Tensión sexual no resuelta

Rosa y Rodrigo (madre e hijo) tienen una complicidad que trasciende lo convencional o quizás no. ¿Quien lo sabe?

Sería complicado entrar en la mente de Rosa e interpretar a la luz del comportamiento hacía su hijo qué resultados quería obtener. Es muy posible que de entrada no hubiera propósito alguno y que solo la evidencia de ciertos efectos producidos por accidente, en el curso de la más estricta rutina diaria, en el cuerpo de su hijo condujeran al estado actual de cosas. Sería arriesgado tratar de adivinar el momento en que Rosa se percató del cambio o siquiera si a estas alturas podría hablar realmente de un cambio. De hecho, en sus actos domésticos y cotidianos no podemos hallar alguno que no venga repitiendo desde al menos seis años atrás. Cuando se decidió a decir basta y solicitó el divorcio, la juez, a la vista del calamitoso y ebrio progenitor de Rodrigo, no dudo en otorgarle la custodia. Desde entonces ha redoblado los esfuerzos para atenderlo; para borrar de su memoria los duros momentos que su padre les hizo vivir. Rodrigo es un chico frágil que acaba de cumplir 17 años, refractario a los deportes y que oculta su timidez en la siniestra estética gótica. Rodrigo es de pocos amigos; de pocas palabras y de escasos, o por lo menos poco aparentes, momentos de alegría. Rosa es quien mejor lo entiende y casi la única persona con la que Rodrigo comparte sus pocos secretos.

Cuando regresa con su uniforme después de 8 horas en la planta 5ª vendiendo ropa casual a la gente guapa de la ciudad, quien la espera con una sonrisa amable y un beso de bienvenida es Rodrigo. Descabalga sus torturados pies de los tacones y se desviste con parsimonia mientras comenta con su hijo qué tal ha ido el día. Rodrigo la sigue hasta el baño donde termina de desnudarse; corre la mampara y deja que el agua tibia relaje sus músculos. No paran de hablar. Cuando sale de la ducha Rodrigo le alarga la toalla y sólo entonces se encamina a la cocina. En verano Rosa se sienta aún con el pelo mojado y una camiseta a compartir una ligera cena con su hijo; en invierno, cuando el frío aprieta, al abrigo de un albornoz.. Siempre ha sido así. A diario, de lunes a viernes, Rosa ha venido compartiendo esos momentos de intimidad con su hijo. Hasta que cumplió los quince Rodrigo la esperaba impaciente en casa de la abuela de donde su madre lo recogía con los deberes ya hechos para compartir con él la cena una vez ambos se hubieran duchado. A poco de cumplir los quince Rodrigo insistió en ir directamente desde el Instituto a casa. Desde entonces quien la espera en casa es su hijo. Rodrigo es muy apañado y gran parte de la limpieza corre de su parte. Su madre lo ha enseñado a poner la lavadora y en ocasiones se ha atrevido hasta con la plancha.

Rodrigo, salvo quizás este último año, nunca ha sentido vergüenza de desnudarse frente a su madre. Rosa viene notando, sin embargo, cierta propensión a ocultarle la visión de su pene. Ella sabe muy bien que no se debe sino al intento de ocultarle sus erecciones. Rosa ha visto la evolución del cuerpo de su hijo año a año. Sus piernas y brazos se han hecho más largos y finos; su torso más ancho y en su rostro han aparecido ya los vestigios de una incipiente barba. Su pene, claro está, ha ganado grosor y el glande aparece casi siempre fuera del prepucio. El vello es negro y abundante. Esa característica es compartida. El vello púbico de Rosa también es tupido y oscuro. Rodrigo no se oculta de su madre de la misma manera que ella no se oculta de él pero teme violentarla con una inoportuna erección y por eso, si la prevé inminente, procura disimularla y sólo a esa razón como Rosa muy bien ha intuido se debe éste coyuntural pudor.

Rosa sabe que su hijo ya no la mira mientras se desnuda. Rodrigo ahora contempla como se desviste. Las prendas que se va quitando Rosa tienen, cada una, un significado. No cuentan lo mismo para el interés de Rodrigo la blusa o la falda que el sostén o, por supuesto, las bragas. Años atrás las prendas eran un conjunto indistinto de ropa  que desaparecía del cuerpo de su madre para que pudiera ducharse; ahora, en cambio,  cada una vale por lo que desvela. En el imaginario de Rodrigo no tienen ahora el mismo peso la blusa de su madre que las bragas de su madre. Rosa deposita con idéntica y aparente soltura ambas prendas sobre la silla de su cuarto cuando se desnuda pero cuando su hijo recoge sus bragas un atisbo de inquietud le asoma al rostro. Rosa quiere imaginar que camino de la solana sus prendas íntimas reciben una atención preferente.

Cuando Rosa, a día de hoy, se pregunta porqué está deseando llegar a su casa para desnudarse ante su hijo sólo puede responderse que lo hace porque disfruta. Después de ocho horas de trabajo atendiendo a gente que no le presta la más mínima atención se siente reconfortada por el interés que despierta en su hijo. Habla por primera vez en el día con alguien que quiere escucharla, con alguien a quien le importa lo que le cuenta, con alguien que la quiere. No recuerda las ocasiones en que viene repitiendo el ritual de prepararse para la ducha mientras comparte las experiencias del día con su hijo y ahora, más que nunca, es consciente de cuanto necesita éste momento. La naturalidad con que se desnudaba delante de su hijo no ha variado al cabo de los años y esa misma normalidad la lleva a asumir los cambios hormonales de Rodrigo. Si a Rodrigo le gusta mirarla y se excita viendo sus pechos, su culo y su pubis no ve razón para ocultárselos. ¿Por qué, se pregunta, iba a renunciar a éste hábito?. Es normal que los jóvenes sientan atracción y curiosidad por el cuerpo desnudo del sexo que les atrae y a Rosa, desde luego, lo que no le entraba en la cabeza era ocultarle el suyo a su hijo. Hubiera sido absurdo e incomprensible.

Para ser del todo sincera consigo, Rosa tiene que admitir que ahora, mientras se desnuda, siente cierto morbillo. La atención de la que es objeto ha variado su actitud. Hasta ahora sólo se desprendía de las bragas instantes antes de meterse en la ducha y correr la mampara. Ahora, empero, se desnudaba por completo en su habitación y daba los pasos que la separaban del cuarto de baño completamente en cueros. Su hijo la seguía y aguardaba hasta que el agua comenzaba a caer sobre su cuerpo. Alguna vez alargaba el momento de gozosa exposición frente a Rodrigo sentándose a orinar. Rodrigo escrutaba su pubis cuando se levantaba para secarse y juzgando  las dimensiones que cobraba su paquete, Rosa llegó a la conclusión de que ese gesto suyo de pasarse el papel por la vulva lo subyugaba. Atendiendo a las reacciones de Rodrigo, Rosa comenzó a ensayar ciertas pruebas; aunque también es posible admitir que con objeto de producir unas esperadas respuestas Rosa sometiera la libido de su hijo a un, digamos, test de stress.

Rosa sabe que su culo es acaso lo mejor de su cuerpo. Pasados los cuarenta sus nalgas han engordado y algunas estrías decoran la parte trasera de sus muslos pero en general lo ha logrado mantener erguido y ahora, quizás, es el momento de conocer si todavía esconde el potencial erótico que ella le supone. Rebuscando entre el genero de la sección de lencería de la tienda donde ella misma trabaja ha encontrado un par de braguitas altas de talle que dejarán gran parte de sus nalgas al aire y que le irán de perlas a su intención. Está dispuesta a ampliar la respuesta que empieza a darle Rodrigo ante la contemplación de su desnudez y el creciente interés que muestra por las zonas íntimas de su cuerpo. Los fines de semana Rosa no trabaja y la rutina de sus costumbres cambia notablemente con respecto a los días laborables. Rodrigo, sábados y domingos, no tiene la posibilidad de ver como su madre se desnuda ante sus ojos y es precisamente entonces cuando más pendiente está de ella. Rosa se da cuenta con toda claridad de que Rodrigo no pierde detalle de sus movimientos por la casa. Está detrás de ella cuando friega el suelo, limpia los baños o pone la lavadora y busca cualquier tonta excusa para meterse en el baño cuando ella está dentro. Rosa sabe lo que está ocurriendo en su hijo y en su intención está dar continuidad a la naturalidad con que hasta ahora se ha desarrollado su relación respecto a la consideración de sus cuerpos pero con el matiz de que ahora el deseo ha irrumpido en la mirada de Rodrigo.

Hoy se ha vestido dispuesta más que nunca a desnudarse, a mostrarse. Hoy se ha puesto las bragas adecuadas para excitar. Se está desprendiendo con lentitud de la falda. Rodrigo frente a ella no es ajeno al artificio de sombras y sugerencias que colma su mirada. El monte de Venus está velado por una algodonosa bruma que ahonda el misterio y aleja lo que creía cercano. Rosa no acaba de bajárselas y Rodrigo en vilo empuja con su intención para satisfacer su insaciable deseo de ver, de contemplar. El sostén de Rosa cae al suelo, ha dejado que resbale hasta el suelo para inclinarse a recogerlo y de espaldas a su hijo con el blanco nimbo de la prenda íntima a medio bajar enmarcando su vulva mostrarle el paisaje desconocido allende los labios más expuestos. Al girarse se encontró con la turbación de un rostro contrito por la urgencia de ocultar un involuntario orgasmo segundos antes de salir a refugiar la humedad de sus pantalones en la seguridad de su habitación.

Rosa se había  inventado una forzada inclinación, un escorzo inverosímil que la obligó a abrir los muslos y que hizo que los labios menores de su vagina, más protuberantes que los exteriores, se abrieran. Se notaba húmeda. Había estado excitada, de hecho, durante toda la tarde. Había imaginado el momento muchas ocasiones desde el preciso instante en que por la mañana había escogido del cajón de la ropa interior precisamente las blancas y caladas bragas destinadas a impresionar a Rodrigo. Había proyectado en su mente cada uno de los movimientos que haría frente a su hijo y sabía que era clave dilatar el momento en que su vulva estaría abierta y expuesta. Lo mejor, pensó, sería dejar caer algo al suelo para acto seguido darle la espalda y sin doblar las rodillas inclinarse a recogerlo. Estaba húmeda, muy mojada. El brillo de sus labios y la blancuzca y espesa estela de sus fluidos causaron en Rodrigo una aún más honda impresión de la que Rosa imaginó. Una risa tonta y nerviosa ascendía a su rostro mientras se duchaba. Había logrado no sólo el propósito de excitar a su hijo; había conseguido provocarle una eyaculación espontánea y ahora se sentía contenta, satisfecha de haberle procurado a su hijo un momento de intenso goce sexual.

Tras ese episodio Rodrigo mostraba cada vez más interés en ella. Solícito a su más mínima demanda y siempre cerca de ella, marcando sus movimientos con mirada escrutadora. Rosa, como es obvio, sabía a la perfección cómo administrar su capital erótico. No entraba en sus cálculos exponerse a diario de manera tan explícita, ni mucho menos. Bastaría por ahora seguir como siempre y solo en contadas ocasiones satisfacer su curiosidad con el grado de detalle que a partir de ahora seguramente esperaba Rodrigo. A la vez y paralelamente Rosa se proponía recobrar la naturalidad existente entre ella y Rodrigo respecto a la desnudez de sus cuerpos. Rodrigo no tenía prevención alguna a la hora de desnudarse frente a su madre; en el baño y en su habitación Rosa podía verlo completamente desnudo sin embarazo alguno, pero en esos casos su pene siempre estaba en letargo, quizás en alguna ocasión ligeramente vascularizado. Rosa pretendía hacerle comprender que no tenía porque ocultar sus erecciones, que su pene erecto era igual de normal que su pene fláccido y que la transición de un estado a otro no rompía ninguna regla entre ellos. Rosa quería ver el pene de Rodrigo tieso como una vara; quería ver el glande que ella misma le había enseñado a lavarse totalmente expuesto. Quería asistir a la demostración de su excitación contemplando la rigidez de su miembro y aunque su deseo la llevara también a ella a la excitación su actitud no traduciría más que continuidad, normalidad.

Se propuso como primera estrategia sorprenderlo cuando sospechara que podía tener una erección mientras, por ejemplo, estuviera en el baño o desnudo en su dormitorio y desplegar una ensayada naturalidad ante la visión de su erección. Encontró la ocasión un sábado por la tarde cuando Rodrigo se disponía a ducharse. Entró mientras se desnudaba con toda la intención de excitarlo. Se bajó las bragas y antes de sentarse llamó la atención sobre su pubis. Lo adelantó y procuró abrirse los labios al pasar su mano por la espesura del vello mientras comentaba con aire ausente que tenía que arreglárselo un poco. Una vez se sentó con los muslos muy abiertos su mano volvió a jugar con los labios de su vulva mostrando la carnosidad sonrosada del interior de la vagina. Rodrigo no pudo evitar una incipiente erección y Rosa aparentando indiferencia le preguntó por los planes que tenía para esa tarde. Cuando le pareció suficiente se levantó para secarse y subiéndose con lentitud las bragas salió. Unos segundos más tarde suponiendo que la erección de Rodrigo era ya total ahora que no tenía que disimularla ante ella, Rosa volvió a irrumpir en el baño para volverse a bajar las bragas pretextando no haberse secado bien anteriormente. Tal como supuso, Rodrigo estaba a punto de entrar en la ducha y  mostraba una ostensible rigidez en su miembro. Rosa le habló con total normalidad para comentarle que no se había secado bien y para preguntarle si quería que le preparara algo de comer antes de salir con sus amigos o si iban a tomar algo fuera. Se esforzó para que su mirada no delatara la más mínima muestra de asombro y luchó consigo misma para no fijarse en la venosa y lúbrica polla que, sin embargo, concitaba todo su interés.

El pene erecto de Rodrigo era hermoso. Poseía las dimensiones y el grosor perfectos; un equilibrado compromiso entre longitud y anchura. El color saludable de su tronco y la tersura violácea del glande gustaban a Rosa por encima de todas las cosas. Años atrás cuando se bañaban juntos ella misma le había enseñado como replegar el prepucio para poder limpiar debidamente el glande que ahora lucía arrogante y lustroso frente a sus ojos. Las venas inflamadas por la excitación le daban tal  punto de madurez al miembro de su hijo que Rosa, por vez primera y de forma inconsciente, lo consideró menos como pene y más como polla. El pene de su hijo se había ido trocando a lo largo de los meses en otra cosa que hoy se atrevió a nombrar en su mente: la polla de Rodrigo.

Las compañeras de trabajo también tenían hijos de edad similar a la de Rodrigo. Los problemas que contaban, sin embargo, eran distintos a los que pudiera tener Rosa con él. Algunas compañeras referían que habían tenido que tragarse que sus hijos llevaran amigas a sus dormitorios y que incluso habían tenido que comprarles ellas mismas los preservativos. Se quejaban de la precocidad sexual que mostraban sus hijos y le preguntaban a Rosa si Rodrigo no actuaba de igual manera. Todas, con una expresión muy gráfica, se quejaban de que ya a esas alturas a sus hijos no les bastaba con “matarse a pajas” y se sorprendían de que Rodrigo tuviera suficiente con sus “maniobras manuales”. Rosa, por supuesto, les ocultaba que era ella misma, tal como creía,  quien se había convertido en el objeto sexual de su hijo y que en razón de esa atracción el comportamiento de Rodrigo era muy otro al de sus hijos.

El sábado siguiente Rosa consideró oportuno dar otra vuelta de tuerca. En el juego de seducción que se había generado le tocaba el turno a la provocación. Sus pies necesitaban un arreglo y provista de los artilugios necesarios que incluían recipiente con agua, esmalte de uñas, tijeras y un cortador de cutículas se sentó en el salón. Cuando encogió el pie para colocar el talón sobre el cojín del sillón y acceder así a sus pies el corto vestido no alcanzó, por supuesto, a taparle las bragas que no eran, además, unas bragas cualquiera. Se había puesto las más viejas que tenía; las de los elásticos más flojos, las que menos se ceñían a su poblado felpudo. Rodrigo, como ella esperaba, había quedado hipnóticamente absorbido por el espectáculo que le brindaba. Los labios de su vulva aparecían alternativamente según subiera una pierna u otra por los lados de las bragas. Rodrigo era incapaz de apartar la vista del sexo de su madre. La mezcla del vello, rizado y grueso, con el relieve carnoso de los labios mayores hacían de la vulva de Rosa el centro omphalico del Universo. Dentro del pantalón la erección parecía querer quebrar su pene. Rodrigo sintió el deseo de liberarlo, de postrarse de rodillas ante aquel lúbrico altar y de sacudírsela para ofrendar en sacrificio la tibieza de sus más íntimos fluidos. Cuando sintió que la situación escapaba a su control se levantó y se derramó en la fría loza de tantas veces. Rosa ufana con el cumplimiento de cada una de sus predicciones sintió, no obstante, la frustración de no asistir a la explosión fisiológica del deseo que había provocado en su hijo y tuvo que contentarse con rozar su sexo mientras, como imaginaba, Rodrigo se masturbaba frenéticamente tras la puerta del baño.

Desnuda en el baño justo antes de meterse en la ducha Rosa se palpaba sus pechos. Cada cierto tiempo dedicaba un rato en esos momentos a explorar el rastro de un posible bulto en sus mamas. Rodrigo la miraba y Rosa vio la necesidad de comentarle que él también debería explorarse los testículos y el pene por si descubría algo anormal en ellos. A su edad no tendría que preocuparse en exceso pero convenía que aprendiera a hacerlo. Advertido por su madre Rodrigo le confió que alrededor del glande tenía unos bultitos; una especie de escamas que rodeaban todo su glande. Rosa dejó de inmediato de explorarse y le pidió a su hijo que le mostrase de lo que hablaba. Su preocupación cesó en cuanto vio a lo que se refería su hijo. Creía haber visto ya algo muy parecido en el pene de su ex marido y carecía de importancia. La incertidumbre de hacía un instante era ahora excitación. Tenía en sus manos el pene de Rodrigo. Lo movía a un lado y otro; sus dedos acariciaban el glande deteniéndose en las diminutas perlas a las que había aludido su hijo y los labios de su vulva abiertos por la posición en cuclillas que había adoptado empezaban a mojarse. Estaba excitada y no era raro porque aquello que palpaba  no era  ya el pene infantil que tantas veces ayudó a lavar sino toda una turgente y joven polla. Quiso tranquilizarlo pero sin cerrar la oportunidad que su hijo, venciendo su pudor,  le brindaba de tocar su sexo. Que no era nada para preocuparse, le dijo, pero que no obstante iba a consultarlo con el médico de cabecera y ante las protestas de Rodrigo que no quería que la tal doctora conociera sus cuitas íntimas, Rosa le juró que haría la pregunta de manera que no supiera a quien se refería. Esa noche Rosa se masturbó.

Unos días más tarde mientras se desnudaba frente a Rodrigo con artes de stripper Rosa reprodujo el guión que se había preparado para la ocasión. Comenzó contándole que había, en efecto, preguntado a la doctora por aquellos bultitos de su pene y que creía que no eran nada para tener en cuenta pero que para estar más segura convenía verlos atendiendo a algunos detalles. Le pidió que se bajará los pantalones y ella misma terminó, arrodillada en bragas frente a él, de bajarle el calzoncillo. Hoy, le dijo, la tienes más grande que el otro día y así es como la doctora me dijo que era conveniente mirar el tamaño de los bultitos. Si crecen con el pene, continuó, es peor que si no lo hacen y en tu caso no veo que crezcan. También me dijo que si duelen o molestan al masturbarse pueden ser distintos de los que no molestan. ¿Te molestan a ti? . Rodrigo balbuceó y miró a su madre como para indicarle que él no hacía tal cosa pero Rosa que a todas estas tenía su polla en la mano, con el glande expuesto y la piel del prepucio tirante, supo con naturalidad y exquisito tacto decirle que todos las personas que ella conocía daba igual que fueran hombres o mujeres se masturbaban y que lo normal y hasta lo saludable era hacerlo. Así que si no te molesta cuando te hago esto ( estiro la piel del prepucio hacía adelante y hacía atrás varias veces) es que todo va bien y son simplemente lo que se llaman pápulas perladas, algo bastante normal así que esta hermosura , dijo, está completamente sana y acercando los labios a su casi erecto pene plantó en medio del glande un sonoro y casto beso de madre con gran alborozo tanto de Rodrigo como de la propia Rosa. Conforme su hijo se subía el calzoncillo Rosa se desprendía de sus empapadas bragas y caminó con ellas en la mano hasta la ducha porque no creyó oportuno descubrirle a Rodrigo el grado de excitación que había alcanzado en aquel trance. Sólo un débil relámpago de lucidez la había disuadido en el último momento de no abrir la boca y tragarse lo que había llamado hermosura. Esa noche Rosa también se masturbó.

La primera comunión del hijo de la hermana menor de Rosa se celebraba a las 11:00 de la mañana de aquel sábado de mayo. Se hacía tarde y mientras su hijo se  duchaba Rosa decidió ventilar su habitación, hacerle la cama y elegir de su armario la ropa más adecuada para el momento en un intento de evitar los excesos góticos en los que solía incurrir. Al tirar de las sabanas algo llamó su atención. Le resultó inmediatamente familiar el estampado de aquella prenda y cuando la tuvo en sus manos comprobó que sí, que aquellas eran una de sus bragas. Sí, concretamente las que se había quitado la noche pasada y que se suponía estarían aguardando en la cesta de la ropa turno para el lavado. Rosa no era tan ingenua como para no sospechar que el deseo insatisfecho de Rodrigo hubiera encontrado ocasional desahogo en sus prendas íntimas y lejos estaba de violentarla tal práctica pero una cosa era saberlo y otra muy distinta encontrarse con la prueba física. Allí, en sus bragas, estaban sus fluidos y mezclados con ellos y aún húmedo el líquido seminal de Rodrigo. Su hijo se había contaminado con los restos biológicos que emanaban de su vulva; había llenado su olfato con sus olores íntimos y, finalmente, había querido que sus activos espermatozoides se mezclaran con sus propias  huellas biológicas. Aquello era divinamente sucio, primario y animal si se quiere pero obedeciendo a un impulso irrefrenable de sus instintos sexuales que nacía del centro mismo de su vientre tiró las bragas donde estaban y se encaminó al baño para interrumpir la ducha de Rodrigo. Le urgió a terminar pretextando que el tiempo se les echaba encima y que aún ella no se había duchado. Se desnudó por completo y descorrió la mampara tras la que Rodrigo disfrutaba del agua caliente. Se metió con él en la ducha y le pidió que ya que estaba allí la frotara por detrás. Se inclinó  cuanto pudo para coger su propia esponja y buscó con toda intención que sus nalgas rozaran el morcilloso pene de Rodrigo. Por una vez, dijo, deberíamos llegar puntuales que siempre somos los últimos. Tengo , continuó, que arreglarme el felpudo pero ya no me va a dar tiempo. ¿no crees que está un poco salvaje? . No creo, contestó Rodrigo, que nadie vaya a darse cuenta de ese detalle . Ya hombre, ya lo se, pero es que hay que estar arregladita por fuera y también por dentro . Y mientras así hablaban la mano de Rodrigo recorría sin dejar ni un trozo de piel el cuello, la espalda, los muslos, las piernas y, por supuesto, el culo de su madre cubriendo de espuma de jabón toda la parte trasera de su cuerpo. Rosa, por su parte, no perdía ocasión de inclinarse a coger ahora el gel, ahora el champú, a depositar ahora la esponja, ahora el bote de gel, ahora el  frasco de champú y de paso propiciar el contacto con la polla de Rodrigo que a cada instante se endurecía un poco más. Si pudiera asistir al instante supremo de la eyaculación, si pudiera propiciar que Rodrigo se viniera delante de ella se cumpliría un deseo nacido prematuro y que poco a poco se había convertido en una presencia que dominaba su pensamiento pero por ahora debía contentarse con lo que tenía que, bien mirado, tampoco era poco.

Cuando estaba a solas Rosa incursionaba en la cesta de la ropa esperando encontrar las huellas del deseo de Rodrigo en sus bragas. Acariciando su clítoris con ellas alcanzaba el éxtasis. Si en alguna ocasión no existían evidencias físicas de Rodrigo en su ropa interior, Rosa se decepcionaba y si, como ocurría en alguna ocasión, eran varios los días en que faltaban,  se preguntaba temerosa si acaso ya no habría dejado de interesar a su hijo como objeto de deseo.

No era del todo satisfactorio pero Rosa no había imaginado de entrada llegar hasta donde había llegado. Era toda una conquista haberse ganado la confianza de Rodrigo para que no le ocultara sus erecciones así que haber podido tocarle el pene y ya no digo besárselo o, como hacía tan solo unos días, poder ducharse con él y rozar su culo contra la erecta polla eran ya toda una inimaginable propina. Sus necesidades sexuales no se cubrían del todo, ni mucho menos, pero sí que esos escarceos le daban aire  para mantener viva la llama del deseo. No pretendía mucho más pero si que ansiaba mayor frecuencia en los contactos aunque fueran tan tímidos y poco convencionales. Lo que empezó divirtiéndola ha ido derivando en una necesidad de ida y vuelta. Comenzó satisfaciendo la natural curiosidad sexual de Rodrigo sin propósito alguno y ha terminado por vincular su deseo erótico a los signos de excitación de su hijo. Si Rodrigo da muestras de que la desea, Rosa se excita y Rodrigo únicamente se altera si Rosa lo provoca. Rosa tiene las claves y los recursos necesarios para avivar la latente sexualidad de Rodrigo: una explícita y fugaz exhibición de su inflamado sexo o una insinuación perversa, pongo por caso sacarse las bragas con el camisón puesto dejándolas resbalar hasta el suelo piernas abajo, bastaban para que la atención de Rodrigo viajara desde donde quiera estuviera a concentrarse sin resquicios en la admiración de su cuerpo.

Con una pierna sobre el bidé y cuchilla en ristre Rosa se perfilaba las ingles.

-                     ¿Qué haces mamá?

-           Me afeito, cariño.

-           ¿Pa qué?

-        ¿No querrás que vaya a la playa con estas melenas?, tu tía Sandra no tiene sino una raya de pelos justo en el medio y tus primas lo tienen completamente afeitado, la única que tiene tal felpudo soy yo.

- Da igual mamá, así es cómo debe ser. Los chichis afeitados son horribles.

- Si, pues casi seguro que todas las chicas de tu edad lo llevan afeitado.

- Alguna habrá que no. Seguro que las de más personalidad no se habrán dejado llevar por la moda y eso es más o menos fácil saberlo.

- Bueno, Rodri, es cuestión de gustos, pero la línea del bikini sí que me la tengo que quitar; que algún pelillo se escape pase pero que me asomen las barbas ni hablar.

Si, se acercaba el buen tiempo y la posibilidad de pasar algunas horas en la playa. Antes de tumbarse por vez primera al sol Rosa aprovechaba la pequeña terraza de la buhardilla para ir cogiendo un poco de color. Los altos muros y la inclinación del techo del unifamiliar de tres pisos protegían aquel exiguo espacio de cualquier mirada así que habitualmente Rosa prescindía del sujetador. Con esa intención subió ese jueves santo a la buhardilla pero la presencia de Rodrigo que leía en la otra tumbona plástica “La Hojarasca” cambió sus planes. Se deshizo del corto vestido floreado y asomaron sus pechos de erectos pezones y la negra sombra de su pubis bajo las blancas bragas; se las bajo de espaldas a Rodrigo y las deposito con gesto estudiado sobre la pequeña mesilla de resina entre ambas tumbonas. Con un pie a cada lado se sentó; tomó el protector solar y se lo extendió por el cuerpo. Rodrigo había contemplado la entrepierna frondosa de su madre desde detrás y ahora tal como se había dispuesto podía ver el flanco derecho de Rosa y el relieve de su monte de Venus. Estaba empalmado y más tiesa aún se le puso cuando le pidió que le extendiera por la espalda la crema protectora. No pudo evitar la tentación de pasar por delante de ella y rodearla, en un movimiento que sabía artificioso, con tal de poder echar un vistazo a los labios de la vulva de su madre que por la posición suponía abiertos.

De espaldas a Rodrigo se levantó en la misma posición que se hallaba para pedirle que le untara crema también por las piernas y las nalgas.

-            ¡Deberías también tu tomar un poco de sol en bolas, es tan agradable¡

-            Bueno, sí, quizás otro día.

-           Y por qué no hoy, es tan buen día como cualquier otro... ¿Qué es lo que te lo impide? Las primeras veces seguro que te vas a empalmar , que te crees ¿qué a mi no me pasa?. No es tan llamativo, vale, pero mira, ¡también se me ponen duros los pezones y ya sé que no se ven pero te aseguro que muchas veces me quito las bragas totalmente mojadas. Hace unas noches soñé con eso. Estabas en la cama y no podías dormir porque la tenías super dura y yo te ayudaba haciéndote un trabajillo manual a que conciliaras el sueño. Fue tan real que me corrí del gusto. No me da ninguna vergüenza decírtelo y a ti tampoco te tendría que dar vergüenza seguir los impulsos naturales de tu cuerpo. Que se te ponga dura  cuando me ves en pelotas es señal de que todo anda bien. Lo contrario sí que sería raro, tan raro como no tener fantasías o no masturbarse.

El pene de Rodrigo saltó como un resorte cuando tiró de los calzoncillos y a Rosa bien que le dieron ganas de cumplir con lo soñado. Rosa en realidad no había soñado que masturbaba a su hijo o a lo mejor sí aunque de hecho Rosa raramente se acordaba de sus sueños. Lo que en realidad hacía Rosa muchas veces era fantasear despierta con hacer que Rodrigo se corriera. Imaginaba el semen brotando del erecto pene derramándose sobre su cara, empapando su mano, rezumando de sus labios. Rosa soñaba despierta con presenciar el acto supremo del orgasmo de su hijo y vivir con él ese momento de intimidad física y sufría por no saber cómo hacerlo sin violentarlo. Los pasos que iba dando la llevaban por el camino correcto. La estrategia era acertada y el clima de confianza entre ellos era óptimo. Quizás bastara una situación especial para provocar  la total rendición de los prejuicios y temores. Un momento decisivo en que la conjunción de circunstancias favorables hicieran casi necesario el contacto carnal; un instante en que lo extraordinario sería no obedecer al deseo.

Fuera del espacio confinado de la casa que compartían el clima de distensión sexual no había tenido ocasión de mostrarse. Tal realidad se le hizo presente a Rosa un día en el que compartían diversión con un gran número de personas. Una salida familiar  al monte para celebrar el cumpleaños de otro de los pequeños de su hermana la enfrentó con ese pensamiento. En plena naturaleza y rodeados por amigos y desconocidos Rosa sintió la necesidad de mostrarle a Rodrigo a donde llegaba el grado se su complicidad. Quería demostrarle qué lo que era válido en la intimidad de casa también era lícito fuera de ella. Lo importante no era donde estuvieran sino cómo se sintieran. Se acercó a Rodrigo y le rogó que con discreción cogiera unas servilletas y que por favor la acompañara en el paseo que iba a dar por los alrededores. Comunicó a los que se encontraban más cerca que ella y Rodrigo iban a dar una vuelta por alguno de los caminos que parecían salir de allí y se marcharon. Rosa no tardó en confesarle a Rodrigo que lo qué realmente ocurría es que se estaba meando, que ya no aguantaba más y que descartado por insalubre el mínimo retrete del área recreativa la única opción que veía viable para aliviarse era ocultarse por la zona.

- Me da reparo alejarme sola por el bosque.

- Aquí ya no te ve nadie, estamos bastante lejos

Rosa se desabrochó los ajustados tejanos y con total tranquilidad se bajó la bragas hasta las rodillas y se puso en cuclillas. La tierra al contacto del tibio liquido humeaba a su alrededor. Se incorporó y le pidió a Rodrigo que le acercara una servilleta; se secó cuidadosamente y antes aun de subirse de nuevo las bragas extendió la servilleta doblada a su hijo porque le pareció incorrecto dejar en aquel bello rincón de la campiña huella alguna distinta de su orina. De regreso y entre el bullicio divertido del grupo ambos se sintieron singulares. Se miraron con una complicidad redoblada nacida de la confianza que Rosa le había mostrado a Rodrigo al pedirle que la acompañara a orinar y más cuando sabía que cualquiera de las mujeres presentes hubieran aceptado de buena gana acompañarla y hasta unirse a ella para echarse unas risas. Rodrigo comprendió que era patente que la condición determinante del comportamiento de su madre hacia él no venía dada por las cuatro paredes en que vivían, por el espacio que compartían sino por un sentimiento de entrega incondicionado y tuvo que reprimir las ganas de abrazarla en un repentino acceso de  afecto.

- ¿Qué te parece éste traje? ¿Me queda bien? ¿Lo ves adecuado?

-           Te queda perfecto...pero se te marcan las bragas

-           ¿De verdad? ¿mucho?

-           Lo suficiente para que no resulte elegante.

Por fin una boda en la familia. La hija mayor de la tía Sandra se casaba y tocaba ponerse guapos.

- ¡Joder, no me digas que se me marcan tanto¡

-           Si, mamá, se marcan.

-            Bueno, espera que me lo pruebo con unos coulottes a ver.

- ¿Y ahora, qué tal ahora?.

-            Bueno, está mejor. Ya no te cortan la nalga pero se ve claramente donde empieza y donde termina. No está del todo mal pero...

-           Joder Rodri, sin bragas sí que no voy a ir. Alguna solución habrá, yo que sé. No creo que todas las famosas con trajes super ceñidos vayan sin bragas, no sé, digo yo.

Preguntando entre sus compañeras de trabajo Rosa encontró la solución para aquel engorro del traje y las marcas de la ropa interior.

- ¿Qué tal ahora? ¿Se nota algo raro?

- No, ...a ver, no, ya no se nota nada.

- Lo ves, había una solución.

Se deshizo del traje y Rosa le mostró a su hijo el secreto:  un hilo dental color nude que dejaba al aire las nalgas y cubría apenas el triángulo púbico.

- Es algo incómodo pero quien quiere presumir tiene que sufrir.

Durante la ceremonia y la celebración Rodrigo notaba que su madre no estaba todo lo distendida que cabría suponer. Coincidieron un momento a solas y Rosa no pudo dejar de confesarle que la tira de tela alojada entre sus nalgas la estaba torturando. Las molestias iniciales lejos de mitigarse se habían convertido con el roce en un escozor punzante, en un dolor penetrante que no le abandonaba un instante.

No bien entró por la puerta de su casa Rosa se arrancó literalmente la molesta prenda interior y la lanzó en el cubo de la basura. Por Dios, qué alivio. Vaya nochecita. Tengo que tener el culo hasta con heridas. Mira a ver, mi vida.

Estirada en la cama de su habitación Rosa se separaba las nalgas para que su hijo pudiera informarla del estado en que veía el interior de su culo. Se ve bastante rojo, cómo irritado. ¿Quieres que te ponga alguna crema?

Los perfumes y componentes químicos de las cremas a disposición en aquel momento hicieron que Rosa descartara la sugerencia de su hijo pero entendió que a lo mejor sí que le vendría bien lubricar la zona con una vaselina neutra que usaba normalmente para dar brillo y protección a los labios de su boca.  El dedo untado de vaselina de Rodrigo se deslizaba con suavidad por el cauce abierto entre las nalgas de Rosa. El suspiro de alivio primero iba trocándose a medida que el dedo de Rodrigo hacía su trabajo en un susurro de placer. Rodrigo pulsaba levemente en el recorrido descendente de su dedo el interior de la vagina de Rosa. Ves, mi amor, no hay mal que por bien no venga. Si llego a saber que me ibas a tratar así de bien nos venimos antes. ¡Que gusto¡. Es lo mejor de la noche, que digo, lo mejor de hace muchos años. ¡Que gusto¡

Se debatía Rosa entre seguir disfrutando de aquella disimulada paja que le prodigaba su hijo o darse la vuelta, como finalmente hizo, y animarlo a que continuara aplicándole la cura de vaselina pero ésta vez en los trillados y prominentes labios de su vagina. Su hijo  permanecía arrodillado a su lado; la mirada fija en la vulva brillante de humores que al tacto de su dedo adquiría formas diversas. Rosa adivinaba en la expresión del rostro de su hijo la excitada fascinación que lo conmovía. Tirando suavemente del boxer pudo tener la polla de Rodrigo al alcance de la mano que con suavidad movió hacía arriba y hacia abajo, sin tocar el pletórico glande que apuntaba al techo. Hacia arriba y hacia abajo del durísimo pene, contemplando la perlada gota de líquido que se escapaba de la punta, sintiendo el tacto único del hermoso cilindro carnoso que sostenía en su mano y que podía prever iba a estallar de inmediato en un blanco y líquido fogonazo. Un quemor figurado de gotas densas sobre su muslos y su vientre le nubló a Rosa los sentidos cuando Rodrigo acelerando el ritmo de su dedo la llevó al éxtasis.

Con la respiración agitada y hombro con hombro Rosa y Rodrigo intentaban recuperar el sosiego. El joven mantenía los ojos cerrados pero su madre no podía dejar de contemplar el miembro de su hijo que aún hinchado pero no ya erecto se apoyaba en su ingle izquierda. Rosa era consciente de lo que había sucedido y tan probable se le hizo la evidencia de que podía suceder alguna otra vez como la contraria de que no se daría de nuevo una situación que la propiciara. Durante un eterno minuto dudó pero al cabo el glande de Rodrigo terminó en el interior de su boca; la lengua estimulaba el ápice del  pene y la mano con suaves caricias masajeaba el cuerpo cavernoso. No iba a ser mucha la cantidad pero Rosa confiaba en que al menos unas gotas sí que  devolverían a su paladar el sabor olvidado del semen. Percibió la sacudida primero en su mano y al instante el licor denso vertiéndose blandamente en su lengua.

Se durmió con todos los sentidos inflamados soñando que ...