Tentación de diablo

Un extraño indeseado irrumpe en la vida de Roberto. Un extraño de aspecto normal, pero de intenciones lujuriosas.

Roberto se encontraba descansando sobre su toalla, bajo el veraniego sol de la playa. Llevaba las gafas de sol puestas y pretendía estar dormido, pero en realidad tenía los ojos bien abiertos y se dedicaba a pasear la mirada sobre las chicas de buen ver que caminaban frente a él. Llevaba un año soltero, desde que su novia le dejase, y desde entonces era como una especie de depredador, buscando alguna potencial víctima que llevarse a su habitación. La semana pasada había tenido un buen éxito y no necesitaba, de momento, sacudir el polvo de nuevo. Pero siempre se podía agraciar la mirada un poco.

Roberto también era un poco vanidoso, todo sea dicho. Era un hombre grande, de hombros anchos y extremidades gruesas. Visitaba el gimnasio con asiduidad, con lo que podía presumir de buenos pectorales y abdominales. No se marcaban con total exactitud en su piel, como a un modelo anatómico, pero era evidente que estaba bien formado. Con todo eso y con la capa espesa y uniforme de vello oscuro en pecho, abdominales, espalda, brazos y piernas, parecía en conjunto el típico hombre oso de fuerza descomunal. También lucía barba no muy abundante y pelo corto. Su aspecto de macho era su principal encanto a la hora de conquistar a las damiselas y, aunque no era infalible, le había brindado unas cuantas capturas exitosas.

Aparte de las gafas, en ese instante vestía únicamente un bañador tipo bóxer de color azul celeste. Le quedaba justo y casi parecía que le quedase pequeño en comparación con su tamaño. Mantenía las piernas estiradas sobre la toalla, en posición de V, para que se pudiese observar bien el bonito paquete que se le marcaba. Si las chicas podían verlo bien, alguna habría especialmente interesada que se imaginase hasta dónde podía llegar eso a crecer. Y entonces sería como un anzuelo que alguna pececita ha devorado. Solo tenía que recoger el sedal y estaría en el bote.

Sin embargo, parecía que ese no iba a ser su día de suerte. Veía pasar a las mujeres por delante, algunas acompañadas, otras en parejas, en grupos o incluso alguna solitaria. Pero ninguna de ellas se giraba a mirarle a él. Alguna vez captó alguna mirada fugaz, pero nada que le indicase que la chica estaba disponible o dispuesta. Tras un rato tostándose al sol, Roberto se cansó de estar allí tumbado y se levantó. Había un chiringuito cerca. De momento se iba a tomar una caña. Después ya vería.

Roberto se sentó a la barra. Había una terraza con mesas, pero casi todas estaban ocupadas. Además, él prefería sentarse allí para poder tener su bebida al instante y porque no había que pagar un extra por el servicio de camarero. La bebida estaba deliciosamente fría y era el mejor complemento que se podía tener para un día tan caluroso como ese, con 35º de calor. El ambiente estaba impregnado del sonido de las muchas conversaciones entrecruzadas, el pegadizo ritmo de una música que nadie escuchaba, el lejano sonido de algunas gaviotas, las risotadas de críos que se divertían en la arena y el susurro del mar. Todo estaba mezclado en una barahúnda de ruidos que no permitían centrarse en uno exacto. Era el verano desplegado en todo su esplendor.

Acodado en la barra, Roberto paseó la vista por la abarrotada terraza del chiringuito. Allí no había pudor ni formas, así que la gente se sentaba a las mesas en bañador. Con la mesa de por medio, parecía que los que estaban sentados no tenían parte de abajo. Le recordaba una ocasión en que fue a un bar en medio de una fiesta nudista. Allí nadie iba vestido y cualquiera podía hacer lo que quisiese. Él se quedó sentado a una mesa, ocultando su potencia viril dura mientras mostraba su peludo torso, observando con especial atención a la buena cantidad de mujeres preciosas que había. Esa noche y en ese mismo lugar pudo catar a una de ellas que se le acercó, con toda la intriga, y que le montó la hombría con toda impunidad. Roberto se relamía cada vez que recordaba esa gloriosa velada.

Mientras contemplaba el panorama y se regodeaba con sus recuerdos, un nuevo cliente se acercó a la barra del bar y se acomodó en el taburete de su lado. Roberto no reparó en su presencia hasta que, una vez hubo recibido su consumición, este le habló.

-Bonito bañador-comentó.

Roberto giró la cabeza como si hubiese oído una explosión. No estaba acostumbrado a recibir halagos por sus decisiones de vestimenta. Bueno, al menos no de hombres.

-Gracias-dijo, sin darle demasiada importancia.

-Marca muy bien…

Eso hizo que se le disparasen las alarmas. Estudió detenidamente al extraño. Era un chico joven, o al menos eso aparentaba, de unos veintipocos, tal vez. Era de piel pálida y suave, bien depilada, y complexión delgada. Tenía una melena corta y ondulada de color rubio oscuro, que dependiendo de la luz parecía anaranjado; algo muy raro. Su única vestimenta era un bañador tipo slip, de los que utilizan los nadadores profesionales, de un color azul muy parecido al suyo y con dos bandas de color rojo en un lateral.

-Yo no soy gay-repuso, deduciendo la orientación sexual del chico.

-Oh, vaya, es una pena… Con lo bueno que estás.

El chico le pasó la mano por la pierna, acariciándole los pelos. Roberto notó una sensación eléctrica al contacto. Le había dado calambre.

-De nuevo, te he dicho que no soy gay-insistió, retirando la mano ajena-. No me van los hombres.

-Está bien.

El chico cogió su bebida y se fue. Roberto se había quedado con una sensación de incomodidad. Todavía notaba la caricia de ese chico en los pelos de su muslo. Sin embargo, no le dio mayor importancia.

Esa misma noche, Roberto acudió a una discoteca muy conocida por la zona. Vestido con una camisa de manga corta de color crema y unos vaqueros largos de color blanco, se veía irresistible. A pesar del manto nocturno, también se había ataviado con sus gafas de sol, un complemento innecesario pero resultón. Tenía intención de obtener alguna captura, si no para esa misma noche, para alguna futura, antes de que se acabasen sus vacaciones. Sus brazos peludos y abultados instaban a las damas a que se agarrasen, mientras que el cuello abierto, con tres botones sueltos, incitaban a curiosear y ver lo que había más allá. Era un estilo provocador, al tiempo que elegante. Roberto no tenía un sentido de la moda muy exquisito, pero sabía cómo podía atraer las miradas, que luego podrían iniciar una conversación, y más tarde…

El local era espacioso. El típico bar orientado al ocio nocturno. A la derecha, cerca de la puerta, una barra bien amplia ofrecía un amplio surtido de bebidas para amenizar la velada. Tres empleados atendían los pedidos de consumición de la clientela, todavía no muy excesiva. Un poco más allá había un pequeño bosque de mesas y sillas, que ocupaba alrededor de un tercio del espacio total, más una zona similar de suelo más elevado para los clientes VIP. El resto de la zona pública era un espacio vacío, límpido para que la gente se pasease libremente y lo diese todo al ritmo de la música electrónica hasta que la madrugada les sorprendiese. Había un ambiente de penumbra por todas partes, iluminado por luces y tubos de neón que abarcaban todos los contornos de la arquitectura, proporcionando una débil luz de colores cambiantes que era suficiente para captar las formas, siluetas y figuras de la gente y el mobiliario. Exhalaba modernidad, estilo y ocio nocturno por todas partes.

Roberto se aceró a la barra y se acodó. Todavía no había muchos clientes, así que no tuvo problema para pedir una bebida. La gente luego empezaría a llegar y habría de luchar por hacerse un sitio ante la lista y fría superficie de madera barnizada. A su lado había un grupo de chicas, hembras que siempre acuden a los lugares de entretenimiento como este con sus mejores galas y en grupo. Roberto les dedicó un ligero saludo y una leve sonrisa, que ellas respondieron con unas risotadas traviesas. Al principio era recomendable ir con cautela, pues no se sabía si iban a estar dispuestas a entablar una relación o no. Y, aunque lo estuviesen, había que elaborar la situación, al igual que un bloque de mármol necesita de mucho esfuerzo y trabajo para crear una bella estatua. La noche era joven, al fin y al cabo. Y todavía no se había expuesto todo el género.

Roberto tomó asiento en una de las mesas, en compañía de su consumición. Con la espalda contra la pared, aquel era un lugar de vigilancia idílico. No era perfecto, ya que la gente se iba agolpando cada vez más y no le dejaba ver a quien estuviese más allá. Y tampoco gozaba de la ventaja de la altitud que otorgaba la zona VIP. Pero el movimiento era constante, como las partículas de agua resbalando unas sobre otras, y podía contemplar a la mayoría de las personas que andaban de un lado para otro, aunque fuese de manera fugaz. Pudo observar a algunas chicas de buen ver, con prendas ligeras y estilosas que dejaban ver lo suficiente de sus atributos. Todas se veían apetecibles, aunque no todas estarían abiertas a entablar algo. Roberto tenía un buen ojo para reconocerlas por su lenguaje corporal, aunque su ojo no siempre había demostrado ser infalible. Las que iban acompañadas de otros varones eran, con toda probabilidad, una apuesta fallida, ya fuera por noviazgos o porque ya habían encontrado otro acompañante. Los grupos de chicas, por otro lado, eran muy volátiles, ya que siempre podía haber algunas con ganas de marcha especial. Pero en la práctica tenía que ganarse a todas ellas para que no hubiera interferencias. Las chicas solitarias eran muy raras de ver, generalmente alguna que se había separado momentáneamente de sus compañeras. Y, fuera cual fuese el caso, había que actuar con cautela. Aquel “oficio” de casanova era un delicado trabajo de cirujano en el que, o actuabas con tino y sangre fría, o podías cometer el mayor error de tu vida.

De momento, tenía echado el ojo a una mujer de vestido escarlata, de tirantes y falda de embudo. Tenía unos senos de buen tamaño, ni muy grandes ni muy pequeños, y el pelo rubio suelto que se mecía al vaivén de sus movimientos. Estaba bailando con sus amigas a pocos pasos de la zona de mesas, con una mano agarrando un vaso. Algún chico se había acercado a hablar con ellas y, aunque todos se habían marchado al rato, la chica de vestido escarlata sí que había coqueteado y jugado un poco con ellos. Si Roberto dejaba que se cansase un poco, luego podría tantearla e incluso acompañarla a su casa. Pero no había que pasarse, no fuera que…

-¡Ey! ¿Qué tal?

Un cuerpo humano le interrumpió la visión de la chica de escarlata de repente. Roberto miró a su inesperado interlocutor con cierto fastidio, más aún cuando le reconoció: era el mismo chico del chiringuito. Iba vestido con camisa y pantalones cortos, casi al mismo estilo que el suyo. La prenda superior era de color celeste liso, con el logotipo del cocodrilo en el pecho. Entre eso y el pelo bien peinado, parecía el típico niño pijo de manual.

-¡Qué casualidad vernos aquí! ¿Qué tal estás?

-Ya te dije que no soy gay-le soltó Roberto con hosquedad.

-Lo sé, lo entiendo. No pasa nada. Solo quería disculparme por lo de esta tarde. ¿Aceptas mis disculpas?

El chico alargó la mano para que se la estrechase. Parecía sincero.

-Está bien, te perdono-respondió él.

Roberto le estrechó la mano con fuerza, pero casi enseguida le soltó. Le había dado calambre.

-Me llamo Miguel, por cierto.

-Roberto.

Si le había dicho su nombre, solo era por amabilidad. Porque si él se había presentado había que corresponderle. Pero, en ese caso, había sido un craso error. Miguel, en vez de dejarle solo, se lo tomó con demasiada confianza y se sentó junto a él a la mesa.

-¿Qué andas mirando? ¿Mujeres?

-Sí-replicó con sequedad.

-Pareces el típico macho alfa. Buscando siempre alguien a quien corresponder en la cama..

No le respondió. No le iba a seguir ese juego.

-Esa de allí está muy bien.

Se refería a la mujer de escarlata.

-No me digas-masculló, sin disimular el sarcasmo. Tal vez, si se mostraba algo borde, le acabaría espantando.

-Aunque creo que va a ser muy difícil de obtener, ¿no? Yo me decantaría por esa otra, la de verde.

Se refería a una de las amigas de la chica de escarlata. Parecía una chica muy modosita. Roberto ni siquiera la había tenido en cuenta.

-¿Y tú qué sabrás?-replicó, volviendo al tono hosco-. ¿Acaso las conoces?

-¿Yo? Para nada. Solo doy mi humilde opinión.

Roberto suspiró con un mohín de fastidio. Ese chico le estaba arruinando la velada. Ya podía irse a dar por culo a otro lado, nunca mejor dicho. Si no le ahuyentaba pronto, él mismo se iría de allí. Y no le apetecía en nada ser el que huye.

-¿Sabes?-dijo Miguel, aprovechando el silencio entre ambos-. Es una pena que seas hetero. Si no, te hubiera llevado a mi habitación y te hubiera dejado que me hicieses lo que quisieras. Seguro que con esos brazos tan fuertes que tienes…

Ahora le estaba haciendo sentirse incómodo de nuevo. No contribuía en nada a aliviar el enojo que le estaba causando su mera presencia. Todo lo contrario. Incluso empezaba a notar una comezón en el muslo que necesitó rascarse.

-Si no te importa…-exclamó Roberto, conteniendo un deje de ira en su voz-, me gustaría estar solo. ¿No tienes a alguien que te haga compañía?

-La verdad es que no. Me gustaría que me hicieses compañía tú. ¿Seguro que no te puedo convencer de…?

Se estaba reclinando de manera casi imperceptible. Quería recostarse junto a él. Pero Roberto le vio venir. No iba a consentir ni un minuto más aquella invasión de su intimidad y de su orientación sexual. Se levantó de manera brusca y se marchó del local, sin mediar ni una sola palabra más.

Con paso rápido dejó atrás el bar y salió al frescor nocturno. El asfalto todavía irradiaba algo del calor absorbido durante el día, así que todavía había una temperatura bastante agradable. Todavía había un par de grupillos arracimados junto a la puerta, fumadores que habían salido a darse un pequeño capricho de nicotina. Roberto anduvo con paso presto hasta la esquina más cercana y se ocultó. Esperó unos instantes, para comprobar que ese peñazo de chico no le seguía. Tenía la sensación de que iba detrás de él y no pensaba pasar la noche entera soportándolo. Solo buscaba un pinchito al que Roberto no iba a acceder ni harto de vino. Tras unos minutos de espera, no le vio salir. Parecía que se iba a quedar allí dentro.

Pasó el resto de la velada en otro local, aunque sus ganas de pasar un buen rato ya se habían desvanecido. Ya no buscaba una buena dama con la que dar rienda suelta a sus pasiones, solo disfrutar del resto de la noche y, sobre todo, que ese chico tan pesado no apareciese de nuevo. Al final, ambos deseos se hicieron realidad y volvió a su apartamento con la madrugada avanzada, extasiado de música y bebida. No había sido la noche que había esperado tener, pero por lo menos la había aprovechado al máximo.

Para cuando despertó por la mañana, el sol se encontraba bastante alto y entraba a raudales por la ventana. La primera pregunta que le afloró a la mente cuando se le abrieron los ojos fue: “¿Qué hora es?”. Se había acostado sin mirar el reloj y no podía asegurar cuántas horas había dormido en total. Su mente todavía se hallaba embotada por el exceso de ocio y la ruptura de las horas naturales de sueño. Con toda probabilidad se había derrumbado en la cama nada más llegar, aunque descubrió que, por lo menos, se había acordado de desvestirse antes. Entre las sábanas blancas se descubría su cuerpo peludo y desnudo, al natural y sin tapujos.

Con un bostezo leonino se levantó para prepararse una taza de café que le ayudase a renovar las energías. Con solo oler el aroma de la cafetera empezó a recuperar las primeras fuerzas, al tiempo que intentaba rememorar fragmentos obscuros y retazos borrosos de la noche anterior. Recordó la música, los bailes, alguna conversación esporádica y, también, un beso de carmín que todavía permanecía en su mejilla. Al final sí que había conseguido pillar algo de cacho, pero la cosa no había ido mucho más lejos. De otro modo, lo recordaría con certeza detallada y deleite. Roberto le sonrió a su reflejo en el espejo. Todavía estaba en forma.

Apenas había dado el primer sobro a su café cuando oyó que alguien llamaba a la puerta. Tal vez fuera la encargada de la limpieza. Pobre mujer, se dijo mientras observaba el anárquico desorden de su cuarto. Le iba a dar un infarto cuando entrase. Roberto empezó a vestirse para, por lo menos, abrir la puerta de manera decente y medianamente presentable. Sin embargo, solo se había puesto los calzoncillos y los pantalones cuando volvieron a llamar, esta vez con más insistencia. Pensándolo mejor, aquello no podía ser la mujer de la limpieza. Éstas solían llamar una sola vez y anunciarse a viva voz. Y, sobre todo, no iba a ser tan insistente. Por no mencionar que no tenía manera de saber si Roberto estaba dentro, con lo cual no se podía explicarse que llamase de nuevo. Lo más natural hubiera sido que entrase directamente, deduciendo que la habitación estaba vacía, aunque también habría resultado en una situación bastante embarazosa para ambos. Extrañado, Roberto se acercó a la puerta y alargó la mano hacia el pomo.

Cuán mayúscula fue su sorpresa cuando, en el umbral, se encontró de nuevo con Miguel. Aquel chico tan pesado que le había arruinado la noche, o al menos había estado a punto de hacerlo, al interferir en su vida sin invitación. Y ahí estaba de nuevo, probablemente con las mismas intenciones. Parecía que no había cambiado desde anoche, como si el ocio nocturno y las horas no le hubiesen afectado en lo más mínimo. Su carita sonriente de niño pijo le daba ganas de meterle una bofetada con la mano abierta.

-¡Buenos días, Roberto!-exclamó-. ¿Has dormido bien?

-¿Tú qué haces aquí?-inquirió Roberto, mosqueado-. ¿Y cómo has encontrado mi habitación?

-Uno tiene sus propios medios.

-¿Acaso me has estado siguiendo?

-Sí y no. ¿Puedo pasar?

-Claro, pasa.

Espera… ¿Qué acababa de suceder? Roberto tenía todas las intenciones de impedirle el paso y de echarle de malas maneras. Pero, por alguna razón que ignoraba, su cuerpo le había traicionado. Le había invitado a pasar y le había franqueado la entrada. Miguel entró como un invitado complacido por la buena hospitalidad.

-Una habitación muy bonita-dijo, mirando a su alrededor-. Aunque deberías recoger un poco.

-¿Qué es lo que quieres?-preguntó Roberto, con tono adusto.

-Nada. Solo quería hacerte una visita. ¿Tuviste una buena noche?

-Sí.

¿Pero por qué estaba respondiendo? Si todo lo que quería era echarle. Le hubiera cogido por el cuello y le habría lanzado al pasillo. El muslo le picaba de nuevo. Y la palma de la mano también. Era una comezón más fuerte que antes.

-¿Y estuviste disfrutando con alguien?

-No… No tuve esa suerte.

-¡Qué pena! ¿Y no te quedaste con las ganas?

Roberto consiguió controlar su lengua por una vez, pero el silencio era demasiado revelador. Miguel empezaba a moverse de manera sugerente, se acercó a él y pegó su cuerpo delgado al peludo y abultado de Roberto, con solo la fina tela de por medio.

-Dime-le susurró con lujuria-, ¿tienes ganas de pasar un buen rato?

-N… N… Sí.

¿Qué narices…?

-Pásalo conmigo, entonces.

-Yo… Yo no…-estaba haciendo grandes esfuerzos por resistir la influencia que parecía controlarle.

-¿Qué pasa?

-Yo…

Roberto se sentía como una marioneta. Con un ademán veloz, cogió la cabeza de Miguel con ambas manos y pegó los labios a los suyos. Miguel aceptó su fuerza y los dos se fundieron en un apasionado beso.

El hombre peludo no se creía lo que estaba haciendo. Estaba teniendo un contacto con un hombre que jamás se le habría pasado por la cabeza entablar. En su fuero interno pensaba, ordenada, intentaba obligar a su cuerpo a detenerse, a que su cara se separase. Pero no le respondía. Intentaba tirar hacia atrás, pero no podía. Parecía atrapado en un cuerpo ajeno que no atendía a su voluntad. Solo podía sentir las caricias, los labios del joven, su lengua, su saliva con la de él… Y luego su cuerpo, cuando se quitó la camisa, tan fino y suave, en contacto con el suyo. Mientras, Miguel estaba disfrutando de todo aquello, del beso a pesar de la barba que rozaba su piel lampiña y del cuerpo velludo y fornido de Roberto, acariciándolo, abrazándolo, arrimándose a su calor. Lo mismo que quería la noche anterior en el bar y mucho más.

Tras un intervalo de tiempo indefinido, por fin se soltaron los labios, pero nada más, pues sus cuerpos se mantenían ceñidos en un cálido y sensual abrazo. Roberto quiso escupir sobre el suelo la esencia caliente que se le había quedado en la boca, la saliva de Miguel. Pero su ser tampoco le permitió eso. Por lo menos, pudo recuperar el habla propia y, atónito, preguntó por lo que acababa de ver.

-¿Qué es eso?

Mientras se besaban, a Miguel le habían salido un par de cuernos caprinos de ambos lados de la sien. Parecían postizos, pero no había ninguna duda de que brotaban directamente desde el comienzo del pelo. No había ninguna diadema que los mantuviese como un complemento de Halloween, ni había traído nada por el estilo consigo. Eran como una extensión de su cráneo que le atravesaba la carne.

-¿Esto? Son mis cuernos-dijo, como si fuese algo totalmente normal.

-¿Qué eres?

-¿Yo? Nada más que un íncubo. Uno que quiere disfrutar del pecado contigo.

-¿Un incubo?

-Un demonio varón del sexo y el placer. ¿Nunca has oído hablar de nosotros?

Roberto jamás había sido un hombre religioso. Todas esas historias de Dios, de Lucifer, de los ángeles y los demonios, nunca había sido de su interés. Y, de no hacer sido por esos apéndices más típicos de cabra o de fauno, hubiera seguido ignorando su existencia por puro desapego. Una bombilla se le encendió de pronto.

-Tú me estás controlando contra mi voluntad, ¿verdad?

-Bingo.

-¿Por qué? ¿Qué quieres de mí?

-Ya te lo he dicho. Quiero tener sexo contigo.

-¿Y por qué yo?

-¿Y por qué no?

Aquello último había sonado a burla. Como si le hubiese seleccionado a él en particular para fastidiar aún más. Como que podría haber elegido a otro hombre homosexual para sus endemoniadas prácticas, pero que se había decantado por uno hetero para provocar.

-Déjame ir, por favor.

-¿Con lo que me ha costado atraparte?

Miguel le dedicó un último beso en la mejilla, como una especie de burlesca negativa hacia su petición. Luego, deshaciendo el abrazo que los mantenía atados, dirigió su atención a las pocas prendas que Roberto había llegado a vestirse. Y empezó a afanarse con el botón de esos albos pantalones vaqueros.

El cierre cedió, y luego la cremallera. Por debajo se intuyeron los calzoncillos estilo bóxer. El íncubo fue retirando la prenda exterior, ansioso por dejar al descubierto la interior. Eran unos pantalones ajustados, así que tuvo algunos problemas para librarse de ellos, pero ese contratiempo solo parecía satisfacerle aún más. Tras algo menos de medio minuto de lucha, la vestidura quedó arrugada alrededor de los tobillos de su velludo portador. Ahora Roberto lucía libre su abultado paquete, aún más marcado por un principio de erección que empujaba la tela hacia afuera.

-Por favor, no lo hagas-gimió.

-¿Por qué? ¿Acaso no lo has hecho antes?

-Sí, pero…

Pero se sentía forzado. No era solo el hecho de que fuese un hombre, si acaso los demonios tenían género, sino que no tenía ningún tipo de control sobre la situación. Era un juguete en manos de ese ser.

-Relájate-musitó.

Para él era fácil decirlo. Él no tenía que soportar el control de un demonio que le estaba usando a placer. Aunque con toda probabilidad le hubiera gustado.

Miguel, si acaso ese era el verdadero nombre del íncubo, empezó a mordisquear el miembro de Roberto a través de la tela. Tal vez fuese su imaginación, pero Roberto podría asegurar que aquellos dientes estaban más afilados que los de una persona normal. Sin embargo, se descubrió que estaba disfrutando de ello y la sangre se le agolpaba cada vez más ahí abajo, haciendo más presión sobre la prenda. Parecía que esta iba a estallar en cualquier momento. Con un pequeño ápice de control propio, le agarró un cuerno, picudo y rugoso al tacto. Quería apartarle, pero no llegó a conseguir nada más y se quedó con la mano asida.

-¿Quieres más?-inquirió el demonio, con un tono entre lujurioso y burlesco-. Enseguida.

Tomando la goma del bóxer con ambas manos, fue deshaciéndose de la última prenda para que acompañase a la otra. Con parsimonia, saboreando cada centímetro de piel peluda. Cuando por fin estuvo libre de todo estorbo, el pene de Roberto salió al aire con un rebote. Situado en el centro de un precioso y notable cinturón de Adonis, tenía un tamaño envidiable para un caucásico. Aunque la base velluda era muy oscura, tenía un tono cobrizo que recordaba a una barra de chocolate con leche, rematado con un color rosa brillante y tan buenamente grueso como el resto. Debido a su tamaño, estaba ligeramente curvado y en una posición horizontal, tirando hacia abajo. Las venas no estaban muy marcadas, pero se podía seguir con la mirada cada una de ellas. Miguel lo asió y, mirando a la cara a Roberto, sonrió.

-¿Esto es lo que guardas para las hembras? ¡Qué envidia!

Roberto le devolvió la mirada. Los dientes también habían cambiado. Lo que antes era una dentadura perfecta, ahora era una hilera de colmillos, brillantes como el marfil recién pulido. Parecía que tenía dos sierras blancas en la boca.

-Por favor-gimió, temiéndose lo peor-, no me lo arranques.

-¿Arrancártelo? Qué estupidez. Sería un desperdicio.

Por lo menos le quedaba el consuelo de que no le iba a hacer daño. Recibió la felación sin rechistar, sabiendo que no había otra alternativa, que no tenía escapatoria. No parecía que el íncubo pudiese engullirla entera, pero eso fue exactamente lo primero que hizo. Enterró la nariz entre el vello púbico como si su cavidad bucal fuese de goma. Roberto recibió una oleada de placer como nunca antes la había vivido con el sexo oral. Podía sentir cada mínimo centímetro de los tejidos de su interior, húmedos y cálidos, con una lengua puramente humana que se removía por debajo y le hacía cosquillas. También podía notar los dientes, justo en la base, como una miríada de alfileres que se clavaban desde arriba y abajo, pero que no llegaban a hacerle daño.

Roberto había recibido muchas felaciones a lo largo de su vida adulta. Sin embargo, había algo distinto, algo que no podía discernir muy bien, que lo diferenciaba de las anteriores. Tal vez fuese que no era de una mujer, sino de un hombre. O más bien de un demonio que chupaba, lamía, sacaba y metía como si fuese el helado más exquisito del mundo. O puede que la diferencia radicase en el enorme placer que le estaba produciendo, a un nivel que jamás había experimentado en su vida. Estaba seguro de que el íncubo estaba haciendo uso de algo especial, de algún tipo de magia. Porque Roberto era consciente de que, hasta donde llegaba su entendimiento, era un hombre lo que tenía arrodillado frente a él. Y que le disgustaba que fuese un hombre. Pero, al mismo tiempo, su mente lo aceptaba, lo deseaba, lo gozaba, tenía ganas de que fuera un hombre. Su cadera se movía, acompasando los vaivenes del íncubo, como si fuese el orificio más deseable de todo el universo. Y a veces exhalaba gemidos de pasión, de placer, para liberar el exceso, como una chimenea que expulsa los detritos que no necesita o que le sobran.

Sin saber a ciencia cierta si actuaba por posesión o por voluntad propia, cogió al incubo por ambos cuernos y empezó a usar su boca como matriz. Como si su cabeza fueran unas mancuernas para ejercitar los pectorales. Y su hombría entraba y salía en un fornicio intenso y profundo que alcanzaba la égloga y la garganta, aunque el íncubo nunca llegaba a ahogarse o pedir que se detuviese. Es más, a pesar de los gruñidos que a veces soltaba, su cara denotaba satisfacción y placer. Disfrutaba siendo utilizado de esa manera. Se dejó hacer mientras Roberto iba exprimiendo el inmenso placer que le producía follarle la boca. Cada vez más rápido, cada vez más intenso, le sacudía por los cuernos de tal manera que parecía que en cualquier momento le iba a romper el cuello por el violento vaivén. Para soportarlo, solo se había abrazado a las velludas y gruesas piernas de Roberto. Y ambos se movían al mismo ritmo, dentro y fuera, dentro y fuera…

Las sacudidas se interrumpieron de repente cuando, con un largo gemido, Roberto llegó al culmen. El íncubo recibió todo el torrente de leche, que ni siquiera llegó a rozar su lengua. Lo engulló entero, sin dejar ni una sola gota. Roberto, vacío y carente de fuerzas, se derrumbó a su lado, luchando por recuperar el aliento.

-Eres muy fogoso-comentó el demonio, relamiéndose-. Y sabes muy bien.

-Ya está…-masculló Roberto-. Ya te has divertido. ¿Te has quedado a gusto?

-¿Te has cansado tan pronto? Si todavía queda lo mejor.

-No, por favor… No puedo…

Ya no era cuestión de sexo homosexual, sino de que no podía seguir. Era como si aquella ración de placer le hubiera arrebatado todas las fuerzas. Miguel no hizo caso a sus súplicas y se fue retirando las pocas prendas que le quedaban mientras Roberto yacía indefenso. El íncubo no tenía nada de pelo en su cuerpo, más allá del de su cabeza. Parecía que hubiese nacido sin ello y tenía la piel suave y lustrosa. Sus genitales eran pequeños, con un pene erecto de la longitud y el grosor de dos dedos gordos de la mano, uno sobre el otro. El íncubo cogió una de las manos de Roberto y se la pasó por el cuerpo.

-Disfruta de este tacto pecaminoso-dijo, con lujuria-. Es lo mejor que vas a palpar en tu vida.

Tenía razón. Era envidiable y precioso. Como la más exquisita seda o satén que se pudiese sentir. Le recordaba al tacto sedoso de un bebé, pero era todavía mejor. Miguel le fue guiando la mano por todo su cuerpo, mientras con la otra mano sacudía el miembro de Roberto, que había encogido tras la descarga, para que volviese a presentarse en su máxima expresión.

-Esto es antinatural-musitó Roberto.

-Pues claro que lo es. ¿Te gusta?

Le tentaba decir que sí. Pero su instinto le decía que había algo de peligroso en ello. Una tentación de diablo exquisita que, como una rosa, ocultaba espinas afiladas e hirientes tras su belleza. Su silencio fue suficiente para el íncubo, que se rio con una risilla aguda y picaresca.

Entre ambas fuentes de contacto, el miembro de Roberto volvió a estar en posición de firmes en poco tiempo. El íncubo todavía tenía a Roberto a su disposición, que se había recuperado parcialmente, pero seguía sin poder levantarse. Con esa coyuntura, se sentó a horcajadas sobre el hombre velludo.

-Allá vamos.

Roberto suspiró, sabiendo que no podía hacer nada para evitarlo. Aunque ya había tenido sexo anal con anterioridad, así que estaba curado en salud. Sabía que, al principio, habría una resistencia muscular previa, que habría que ir allanando el camino. Sin embargo, ese era un íncubo, y no un humano normal. Con el primer intento se clavó el miembro erecto de Roberto hasta el fondo, una entrada limpia e indolora que, al igual que con el oral, les envió una oleada de placer sexual intenso.

-¿Te gusta?-inquirió el íncubo, con picardía.

Roberto no respondió. Estaba viviendo al máximo un momento que hubiera preferido no vivir.

-Bien…

La calidez del interior del íncubo volvió a embargar a Roberto. Aquel empezó a rebotar sobre la hombría tiesa que envolvía, exprimiendo el jugo del placer, al tiempo que sacudía la cola de diablillo que en algún momento indefinido le había salido de la rabadilla, de medio metro de longitud y acabada en punta. Su cuerpo era un muelle que caía y saltaba una y otra vez. Y a partir de esa fricción continua les llegaba el disfrute. Sin embargo, el íncubo iba muy despacio.

-¿Te está gustando?

Una vez más, Roberto no le dedicó ni una simple réplica. Sí que le estaba gustando. Era sexo, al fin y al cabo. Pero el placer requiere de intensidad para mantenerse, y el íncubo se estaba haciendo de rogar. Se movía con lentitud para provocarle. Y no iba a conseguirlo. No iba a ceder. No iba a entrar en su juego. No…

No pudo contenerse. Se suponía que estaba agotado, derrumbado, carente de fuerzas. Pero, como por arte de magia, se volvía a sentir revitalizado, con la potencia de un toro. Y, con un movimiento brusco, derribó al íncubo y le aplastó la espalda contra el suelo. Ahora que estaba por encima, podía liberar toda su furia como si hubiese estado contenida durante siglos. Se colocó justo encima, un león salvaje que se había abalanzado sobre su presa. Y empezó a reventar el ano del íncubo con aquel fervor enloquecido que le había embargado. No tenía control sobre sí mismo, ¿o tal vez sí? Fuera lo que fuese, no podía parar. Su respiración se había vuelto agitada, al mismo tiempo que su latido, que parecía que iba a salírsele del pecho en cualquier momento, reventando costillas, músculo y piel. Y Miguel observaba con satisfacción ese hombre peludo, ese oso gigante, que le estaba sodomizando con el ímpetu de la tormenta más violenta que jamás hubiera existido.

-¡Sigue! ¡Dale! ¡Sigue! ¡Sí!

Roberto apretaba los dientes como si estuviese a punto de echar espumarajos por la boca. Miraba al íncubo a la cara, a esa cara de niño pijo, pero no le veía, desbocado como estaba. Le tenía agarrado por el cuello y por una muñeca, para que no se escapase o resbalase tras cada feroz embate con la fuerza de un cañón. Eran tres, cuatro andanadas por segundo. Los cuerpos de ambos se sacudían como un millar de terremotos, uno tras otro, que provenían del hipocentro genital de Roberto, todos con la misma magnitud o mayor. Casi se podían oír los temblores, las ondas expansivas, pero solo era la piel chocando una y otra vez, y otra, y otra.

Y cuando la sismicidad de un lugar es muy intensa, significa que un volcán podría entrar en erupción. Y eso fue lo que sucedió. El volcán de Roberto empezó a erupcionar, pero él no se detuvo, y mientras seguía embistiendo, algunas coladas de leche se escapaban, se derramaban y volaban hacia fuera, aterrizando en sus cuerpos y en el suelo. Fue una erupción rápida, pero larga y abundante, que hizo gruñir a Roberto durante la totalidad de su duración, como un hombre lobo que aúlla a la luna. Cuando finalmente terminó, se derrumbó a un lado sin resuello. Esta vez no podría reponerse durante un buen rato.

-Eres toda una bestia-exclamó el íncubo-. Con razón te adoran las mujeres.

-¿Hemos… hemos ter… terminado?

-Sí. Me lo he pasado muy bien. Y ya estoy saciado de tu fuerza vital.

¿¿Cómo??

-¿Mi… mi qué?

-Tu fuerza vital. No creerías que iba a tener sexo contigo por puro placer, ¿verdad?

Roberto se había quedado sin palabras.

-Necesito alimentarme, y la fuerza vital de los mortales es de lo más exquisita. Pero no te preocupes, tú tienes mucha. Todavía vivirás muchos años. Y no te preocupes por la sensación de cansancio. Dentro de un rato te recuperarás.

El íncubo se levantó y se vistió. A medida que recuperaba sus prendas, sus características demoníacas iban desapareciendo: su cola, sus dientes afilados, sus cuernos… Volvía a parecer el mismo niño pijo normal de antes. Pulcro y elegante, como si no hubiera pasado una noche de fiesta ni hubiera tenido la sesión de sexo más salvaje de su vida. Se arrodilló junto al sudoroso, sucio e indefenso Roberto y le dedicó un pequeño beso a la mejilla.

-Nos vemos.

Tras lo cual, se marchó de la habitación sin mirar atrás.