Terapia de pareja

Una pareja con problemas en la cama, recurre a un doctor poco ortodoxo.

Lucía y Hernán llegaron a la dirección que les había pasado su amigo Pablo.

— Es un edificio muy grande —dijo Hernán, con recelo—. Mirá si nos cruzamos con algún conocido. Mejor nos vamos ¿no?

— ¡Pero si vos insististe en que vengamos! —dijo Lucía, enojada, pero al ver la cara de perrito asustado que tenía su novio, cambió el tono—. Bueno mi amor, hagamos como quieras, al fin y al cabo, yo sólo vine por vos —dijo, sin saber si su novio le había creído. Después de todo, la idea de visitar al Dr. Ferrari, si bien había sido de él, a ella le entusiasmaba.

Hernán estaba cabizbajo, tratando de decidir qué hacer.

— Bueno, entremos, total ya estamos acá —decidió al fin.

— Dale, y si el doctor no nos gusta, nos vamos, y listo.

Tocaron el timbre, y una voz masculina, gruesa y contundente, los atendió por el portero eléctrico.

— Hola, somos Lucía y Hernán, tenemos turno a las cuatro —dijo la chica, tomando la iniciativa, como de costumbre.

Unos segundos después, la voz del otro lado le indicó que ingresen. Ellos empujaron la puerta y subieron al ascensor, hasta el piso doce, donde estaba la oficina del Dr. Ferrari.

Hernán miró a su novia. Tenía los labios gruesos y la mirada inteligente. Era delgada, con un cuerpo esbelto, nada voluptuoso, pero muy bien proporcionado, con curvas sutiles pero sensuales. Parte de su nariz y su rostro estaba lleno de pecas que a veces eran más notorias que otras. Vestía un pantalón de lino ancho, color negro, que sin embargo en la parte de la cintura y cadera era muy ceñido. Arriba, una blusa blanca, de estilo musculosa.

— Estás muy linda —le dijo, con cierta melancolía.

— Vos también. —le contestó ella. y esta vez fue sincera. Hernán llevaba un pantalón de jean, zapatillas negras, sin medias, y una remera negra. Un estilo muy simple que le quedaba bien con su cuerpo esbelto y su pelo corto, que resaltaba aún más sus mandíbulas fuertes. Si no se lo viera tan inseguro y miedoso, sería un hombre irresistible, pensaba ella—. Todavía estamos a tiempo de volver. — le dijo, cuando llegaron al piso doce, sintiendo que ella misma sentía temor de entrar en aquella oficina.

— No, ya estamos acá, vamos —dijo Hernán, le dio un beso en la boca y salieron del ascensor.

Entraron en lo que sería la recepción. El doctor Ferrari estaba en la puerta de su oficina.

— Pasen por favor —le dijo. La pareja entró.

La oficina era pequeña y acogedora, pero a la vez lujosa. Del techo colgaba un hermoso candelabro que habría costado más de lo que Hernán ganaba en un mes. Una elegante alfombra de estilo persa cubría el suelo. En el centro, una mesa ratona de mármol. A un lado de la mesa estaba un cómodo sillón de cuero, y del otro, un sillón individual, donde el doctor se disponía a sentarse.

— Siéntense, por favor.

Ambos se sentaron, nerviosos. El doctor tenía una frondosa barba del mismo color que su abultado cabello, castaño claro. Detrás de sus lentes estaban sus ojos celestes, con una mirada tan inteligente como la de Lucía. Inmediatamente Hernán se sintió intimidado. El hombre sólo tenía dos o tres años más que él, pero con solo verlo se notaba que era mucho más seguro, e infinitamente más masculino.

El doctor hizo silencio, esperando que sean ellos los que comenzaran a hablar.

— Nuestro amigo pablo nos sugirió que vengamos a verlo —dijo Lucía.

— Ajam —asintió el doctor.

— Ya le habrá comentado algo —siguió diciendo la chica, mientras Hernán seguía sin animarse a articular palabra—. Lo que a nosotros no nos queda claro es qué tipo de terapia realiza usted.

— Con respecto a lo primero, así es — dijo el Dr. Ferrari con vos estertórea—. Su amigo me contó algo sobre ustedes, pero muy superficialmente. Además, prefiero que me lo digan ustedes mismos, así decidimos si realmente soy capaz de ayudarlos. Y con respecto a mis métodos, prefiero que vayamos descubriéndolos a lo largo de la terapia.

— Bueno. —dijo Lucía, no sin sentir cierta reticencia—, nosotros estamos saliendo hace dos años. Nos llevamos bien, y nos amamos. Pero desde hace seis meses que estamos teniendo problemas en la cama.

— ¿Qué tipo de problemas?

— Tengo eyaculación precoz, e impotencia— Dijo, Hernán, no porque quisiera decirlo, sino porque no hubiese soportado escucharlo de los labios de lucía.

— Muy bien —dijo el doctor, impasible—. Imagino que ya vieron a un urólogo.

— A tres —dijo ella, al ver que su novio había agachado la cabeza después de su confesión—. Y a dos psicólogos. Ninguno nos dio una solución, por eso acudimos a usted.

— Una decisión radical —dijo el doctor, observando cómo la pareja intercambiaba miradas de intriga—. Imagino que lo habrán charlado mucho, antes de venir acá.

— Así es. Pablo nos dijo que utiliza métodos pocos convencionales, pero muy efectivos.

El doctor miró a la pareja, ignorando el último comentario. En realidad, ya había leído sus personalidades desde que entraron a la oficina. El muchacho se sentía muy poco hombre al lado de ella. De eso no cabía duda. Con solo mirar sus vestimentas se daba cuenta de que ella estaba acostumbrada a un estilo de vida que él no podía darle. Y luego estaba el problema de la belleza de ambos. Era muy despareja. A simple vista podían parecer una pareja compatible, pero mientras él, sin ser poco atractivo, era muy corriente, ella era sumamente sensual. En una primera ojeada podría parecer una chica común, igual que su novio, y probablemente por eso él se había animado a conquistarla. Pero Lucía era de esas mujeres que tenían el tipo de belleza más peligrosa que había, esto es, la belleza sutil. Una belleza enmascarada en ropas sueltas y actitud cordial. Una belleza para nada despampanante, sino más bien, humilde. Lucía era de esas chicas que, con ponerse un par de prendas sugerentes, y maquillarse un poco, cambiaba de apariencia de manera radical. Y lo que hacía más difícil conservar a mujeres como ella, era que, a diferencia de las que tienen una belleza obvia, que intimidan a la mayoría de los hombres, con Lucía, el sexo opuesto se habría de sentir lo suficientemente seguro como para abordarla. Al doctor no le cabían dudas de que Lucía tenía montones de pretendientes.

— Me dijeron que los problemas empezaron hace seis meses. ¿Qué sucedió en ese momento?

— Nada en particular. — Dijo él, por fin.

— Hagan memoria. Habrá sucedido algún acontecimiento fuera de lo común. Algo significativo en la vida de ambos.

— Bueno, yo me recibí. —Dijo ella—. Y empecé a trabajar en una empresa de construcción.

— Ya veo —dijo el doctor—. ¿Y aproximadamente en esa fecha fue cuando comenzó a tener eyaculación precoz, e impotencia, Hernán?

— Sí, puede ser.

— Dígame ¿Encontró la forma de satisfacer a Lucía?

— Sí, me hace buen sexo oral —dijo ella, defendiéndolo.

— Pero no es lo mismo. — Acotó Hernán.

— No, no es lo mismo —asintió el Dr. Ferrari—. Sobre todo para usted ¿Verdad Hernán?

— ¿Qué quiere decir?

— Tranquilo, acá no venimos a culpar a nadie —lo tranquilizó el docto —. Lo único que quiero es que se vayan de acá mejor a como entraron. Dígame Hernán, ahora que lucía trabaja como una profesional, y comienza a conocer gente con intereses en común ¿Cómo se siente?

— ¿Me está preguntando si me siento celoso?

— Le estoy preguntando si se siente amenazado.

— Puede ser.

— ¿siente que los hombres que rodean a Lucía son mejores que usted?

— Tal vez. —Dijo Hernán, con vergüenza.

— Debe ser muy duro sentirse tan disminuido. Sin embargo, acá están, en mi consultorio. En lugar de intentar con otro psicólogo ortodoxo, acudieron a mí.

— Así es —dijo Lucía, y aprovechando el comentario del doctor, agregó—. Quizá sea el momento de que nos explique un poco más de sus métodos.

— Ya llegaremos a eso —contestó el doctor, y luego, dirigiéndose a él preguntó— ¿Cuál es su fantasía más recurrente Hernán? Y recuerde que las fantasías no tienen que ser necesariamente buenas.

— No sé, tendría que pensarlo.

— Decile la verdad Hernán.

— Tranquila señorita. No se apresure. Dejemos que su novio decida cuándo contestar. Ya es hora de que empiece a tomar decisiones —dijo el doctor, y luego, dirigiéndose a Hernán, agregó—. Hernán, usted está acá por su propia decisión. Eso ya de por sí es algo positivo. Si decide no contestar, también está tomando una decisión, cosa que, de alguna manera, según creo, reafirma su hombría. Pero si se queda, le pido que por favor responda la pregunta. ¿Cuál es su fantasía más recurrente?

Tras tensos momentos de silencio, Hernán contestó:

— Mi mayor fantasía… digo, no fue siempre así, pero últimamente es… —Tragó saliva—, es ver a Lucy teniendo sexo con otro hombre.

— Ya veo. ¿Y eso, como lo hace sentir?

— Me hace sentir mal. Me la imagino cada vez que no está conmigo, que está con alguien más. Que se la están cogiendo mientras yo estoy en el trabajo, como un imbécil, que se está encamando con alguno de sus compañeros, en esos días que llega tarde del trabajo, y yo, en casa, cocinando como un boludo. Eso… además, desde hace meses que no me la cojo bien ¿Para qué querría estar conmigo?

— Pero mi amor, si yo te amo —le dijo lucía, apretándole la mano con ternura.

— Así que se siente como un boludo. Sin embargo, creo que siente algo más ¿o no? — Preguntó el doctor.

Hubo otros segundos de tenso silencio. Lucía miró a Hernán, como instándolo a que responda. Era evidente que ella ya sabía la respuesta.

— Sí, me siento excitado —respondió por fin él.

— Ya veo —susurró el doctor—. Ustedes me dijeron que Hernán tiene problemas tanto de eyaculación precoz, como de impotencia. Lo que es un tanto extraño, ya que, si fuera impotente, no podría lograr la erección, por lo que sería imposible llegar a una eyaculación, sea precoz o no. Entonces debo asumir que su problema de impotencia no es siempre ¿Estoy en lo correcto?

— Es cierto doctor —contestó Lucía, con una expresión de esperanza.

— Y en los momentos en que logra una erección ¿sucede algo en particular?

— ¿Qué importancia tiene? —dijo Hernán, abatido—. Si de todas formas no duro ni cinco minutos.

— No seas así mi amor.

— Claro que importa Hernán. Si podemos resolver el problema de su dificultad para tener erecciones, luego podemos abordar el otro problema.

— Hay posiciones que le resultan más cómodas —dijo Lucía.

— Cuando se pone arriba mío se me baja en segundos. — Agregó Hernán, mostrándose más participativo.

— Ya veo —musitó el doctor Ferrari.

— Además… —Agregó Hernán.

— Además… ¿qué? —inquirió el doctor.

Hernán miró a su novia, como autorizándola a que hable por él.

— Como le dijo mi novio, cuando me imagina con otros, además de sentirse triste, se excita mucho.

— Ya veo. Continúe por favor.

— Una noche discutimos. Él estaba convencido de que yo lo había engañado. Después le demostré que estaba totalmente equivocado, pero en ese momento no podía hacerlo entrar en razón. En un momento me cansé y le dije, sólo para molestarlo “¿Sabés qué? Sí, me cogí a mi jefe” —le apretó la mano a su novio, como conteniéndolo ante ese recuerdo tortuoso.

— Continúe —la instó el doctor.

— Él me agarró de la muñeca. Estaba sacado. Y me preguntaba que como me había cogido mi jefe, que si me puse en cuatro como me gusta, que si se la chupé, que si me acabó en la cara, que con cuántos otros lo había traicionado… — Lucía hizo silencio. Tragó saliva, y agachó la cabeza, algo inusitado en ella. Esta vez el doctor Ferrari no la instó a que continúe, sino que esperó a que ella decida seguir con su relato—. En el forcejeo como que nos abrazamos —siguió contando—, y me di cuenta de que tenía una erección. “¿Esto te calienta?, ¿sentirte un cornudo?” le dije, y él me tiró al piso y me cogió como no me había cogido hacía mucho —terminó de decir la chica, y miró con orgullo a su novio.

— Ya veo —dijo el doctor.

— Igual acabé rápido. — Acotó Hernán.

— Pero me gustó —dijo ella, mirándolo a los ojos. Y luego agregó—. Desde ese día usamos esa técnica para que se le pare. Yo le invento historias, le digo que conocí a un tipo…

— En realidad son hombres que conoce de verdad —interrumpió Hernán.

— ¿Ah si? —dijo el doctor. Y viendo que el muchacho por fin se soltaba, le indicó que continúe.

— Me cuenta historias de tipos que conoce. Después me muestra sus perfiles. Me dice que estuvo con ellos hace unas horas, que estuvo con ellos mientras yo la llamaba por teléfono, mientras yo estaba en la casa de mis viejos. Me muestra sus fotos y me dice lo que le gusta de esos tipos.

— Porque vos me lo pedís, sólo por eso —se defendió ella.

— Si, yo te lo pido, porque así se me para.

— Pero últimamente se está poniendo pesado con eso —dijo la chica—. Yo creo que de verdad piensa que lo engaño.

— ¿Y no es así? —Preguntó el doctor.

— ¡Claro que no!

— Muy bien. Entonces a usted le excita imaginarse a su novia con otros tipos. Y díganme ¿nunca pensaron en concretar esa fantasía?

— Él me lo sugirió varias veces, pero no creo que se anime —dijo Lucía.

— Entonces ¿Usted se animaría a hacerlo, Lucía? —Preguntó el doctor, y Hernán, a su vez, le clavó los ojos.

— Yo no dije eso.

— Pero si usted no estuviese de acuerdo con la propuesta, lo primero que pensaría sería que no quiere hacerlo. Sin embargo, su respuesta instantánea fue que su novio no se animaría.

— Entiendo lo que dice, pero… no sé, creo que por él lo haría, pero no estoy segura.

— Ya veo. Y usted Hernán ¿Cómo cree que ayudaría a su pareja el hecho de ver como su novia copula con otros frente a usted?

— No estoy seguro —susurró Hernán—. Pero sentiría que estoy sacando algo bueno de una situación de mierda. O sea, si me traiciona, que al menos lo haga adelante mío, y quizá yo pueda excitarme y disfrutar con ellos. Quizá pueda durar más de cinco minutos con la pija dura.

— Pero mi amor ¡si yo no te traiciono!

— Si no lo hiciste, ya lo vas a hacer. No creo que una mujer aguante mucho tiempo sin ser bien atendida.

— Ya veo —dijo el doctor—. El hecho de saber que su mujer se acuesta con otros hombres, y no sólo saberlo, sino mirarlo, lo libera de sentirse traicionado, lo libera se sentir que se burlan de usted a sus espaldas. Piensa que, si lo hace frente a usted, y además, con su autorización, la traición sería mitigada, o incluso no sería siquiera una traición. Además, ella lo engañaría de todas formas ¿cierto? Y, por si fuera poco, esa escena podría resolver sus problemas sexuales. Créame que lo entiendo Hernán. Quizá incluso pensó en elegir al hombre con quien su novia se acostaría. O elegirlo entre los dos… sin lugar a dudas lo entiendo. Esta hipotética situación le daría un poder que ahora no posee: El poder de satisfacer a su mujer, aunque sea con la ayuda de terceros, el poder de asegurarse de no ser traicionado, ya que al aceptar que Lucía se acueste con otro hombre, ya no sería considerada una traición, y finalmente el poder de volver a tener una potente erección, porque si con solo imaginarlo, su miembro se pone tieso, al verlo en vivo y en directo, probablemente pueda tener una erección óptima. —La pareja se quedó en silencio, escuchando atentamente al doctor. No había nada que decir, el hombre había dado en el clavo—. Pero supongo que habrá una gran duda colgando en el aire — siguió diciendo— y esta es ¿Nos animaríamos realmente a hacerlo?

— Pero no sólo es esa duda doctor —dijo Lucía, despegando sus labios con dificultad— Yo, al menos, también me pregunto, si en caso de animarnos, la pareja podría soportar esa situación.

— Y usted ¿qué cree Hernán? —Preguntó el doctor.

— Tengo el mismo temor. Digo, sé que hay parejas swingeres, y que son muy felices. Pero no sé si yo lo toleraría.

— Ya veo —dijo el doctor—. Lucía, póngase de pie, por favor.

Lucía, con cierta extrañeza, se puso de pie. El doctor, a su vez, se levantó, rodeó la mesa, y se colocó frente a ella. Hernán quedó sentado a un costado.

— Vamos a hacer un experimento —dijo—. Y ahora van a entender la diferencia que hay entre otros terapeutas y yo. Quizá esté siendo demasiado apresurado, pero confío en ustedes, creo que están mucho más resueltos de lo que ustedes mismos piensan.

— ¿Qué experimento? — Inquirió Lucía.

— Eso, doctor ¿Qué clase de experimento?

— A ver, en lugar de explicárselo, pongámonos manos a la obra —dijo el doctor Ferrari, y acto seguido, rodeó la cintura de Lucía con sus brazos, y la atrajo hacía él, en un abrazo fuerte.

— Pero qué… —exclamó indignado Hernán.

— Tranquilo Hernán, confíe en mí. Sé lo que hago.

Hernán reculó, y volvió sentarse.

— Usted míreme a mí Lucía. Anteriormente dijo que sería capaz de acostarse con otros hombres si su novio se lo pedía. Ahora sólo tiene que abrazarme. Hernán ¿Le pediría a su novia que me abrace?

Lucía estaba petrificada, la situación la superaba. Su amigo Pablo les había dicho que se trataba de un médico poco convencional, pero esto era muy raro.

— Lucía, abrazá al doctor por favor.

Miró incrédula a su novio. Trató de razonar. Después de todo, estaban ahí para resolver sus problemas. Ya habían consultado a otros especialistas sin el menor éxito, ya era hora de usar métodos menos ortodoxos. De todas formas, su extrañeza no se desvanecía. Miró a su novio. Se mostraba extrañamente decidido, hacía mucho que no lo veía así. Finalmente abrazó al doctor. Sintió el perfume caro, delicioso, y la barba abultada tocó su piel.

— Muy bien —dijo el doctor—. Dígame Hernán ¿cómo se siente al ver a su novia abrazada a mi?

— Es raro, pero sé que esto sólo es un ejercicio, así que no creo que funcione.

— Ya veo —dijo el doctor—. Este abrazo fraternal no debe darle el suficiente morbo. Entonces, me tomaré la libertad de dar el siguiente paso, sin consultárselo como lo hice antes. Sin embargo, cualquiera de los dos siéntanse en libertad de informarme apenas quieran finalizar con el experimento.

El doctor desarmó el abrazo. Ahora sus manos se apoyaban en la cintura delgada de Lucía. Ella lo miró, expectante, y el doctor le dio un beso en la boca. Ella se apartó enseguida. Miró a su novio. Tenía los ojos desorbitados por lo que acababa de ver. Su piel estaba roja y parecía molesto y fascinado a la vez.

— Recuerden que cuando quieran abandonar el experimento no tienen más que decírmelo — les recordó el doctor, y cuando terminó de decirlo le comió nuevamente la boca a Lucía. La lengua se metía, hábil entre los labios gruesos de la chica. Lucía apoyó sus manos en los pectorales del doctor, e hizo fuerza en dirección contraria a él, como para zafarse. Sin embargo, su resistencia se hacía cada vez más débil, ya que no escuchaba a su pareja pedir que se termine el experimento.

— ¿Y bien Hernán?, me imagino que eso no se lo esperaba. ¿Cómo se encuentra? Dígame la primera palabra que se le ocurra.

— Superado —dijo Hernán al instante.

— Entiendo, ha de ser una situación sumamente inusual para ambos. Sin embargo, acá estamos. Usted Lucía, a medida que pasaba el tiempo no sólo dejó de resistirse, sino que también masajeó mi lengua con la suya. Y usted Hernán, veo que, aunque se sienta “superado”, su sexo no describiría este momento de una forma tan dramática —agregó, señalando con la mirada la evidente erección del muchacho—. Probablemente piensan que ninguno se los dos actuó porque esperaba a que el otro lo haga. Pero no se engañen, y no se culpen entre ustedes. La decisión es de ambos, en todo momento. Ahora, ¿qué les parece si continuamos con el experimento? Vamos a seguir avanzando, lentamente, a ver hasta qué punto llegamos.

El doctor agarró de la muñeca a Lucía y la atrajo de nuevo hacía él. Ella se dejó llevar, sin dejar de mirar a su novio, quien se mantenía en silencio, sin perderse detalle de lo que acontecía.

El Doctor acarició a la chica en las caderas, y sus manos subían lentamente, hasta llegar a su blusa, para meterse por debajo de ella y comenzar a masajear las tetas de Lucía.

— Su novia es muy hermosa, Hernán, debería estar sumamente orgulloso de ella.

— Sí —Alcanzó a susurrar el muchacho mientras veía como profanaban el cuerpo de su pareja, mientras que ella sólo guardaba silencio y se entregaba por completo al experimento.

Luego el doctor le quitó la blusa, y la hizo girar, de manera que lucía quedó de espaldas a su novio.

— Veo que está mirando todo con detalle. Muy bien Hernán. Continúe así por favor. Ahora quiero que mire cómo despojo de su lindo pantalón a Lucía. —Desabotonó la prenda y la bajó lentamente—. Lucía, tiene un cuerpo encantador, la felicito —dijo. Y luego, mirando a Hernán, agregó—. Ahora Hernán, usted va a presenciar como poseo a su novia ¿Está de acuerdo con eso? —Hernán no podía articular palabra. Lucía había quedado sólo con su ropa interior negra, y el doctor tenía las manos en sus caderas, y su sexo, que se notaba erecto dentro del pantalón, estaba muy cerca de las nalgas de la chica. Lucía, a su vez, parecía totalmente sometida a las órdenes del doctor, a tal punto, que este ya ni siquiera consultaba con ella, dando por hecho que estaba dispuesta a obedecer a todo —Tomaré su silencio como un sí —dijo el Dr. Ferrari.

Desabrochó el corpiño de la chica. La abrazó por detrás, le dio un beso, mientras masajeaba sus tetas con una mano, y con la otra tomó la tira de la tanguita y la bajó, muy despacito.

Hernán sintió un fuerte dolor en la entrepierna, y se dio cuenta que su miembro estaba tan tieso, que se sentía muy presionado por el pantalón. Sin moverse de su asiento, se desabrochó el cinturón, y se bajó el cierre. Liberó su verga y se encontró con que estaba como a punto de explotar. Se acomodó, y dejando sus prejuicios de lado, se dispuso a ver el espectáculo.

Lucía sentía la potente erección del doctor en sus nalgas desnudas, al tiempo que sentía cómo sus pechos se hinchaban por el constante masaje del hombre. Luego, unos dedos hábiles se concentraron en sus muslos, y su sexo no pudo evitar mojarse.

— Venga —dijo el doctor, interrumpiéndose. Se sentó al lado de Hernán, justo donde antes estaba su novia. Agarró un almohadón del sofá, y lo puso en el piso, frente a él. — Arrodíllese acá, por favor. —Le indicó a Lucía.

Ella lo hizo. Se arrodilló frente al doctor. Su novio tenía su miembro afuera, y era muy tentador metérsela en la boca. Pero eso no era lo que el Dr. Ferrari quería.

— Ahora Hernán, observe muy bien, y trate de recordarlo para la próxima vez que esté con su novia. Eso, seguramente, ayudará a que su sexo se mantenga firme, así como está ahora, pero por mucho tiempo. —El doctor liberó su verga morcilloza. Era petisa pero gruesa, y su vello pubiano era abundante, como su barba. —Lucía, ya sabe lo que tiene que hacer.

Lucía agarró el tronco y miró a su novio. Se permitió sonreír por primera vez desde que comenzaron con el experimento. Él le devolvió la sonrisa, aunque parecía algo forzada. Masajeó el sexo del doctor, luego lamió apenas la punta. El terapeuta, por primera vez, evidenció su placer al estremecerse cuando sintió cómo su glande fue estimulado. Luego Lucía comenzó con la verdadera mamada.

Hernán observaba atónito cómo la boca de la mujer que amaba era violada por esa verga gorda. El doctor acariciaba la cabeza de Lucía y tenía el torso inclinado hacia atrás, y los ojos cerrados. Los labios gruesos de la chica saboreaban la piel gruesa del tronco, mientras con su lengua succionaba la cabeza de la pija, y ya comenzaba a percibir cierta viscosidad en su paladar. Sus ojos se desviaron hacía su amado, sin dejar de petear, y esa imagen, para Hernán, fue demasiado morbosa como para poder aguantarlo.

Se levantó de un salto, y se desvistió en un santiamén. El doctor pareció sorprendido, pero no dijo nada. Lucía no dejaba de mamar. Hernán se arrodilló detrás de ella.

— Muy bien Hernán. Tome las riendas de su relación, cójasela a su gusto, sin preocuparse por satisfacerla. De eso ya me encargaré yo.

Hernán la agarró de las caderas, y sin más preámbulos le metió la verga húmeda en el sexo igualmente húmedo. Ella dio un respingo al recibir la primera embestida, la cual fue inusualmente salvaje. Después la agarró de las nalgas, y sus dedos la apretaron con violencia mientras la poseía. Si tuviese uñas largas, le hubiese herido la piel. El profesor la agarraba de la nuca, porque su cuerpo temblaba al ritmo de las penetraciones, y varias veces tuvo que dejar de chuparla debido a eso. Sin embargo, ella se las arreglaba para lamerla cuando su novio retrocedía y tomaba impulso para dar otra violenta arremetida.

Lucía estaba orgullosa de su chico. Habían pasado varios minutos y la verga, todavía tiesa, no paraba de enterrarse en ella. Sin embargo, la eyaculación llegó, y Hernán pareció apesadumbrado, como quien solo obtuvo una victoria a medias.

— Me encantó mi amor —le dijo Lucía, interrumpiendo unos segundos la mamada. Pero a Hernán no se le pasaba por alto que la verga del doctor seguía erecta, y eso que había recibido los masajes linguales desde mucho antes a que él comenzara a penetrar a su novia.

— Tranquilo Hernán —dijo el doctor, quien había leído sus pensamientos—, lo que acaba de suceder fue un gran progreso —agregó, sin dejar de acariciar la cabeza de Lucía que volvía a meterse la verga en la boca—. Además, en estos momentos somos un equipo. El placer de su novia no es su exclusiva responsabilidad. Usted solo ocúpese de disfrutarlo, ahora yo terminaré el trabajo. —Y luego dirigiéndose a la chica dijo—. Lucía, póngase sobre el sofá, en cuatro. Llegó la hora de cogérmela.

Lucía, quien por cada minuto que pasaba en ese lugar, se tornaba más sumisa, obedeció. Extendió su cuerpo en el sofá, el cual era muy chico, pero al ponerse como perrita entró perfectamente. El doctor se puso detrás de ella. Le dio una nalgada que la sorprendió, y luego la penetró.

— Observe Hernán —dijo, mientras la agarraba de las caderas y hacía movimientos pélvicos menos intensos que los que había hecho el muchacho, ya que su miembro era más grande—. Ahora se va a dar cuenta de que estuvo muy cerca de hacer acabar a su hermosa novia.

Lucía gemía, y sentía el calor de su entrepierna, cada vez más sofocante, al tiempo que percibía cómo sus músculos se contraían. Sintió un dedo enterrarse en su ano. Solo una falange que el doctor había metido, mientras seguía enterrando su verga en su sexo. Hizo movimientos circulares con ese dedo, y eso fue la gota que rebalsó el vaso, el detalle para que ella alcanzara su clímax y estallara en un grito orgásmico que maravilló a ambos hombres.

Hernán vio cómo la chica había quedado agitada y transpirada. Su pecho se inflaba y ella largaba un montón de aire, y por intervalos de algunos segundos, se producía un estremecimiento en todo su cuerpo, que se traducía luego en un temblor parecido a una convulsión, que la recorría desde la punta de los pies hasta la cabeza.

— Muy bien —dijo el doctor con la mano apoyada en la nalga de la chica—. No recuerdo una primera sesión más exitosa que esta. Pero no se tiene que dejar estar Hernán. Debemos seguir con la terapia hasta que recupere el completo control sobre su sexo. Déjenme buscar la agenda para asignarles el próximo turno.

Fin