo ser sodomizado ¿Qué iba a perder? A fin de cuentas, les habían facilitado una contraseña, una palabra clave que, si se sentían demasiado incómodos para continuar, sólo tenían que pronunciarla para que el juego parase, si algo no le gustaba tenía la opción de detenerlo… aunque ¿Cómo iba a pronunciar la palabra con la boca amordazada?
Benigno se sorprendió al disfrutar de aquel objeto de dimensiones extraordinarias en su recto. Su pene ya estaba bastante duro para no haber utilizado las manos en ningún momento. Gemía lo que la bola le permitía, que no era mucho, y sus gafas resbalaban de su cara, amenazando con caerse al suelo.
Amapola dejó el juguete alojado en su recto y recuperó el aparato que despedía descargas eléctricas. Le soltó alguna en la planta de los pies, en las nalgas y en las ingles. Estas últimas le causaron un tremendo placer. Luego continuó estimulando su ano, hubiese conseguido un orgasmo si se hubiese tocado.
Tras un rato de alternar descargas y penetración, Amapola abofeteó a su esclavo.
— Eres patético… no comprendo cómo esta mujer ha sido capaz de casarse contigo, me da nauseas solo pensarlo… os voy a dejar aquí solos, para que reflexionéis sobre lo que habéis hecho…
Y se hizo el silencio. Ninguno de los dos podía hacer nada o decir nada, estaban amordazados e inmóviles, y en un estado de calma y relajación del todo incomprensible.
La incomodidad de estar estáticos con el cuerpo retorcido se tornaba, de una forma extraña, en una comodidad placentera que les llenaba por completo.
No podían decir cuanto tiempo había pasado cuando Amapola regresó, a quitarles mordazas y ataduras, con un tono muy distinto en la voz.
— La sesión ha concluido — dijo amablemente — volveremos a ello por la tarde…si les parece bien…
— Gracias… — dijo Benigno cuando amapola le retiró la mordaza —
— Les sugiero que tomen una ducha en los vestuarios y luego vayan a su habitación, a descansar. El almuerzo se sirve de una a tres en el comedor. Ya saben que el menú está incluido en el precio.
El matrimonio Bajo se encaminó hacia los vestuarios. Dulce olvidaba su ropa interior, que Amapola le devolvió en la mano. Se dieron una ducha caliente, cada uno por separado, y luego se vistieron.
— ¿Qué te ha parecido? — quiso saber Benigno que temía que, para su esposa, la experiencia hubiese sido del todo insufrible —
— No se… creo que me ha gustado… ¿Y tú?
— Bien… es extraño… pero creo que yo también lo he disfrutado…
Se vistieron y subieron a su habitación. Quedaba una hora para que abrieran el comedor, pero Dulce ya no tenía urgencia ninguna por deshacer las maletas. Ambos se tumbaron en aquella cama ancha, sobre la colcha, a descansar, muy relajados.
De repente Benigno, que no había podido manosearse ni había tenido ningún orgasmo experimentó una intranquilidad súbita. Se dio la vuelta y besó a su esposa. Dulce le devolvió el beso y enseguida se convirtió éste en algo apasionado y desenfrenado. Deprisa, se despojaron el uno al otro de la ropa que llevaban. Una vez la blusa y el sujetador de Dulce estuvo fuera su marido se dedicó a lamerle los pezones con energía. Dulce gemía de forma no muy diferente a como lo había hecho en aquella habitación, mientras Amapola la masturbaba con aquel objeto vibratorio, y el recuerdo de aquella experiencia la excitaba todavía más. Pronto Benigno estuvo sin pantalones, con el pene fuera. Había una señal en la punta de la piel que recubría su glande sin circuncidar que mostraba donde había sido colocada la pinza con el peso. Dulce la sujetó y comenzó a manipularla, excitada, buscando que la penetrara. Pero antes de poder bajarse las bragas su marido eyaculó en su mano.
— Lo siento — dijo benigno ruborizado — es que no podía contenerme…
— No pasa nada — dijo Dulce, decepcionada — lo volveremos a intentar en otro momento…
A la hora de comer el matrimonio Bajo se encaminó hacia el comedor, tal y como les habían indicado.
El silencio y la tranquilidad que imperaba en todas las inmediaciones que habían visitado no les prepararon para el concurrido salón que se encontraron. El amplio salón era lujoso y contaba con unas veinte mesas aproximadamente. Casi todas estaban ocupadas, todas ellas por parejas: algunos entrados en años, otros jóvenes, otros de la edad de Benigno y Dulce, todo ellos comiendo o esperando a ser servidos como si aquello fuese un restaurante cualquiera. Amplios ventanales iluminaban el salón con luz natural y se respiraba un aire de cordialidad y de normalidad que contrastaba enormemente con la experiencia vivida en la mazmorra.
Como para reafirmar lo extraño de aquella forzada normalidad, les salió al paso un camarero especialmente amable que se ofreció a acompañarles hasta la mesa que más les gustara.
Mientras ojeaba la carta, benigno miraba de reojo a las mujeres de otras mesas, tratando de imaginárselas desnudas, en la mazmorra, siendo azotadas por Amapola, amordazadas y atadas como lo había estado él mismo. Dulce, por su parte, trataba de imaginarse que había llevado a toda aquella gente, aparentemente normal, a solicitar aquellos extraños servicios ¿Qué le había llevado a ella y a su marido a hacerlo? ¿Parecían ellos igual de normales? El mundo en el que vivía se le reveló de repente muy extraño. Bajo la fachada de una vida aburrida y corriente muchas personas escondían una faceta libidinosa y vergonzante. Ella misma era ahora así.
La cocina de aquel lugar era realmente excelente y ambos disfrutaron de un almuerzo delicioso. Seguidamente regresaron a su habitación, para relajarse y descansar un poco antes de que continuara el programa que habían contratado. Aunque se cruzaron con muchos otros huéspedes de aquel extraño hotel, no hablaron con nadie ni cruzaron más palabras que “buen provecho” o “buenas tardes”. No era como para sacar el tema de “como están las pistas de esquí” o “¿sabe usted si las consumiciones que se piden en la piscina se pueden cargar a la habitación?” ya que este no era ese tipo de hotel.
A media tarde un mozo vino a buscarles, para conducirles de nuevo a la mazmorra.
Atropelladamente le acompañaron. Ahora ya sabían lo que les esperaba una vez cruzaran la puerta del vestuario. Benigno estaba excitado, comenzaba a tener una erección. Dulce estaba nerviosa. Para ella, lo peor era lo impredecible de la situación ¿Qué iban a hacer con ellos ahora?
Amapola les esperaba en la puerta, vestida como la primera vez que la vieron, incluyendo las gafas. Sonreía, como un médico de cabecera o una azafata de congresos, y muy amablemente les invitó a entrar en el vestuario.
— Será la misma rutina de esta mañana — les indicó muy atentamente — quítense la ropa por completo o, si lo prefieren — dijo mirando a Dulce — pueden quedarse en ropa interior. Yo les espero al otro lado de la puerta, como esta mañana.
— De acuerdo — contestó un cordial y sonriente Benigno —
— Y, por favor — añadió entonces — a partir de ahora déjese las gafas también en el vestuario…
— No veo nada sin gafas — protestó benigno —
— No va a ejercitar mucho la vista ahí dentro, no las necesita. Pero si las lleva se le podrían romper.
— .. de acuerdo…
El matrimonio Bajo se desnudó sin ninguna ceremonia, en silencio. Benigno se despojó de su ropa más aprisa que su mujer que, a diferencia de la primera vez, también dejó en la taquilla su ropa interior.
— ¿Vamos allá? — dijo un miope Benigno que sólo veía sombras —
— Vamos.
La primera sensación era pasar del ambiente climatizado del vestuario al frío húmedo de la mazmorra. La siguiente era contemplar el gris espacio que tenían ante sí, incómodo y hostil. Esa sensación no la vivió benigno. El sentía más bien la desorientación de no percibir realmente donde se encontraba.
Amapola le recibió con un látigo de nueve colas en la mano y una zurra en el culo a él.
— ¡Me habéis hecho esperar! ¡es intolerable! — y le soltó de nuevo otra zurra — ¡Decid que lo sentís!
— Lo sentimos — dijo benigno el primero —
— ¡Lo siento, ama! — le contestó Amapola volviéndole a golpear — ¿Y porque hablas en nombre de ella, gusano inmundo?
Amapola se apresuró a colocarle las esposas de cuero a Benigno y a colgarlo del gancho del techo.
— ¡Tú! — dijo refiriéndose a Dulce — tienes permiso para tocarte a ti misma mientras castigo a este gusano repugnante ¡Dame las gracias!
— Gracias, ama…
Amapola se dispuso a castigar severamente a Benigno, azotándole la espalda y el trasero mientras colgaba del techo. Dulce obedeció la última orden dada (incluso pese a su desorientación, Dulce entendía que aquel permiso era realmente una orden) y se puso a masturbarse de mala gana mientras miraba como a su esposo le golpeaban. No tardo en excitarse y en encontrar muy sensual aquella imagen. De repente, como si Amapola le hubiese leído la mente, le acercó el látigo a ella, pero por la empuñadura.
— Este gusano te ha ofendido a ti, es tu responsabilidad castigarle como se merece…
Dulce aceptó el instrumento. Lo sopesó en la mano y luego miró a su marido, allí colgado. Se decidió de repente, casi corriendo, y le asestó un trallazo, todo lo fuerte que pudo, en su espalda. Amapola le animaba a que siguiese por ese camino, que le diera más fuerte, así que trató de poner más energía en el siguiente golpe. Con este segundo llegó un nuevo sofoco y con el tercero, el cuarto y el quinto Dulce estaba ya especialmente excitada. Cuanto más le golpeaba mejor se sentía y más ganas tenían de volverlo a hacer. Benigno se quejaba a cada golpe, pero también era cierto que sus gritos eran más lastimeros ahora que cuando Amapola le aplicaba el correctivo.
— ¡Basta! — exclamó Amapola de repente haciendo que Dulce se alejase arrebatándole el látigo de la mano— ya es suficiente por ahora…
Amapola descolgó a benigno del techo. El hombre estaba sudado y la piel de su espalda y trasero completamente enrojecida.
— Me he cansado de ver tu entupida cara de idiota — le dijo a la vez que le colocaba una capucha de látex en la cabeza —
Benigno solo contaba con agujeros para los ojos y la nariz. La boca estaba sellada con una cremallera y la capucha sujeta a su cuello con un collar parecido al que llevan los perros. Como este, estaba unido a una correa.
— ¡Al suelo, gusano! — dijo Amapola con una patada — ¡Te quiero a cuatro patas, ahora eres un perro!
Amapola se llevó a benigno con la correa, como si fuese una mascota, al otro lado de la sala. Allí se hizo con una butaca de oficina, con brazos y ruedas, y la trajo hasta donde se encontraba Dulce, paseando a su marido como si fuese un gran danés.
— Siéntate aquí — le indicó — has castigado bien a esta escoria y ahora te va a pedir perdón ¿verdad perro?
Benigno no podía contestar, así que Amapola desabrochó la cremallera de la boca para que lo hiciera.
— Si, ama…
— Empieza por lamer sus pies — le dijo entonces, golpeándole una vez más en la espalda — ¡Vamos!
Benigno se aproximó gateando hasta la butaca en la que estaba sentada su esposa. Ésta le ofrecía sus pies. Unos pies pequeños y femeninos, aunque con visibles pruebas de fatiga y de desgaste. Benigno comenzó pasando la lengua por la planta para luego hacerse con el dedo pulgar de uno de los pies, que engulló lamiendo con fruición.
Él había estado realmente excitado desde el momento en que pusiera el pie en aquella habitación. Los golpes, la máscara y ahora ser tratado como una mascota y obligado a lamerle los pies a su esposa…no hacían otra cosa que ponerlo como loco, en una situación que no podía manejar sin dejarse llevar. Para colmo, mientras se dedicaba a humillarse ante los pies de su esposa, Amapola le introdujo algo en el ano. Era un cono anal que, simplemente, dejó allí alojado.
De repente, y sin que nadie le indicara que lo tenía que hacer, Dulce le propinó una patada a su marido en toda la boca. Por algún motivo pensó que era lo que tocaba hacer. Se excitaba cada vez más cuanto más humillaba a aquel hombre, cuanto más lo trataba como lo hacía Amapola, y sentía que no era suficiente con que le lamiera los pies.
Benigno volvió a avanzar su lengua y volvió a recibir una patada.
— ¿No ves que no quiere tener tu repugnante lengua en sus pies, monstruoso idiota? ¿no sabes entender una orden?
Amapola volvió a golpear la espalda de benigno y Dulce a darle otra patada. Benigno echaba de menos tocarse y disfrutar del todo de la experiencia.
Dulce separó entonces las piernas y tiró de la correa que sujetaba el cuello de su marido, llevándolo hacia arriba. Aceptando la invitación, benigno comenzó a dar placer oral a su esposa entre las piernas.
Aunque Benigno y Dulce mantenían una actividad sexual frecuente y más o menos satisfactoria, no solían experimentar demasiado con cualquier cosa que no fuese la penetración. El sexo oral era algo esporádico y desacostumbrado que, aunque a los dos les entusiasmaba, no acababa de apetecerles la mayoría de veces. Este era, por lo tanto, un momento excepcional, y no solamente porque Benigno estuviese sujeto a una correa como un perro, de rodillas delante de su esposa con un cono en su ano, sino porque tanto el uno como el otro hacían gala de una entrega sin precedentes a aquella experiencia. Benigno disfrutaba como un loco de lamer el sexo de su esposa, como si fuese un perro que temiera que le quitaran su suculenta comida. Parecía que la correa y la postura de mascota le habían transformado en animal, sustituyendo sus instintos civilizados por otros más primitivos. Por su parte, Dulce no disfrutaba tanto por la lamida como por tener a su marido de rodillas ante sí, con una correa en el cuello, siendo obligado a complacer a su ama. Porque se trataba de eso. Dulce comenzaba a sentirse muy cómoda desempeñando un papel que Amapola le permitía ejercer, el de ama de su propio marido.
Durante casi unos veinte minutos Dulce se abandonó al placer, abriendo las piernas y disfrutando sin pensar en nada más. Amapola fustigaba de vez en cuando a Benigno, cada vez que éste trataba de tocarse a sí mismo. El artefacto en su ano se había quedado alojado sin problemas, como si siempre hubiese estado ahí.
Sin previo aviso Amapola se hizo con la correa y tiró de ella para alejar a benigno del sexo de su esposa.
— Se ha acabado lamer por hoy — dijo cerrándole la cremallera de la boca — ahora tienes que darle placer a tu esposa, pero no con tu lengua ni con tu ridículo pene…
Amapola fue a buscar un nuevo artilugio. Era un arnés con una verga de goma, todo de color negro. Sólo que no se lo sujetó a su cintura, sino a la cara, dejando que aquel pene negro de grotesco tamaño quedara tal cual si saliese de su boca.
— Necesitas algo así, con tu patético pene no podrías satisfacer ni a una cucaracha… ahora al suelo otra vez…
De nuevo a gatas, Benigno se encaminó al mismo sitio en el que había estado lamiendo con voracidad, sólo que ahora, ya no podía utilizar su lengua. Enseguida aquel descomunal artefacto cilíndrico se introdujo en la vagina de Dulce hasta la base. Benigno fue moviendo la cabeza para hacer entrar y salir aquella verga falsa del interior de su esposa. Dulce estaba muy excitada. No sólo estaba siendo penetrada en un buen momento. Aquello estaba bien, pero lo que más le hacía estremecer era que su esposo ya no tenía rostro. Se agachaba como un perro y se abandonaba sus instintos más primarios, su rostro le había sido arrebatado por una máscara y un accesorio erótico. Ya no era una persona, ahora era un juguete, un juguete para que ella se divirtiese y, después, lo dejara tirado en un rincón, hasta la próxima vez.
Dulce volvió a tener un orgasmo. Aquella estancia silenciosa le devolvía el eco de sus gritos. Seguidamente, apartó a su marido de una patada.
Amapola volvió a jalar de la correa al perro para atraerlo hasta ella y quitarle el arnés de la cara. Después, extrajo el cono del ano del perrito para sustituirlo por un nuevo arnés. Este tenía un pequeño pene de látex que, al colocar el arnés, se encajaba en su recto.
— Ha llegado la hora de sacar a pasear al perro — dijo Amapola —
Dulce miró inquisitiva a su anfitriona. Amapola, por su parte, continuó jalando de nuevo la correa, en dirección al otro lado de la sala.
— Pero tú no estás vestida para el paseo — le dijo — dejaré a este sucio animal en su jaula y podrás vestirte.
Al otro lado de la sala la penumbra había hecho pasar desapercibida una jaula de delgados barrotes, de tamaño humano pero muy angosta. Amapola abrió la jaula con una llave e hizo que Benigno se introdujese en ella. Luego cerró la puerta.
No muy lejos había un armario del que Amapola sacó diferentes atuendos para que Dulce escogiera. La mujer acabó ataviada con lencería de fantasía, incluyendo un corpiño rojo y negro que realzaba su escote y le oprimía la cintura; se puso también botas altas de tacón, y guantes a juego, de vinilo brillante rojo. Dulce no solía llevar zapatos altos y aquellas botas tenían tacones de aguja, muy altos. Le costaba caminar con ellos, pero las botas le gustaron. No solo le parecían sexys, sino que el tacón de aguja le pareció perfecto para pisar a su marido con dolorosos resultados.
Amapola le ofreció también un antifaz y, le explicó, que ahora iban a adentrarse en la zona común, a interactuar con otros clientes. Dulce no estaba muy segura de querer aparecer ante los demás vestida así y con su marido convertido en perro ¿reconocería a personas que había visto en el comedor? El antifaz le sonaba bien. Que no supieran quien era, que nadie fuese a reconocerte, le daba la licencia para comportarse como le diera la gana ¿Por qué no? Se puso el antifaz.
Amapola abrió la jaula y le dio la correa a Dulce. En el lado opuesto de la entrada que daba a los vestuarios había otra puerta, una puerta que daba a un ascensor.
Amapola acompañaba a una nueva Dulce, ataviada de fantasía y que paseaba un perro humano. El ascensor bajó un piso y acabó en una suerte de invernadero cubierto. La amplia sala era un jardín de verdes setos y estatuas de mármol blanco. Nada más entrar se cruzaron con una chica completamente desnuda excepto por el collar que llevaba, unido a una correa. Su cabeza estaba afeitada y en su cintura lucía un arnés parecido al que llevaba Benigno, sólo que el suyo alojaba sendos penes de goma en cada uno de sus orificios. Tenía un buen número de piercings en distintos lugares de su cuerpo: en su labio, en sus cejas, en su ombligo, en los pezones y las orejas. Su dueño, un hombre bastante mayor que ella y vestido enteramente de cuero, la paseaba distraídamente. A diferencia de benigno, aquella chica caminaba sobre sus dos pies, pero mantenía la cabeza baja, sin atreverse a cruzar la mirada con nadie.
Amapola le indicó a Dulce que la esperaba en la entrada. Tenía que pasear ella sola por aquel jardín. Podía hablar con otros amos, pero no con sus mascotas ¿Quién busca conversación con un perro?
Conforme se fueron adentrando en el hermoso jardín, fueron viendo a otras mascotas paseadas por sus dueños: había hombres y mujeres a cuatro patas, como benigno, siendo paseados por sus parejas como si fuesen animales; otros de pie, como la chica que habían visto al principio, pero todos con su correa.
Dulce se sentó junto a otra mujer. Aquella señora, que vestía lencería blanca y llevaba los pechos al aire, podía tener perfectamente sesenta años. Sujetaba la correa de un hombre obeso y peludo que llevaba un bozal y un collar de pinchos. Agachado frente a su ama le lamía las botas de piel ante la indiferencia absoluta de ésta.
— Hola… — comenzó Dulce sin saber muy bien que decir y deseosa de conocer a aquella fascínate mujer —
— Tienes un animal muy canijo — dijo la señora de blanco con desdén — ¿no le das de comer?
— …yo… ¿Quién quiere gastarse dinero en este estúpido perro?
A Dulce le pareció ingeniosa su improvisación. Quería caerle simpática a la desconocida.
— El mío come como un cerdo — dijo apartándole de una patada — y huele como uno…
El hombre gordo, lejos de molestarse, se dio la vuelta y comenzó a olisquear el trasero de Benigno, haciendo una imitación magistral de un can en celo.
— ¡Ya está bien! — dijo la señora tirando de la correa —
— ¿Qué le pasa? — quiso saber Dulce —
— Quiere montar al suyo — contestó la señora — pero nunca le dejo. No si usted no me da permiso y, evidentemente, no aquí…
— Yo… yo se lo permitiría, por supuesto — contestó Dulce, muy excitada — ¿Dónde se haría? ¿en la mazmorra?
— Dígaselo a su ama — contestó la señora — ella le dirá si es posible y donde. Puede decirle que soy la Dama de Blanco ¿Cuál es su apodo?
— Nadie me dijo que necesitara uno…
— Puede usar su verdadero nombre, pero nadie lo hace ¿Por qué no se inventa uno?
Dulce reflexionó y continuó su paseo, observando a las otras parejas, viendo como cada uno trataba al otro como una mascota. La mitad de los que se encontraban en el jardín eran personas, la otra mitad habían dejado de serlo.
Regresó por donde había entrado y se reencontró con Amapola. Le habló entonces de la Dama de blanco, de la intención de que se apareasen sus dos animales.
— Es una de las veteranas de aquí — le contestó — si lo desea, podemos establecer un encuentro en la mazmorra, pero me gustaría que estuviese segura de ello…
— Entonces, lo pensaré…
— Tiene que entender lo que eso puede suponer, aunque, evidentemente, yo estaré supervisando…
— Entiendo…
Dulce, con su mascota, regresó conducida por Amapola hasta su mazmorra particular. Había acabado el paseo y, al parecer, la sesión. No obstante, en lugar de quitarle la capucha entera a Benigno, simplemente le desabrochó la cremallera de la boca.
— Muy bien, patético gusano, ahora ha llegado el momento de descansar. Puedes regresar a una cómoda cama, junto a la esposa que no te mereces o, si así lo prefieres, puedes ir a la jaula, que es donde debes estar.
— La jaula… — contestó Benigno sin dudarlo un segundo.
Amapola condujo entonces a Benigno a la jaula. No le quitó la capucha ni tampoco el arnés que llevaba en la cintura y que incrustaba un enorme falo de goma en sus entrañas. Amapola se llevó a dulce aparte y le entregó la llave de la jaula.
— Usted puede venir aquí, mientras su esposo permanezca en la jaula, siempre que quiera. Puede disponer de este espacio como desee e incluso sacarlo y llevarlo con usted.
— ¿Quiere decir, de paseo?
— Si lo desea si… — sonrió Amapola — pero me refería a que es posible que su marido cambie de opinión conforme vayan pasando las horas y entonces necesitaría abandonar la jaula. Usted puede abrirla y devolverle al mundo real cuando lo estime oportuno…
— Pero puedo bajar aquí y seguir jugando ¿no?
— ¿Es eso lo que quiere?
— Digamos… — elucubraba Dulce — que acepto la proposición de la Dama de blanco ¿podría ser esta noche?
— ¿Lo ha decidido ya o va a pensárselo?
— No sé, me gustaría pensarlo un poco, a solas…
— Marque el 9 en el teléfono de su habitación — le dijo entonces — y pregunte a quien le atienda por mí. Me localizarán y lo pondré todo en marcha.
Dulce regresó al vestuario. Cambió su ropa de fantasía por la que llevaba normalmente. Se miró al espejo y se dio cuenta de que le quedaba mejor la otra.
Regresó a su habitación donde se dio una ducha caliente y después se tumbó en la cama.
Pensó en su marido, amordazado y violado, en una jaula fría y húmeda en un sótano, y comenzó a masturbarse. Si bajaba después de cenar ¿Qué haría? No se sentía especialmente autoritaria sin la presencia de Amapola ¿y si le daba órdenes a su marido y no la obedecía? Era todavía una principiante en este juego, aunque ¿Cómo había decidió Amapola que ella sería la que dominase en lugar de la que fuese dominada? ¿Por qué no lo había hecho al revés, y hacer que su marido la sometiese a ella?
Pese a la ducha y estar estirada en la cama estaba demasiado excitada para tranquilizarse. Echaba de menos la ropa que le habían dejado. Se frotaba con brío imaginando que le daba órdenes a su marido y éste se sometía, como un perro obediente, sin personalidad.
Sin saber muy bien que hacía marcó el 9 en el teléfono.
Un mozo se presentó en su habitación después de cenar para llevarla con Amapola. Dulce había estado nerviosa durante toda la cena, y había buscado en vano a la dama de blanco en el comedor.
Amapola le esperaba en la puerta del vestuario, como de costumbre.
— La señora con la que quería contactar ha accedido de buen grado a su petición — le dijo sonriendo — le espera al otro lado de la puerta, en cuanto esté usted lista.
Dulce, excitada, recuperó su disfraz de fantasía y se fue directa a descubrir cualquier cosa que se encontrase al otro lado de la puerta.
Efectivamente, la Dama de blanco, con sus abundantes pechos al aire, esperaba con su obeso marido mascota tras la puerta. Amapola se adelantó a traer el otro participante de aquel encuentro, un animal de cuatro patas llamado Benigno que llevaba muchas horas encerrado en una estrecha jaula.
— Aquí están los juguetes — dijo Amapola trayendo una camilla repleta de objetos diversos — creo que es la hora del castigo severo…
— Excelente… — dijo la dama de blanco y, seguidamente, se hizo con un estimulador eléctrico y le asestó una descarga a su esposo — ¡ya sabes lo que tienes que hacer!
La mujer se colocó en posición y el hombre obeso comenzó a lamerle las botas, sacando la lengua como podía por encima del bozal. Dulce se quedó a la expectativa, mirando aquel delicioso espectáculo, hasta que reparó en la camilla: había esposas de cuero, estimuladores eléctricos, cuerdas, ganchos, conos anales, grandes consoladores y arneses, látigos y todo tipo de artilugios extraordinarios. Dulce se decidió por un arnés que se ató a la cintura. Ahora era como si le hubiese crecido un pene descomunal.
Excitada, le desabrochó la cremallera de la boca a Benigno y le dijo simplemente que le tocaba chupar. Benigno imitó a su compañero y comenzó a lamerle las botas a Dulce, pero ella le asestó una patada en la cara.
— ¡Los pies no! ¡esto! — y señalaba la gran verga de látex que tenía ahora unida a la cintura —
— ¡Tu ama te ha dado una orden! — dijo amapola golpeándole con una fusta — ¡obedece!
Benigno se lanzó entonces a meterse en la boca aquel falo postizo. Dulce fue muy brusca, no permitía que se metiese tan solo una parte de aquel juguete en la boca, tenía que introducirlo todo, logrando que se atragantara. Amapola le ayudaba, empujando agresivamente la cabeza de su marido. Cuando vieron que estaba a punto de vomitar le permitieron retirarse.
Presa de una gran excitación, Dulce corrió a quitarle el arnés a su marido. Aquel aparato le había dilatado el ano de una forma espectacular así que, la consecuencia inevitable que vino después, fue la de introducir su falo postizo a continuación. Le entró entera y entonces ella comenzó a sodomizar con violencia a su marido.
— ¡Da las gracias a tu ama por lo que te está haciendo! — volvió a fustigarle Amapola —
— ¡Gracias, ama!
La Dama de blanco se masturbaba contemplando el espectáculo. Se encontraba sentada encima de su esclavo, que hacía las veces de asiento si así se lo ordenaban. Amapola, conocedora de los gustos de aquella señora, hizo que Benigno acercara su cara a su entrepierna. La dama de blanco se bajó la cremallera que tenía en sus bragas dejando vía libre a su vagina para que Benigno la alcanzara con la lengua.
Amapola se mantuvo al margen. Aquellas dos mujeres ya estaban encarriladas: el obeso marido de la Dama de blanco se dedicaba a hacer de asiento y ella estaba siendo lamida entre las piernas por un desconocido que, a su vez, era sodomizado por su propia esposa utilizando un pene postizo.
Dulce, presa de una excitación que no creía posible, desencajó el miembro postizo de su esposo y se desembarazó rápidamente del arnés. Luego, olvidándose de su invitada, hizo que Benigno se levantara y utilizó las esposas de cuero para colgarlo del gancho del techo. Hacía pausas para tocarse, pero no se podía detener. Sólo podía calificarse de fiebre, lo que sentía.
Empuñó entonces el látigo de nueve colas y comenzó a golpear la espalda y el trasero de su marido con energía. Sudaba a chorros y ponía en el empeño toda la fuerza que podía. Benigno gritaba, más alto que nunca, y cuanto más lo hacía más se excitaba ella. Tras un buen rato de castigo continuado los gritos del hombre eran cada vez más ahogados y Amapola le detuvo la mano.
— Ya es suficiente… — le dijo con una voz algo quebrada — no queremos hacerle daño ¿verdad? Sólo disciplinarlo…
Dulce jadeaba con fuerza. Hubiese seguido castigando a aquel hombre que ahora tenía la espalda morada ¿Qué era lo que le había transformado? La Dama de blanco la miraba, impresionada ¿había terminado el juego?
— Si no recuerdo mal… — comenzó a decir — habíamos quedado para que se relacionasen nuestros perros…
— ¡Es verdad! — contestó la Dama de blanco — lo había olvidado, querida ¿me permites proceder a mi antojo?
La Dama de blanco abandonó su singular trono para acercarse a descolgar a Benigno del techo. Luego lo hizo tumbarse en una camilla para después atarlo a ella por muñecas y tobillos, boca abajo, con las rodillas dobladas y el trasero en alto. Después bajó la camilla hasta medio metro del suelo y seguidamente tiró de la correa de su marido y le indicó lo que tenía que hacer.
— Ahí tienes a una perrita para que la montes…
El hombre obeso se puso de pie por primera vez desde que lo viera Dulce. Tenía un pene pequeño y grueso que manipulaba nerviosamente. Se acercó por detrás para olisquear el trasero de Benigno. Amapola, mientras tanto, le colocaba a éste una bola mordaza en la boca. Cuando aquel hombre obeso estuvo preparado comenzó a sodomizar a Benigno ante la mirada de las tres mujeres. Jadeaba de una forma nauseabunda mientras que el amordazado benigno no podía articular más que ruidos ahogados. El hombre gordo no tardó en eyacular pero continuaba, nervioso, tratando de violar a su víctima de nuevo. Su esposa, entonces, lo apartó a latigazos de allí.
— ¡Quítate de encima, asqueroso, fuera!
Dulce estaba mareada. Tenía demasiada adrenalina en el cuerpo y un gran sofoco. Viéndola indispuesta, Amapola quiso dar por concluida la sesión.
— Creo que por hoy ya habido suficiente — dijo — creo que es hora de que os vayáis cada una a vuestra habitación, con vuestros maridos, a descansar…
— Pero… ¿Benigno no puede pasar aquí la noche, en su jaula?
— Bueno… — titubeó Amapola — por supuesto…
Aquella noche Dulce la pasó sola, en su habitación. Un Benigno sodomizado, violado y golpeado durmió por entero en una jaula fría y húmeda, en el suelo.
Dulce estaba cansada y durmió profundamente, pero de madrugada se despertó sobresaltada, llevada por un impulso de masturbarse que no podía reprimir.
Tras el orgasmo se dio una ducha caliente y se visitó, para encaminarse hasta el sótano, con la llave que le había dado Amapola en la mano.
Era la primera vez que entraba en aquella habitación con su ropa de calle, sin desnudarse y sin la supervisión de Amapola. Se dirigió hasta la jaula. Su marido estaba dormido. Todavía llevaba la bola mordaza en la boca y fue lo primero que le quitó al abrir la jaula.
— Buenos días — le dijo al despertarlo —
Pero benigno tenía la boca demasiado entumecida para hablar.
Dulce le quitó la máscara y el collar y lo acompañó hasta el vestuario. Benigno estaba entumecido por haber estado tanto tiempo en aquella estrecha jaula. Se dio una ducha caliente y luego recuperó su ropa y sus gafas.
— ¿Cómo ha sido la noche? — quiso saber Dulce — ¿Has pasado mucho frío?
— Estaba agotado, me dormí enseguida, no he pasado mucho frío…
Desayunaron en el comedor un poco más tarde. Benigno no había cenado nada y tenía un hambre de lobo. Estaba radiante, feliz y dicharachero. Hacía bromas y comía con apetito. Dulce, sin embargo, no tenía muchas ganas de hablar. Buscaba con la mirada a la dama de blanco pero, como en la ocasión anterior, no dio con ella.
La experiencia se había acabado, tenían que abandonar aquella casa a lo largo de la mañana. De modo que, después de desayunar, subieron a su habitación a hacer las maletas. El fin de semana casi se había extinguido.
A media mañana el matrimonio Bajo estaba en recepción, entregando las llaves.
— ¿Lo han pasado bien? — les preguntó el recepcionista —
— Muy bien… ha sido todo genial… tal vez repitamos la experiencia…
Cuando acompañaban al mozo que cargaba sus maletas para llevarlas a su coche, Dulce advirtió que un matrimonio se dirigía a otro automóvil, cinco plazas lejos de la suya. Le pareció ver a un elegante hombre grueso y a una señora muy bien vestida cogida de su brazo. No podía decirlo, pero podían ser muy bien la Dama de blanco y su perro.
Benigno y Dulce se subieron al coche y se marcharon por la carretera por la que habían venido.
— No ha estado nada mal ¿verdad? — comentó entonces Benigno — ha sido una experiencia… como decirlo… ¡Intensa! ¿no te parece?
— Supongo…
— Bueno, por lo menos lo ha sido para mí, no me has contado como lo has llevado desde tu punto de vista…
— Igual, igual…
— Podríamos comer de camino ¿Qué te parece? Hay un restaurante en la carretera que es muy recomendable…
Pero Dulce ya no le escuchaba. Había algo que le oprimía las sienes, que no acababa de ser un dolor pero no le permitía concentrarse. Su marido parloteaba jovial, ajeno a su estado de ánimo. Echaba de menos azotarle hasta perder el aliento.
— ¡Para el coche ahora mismo! ¡Para!
— ¿Pero qué dices?
— ¡Ya me has oído! Para el coche, te estoy dando una orden…
— ¿Una orden? Cariño, ya no estamos en aquella casa, eso era un juego ¿Comprendes? Un juego de dormitorio… podemos volver a jugar, si quieres, pero ahora…
— ¡No es ningún juego! ¿No querías que esto nuestro se arreglase? ¿cómo puedes decir entonces que esto es un juego?
Benigno dio un volantazo hasta detenerse en la cuneta, en un terraplén junto a una pineda. No pasaba ningún otro coche por la carretera y parecía que se iba a poner a llover.
— ¿Vas a hacer el favor de tranquilizarte? — dijo Benigno —
— ¿No has entendido nada? Solo si soy tu dueña, solo si tú eres mi esclavo va a funcionar esto… sólo si duermes en una jaula, te castigo y me visto de vinilo rojo…
— ¿Qué estás diciendo?
— ¡Estoy diciendo que salgas del coche y que te pongas de rodillas! ¡Obedece a tu ama o te castigaré!
Otro coche, procedente de la misma casa, cruzaba la carretera en la misma dirección. Al toparse con otro automóvil detenido en la cuneta el conductor se paró un poco adelante, para ofrecerse a ayudar si tenían algún problema. Más cuando el hombre gordo salió del coche se encontró a una mujer con los pantalones bajados a la que un hombre estaba lamiendo entre las piernas. La mujer utilizaba un cinturón de piel para golpear repetidamente la espalda del hombre con verdadera saña.
El hombre gordo no dijo una palabra, se subió a su coche y continuó su camino.