Terapia alternativa

La desesperación de una madre y su miedo a la cirugía la hacen adoptar medidas desesperadas.

Son bastante comunes, mujer. No tienes que preocuparte tanto. Seguro que con el tratamiento desaparece.

¿Tu crees? Ya sabes que tengo auténtico terror a cualquier operación. Si no se va con tratamiento lo tendré que soportar para siempre pero yo no paso por un quirófano ni atada. Sólo de pensarlo me mareo.

Dolores había perdido a su marido en el curso de una operación aparentemente sin importancia. La extirpación del apéndice biliar le costó la vida. Desde entonces Dolores ha desarrollado un miedo cerval e irracional por la cirugía que le bloquea el entendimiento. A Dolores le han diagnosticado un quiste ovárico en esta última semana y busca desesperadamente tratamientos alternativos para eliminarlo. Un médico y una naturópata de los que ha consultado han coincidido en comentar que las relaciones sexuales podrían ayudar a destruirlo. No han dicho que fuera la terapia a seguir, no se lo han recomendado, ni siquiera se lo han sugerido pero Dolores atrapó esa parte del discurso y se ha agarrado a él como una posible solución. No es algo en lo que reparara de inmediato y en un primer momento seguro que hasta lo descartó. No tenía pareja y tampoco perspectivas de tenerla. Su vida social se limitaba al entorno laboral, la familia más cercana y dos amigas que mantenía desde la infancia así que en su consciencia la  eventualidad de que una ayuda para eliminar el quiste de su ovario radicara en el sexo cayó en terreno estéril. Fue sólo a medida que pasaron los días y que su preocupación  aumentara por la falta de un horizonte de cura claro cuando aquellas palabras oídas como en sordina comenzaron a resonar entre los huecos de sus pensamientos y a cobrar algún significado.

Hizo indagaciones y, aunque eran en extremo vagas, algunas pistas apuntaban a que la penetración había sido efectiva o al menos había ayudado a  destruir determinados quistes ováricos. Pasaron muchas opciones por su cabeza pero todas eran igualmente disparatadas. No podía pedirle al primero que pasara por delante que por favor se acostara con ella, no podía pagar a un profesional para que se la follara y tampoco podía suplicarle a hombre alguno que le hiciera el favor de servirle de ayuda terapéutica. La suerte estaba echada y muy a su pesar daba por cerrada la vía del sexo en su estrategia curativa.

Ensimismada, preocupada y triste Dolores había cambiado de carácter. Todos percibían qué algo tenía descentrada a Dolores pero era su hijo Julio quien padecía de primera mano los cambios de Dolores. Veía sufrir a su madre y sufría con ella. Sabía que algo iba mal, que un problema de salud la afligía. No conocía los pormenores de su padecer  y temía preguntar. La oía comentar su problema con la familia y las amigas y cogiendo una palabra aquí y otra allá dedujo más o menos de lo que se trataba. Un día, entre sollozos, Dolores le explicó a su hijo la naturaleza exacta de su padecimiento y su temor a que el tratamiento no surtiera el efecto deseado. Le habló de las medicinas que tomaba y le comentó considerando que ya tenía casi 18 años que mantener relaciones sexuales podría ser de ayuda en aquellos casos. Dolores no había pensado ni siquiera por un instante con anterioridad a este preciso momento en que compartía con su hijo las  inquietudes que la agobiaban que éste pudiera servirle de ayuda. Fue su desesperación, su miedo cerval a pasar por la cirugía la que engendró aquella ocurrencia que se apresuró a sepultar bajo los rótulos de disparate, locura y monstruosidad.

Los últimos resultados y observaciones demostraban que el tratamiento no daba los frutos apetecidos y que el quiste perseveraba. Rota por el estrés y atenazada por el pánico Dolores rompió a llorar mientras almorzaban. Julio se levantó para reconfortarla con un abrazo, le secó las lagrimas y se apresuró a reconfortarla vaticinando que todo iría bien, que tuviera paciencia y que confiara en el tratamiento  y fue entonces cuando de forma casi natural a Dolores se le vino a la boca algo que rondaba por los vericuetos de su subconsciente.

Me tienes que ayudar. Si me quieres, tienes que ayudarme .

Profirió aquellas palabras con la declamación de una súplica, con el desgarro de quien se sabe condenada a sufrir se le otorgue o no el favor reclamado.

No se trata de sexo ni de nada por el estilo. Es sólo un método de cura. No es normal, de acuerdo en eso, pero en casos extremos hay que tomar medidas desesperadas.  Yo haría por ti cualquier sacrificio, cualquier cosa. Tu puedes hacer ahora algo por mi. ¿Quieres hacerlo por mi?

Dolores quería oír que sí pero también deseaba oír que no. Quería una prueba del amor incondicional que su hijo debía sentir por ella; quería, en efecto, que la ayudara a combatir su mal pero quería, igualmente, que las razones que acaso su hijo esgrimiera para negarse a participar en semejante aberración terminaran por desgarrar el velo con la que la había cubierto.

¿y que tengo que hacer?.. .

¡Julio, por favor, no me lo pongas más difícil!

No bueno, quiero decir...vale,vale. Ya entiendo.

Primero me preparo yo y después entras tu. Yo te llamo, ¿vale?.

Vale.

Mientras se desvestía Dolores tuvo un sofoco de nervios que estuvo a punto de disuadirla. ¿De verdad iba a permitir que su hijo la penetrara? ¿De verdad le había rogado a su hijo que la penetrara?. La evidencia del persistente quiste en su ovario acalló, no obstante, los escrúpulos y como si su conciencia estuviera disociada de sus actos continuó quitándose la ropa. Se sentía como una yegua a la que preparan para ser cubierta por el semental

Cuando estuvo preparada llamó a su hijo para que entrara en la habitación. Julio se adentró entonces en un espacio totalmente oscuro y silencioso. El tic-tac del reloj despertador y la fosforescencia de las cifras  horarias dispuestos en círculo flotando donde se suponía estaba la mesa de noche era todo cuanto podía percibirse. Estoy aquí, lo guió Dolores y Julio tropezó con una de sus piernas. Ponte en medio, así.

No sucedía nada. La reticencia de su hijo la puso aún más nerviosa.

¡A que espera¡s

Dolores no paraba de hacer conjeturas. Su cabeza era un hervidero de pensamientos cruzados. Allí estaba, se dijo, de cuatro patas sobre la cama esperando seguramente en vano a ser penetrada con vigor. No tenía información alguna de los genitales de su hijo. Desconocía absolutamente todo de su pene. Quizás no fuera ni lo grande ni lo grueso que convendría a su situación o quizás, como ahora veía con claridad, el miedo que debía sentir su hijo en aquel preciso momento le impediría tener una mínima erección. Si ella, una mujer de 47 años, estaba casi paralizada por la vergüenza qué no podía sentir un jovencito inexperto al que casi se le conminaba a penetrar a una mujer mayor que además era su madre. Definitivamente, concluyó, aquella situación patética no podía resolverse con éxito.

El ruido de la cremallera y del cinturón evidenciaron que su hijo estaba ahora sin pantalones. Dolores esperó unos instantes que se le hicieron eternos. Casi se sobresaltó cuando sintió un roce sobre su nalga.

Dolores se había decidido a oscurecer por completo la habitación en el mismo momento que entró en ella. Lo había improvisado y se alegraba de haberlo hecho así. La oscuridad los protegía. Lo que allí pasara iba a quedar como flotando en la irrealidad, en un plano que al no fijarse en la memoria visual sería más fácil olvidar. Ni ver ni ser vista como argucia para olvidar.

No supo discernir en un principio si aquel roce provenía de la mano o del pene de Julio pero la suavidad y torpeza en el tanteo la convenció de que su hijo se aprestaba a realizar la misión que ella le había pedido cumplir. Su inquietud fue en aumento. Habían pasado 8 años desde la última vez, su hijo, casi seguro, no se había estrenado y para colmo su vagina estaba seca. Se dijo que casi mejor así, con dolor. Imaginaría que le estaban introduciendo una sonda o que la sometían a una humillación sexual a la que no tenía poder para resistirse a menos que deseara perder la vida. Lo que no podía permitirse, en cualquier caso, era sentir placer.

Julio apuntaba demasiado alto y a su madre no le cupo más alternativa que guiarlo hacía el orificio correcto y ya para entonces al comprobar la dureza del torpe miembro pugnando contra sus más íntimas zonas se le había desvanecido el temor a un gatillazo. La punta del pene de su hijo pugnaba por abrirse paso entre los labios de su vagina y Dolores roja de vergüenza, azorada por la culpa comprobó que ajenos a su voluntad los mecanismos del instinto la hacían  humedecerse.

Cuando su pene estuvo dentro Julio se quedó inmóvil. ¿Y ahora? , preguntó.

¡¿Nunca lo has visto hacer?¡ Vamos, Julio, no te hagas el tonto.

Quiero decir que sí tengo que dejarla dentro o empujo o qué.

Bueno, cuanta más fricción mejor y cuanto más dures mejor. Cuando te vaya a llegar paras un rato y después sigues y así.

Dolores quería dar apariencia de normalidad dentro de la excepcionalidad a la situación y adoptó, en consecuencia, un tono neutro. Se sentía mal pero confiaba en que aquel trance pasaría sin dejarle mucha huella. Era un peaje que tenía que pagar  y si el resultado era el esperado habría valido la pena. Si no fuera el esperado, Dios no lo quisiera, el arrepentimiento por no haber intentado todo lo que estaba  a su alcance tampoco la habría dejado, bien lo sabía, vivir en paz. Se consoló pensando que en aquellas circunstancias no cabía opción distinta a la que había tomado.

Dolores evitó nombrar la palabra “correrse” o la palabra “orgasmo” por estar asociadas al placer. No le preocupaba que su hijo como era de esperar pudiera venirse dentro porque su edad y el  DIU Mirena que llevaba hacía años eliminaban cualquier riesgo así que dejó ese extremo sin mencionar. Creía que aquella primera vez sería breve y de poca utilidad  pero ya la había sorprendido el tamaño del pene que tenía alojado en su vagina así que sería mejor  no sacar demasiadas conclusiones.

Con su mejor voluntad y con toda la responsabilidad del momento Julio movió su pene dos o tres veces con energía intentando llegar lo más adentro posible para después parar e intentar acompasar su respiración a los latidos de su miembro. Se lo tomó con la misma disciplina que aplicaba a sus series de ejercicios en el gimnasio. Aguantó nueve series de tres repeticiones y al final se corrió sacándola apresuradamente sin poder evitar salpicar,  pese a que lo intentó poniendo su mano delante, la ropa que de cintura para arriba llevaba su madre. Dolores estaba tensa e incómoda pero aún así no pudo sustraerse al hecho de que era la primera vez desde hacía ocho años que en su interior entraba algo que no era ni un tampón ni su dedo. Quiso evitarlo pero la emoción sublime y terrible de ser penetrada por el miembro de un jovencito y que éste fuera su hijo le arrancó a sus entrañas un estremecimiento que estaba más lejos del orgasmo que de una  liberación de su espíritu.

La primera vez había sido dura pero la segunda no lo iba a ser menos. La primera vez podía disculparse o tener un pase. Un error, un momento de debilidad, una locura pasajera nacida de la angustia y el temor. Una segunda, en cambio, reafirmaba la conducta.  El pasmo iniciatico que tanto su hijo como ella pudieron experimentar esa primera vez sería en una segunda ocasión imposible de evocar. Dolores veía ahora con claridad que el trago a pasar  la próxima ocasión en que fuera penetrada por su hijo iba a ser aún más duro que la primera vez y se preparaba para soportarlo. Había tenido tiempo de  revivir durante todo el día lo acaecido. Seguía sorprendida por la capacidad de su hijo para empalmarse en las circunstancias vividas. No hubo seducción, ni provocación, ni siquiera existió estimulo visual y sin embargo la excitación de Julio hizo que su pene creciera y se endureciera tanto como para introducirse en su vagina con total autoridad. Dolores achacó aquella pujanza al febril deseo de la juventud, al deseo en estado puro, al nervio vital de lo más puramente animal que habitaba en el macho al que una hembra se le rendía.

Lo mejor, se dijo, sería no pensarlo mucho e ir directa al grano pero aunque lo intentó las palabras no terminaron de salir de su boca. A cada minuto que pasaba crecía su nerviosismo. Pensó que sería mejor olvidarse por completo del asunto y no mentarlo nunca más, diluirlo de la memoria para siempre pero las ondas del profundo terror que le causaba el mal que tenía en su interior se superponían a sus recelos morales. El diagnóstico era claro y el quiste, contrariamente a sus reservas y escrúpulos espirituales, no podía eliminarse dejando simplemente de pensar en él. ¿Tienes un momento?... Te espero en la habitación, dame 5 minutos.

Al final había resultado menos difícil de lo esperado. Había hecho bien en evitar nombrarlo directamente. Una pregunta alusiva, una entonación modulada  y la expresión facial precisa habían sido suficientes para que Julio entendiera. Mientras se desnudaba de cintura para abajo y se arrodillaba al borde de la cama no paraba de conjurarse para no sentir placer: no lo hago por gusto, bien sabe Dios que no me queda más remedio que hacerlo y que es el sacrificio más grande de mi vida. Y sin embargo su sistema endocrino la contradijo al punto, tan pronto como el tieso miembro de su hijo acertó a traspasar el carnoso umbral de su vagina. Las secreciones de su vulva facilitaban el camino al intruso de tal manera que el  sofoco por el acto al que se sometía y la evidencia de no poder controlar las respuestas de su cuerpo hacían que su rostro ardiera como una brasa. Estaba roja de vergüenza y sus sienes palpitaban. Nadie podía verla pero se esforzaba por mantener un expresión seria en su cara, vigilando para desechar cualquier atisbo gestual que pudiera expresar no ya placer sino ni siquiera bienestar. Se auto imponía aquella disciplinada penitencia como contrapunto culpable a las respuestas placenteras que le daba su cuerpo.

El pene tocaba la pared de su útero causándole cierta molestia y ese leve dolor venía a compensarla por  las facilidades que su lubricación le otorgaba a la penetración. Su cavidad vaginal estaba ocupada por un pene que juzgaba grande y grueso y al que sin embargo ni veía ni quería ver. Nunca habría sospechado que su hijo tuviera tal “aparato” pero era evidente que así era. Nunca habría supuesto, tampoco, que pudiera alcanzar y mantener tales erecciones pero daba fe, muy a su pesar, de que así era. En cualquier caso sí que nunca antes se sintió tan a merced de los atributos masculinos. Tan llena y a la vez tan sometida.

Ella no quería disfrutar pero ¿y su hijo?, ¿querría o podría inhibir el placer?. Sabía que no pararía hasta correrse pero a lo mejor era porque ella misma le había dicho que cuanto más durara mejor, y claro, tanto entrar y salir acaba como tiene que acabar. Pero bien pensado, se decía, se le pone dura enseguida y eso no sucede si no estás excitado. Igual, se decía, es que se la menea justo antes. No lo he visto y tampoco se lo voy a preguntar pero es posible que la tenga tan dura por eso. Ella imaginaba que a su hijo le iba a repugnar la propuesta; imaginaba que le resultaría casi insoportable tener que introducir su pene en la vagina de una mujer casi treinta años mayor que él. Si ella se pusiera en su lugar y fuera un hombre tan mayor quien tuviera que penetrarla cree que no lo soportaría. No parece, en cambio, que ocurra así. Una erección no puede simularse y  la tensión que hace que se mantenga tiesa tanto tiempo no puede ser fruto de la obligación ni de la disciplinada obediencia.

¿Tienes un momento?

No sabe porqué lo ha hecho. Aunque se diga para sí que es para evitar que le manche la blusa lo cierto es que  no sabe porque ésta vez lo está esperando de cuatro patas sobre la cama desnuda por completo. Sus pechos cuelgan y sus pezones se han erizado pero la oscuridad la protege. Julio no notara cambio alguno respecto a las ocasiones anteriores. Ya la tiene dentro y ahora comienza el mete y saca ,regular, enérgico. Sus senos se bambolean. Dolores recibe las embestidas con el ánimo suspendido. No puedo excitarme Dios mío, no puedo, pero en la oscuridad de la habitación resuena entre el tic-tac del despertador el chapoteo de sus jugos. Al sonoro entrechocar de los cuerpos se une el chasquido líquido de la cópula que Dolores maldice por lo que señala pero sobre todo por aquello a  lo que la induce. No puede y no quiere tenerlo pero su hijo le ha arrancado un orgasmo que la ahoga porque se siente imposibilitada para expresarlo. Toma aire por la boca que abre ostensiblemente y lo expulsa a bocanadas de hito en hito.; en silencio y estremecida nota los espasmos de su vagina y el torrente de placer que la recorre. No sabe si lo ha disimulado aunque cree que sí. Su hijo sigue impertérrito el ritmo constante que se ha impuesto. Cuando se detiene es para anunciarle que ya no puede más; que si sigue una sola vez más le va a llegar.

¿Tienes un momento?

Seguía sin entender el divorcio tan patente entre su voluntad y los estímulos de su cuerpo. Hacía apenas 5 minutos que se había lavado; el agua fría y la áspera toalla tendrían que adormecer las involuntarias efusiones con las que su vagina recibía al huésped pero ya la humedad en las bragas venía a traicionarla. Que vergüenza, que vergüenza. Si no fuera por lo que se trataba  Dolores se decía que aquello sería  puro vicio. Día sí y día también ofrecía sus genitales en una postura obscena para que su hijo la penetrara de la forma más animal posible. Y cada día, sin la menor falta de entusiasmo, su hijo cumplía sobradamente con el cometido. La impresionaba la capacidad del muchacho y se decía para tratar de explicarla que entre masturbarse y meterla en caliente aunque se tratara de meterla en ella misma, Julio prefería esto último. Estaba casi segura que su hijo era virgen. Se estrenaba con ella y eso también podía explicar algunas cosas. Dolores creía igualmente que la oscuridad que los envolvía mientras copulaban lo ayudaría  a imaginar que estaba haciéndolo con cualquiera sabe quien y a lo mejor, cavilaba, eso también lo ponía en situación.

Ves, mujer. Te lo dije. Siempre te pones en lo peor. Yo confiaba en que con el tratamiento te iba a ser suficiente

Dolores oía a su cuñada congratularse por la eficacia del tratamiento y la mejoría que a  la vista de las últimas pruebas había experimentado su quiste ovárico sin cruzar una sola mirada con su hijo. Sabía que Julio no iba a dejar siquiera entrever el peso de su participación en aquella cura pero, no obstante, estaba nerviosa. Evitó mirarle para evitar que un gesto, un rubor o un leve carraspeo introdujeran en el contexto de la conversación una nota de confidencialidad entre ellos. La cosa iba, en efecto, muy bien. No sabía si era a causa de los fármacos pero se inclinaba a pensar que la acción combinada de sus “ejercicios” sexuales y de las propias medicinas era la que estaba obrando el milagro. No iba en cualquier caso a cambiar la rutina curativa así que esa misma tarde en cuanto la visita se despidió le preguntó a su hijo si disponía de un momento.

Era inútil tratar de reprimir las respuestas de su cuerpo a ciertos estímulos y poco a poco Dolores fue relajando su vigilancia moral. Era ridículo, bien lo sabía, pero no pudo dejar de estremecerse cuando hoy sintió las manos de su hijo apoyándose sobre sus nalgas. Nunca antes lo había hecho. Su pene se abría paso por entre su vagina y el vientre contactaba con su culo pero jamás hasta hoy la había tocado con sus manos. Era ridículo, se repetía una y otra vez pero encontró más sexo y deseo en esa acción que en el hecho habitual de que su hijo se corriera bien sobre ella bien dentro de ella. Tocarla no formaba parte de la escenografía ritual  y estimularse el clítoris como hizo teniendo el pene de su hijo dentro tampoco. Una cosa llevó a la otra y hoy Dolores buscó el  placer. Era, se dijo, su manera de celebrar las buenas noticias. Comenzaba a ver con un poco de optimismo el horizonte de su próxima curación y creía hasta cierto punto lícito dejar a un lado sus escrúpulos. Al fin y al cabo la tozuda realidad le decía que por mucho que quisiera disfrazarlo al hecho de que su hijo introdujera su pene en su vagina podía llamarlo de algunas formas cursis pero, elocuentemente, aquello era follar.

La sorpresa la dejó atónita. No supo reaccionar. Quedó como noqueada por un golpe y dando vueltas sobre su propio pensamiento. No existía ni el más leve indicio que hiciera sospechar que algo así pudiera ocurrir, por eso, si cabe, estaba aún más sorprendida. Julio actuó con una firmeza impropia de su carácter. La contundencia de sus movimientos y la arrogancia de sus palabras demostraban tal resolución que comprendió al instante que de poco le iban a servir su madurez, su experiencia  y su autoridad de madre en aquellos momentos. La forma en que la tomó por detrás, la fuerza casi violenta con que atenazó sus manos para voltearla y rendirla sobre la mesa de la cocina la habían amedrentado. Acertó a decirle que no eran ni el momento ni el lugar y le dio a entender como pudo que no comprendía a que venía tal arrebato. Siempre a oscuras, siempre a oscuras, ¿por qué tiene que ser siempre a oscuras?. Quiero ver, dijo casi gritando. Pudo ser que con aquel leve vestido su culo se moviera más de la cuenta mientras trasteaba en el fregadero y a lo mejor las bragas de color oscuro perfiladas tras el tejido fino y blanco acabaran por excitarlo. Lo cierto en cualquier caso es que su hijo le abría las piernas haciendo fuerzas con las suyas, que le apartaba las bragas a un lado llevándose dolorosamente algunos vellos en el tirón y que por muy  enojada y perpleja que estuviera no iba a poder evitar que el pene de su hijo,  que ahora podía ver en todo su apogeo saliendo de la bragueta, se hundiera en su interior. No forcejeó, no se resistió, sólo dio Gracias a Dios de no haber contemplado con anterioridad aquel miembro que ahora martilleaba las paredes de su útero porque entonces, como pudo comprender, no habría podido hacer pasar por algo distinto al sexo los encuentros que había tenido en la oscuridad de la habitación con su hijo. Rendida a la belleza plástica de la escena, a la sexualidad desatada del efebo que la poseía con aquel soberbio aguijón se dejó llevar. La tensión acumulada en aquel lance, la energía sexual aún por canalizar trepidando en las sienes del adolescente estalló en el interior de Dolores mucho antes de lo que era de esperar. El rostro crispado y sudoroso del muchacho se refugió hurtándole la mirada sobre el  pecho de su madre. Julio pensaba en su pene como en un arma de la que deshacerse una vez cometido el crimen. Se sentía indigno. Su turbación era tan evidente que al percibirla Dolores se sintió conmovida. Está bien, esta bien. No ocurre nada. Ya está, ¿vale? , ya está.

Días después del episodio Julio seguía cohibido. Miraba a su madre con sobresalto, con un disgusto permanente instalado en sus ojos y Dolores decidió actuar. ¿Tienes un momento?

Lo había meditado muy bien así que cuando al cabo de unos minutos el muchacho entró en la habitación se encontró de súbito en un espacio luminoso. Las ventanas estaban cerradas pero las lámparas de las mesillas y las tulipas del techo arrojaban toda su luz sobre el cuerpo desnudo de su madre que con las piernas abiertas y tumbada sobre su espalda lo invitaba a la cópula. Se arrodilló entre sus muslos, los tomó, los alzó y ambos fijaron la mirada en la unión gozosa de la carne atraída y la carne atrayente. Se estudiaban con detalle en el fragor de la batalla, suspirando y gimiendo, sonrientes y alborozados de celebrar así la vida. El rostro congestionado de Julio mantenía una serena gravedad con los ojos y la boca muy abiertos. Quería disfrutar del momento y acariciando con sus manos la espalda de su hijo trató de moderar su ímpetu. Los movimientos de pelvis, rítmicos y enérgicos, hacían que el pene de su hijo saliera casi en su totalidad de su interior para volver a entrar casi sin transición en su acogedora vagina. Dolores vivía el júbilo de un renacimiento primaveral largo tiempo sepultado por la sordidez de un largo invierno. El placer sexual era en aquel trance menos un fin en si que el medio del que todo su ser se  servía para volver a reclamar ante el tribunal de la existencia su pujanza.

No lo hagas dentro

La descarga caliente y abundante sobre su vientre la estremeció de tal manera que se conjuró para volver a sentir tal intensidad de sensaciones al menos mil veces más.

ãjose pablo