Tensión sexual no resuelta (0 a 3)
Un negocio sucio. Un misterio por resolver. Tres periodistas (dos hombres y una mujer) en busca de la verdad. Una pasión que desafía todas las normas establecidas.
SINOPSIS
Edu es un joven y ambicioso periodista de investigación que está obsesionado con realizar un reportaje sobre el persistente narcotráfico en la Galicia del siglo XXI. Tras mucho insistir, su superior termina aceptando, pero le obliga a formar equipo con las dos personas que Edu más aborrece:
Pablo es un veterano de la profesión que ha triunfado en su trabajo y tiene una gran reputación, a pesar de que su vida personal es un desastre. La vanidad de Pablo y otras antiguas rencillas provocan que Edu no lo soporte.
Sandra está recién salida de la facultad y es la sobrina del jefe. Edu y Pablo no la respetan porque creen que no se merece el trabajo, pero ella es muy orgullosa y está dispuesta a ganarse el puesto por méritos propios y a no tolerarles ninguna gilipollez a sus compañeros.
Los tres tendrán que olvidar sus diferencias para poder terminar el reportaje sin perder la vida en el intento, puesto que están a punto de involucrarse en un mundo muy peligroso. Y si los narcos no los matan antes, puede que lo haga la tensión sexual no resuelta que nace entre ellos.
PRÓLOGO
Los miembros del buque Liberty lanzaron el último fardo de cocaína a la planeadora y Xurxo se dispuso a arrancar el motor para volver a la costa, donde un grupo de 1 braceiros* descargarían la mercancía y la meterían en un camión, que posteriormente se dirigía a la nave industrial en la que guardarían la droga hasta que los socios colombianos del patrón fuesen a recogerla. Xurxo había hecho ese trayecto docenas de veces. Tenía mucha experiencia y pensaba que nada malo podía sucederle. Sin embargo, esa noche la suerte no estaba de su lado y todo salió muy mal. Cuando apenas se encontraba a unos pocos cientos de metros de la playa, una embarcación de Aduanas lo sorprendió y a través de sus altavoces se oyó la autoritaria voz de un policía ordenándole que se detuviera. Por supuesto, el 2 lancheiro* hizo todo lo contrario y aceleró para tratar de despistar a las autoridades que lo perseguían.
No podía permitir que lo detuvieran. Tenía una esposa, dos hijos pequeños y otro en camino de los que ocuparse. Puede que la suya no fuese la profesión más honrada del mundo, no le pasaba inadvertido el daño que esa sustancia con la que traficaba causaba en los jóvenes del pueblo, pero era todo lo que tenía. En la Galicia rural de los años ochenta, encontrar un trabajo digno con el que poder mantener a su familia resultaba muy difícil, por no decir imposible. Sus únicas dos opciones eran malvivir de la pesca o llevar una vida medianamente acomodada conduciendo la lancha de su patrón. Xurxo había elegido la segunda opción porque no quería que sus hijos sufriesen las carencias que él había tenido de niño. Su mayor ilusión era que los tres fuesen a la universidad para que no tuvieran que infringir la ley, como hacía su padre, con el propósito de ponerle un plato de comida sobre la mesa a su familia y sostener un techo sobre sus cabezas. Soñaba con que se convirtieran en profesionales cualificados e importantes, tal vez médicos o abogados.
No obstante, si no quería ver la graduación de sus hijos a través de fotografías desde la celda de una prisión, primero tenía que librarse de la embarcación de Aduanas y sabía que no iba a ser nada fácil. La planeadora que llevaba Xurxo era bastante rápida y además él tenía muchos años de experiencia manejando ese tipo de embarcaciones, pero también era muy consciente de que los policías de Aduanas no se rendirían tan fácilmente. Puso el motor a toda su potencia y casi voló sobre el agua de la Ría de Arousa en un intento desesperado por dejar atrás a sus perseguidores, quienes lo imitaron de inmediato, y aunque el lancheiro les sacaba cierta ventaja, ellos se mantuvieron sobre sus pasos de forma obstinada. Por aquella época, la mayoría de la Policía y la Guardia Civil hacían la vista gorda ante el narcotráfico a cambio de cuantiosas comisiones, pero Xurxo había tenido la mala suerte de encontrarse con una de las pocas patrullas honradas que existían. Sabía que si se acercaban demasiado, tendría que tirar toda la mercancía al mar para que no pudiesen acusarlo de nada, pero también tenía muy presente que si hacía eso, no cobraría el trabajo de aquella noche y no quería renunciar al dinero que tanto necesitaba.
Xurxo giró la cabeza para comprobar la posición de sus perseguidores y descubrió con desazón que le iban ganando terreno. Muy pronto los tendría encima. En cuestión de décimas de segundo, tomó la decisión de dirigirse hacia la zona donde estaban las docenas de bateas de mejillones que había flotando en la ría y zigzaguear entre ellas para tratar de despistar a los policías. Xurxo era un lancheiro muy experimentado y había hecho ese tipo de maniobras cientos de veces. Pensó que nada podía salir mal esa vez. Estaba equivocado. Con el motor a toda potencia y girando con brusquedad se coló entre las bateas y comenzó a esquivarlas con una precisión de escasos centímetros. Eso ralentizó a la embarcación de Aduanas, cuyo piloto tenía mucha menos experiencia y destreza que Xurxo. Las sonoras carcajadas que salieron de la boca del lancheiro , fruto de la euforia y la adrenalina que recorrían su cuerpo, contrastaron con la furibunda voz que seguía ordenándole que se detuviera. Pero cantó victoria demasiado pronto.
Tan sólo cometió un fallo minúsculo al girar demasiado pronto, pero eso fue suficiente para que la planeadora se estrellara contra el lateral de una batea. El conductor y la mercancía que transportaba salieron volando por los aires a demasiada velocidad como para poder sobrevivir al impacto. Durante los escasos segundos que Xurxo estuvo en el aire, supo que iba a morir y sus últimos pensamientos fueron para su familia: la esposa que dejaría viuda, sus dos hijos pequeños que se quedarían huérfanos y el que estaba por venir que jamás llegaría a conocer a su padre. Iba a llamarse Eduardo, como su abuelo, pero su mujer y él habían hablado de acortarlo y ponerle Edu. Se dijo a sí mismo que ese era un bonito nombre. Después, su vida se extinguió.
* 1 Braceiros: Braceros en gallego. Personas que se ocupan de descargar la droga de las planeadoras y cargarlas en camiones u otros vehículos.
* 2 Lancheiro: Lanchero en gallego.
CAPÍTULO 1
Edu abrió los ojos con dificultad. Aún somnoliento, se incorporó en el lecho y al instante sintió unas fuertes punzadas de dolor taladrándole las sienes, fruto de los excesos de la noche anterior. Miró a su alrededor con cierta confusión y se dio cuenta al instante de que esa no era su habitación. No estaba en el apartamento destartalado de aquel barrio cutre de Madrid en el que vivía desde que se había trasladado de un pequeño pueblo de Galicia a la capital hacía ya más de una década. Entonces, reparó en la mujer que dormía plácidamente a su lado y roncaba como un camionero que se fumase cinco cajetillas de tabaco al día. Edu la observó durante unos instantes, tratando de recordar quién era aquella señora, porque ya no aparentaba la edad para llamarla chica, y qué demonios hacía él allí. Una larga melena rubia de bote y enmarañada cubría la almohada. El maquillaje de la noche anterior se le había corrido y su cara tenía el aspecto de una máscara de carnaval. Su cuerpo semi cubierto por una sábana roja estaba tan bronceado que no parecía natural dado que se encontraban en pleno invierno, y lo que era más preocupante: semejaba estar desnudo. Edu levantó el paño que lo cubría y comprobó con decepción que él tampoco llevaba nada. Parecía muy evidente lo que había sucedido en esa cama con aquella desconocida, pero, ¿por qué no podía recordarlo?
Inspiró hondo y trató de hacer memoria. Esto era lo que sabía: su compañera de piso y mejor amiga desde la universidad, Débora, se había pasado meses insistiéndole hasta la saciedad para que volviera a salir con mujeres después de su dolora ruptura con la que fue su prometida hasta hacía medio año, la no tan perfecta Adela, quien había preferido un breve idilio con un playboy barato al compromiso para toda la vida que iba a compartir con Edu. En fin, ese era un tema tan sumamente doloroso que el gallego se había prometido no seguir dándole más vueltas, aunque a veces, en los momentos de soledad, no pudiese hacer nada para evitarlo. El caso es que Débora, quien trabajaba como abogada en un pequeño bufete, le había organizado una cita a ciegas a su amigo con una clienta a la que le estaba llevando el divorcio, porque pensó secretamente que a los dos les vendría muy bien un poco de sexo por despecho, aunque se cuidó mucho de decírselo a ninguno. Al parecer, la clienta de Débora, cuyo nombre Edu no era capaz de recordar por más que se estrujase el cerebro, había aceptado enseguida, pero él se había estado negando casi hasta el último momento. Al final, no sabía si por aburrimiento ante la insistencia de Débora o quizá porque llevaba seis meses sin mojar el churro, pero había terminado por acceder a la encerrona de su amiga, quien lo había llevado a un ruidoso pub, cuyo ambiente y música no eran para nada del gusto de Edu, y allí le había presentado a la rubia de bote en cuestión. Si el gallego escuchó el nombre de aquella mujer, lo borró de su mente al instante y se pasó toda la noche llamándola interiormente Marta Sánchez por el extraordinario parecido entre ellas. Aun así, los dos habían bebido una copa tras otra mientras ponían verdes a sus respectivos ex y maldecían al amor. Lo que sucedió después constituía una total y absoluta laguna en la mente de Edu, aunque resultaba evidente que en algún momento de la noche le había parecido una buena idea irse a la cama con aquella mujer.
A sus treinta años, Edu jamás había hecho nada parecido. Él creía en las relaciones estables y en el compromiso. Todas sus relaciones sexuales habían tenido lugar estando en pareja. Las primeras veces fueron con su novia del instituto, de la cual se separó cuando se trasladó a Madrid para estudiar periodismo. Después, conoció a Adela en la universidad y comenzaron una relación estable que hubiera terminado en boda si aquel cerdo no se hubiese metido en medio para destrozar la vida de Edu y echar por tierra todos sus planes de futuro. En resumen, el gallego solamente había estado con dos mujeres en su vida, tres si contaba a la doble roncona de Marta Sánchez. Lo suyo no eran los rollos de una sola noche porque le parecían impersonales, patéticos e incluso un poco sucios. Él sabía que era un hombre chapado a la antigua y que su forma de pensar estaba pasada de moda dado los tiempos que corrían, su compañera de piso se había encargado de decírselo hasta el aburrimiento, pero no le importaba porque para él eso era lo único correcto y todo lo demás le parecía fruto del vicio y la perversión. Con esa forma de entender las relaciones no era de extrañar que para Edu despertarse junto a una mujer cuyo nombre ni siquiera recordaba fuese un auténtico shock .
Decidió que tenía que salir de allí cuanto antes, volver a su apartamento para darse una larga ducha que borrase los restos de sus pecados y olvidar para siempre lo que había pasado en aquella cama. Esa última parte no le iba a resultar muy difícil puesto que apenas recordaba nada. No estaba acostumbrado a beber alcohol y la noche anterior se le había ido la mano con las copas. Eso tampoco era propio de él porque nunca le habían gustado los excesos de ningún tipo. Se dijo a sí mismo que jamás volvería a aceptar otra cita a ciegas preparada por la loca de su amiga y luego se levantó de la cama con todo el sigilo que su estado resacoso le permitió. La doble de Marta Sánchez se movió un poco al tiempo que emitía un indescriptible gruñido y Edu se quedó paralizado en el sitio, rezando a todas las deidades habidas y por haber para que no se despertara porque pensaba que sería demasiado incomodo para él tratar de mantener una conversación con aquella desconocida. El gallego tuvo suerte, por una vez en su vida, y ella siguió durmiendo en la nueva postura que había adoptado mientras retomaba sus nada armoniosos ronquidos. Edu recogió su ropa, desperdigada por toda la habitación, se vistió a toda prisa y salió corriendo tan rápido de allí que casi podía tocarse el trasero con los talones. Cuando ya estaba en la calle, su móvil sonó, sobresaltándolo por segunda vez esa mañana. Miró la pantalla con los ojos entrecerrados porque la luz del sol le molestaba en la vista y comprobó que era su jefe. Pensó que debía ser algo muy importante para llamarlo un sábado y se dispuso a responder con premura.
—Edu, necesito que te pases por las oficinas de la cadena lo antes posible. Te tengo una noticia que creo que te gustará —dijo, a modo de saludo, el director del exitoso programa de investigación en el que Edu trabajaba desde hacía un año escaso.
—Estaré ahí en media hora —respondió al gallego antes de colgar y disponerse a buscar la entrada de metro más cercana. Pensó con bastante disgusto que la ducha purificadora tendría que esperar—. ¡ 3 Merda* !
El teléfono de Pablo sonaba con insistencia en algún lugar de la habitación. Éste se dio la vuelta en el lecho con pereza y se tapó la cabeza con el edredón nórdico para no seguir escuchando el molesto ruido. Si quien importunaba su sueño pensaba que él iba a levantarse de la cama un sábado por la mañana para responder a una llamada, es que o bien estaba muy colocado o bien no lo conocía en absoluto. Alguien murmuró algo inteligible a su espalda y Pablo se dio cuenta de que no estaba solo. No le importó lo más mínimo y trató de seguir durmiendo, pero el maldito móvil no cesaba de hacer estruendo. Pablo se maldijo a sí mismo por no haberlo puesto en silencio la noche anterior. Pero, ¿quién demonios se iba acordar de una nimiedad como esa con los dos pedazo morenos que se había traído a casa? No había podido resistirse a hacer un sándwich con aquellos dos portentos de la naturaleza. ¿Cómo podría? Se trataba de una pareja de chicos latinos guapísimos, no recordaba si le habían dicho que eran cubanos o puertorriqueños, pero tampoco es que le importase demasiado porque tenían unos cuerpazos de infarto, esculpidos en el gimnasio, y unas caritas de ángeles que quitaban el sentido. Aunque a juzgar por lo que había pasado en esa cama la noche anterior, casi mejor se podría decir que eran dos demonios lascivos. Pablo se rio solo por su propia ocurrencia, pero el incesante timbre del teléfono enseguida le borró el buen humor de un plumazo.
Una mano se deslizó por su cintura y un cálido pecho se pegó a su espalda, restregándole de paso una polla morcillona por entre las nalgas. La sonrisa volvió al instante a sus labios. Se dijo que esa sí era una forma agradable de despertarse y no el jodido estruendo del teléfono. Echó su cuerpo hacia atrás y meció rítmicamente sus caderas, frotándose contra uno de sus amantes ocasionales. No sabía de cuál de los dos se trataba, pero tampoco le importaba demasiado porque no conocía sus nombres. Lo cierto era que ni siquiera se había molestado en preguntárselos. Pablo ya se había encargado de bautizarlos mentalmente con los apodos de Morenazo Uno y Morenazo Dos.
Esta situación no era nada nuevo para él. A sus cuarenta y cinco años, Pablo ya había perdido la cuenta de cuántos hombres y mujeres habían desfilado por su cama a lo largo de su juventud y etapa adulta, ya fuera de forma individual, en parejas como esa noche o incluso en grupos. Quedaban pocas cosas en lo referente al sexo que él no hubiese probado todavía y tenía toda la intención de seguir experimentando hasta que fuese tan viejo que ya no se le levantase la polla. Se podría decir que era adicto a los encuentros esporádicos de una sola noche, y en las raras ocasiones en las que le daba por repetir con la misma persona, no aguantaba más de un mes sin aburrirse y querer pasar a otra cosa. Era tan voluble como el viento y estaba muy satisfecho consigo mismo por eso. Desde luego, no le faltaba autoestima.
Todos los que lo conocían un poco pensaban que Pablo no creía en el amor, pero solamente acertaban a medias. Era cierto que en ese momento de su vida tener una relación estable no entraba en sus planes, pero él había querido mucho a su difunta esposa, quien había fallecido hacia algo más de dos décadas, y su precoz pérdida lo había convertido en el tipo de persona que era ahora. Cuando ella murió, se trasladó desde su Barcelona natal, en Cataluña, a Madrid para cumplir su sueño de ser periodista de investigación, cosa que consiguió poco tiempo después en una importante cadena de televisión nacional, y allí comenzó su vorágine sexual de la cual no se vislumbraba un final próximo, además de adquirir otros vicios mucho más nocivos para la salud. Sobra decir que nada de eso le quitaba el sueño ni lo más mínimo.
Mientras el catalán se afanaba en restregar su trasero contra el miembro de uno de sus morenazos, el móvil todavía continuaba sonando. Hastiado, lanzó un fuerte resoplido y se dio por vencido. Se incorporó con cierta dificultad y se sentó en el borde de la cama al tiempo que se estiraba con poca gracia. Al moverse, una botella vacía de un whisky escandalosamente caro cayó del lecho y rodó por el suelo de parquet hasta chocar con la pared más cercana y detenerse. Se frotó los ojos para despegarse las lagañas y fue en busca del infernal aparato, el cual había quedado abandonado en el bolsillo de un pantalón que descansaba arrugado sobre una silla. Tuvo que sortear varios condones usados que habían sido desechados en el suelo la noche anterior y a punto estuvo de pisar uno con su pie descalzo, pero por suerte para él logró esquivarlo a tiempo. De forma perezosa, recuperó el teléfono del bolsillo de sus vaqueros, miró la pantalla unos largos segundos y volvió a resoplar más fastidiado que nunca.
—¡Esa puta loca otra vez! —refunfuñó entre dientes, al tiempo que pulsaba el icono de colgar.
La puta loca, como Pablo la llamaba, no era más que una pobre chica a la que el catalán había seducido hacía varios meses, provocando que se liase la manta a la cabeza y abandonase a su prometido por él, y que al parecer después de varias noches de sexo salvaje se había obsesionado tanto con Pablo que cuando éste terminó dejándola después de un mes, como solía hacer con todo el que pasaba por su cama, ella no había podido aceptarlo y todavía continuaba llamándolo con la esperanza de que pudiesen retomar su idilio. Tras muchos intentos infructuosos de hacerla entender que no podían tener nada ni lo más remotamente serio, Pablo había optado por dejar de cogerle el teléfono, pero por alguna extraña razón que no alcanzaba a comprender, pues no concebía que alguien pudiese tener tan poco amor propio, ella continuaba insistiendo. Lo llamaba varias veces a la semana y le enviaba lastimeros mensajes a diario que al catalán solamente le causaban vergüenza ajena.
—¿Qué ocurre, papi? —preguntó Morenazo Dos, quien al parecer era el que había estado restregándole la polla por el culo y ahora le dedicaba una mirada tan lasciva que Pablo se puso cachondo al momento.
—De momento nada, pero está a punto de pasar algo aquí y ahora.
El catalán sonrió con malicia y se dispuso a volver a la cama con sus ardientes amantes ocasionales para repetir el trío de la noche anterior, pero una vez más el móvil volvió a sonar. Pablo se cagó en todas las estrellas del firmamento y se dispuso a contestar al teléfono para poner a esa jodida lunática en su sitio de una vez por todas, tendría que dejarlo en paz de una puñetera vez o él mismo se encargaría de ahogarla en el Río Manzanares. Pero cometió el error de no comprobar el nombre del contacto en la pantalla antes de responder.
—¿Qué * 4 collons te pasa por la cabeza, Adela? —gritó, histérico—. ¡Ya te dije un millón de veces que no quiero saber nada de ti!
—No soy Adela —respondió con total tranquilidad una voz masculina al otro lado de la línea—. Soy tu jefe y quiero que muevas inmediatamente tu culo hasta las oficinas de la cadena. Tengo un trabajo para ti.
—Pero si es sábado por… —empezó a decir antes de darse cuenta de que su interlocutor ya había colgado.
Definitivamente, su buen humor acababa de evaporarse, pero Pablo no iba a permitir que ni su superior ni su acosadora le amargaran lo que quedaba del fin de semana. Encendió un cigarro, al que dio varias caladas antes de desecharlo en un cenicero repleto de colillas, y preparó tres rayas de cocaína sobre la mesilla de noche para él y sus acompañantes. Esnifó el primero y los otros dos lo siguieron obedientemente. Luego se abalanzó sobre sus morenazos dispuesto a hacerles de todo y dejarse hacer de todo por ellos. Se dijo a sí mismo que su jefe tendría que esperar por haber tenido la desfachatez de molestarlo nada menos que un sábado por la mañana y ese pensamiento le provocó una sonrisa malvada.
Sandra estaba preparada para luchar. Se movió con rapidez para esquivar un puño que iba directo a su mandíbula y se mantuvo alerta mientras planeaba su siguiente golpe. Era rápida y fuerte. Ella lo sabía y su oponente también. Nada podía detenerla porque carecía de miedo. Miró a los ojos al hombre que tenía enfrente y pudo anticipar sus movimientos. Éste trató de golpearla de nuevo, pero Sandra volvió a sortearlo para luego devolverle un fuerte puñetazo que impactó en la mejilla de su atacante, arrancándole un lastimero gemido. Aprovechó el momento de confusión para pegarle en el cuello y dejarlo sin respiración. Luego, enredó su pierna derecha en la del maltrecho hombre y lo hizo caer al suelo boca abajo. Ella apoyó la rodilla en su espalda y le retorció el brazo hasta casi estar a punto de rompérselo. No se detuvo hasta que él dio varias palmadas sobre la baldosa del gimnasio en señal de rendición. Sandra sonrió triunfante y se quitó de encima del derrotado para permitir que se levantase. Había ganado de nuevo. Estaba en racha.
—Bueno, y con esta paliza brutal, doy por terminada la clase de hoy —anunció el monitor de Kravmagá .
El reducido grupo de alumnos de aquella brutal técnica de defensa personal utilizada, entre otros, por las Fuerzas de Defensa y Seguridad israelís se fueron marchando a los vestuarios para ducharse y volver a sus hogares, donde contarían como anécdota graciosa que una chica que mediría un metro sesenta y cinco y no pesaría más de sesenta kilos había derribado a un hombre que casi la doblaba en tamaño con una facilidad pasmosa. Tampoco es que fuera algo nuevo, Sandra había demostrado ser una alumna muy aventajada desde que empezó a tomar clases de Kravmagá cinco años atrás. Y lo que empezó como una medida de extrema necesidad se había convertido en una divertida afición a la que le dedicaba todo el tiempo que podía. Se podría decir que ese inusual hobby la había mantenido cuerda en la época más oscura de su vida. Es más, el Kravmagá le había devuelto la autoestima y la confianza en sí misma después de ser la víctima de un novio posesivo y maltratador que le había amargado la existencia durante la mayor parte de su adolescencia. Ahora, a sus veinticuatro años, ella tenía muy claro que jamás volvería a ser una mártir y actuaba en consecuencia.
Sandra le dedicó una sonrisa de disculpa al chico con el que había luchado, quien todavía seguía sentado en el suelo y trataba de recuperar la respiración tras aquel brutal golpe en el cuello, y le tendió una mano para ayudarlo a levantarse que él aceptó de buen grado. En realidad, era uno de los compañeros del gimnasio con el que tenía mejor relación. Su nombre era Héctor y solamente le llevaba un par de años. A pesar de que ella solía evitar a los hombres debido a que no terminaba de fiarse de ninguno, aquel chico le caía bien y había aceptado tomarse un café con él para charlar un rato en varias ocasiones. No obstante, le paró los pies la primera vez que el mostró indicios de querer coquetear con ella y le dejó muy claro que entre ellos jamás habría nada más que una buena amistad. No tenía ni las ganas ni el tiempo de volver a mantener una relación con un hombre. Ya bastante le había costado deshacerse del psicópata de su exnovio maltratador. Además, acababa de terminar la carrera de periodismo y estaba centrada en cumplir su sueño de ser una gran periodista de investigación.
Recientemente, le habían dado un trabajo en un programa de reportajes que se emitía en la cadena de televisión que dirigía su tío y estaba decidida a dejarse la piel para ganarse el puesto por méritos propios. Pues, uno de sus grandes defectos es que era muy orgullosa y odiaba que le regalasen las cosas. De hecho, lo más probable es que, de no ser por la elevada tasa de paro que atravesaba el país, no hubiese aceptado que su tío la enchufara de una forma tan descarada. Pero tenía que ser práctica y pensar en su futuro. No podía pasarse años en el paro o malviviendo como becaria. Además, el hermano de su padre le había puesto el trabajo de sus sueños en bandeja de plata y resultaba muy difícil resistirse. Ahora, dependía de ella demostrar que era algo más que “la sobrina de”.
Por otro lado, estaba deseando independizarse porque no quería seguir viviendo con sus padres para siempre y para eso necesitaba dinero. La mayoría de sus amigas se habían mudado a residencias o pisos compartidos cuando se fueron a la universidad, pero como ella se había quedado a estudiar en una facultad de Madrid, su familia no vio la necesidad de que se marchase de casa. En realidad, al ser hija única y haber tenido una experiencia tan traumática en la adolescencia, la sobreprotegían demasiado y no querían separarse de ella bajo ningún concepto. No obstante, para Sandra había llegado el momento de volar del nido y sus padres tendrían que aceptarlo, quisieran o no.
—¿Vamos a tomar un café? —le preguntó Héctor, al tiempo que cuadraba los hombros y sacaba pecho para exhibir su cuerpo musculado, con lo que se ganó un bufido burlón de Sandra.
—Vale. Deja que me duche y nos vemos en la puerta del gimnasio en quince minutos.
—Eres la única mujer que conozco que pide quince minutos para arreglarse y no tarda dos horas —dijo él con una amplia sonrisa en los labios.
—Ese comentario desprende un tufillo rancio a machismo, ¿no te parece? —protestó ella, al tiempo que respiraba hondo para no perder los estribos.
—Perdona, no era mi intención ofenderte. Sólo estaba bromeando. ¡Joder, tía, qué susceptible eres!
Sandra se encogió de hombros y echó a andar en dirección al vestuario sin añadir nada más. Sabía que Héctor solamente trataba de alagarla, pero a ella cualquier comentario despectivo hacia las mujeres, fuera del tipo que fuese, la ponía de muy mala leche. Era una feminista convencida, a veces incluso demasiado radical, pero tenía sus motivos: había pasado por un infierno debido a la violencia machista y sabía el daño que una experiencia así podía provocar. Por ese motivo jamás le consentiría a ningún hombre que atacase al sexo femenino delante de ella, incluso si eso causaba innumerables discusiones con todos sus conocidos varones y que mucha gente la tildase de feminazi. Pero tampoco es que le preocupase demasiado, a Sandra no le importaba un comino lo que los demás pensaran de ella porque era muy feliz consigo misma.
La madrileña recogió sus cosas en la taquilla y sacó su teléfono móvil de la mochila para comprobar si había tenido alguna llamada mientras entrenaba. Se sorprendió al comprobar que el director del programa en el que trabajaba la había llamado media docena de veces. Supuso que debía querer decirle algo importante para insistir tanto y pulsó el icono de rellamada de inmediato. Él respondió a los tres tonos.
—Sandra, si te es posible, ¿podrías pasarte ahora por las oficinas de la cadena? Voy a encargarte tu primer reportaje.
Sandra olió el pelotilleo a kilómetros de distancia, pero se abstuvo de hacer comentarios al respecto. Sabía que su apellido era un pesado lastre con el que tendría que cargar para siempre si quería hacerse un nombre en la profesión por sí misma. En lugar de eso, se limitó a asegurarle que estaría allí enseguida y, tras colgar, se dispuso a darse una ducha rápida. Al parecer, Héctor y ella tendrían que dejar el café para otro día, pero no le importó lo más mínimo porque estaba tremendamente ilusionada con la perspectiva de poder realizar su primer reportaje de investigación. Sólo esperaba que se tratase de un tema jugoso y que no le tocasen unos compañeros demasiado gilipollas.
* 3 Merda: Mierda en gallego.
* 4 Collons: Cojones en catalán.
CAPÍTULO 2
Edu estaba que se subía por las paredes. Su jefe lo había llamado para pedirle que acudiese inmediatamente a las oficinas de la cadena porque, según él, tenía una buena noticia que darle. Por ese motivo, el gallego se apresuró tanto en llegar y ni siquiera pudo ir a su casa para darse una necesaria ducha después de haber pasado la noche con una desconocida, lo que lo hacía sentir terriblemente incómodo y sucio. Sin embargo, cuando llegó al despacho de Ignacio Castro, el director del programa de reportajes en el que Edu trabajaba, su secretaria le comunicó que tendría que esperar porque aún no habían llegado sus otros dos colegas. El gallego maldijo su suerte y se cagó metafóricamente en los que iban a ser sus compañeros por su impuntualidad. Según su opinión, no empezaban con muy buen pie si no podían llegar puntualmente a una reunión con su jefe y eso le hacía pensar que tampoco iban a ser capaces de desempeñar su trabajo en condiciones. Esperaba equivocarse, pero tenía la impresión de que iban a ser más una carga que otra cosa.
Por otro lado, Edu sentía mucha curiosidad por saber cuál era la buena noticia que Ignacio Castro iba a darle, aunque tenía sus sospechas y esperaba estar en lo cierto. Sabía que se trataba de un reportaje debido a que la secretaria de su jefe le había comunicado que estaban esperando a otros dos periodistas. Y Edu llevaba meses insistiendo para que lo dejase investigar el persistente narcotráfico en la Galicia del siglo XXI porque era un tema que le interesaba mucho. ¿Cómo no iba a hacerlo? Era un problema que le tocaba muy de cerca porque había crecido en Cambados, un pueblo tradicionalmente ligado al contrabando de tabaco y posteriormente al narcotráfico, y su propio padre se dedicó a ese negocio sucio y murió por su causa antes siquiera de que Edu naciese. El gallego había cargado con esa vergüenza durante toda su vida. Se podía decir que fue un terrible trauma que marcaría su personalidad y su carácter para siempre.
El problema del tráfico de drogas en Galicia, concretamente en la provincia de Pontevedra, era un asunto que había dado mucho que hablar en los años noventa con las diversas operaciones policiales que se habían llevado a cabo para combatirlo, entre las que destacaba la Operación Nécora que llevó a juicio a los principales narcos gallegos, como Loureano Oubiña y el Clan de los Charlines. A pesar de que las condenas contra estos señores de la droga fueron prácticamente irrisorias, la macrooperación marcó un antes y un después en la lucha contra el narcotráfico gallego y acabó con la impunidad con la que estos delincuentes se movían hasta entonces. A partir de su juicio, los movimientos de estos criminales comenzaron a mirarse con lupa para impedir que continuaran delinquiendo. Sin embargo, en la actualidad, ese grave problema había ido perdiendo interés en los medios de comunicación hasta casi desaparecer por completo de los noticiarios, por lo que daba la sensación de que se había erradicado totalmente, pero nada más lejos de la realidad. El narcotráfico nunca llegó a desaparecer del todo de esa hermosa tierra. Otros delincuentes más discretos e infinitamente más peligrosos que sus predecesores continuaron con el lucrativo negocio. Edu lo sabía porque sus familiares y amigos de Galicia se lo contaban, y quería denunciarlo ante la opinión pública, pero la respuesta de Ignacio cada vez que insistía para que lo dejase ir a Galicia a investigar era siempre la misma: “Tengo que pensarlo”. El gallego esperaba que se hubiese decidido por fin.
Sandra miró la hora en su reloj de pulsera y profirió una palabra malsonante porque odiaba ser impuntual. Al salir del gimnasio, había decidido coger un taxi pensando que así llegaría antes, pero el implacable tráfico de Madrid la había retrasado más de lo que esperaba. Se maldijo a sí misma por no haber tomado el metro, pagó al taxista a toda prisa, salió del vehículo y se cargó la bolsa de deporte al hombro. Entró corriendo en las instalaciones de la cadena de televisión para la que trabajaba desde hacía tan solo una semana y esprintó por los pasillos de las oficinas hasta llegar al despacho de Ignacio Castro. A pesar de ser la sobrina del director de la cadena, Sandra tenía la imperiosa necesidad de causar buena impresión por sí misma y sabía que llegar tarde no era la mejor forma de empezar. Además, iban a encargarle su primer reportaje y estaba ansiosa por saber de qué se trataba.
Al acercarse a la mesa de la secretaria de su jefe para explicarle que éste la estaba esperando, ni siquiera reparó en el hombre que la miraba con interés desde un sofá cercano. La secretaria le comunicó que debía esperar porque todavía no habían llegado todos y le señaló un sitió vacío junto a Edu. Entonces, la madrileña vio al gallego y, por primera vez en años, fue capaz de sentir algo más que indiferencia hacia un miembro del sexo opuesto, pero lo disimuló con una convincente máscara de impasibilidad que Edu confundió con vanidad. Sandra dejó la bolsa de deporte en el suelo y se sentó junto a Edu, al tiempo que le dirigía un escueto y seco saludo al que él respondió de la misma forma. Ella estaba centrada en su trabajo y lo último que le apetecía era sentirse atraída por un compañero, sin embargo, se dio cuenta de que no podía evitarlo porque el chico era bastante atractivo y tenía como una especie de aura melancólica que le resultaba irresistible, motivo por el cual deseó con todas sus fuerzas que no la emparejaran con él para realizar el reportaje. No quería complicaciones. Ella aún no lo sabía, pero no iba a tener suerte.
No obstante, a Sandra no le pasó desapercibido el fuerte olor a alcohol y perfume de mujer que Edu desprendía y eso fue el causante de que se formase una idea equivocada del gallego desde el principio, la cual no le sería nada fácil de cambiar. Lo tachó enseguida de juerguista y mujeriego, estaba segura de que un hombre tan guapo como él debía tener esos defectos, a pesar de que Edu era precisamente todo lo contrario. Ella evitó de forma deliberada mantener cualquier conversación con Edu por la mala opinión que se había formado precozmente de él y se distrajo jugando con el móvil, durante un buen rato, hasta que la secretaria de Ignacio Castro les comunicó que ya podían pasar. Al parecer, todavía faltaba otro periodista, pero iban a empezar la reunión sin él. Tanto la impresión de Sandra como la de Edu fue muy negativa hacia esa tercera persona por la impuntualidad de la que hacía gala porque los habían hecho esperar casi una hora por su culpa y todavía no había tenido la decencia de presentarse. Y eso que aún no sabían que se trataba de Pablo.
Edu sujetó la puerta del despacho para que Sandra entrase primero. No lo hizo porque ella le hubiese parecido la mujer más bella que había tenido el placer de contemplar en su vida desde el momento que la vio entrar corriendo con aquella bolsa de deporte colgada al hombro, sino porque esa era la forma en la que su madre lo había educado. Su progenitora le inculcó desde muy pequeño que debía ser respetuoso con las mujeres y él seguía sus enseñanzas a rajatabla. Sin embargo, Sandra no parecía demasiado impresionada con su gesto de caballerosidad, sino más bien molesta, y Edu no pudo evitar preguntarse qué demonios le pasaba a aquella chica con él cuando ni tan siquiera se conocían, pero no hizo ningún comentario al respecto y se limitó a pensar que debía ser una arpía altiva e insoportable. Y deseó inútilmente que no lo emparejaran con ella para realizar el reportaje. Tampoco iba a tener suerte.
Edu entró después de Sandra y cerró la puerta a su espalda. Ignacio Castro los saludó desde detrás de su escritorio y se puso de pie para estrechar la mano de Sandra con una pleitesía tan descarada que al gallego le resultó de lo más sospechosa. Había escuchado rumores, como todo el mundo, de que el director de la cadena había enchufado a su sobrina en el programa en el que él trabajaba. Ni sus compañeros ni él la habían visto todavía, pero su nombre y apellidos sí que transcendieron. Y cuando Ignacio la llamó Sandra y la invitó a sentarse con una amabilidad tan exagerada, Edu supo al instante que se encontraba en la presencia de la enchufada de la que todos hablaban y de paso comprendió su actitud hacia él. Supuso que al ser sobrina de una persona tan importante debía tenérselo muy creído y verlo a él como un ser insignificante. Fue en ese momento cuando Edu se formó una idea muy negativa de su compañera y, al igual que a Sandra, le iba a resultar muy difícil cambiarla. Ignacio Castro estrechó también la mano del gallego y los invitó a sentarse.
—Lamento mucho haber tardado tanto en recibiros —se disculpó Ignacio—. Estaba esperando a vuestro compañero porque quería hablar con los tres a la vez, pero imagino que su retraso se debe a alguna urgencia —mintió con descaro. Ignacio sabía demasiado bien que Pablo era una bala perdida y de no tratarse también de un periodista veterano con tan buen instinto para las primicias, lo más seguro es que ya lo hubiese mandado a la mierda hacía mucho tiempo, pero muy a su pesar, lo más lucrativo para la cadena era seguir manteniéndolo en plantilla aunque hubiese que soportar sus excentricidades de borracho vividor—. Vamos a empezar sin él. No sé si os habéis presentado entre vosotros.
—No —negaron los dos al unísono, al tiempo que evitaban cualquier contacto visual entre ellos.
—Pues dado que vais a pasar mucho tiempo juntos, creo que lo mejor será que empiece por presentaros: ella es Sandra Ayamonte, nuestra más reciente incorporación —dijo, mientras señalaba a la madrileña, confirmando así las sospechas del gallego de que se trataba de la sobrina de Manuel Ayamonte, el director de la cadena—. Y él es Edu Ulloa, uno de nuestros jóvenes periodistas más prometedores. —Ambos se estrecharon la mano con desgana—. Al otro ya lo conoceréis cuando llegue. —«Si se digna a presentarse» , pensó con un poco de rabia. Ignacio tenía a Pablo en alta estima, de hecho eran buenos amigos, pero a veces su carácter de mierda lo sacaba de quicio—. Os he hecho venir para hablaros del reportaje que quiero encargaros.
—¿De qué se trata? —lo interrumpió Sandra sin poder disimular su emoción.
Edu guardó silencio, pero también se estaba haciendo la misma pregunta y esperó la respuesta con idéntica impaciencia. Llevaba meses suplicándole a su jefe que lo dejase ir a Galicia para investigar el narcotráfico y así poder demostrar que continuaba siendo un problema grave en su Comunidad Autónoma. Esa necesidad lo corroía por dentro y no sabía si era debido a lo que le ocurrió a su padre o porque tenía amigos que cayeron en las drogas y destrozaron sus vidas, pero necesitaba hacer algo para detener a los narcos que operaban a sus anchas en las costas gallegas. Puede que un reportaje no fuese la gran cosa, pero si lograba concienciar a la gente de que el problema persistía y alertar a las autoridades, ya se daría por satisfecho, o eso esperaba.
—Hace ya un tiempo que Edu casi me imploró que le permitiese viajar a Galicia para indagar sobre los narcotraficantes gallegos que operan a día de hoy en sus playas. —Ignacio le dedicó una sonrisa de simpatía a su empleado que parecía estar a punto de ponerse a saltar de pura alegría encima de la silla—. Me lo pensé mucho porque no estaba seguro de que fuese un tema actual, pero he decidido darle una oportunidad a su idea.
—¡Te prometo que no te vas a arrepentir! —exclamó Edu, eufórico—. ¡Será lo mejor que haya emitido la cadena en años!
—¿El narcotráfico en Galicia? —preguntó Sandra, desconcertada.
La madrileña no estaba demasiado informada sobre el tema. Lo único que sabía era que el tráfico de drogas había sido una lacra en la comunidad gallega desde finales de los años ochenta hasta comienzos del nuevo siglo, pero tenía la idea errónea de que las fuerzas de seguridad ya la habían erradicado mediante diversas operaciones policiales porque los grandes capos gallegos, como Sito Miñanco o Manuel Charlín, habían sido juzgados y encarcelados. Ciertamente, el reportaje que Ignacio Castro quería encargarles no le parecía demasiado jugoso y no creía que fuesen a descubrir nada interesante, pero también tenía muy claro que no sería ella quien protestase porque, después de todo, era nueva y sabía que por algún sitio tenía que empezar. Se encogió de hombros mentalmente y se dijo a sí misma que ya llegarían trabajos mejores. Lo único que realmente le molestaba era tener que hacer equipo con aquel gilipollas que apestaba a alcohol y a perfume de mujer y encima se creía que Sandra no tenía dos manos perfectamente funcionales para abrirse la puerta ella misma. Sólo esperaba que el compañero que faltaba por llegar fuese un poco más normal. Pero no iba a ser el caso.
Pablo dio una última calada a su cigarrillo y arrojó la colilla al suelo antes de entrar en el edificio de la cadena. Le había costado horrores levantarse de la cama y despedirse de sus dos morenazos con lo que hizo cosas muy sucias y obscenas, pero al final no le quedó más remedio que echarlos de su casa para poder darse una larga ducha que aplacase un poco su resaca y adecentarse todo lo posible. No pensaba que Ignacio fuese a despedirlo si no se presentaba, pero lo cierto es que tenía bastante curiosidad por saber cuál era ese asunto tan importante que no podía esperar al lunes. Atravesó los pasillos con una exagerada calma, como si nadie lo estuviese esperando, y se entretuvo saludando a todas las trabajadoras guapas con las que se iba encontrando. La mayoría habían sido sus amantes en algún que otro momento y las restantes estaban en su lista de futuras conquistas sexuales. También se detuvo a hablar con un jovencísimo becario tan atractivo como gay al que ya le tenía el ojo echado y que, si todo iba bien, no tardaría mucho en caer. Para cuando llegó al despacho de Ignacio Castro, ya había conseguido un par de números de teléfonos nuevos para su listín de follamigos. Saludó a la secretaria con un guiño y entró en el despacho de su jefe sin esperar a ser invitado. No lo necesitaba. Después de todo, sabía que era el periodista estrella de la cadena, o eso se pensaba él. Desde luego, si algo tenía Pablo en abundancia era amor propio.
Nada más atravesar el umbral tres pares de ojos se clavaron en su persona y cada uno reaccionó de un modo distinto. Ignacio Castro se lo quedó mirando como quien contempla un mueble de oficina. No estaba ni un poco sorprendido por la tardanza de Pablo ni por su descarado modo de entrar en su despacho sin tan siquiera esperar a ser invitado. Llevaban muchos años trabajando juntos y el catalán siempre había sido así. «Genio y figura hasta la sepultura» , pensó Ignacio con resignación. Se dijo que solamente le perdonaba su actitud porque había demostrado ser un gran periodista con un olfato cojonudo para las noticias y bueno, ¿por qué no admitirlo?, en el fondo le caía bien. En cuanto a Sandra, ella observó al recién llegado con mucha curiosidad y no pudo negarse a sí misma que aquel desconocido tan impuntual le parecía sexy como el demonio. Se notaba que ya tenía sus años, las arruguitas y el pelo canoso lo demostraban, pero lo cierto era que los llevaba muy bien y lucía una sonrisa maliciosa en los labios, al tiempo que le devolvía la mirada a ella, que ciertamente resultaba de lo más atractiva. No pudo más que apreciar la ironía de que llevase años sin sentirse atraída por un hombre y en una misma mañana dos hubiesen captado su atención. Aún así, estaba segura de que en cuanto el abuelete macizo se le acercase demasiado o abriese la boca, perdería el interés en él, como le había pasado con el otro. Al mismo tiempo, Edu montó en cólera. En décimas de segundo, su alegría por la noticia de que podría realizar el reportaje que tanto deseaba se transformó en una furia rabiosa por encontrarse frente a frente con el tipejo que había arruinado su relación con Adela. Y del enfado pasó a la indignación cuando se dio cuenta de que él era el tercer compañero que faltaba, el mismo que lo había hecho esperar más de una hora porque ni siquiera había tenido la decencia de presentarse a tiempo. «¿Ignacio pretende que trabaje con este cerdo? ¡Ni hablar!» , pensó Edu con rabia.
—¡Hombre, Pablo, por fin apareces! —exclamó Ignacio Castro mientras negaba con la cabeza en señal de desaprobación—. Ya pensaba que tendría que enviar a la Policía Local a tu casa para comprobar si seguías vivo o por fin te habías ahogado con tu propio vómito.
—¡Qué guasa tienes, Nachete! —respondió Pablo sin quitarle los ojos de encima a Sandra. «Esta monada debe ser nueva porque no la tengo fichada. ¡Por fin sucede algo interesante por aquí!» , pensó mientras se relamía los labios mentalmente. Ya tenía un nuevo reto con el que entretenerse: ligarse al bollito que acababa de incorporarse a la cadena. O eso pensaba él porque Sandra no le iba a poner las cosas nada fáciles—. ¿No me presentas a tu guapa acompañante? —Ignoró a Edu y su mirada fulminante a propósito.
—Este individuo tan irreverente es Pablo Azcón —explicó dirigiéndose a la madrileña—. Ella es Sandra Ayamonte y a Edu ya lo conoces. Van a ser tus compañeros en el reportaje que quiero encargaros. Toma asiento y te lo explicaré todo.
El apellido de Sandra resonó en la cabeza de Pablo como un atronador eco. Se dio cuenta con disgusto de que iba a tener que formar equipo con la sobrina enchufada del director de la cadena y no le hizo ni pizca de gracia. Una cosa era tratar de ligarse a la novata y otra muy distinta que tuviesen que trabajar juntos. Estaba convencido de que ella iba a ser una carga y un estorbo para poder realizar su labor en condiciones. Además, había otro problema: Edu. El gallego pichafloja, como Pablo lo llamaba, estaba muy resentido con él porque se había ligado a la psicópata de su prometida. «¡Cómo si no hiciesen falta dos personas para echar un polvo!» , se dijo con humor al ver la las miradas furibundas que Edu le lanzaba. Desde luego, aquello no tenía buena pinta y se preguntó cuán valioso era él para la cadena para conservar su empleo si se negaba a trabajar con esos dos.
—¿De qué se trata? —preguntó Pablo sin hacer ademán de sentarse.
—El lunes os vais los tres a Galicia para investigar el narcotráfico en la provincia de Pontevedra. Ya está todo preparado para vuestra partida. —Si Ignacio reparó en la tensión existente entre los dos hombres, hizo caso omiso—. Os he conseguido una furgoneta para viajar hasta allí y llevar todo el material necesario y os he alquilado un pequeño apartamento en la capital para que paséis desapercibidos. También he recopilado un dosier con toda la información de la que disponemos sobre el tema para que tengáis por dónde empezar.
—¿El narcotráfico en Galicia? ¿En serio? ¿En qué momento me habéis metido en una máquina del tiempo y he acabado en los años noventa? —Pablo se rió de su propia broma—. Ese asunto está más pasado de moda que las Spice Girls. ¿Y para esta mierda de reportaje me levantas de la cama un sábado por la mañana? ¿Qué te has fumado, Nachete?
—¡No tienes ni puta idea de lo que hablas! —gruñó Edu sin poder contener más su furia—. El tráfico de drogas en Galicia es un problema muy real.
—Igual que tu impotencia —le espetó el catalán entre carcajadas.
— * 5 Vai tomar polo cu! —El gallego se puso tan rojo por la rabia que perfectamente podría rivalizar con un tomate—. ¡No pienso trabajar con él! Quiero otro compañero.
—¡Callaos los dos! —Ignacio se removió en su silla con incomodidad—. Tú, Pablo, harás el reportaje que yo te pida porque, que yo sepa, sigo siendo tu jefe. Y tú, Edu, trabajarás con Pablo porque es un periodista muy bueno y tiene mucha más experiencia que tú. ¿Me he explicado con claridad? —Pablo y Edu asintieron de mala gana.
Mientras tanto, la mirada de Sandra oscilaba de uno a otro como si se encontrase en un partido de tenis. Ella sabía bastante de lenguaje corporal porque le interesaba el tema y había leído muchos libros dedicados a eso, pero la verdad era que no los necesitaba para saber que Pablo y Edu no se llevaban nada bien. Parecía que tenían algún asunto sin resolver y que no se partían la cara allí mismo por guardar un poco las apariencias. Y lo peor de todo era que ella tendría que mediar entre los dos para que no se matasen antes de terminar el reportaje. Además, ninguno le caía bien: se había formado la idea errónea de que Edu era un vividor y Pablo le parecía un prepotente de mierda. «Me han tocado dos compañeros gilipollas» , se dijo con disgusto.
* 5 Vai tomar polo cu!: ¡Vete a tomar por culo!, en gallego.
CAPÍTULO 3
Edu colocó la última caja con material para realizar el reportaje en la parte de atrás de la furgoneta que Ignacio Castro les había facilitado. Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano al tiempo que resoplaba con hastío. A Sandra y a él les había tocado cargarlo todo ellos solos porque Pablo no tuvo la decencia de presentarse a la hora acordada. Llegaba tarde, por no variar. Todavía no habían empezado a trabajar juntos y el catalán ya lo estaba sacando de quicio. Edu deseó con todas sus fuerzas que Pablo hubiese renunciado al trabajo y que no apareciese porque, de lo contrario, no estaba seguro de si sería capaz de comportarse como un profesional y hacer bien su labor. Había demasiadas rencillas entre ellos por el asunto de Adela. No paraba de repetirse a sí mismo que tenía que ser civilizado y concentrarse en realizar bien el reportaje por el que tanto había luchado, sin embargo, lo cierto era que lo único que le apetecía de verdad era partirle la cara a aquel engreído de mierda. Eso sí que lo haría sentir bien. Edu había sido toda su vida una persona muy correcta y contenida, incluso de niño, pero debía reconocer que Pablo sacaba lo peor de él y por eso lo odiaba tanto.
Por otro lado, tenía a Sandra, la sobrina enchufada del director de la cadena. Debía reconocer que, al menos, ella apareció a la hora acordada y arrimó el hombro para cargar el material en la furgoneta como una más. Ese era un punto a su favor. No obstante, apenas había abierto la boca desde que llegó y se mostraba muy distante con el gallego sin motivo aparente. A él esa actitud le molestaba muchísimo porque no comprendía la razón. Además, habían tenido un encontronazo bastante feo cuando Edu quiso ayudarla a subir al vehículo una de las maletas de Sandra que tenía pinta de ser bastante pesada y la madrileña le dijo con muy malas maneras que podía hacerlo ella sola. Él solamente trataba de ser caballeroso, como le había enseñado su madre, y no entendía ese comportamiento tan arisco. ¿Qué tenía de malo el permitir que una persona claramente más fuerte hiciese el esfuerzo físico por ella? El gallego estaba convencido de que jamás podría comprender a esa chica. No es que tuviese ninguna intención de intentarlo. Admitía que le parecía muy guapa, pero también la consideraba una creída insoportable. Sin duda, incluso si Pablo no se presentaba, el viaje a Galicia se le iba a hacer muy largo e incómodo. Volvió a resoplar.
—Nos vamos ya —dijo Edu de repente, rompiendo el incómodo silencio que imperaba en el estacionamiento de la cadena.
—¿No esperamos a Pablo? —preguntó ella, confusa.
—No, que hubiese llegado a tiempo. —El gallego abrió la puerta del conductor para sentarse al volante de la furgoneta—. Puede ir en su choche o coger un autobús, me da igual.
—A Ignacio no le va a gustar.
Sandra se cruzó de brazos sin moverse de su sitio. No pensaba irse hasta que se presentase el tercero en discordia. No es que le hiciese demasiada gracia tener que esperar a aquel impuntual crónico con el que la habían obligado a hacer equipo, pero le parecía lo más correcto. Una cosa era que ninguno de los dos le cayese demasiado bien y otra muy distinta que estuviese dispuesta a abandonar a un compañero por culpa de unas estúpidas rencillas que ni siquiera comprendía. Se dijo que esos dos tendrían que buscar la forma de arreglar sus diferencias para poder realizar en condiciones el trabajo que les habían encargado o, de lo contrario, su primer reportaje sería un total y completo desastre. La idea la aterraba porque ella quería demostrar su valía.
—Tranquila, no creo que te despida —ironizó él, haciendo alusión a que la madrileña había conseguido el puesto por enchufe—, pero si te hace sentir mejor puedes decirle que fue decisión mía.
—No pienso marcharme sin Pablo —sentenció Sandra con determinación, ignorando la pulla del gallego. Su comentario no le había hecho ninguna gracia, pero no quería que él se diese cuenta de que se sentía ofendida. Además, ¿quién coño se creía Edu que era para tomar las decisiones por ella? Se suponía que era su compañero, no su jefe. Solamente por eso ya se merecía que le llevara la contraria—. Tendrás que irte también sin mí y luego explicarle a Ignacio la razón por la que nos abandonaste a los dos. Tú mismo. —Miró hacia otro lado con el ceño fruncido.
—Como quieras. — «Parece que ese playboy del tres al cuarto ya le ha sorbido los sesos a la sobrinita del director. Nunca entenderé qué ven las mujeres en él» , pensó, molesto.
Edu dejó escapar un largo bufido y se bajó de la furgoneta con resignación. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que Sandra era de esa clase de personas que llevaban sus decisiones hasta las últimas consecuencias. Si ella decía que no se marchaba, no lo haría a menos que la atase y la subiese al vehículo a la fuerza. Y Edu no estaba dispuesto a llegar a tales extremos, así que optó por aguantarse y armarse de paciencia para esperar a Pablo. No obstante, pensó que si no aparecía pronto, quizá no fuese tan mala idea dejar a sus dos compañeros en Madrid. Al menos así tendría un viaje agradable. Ese pensamiento le proporcionó unos instantes de paz, pero la tranquilidad no iba a durar demasiado.
Pablo estacionó su coche en el aparcamiento de la cadena, se bajó del automóvil con toda la parsimonia de la que fue capaz, sacó su equipaje del maletero y puso el seguro. Encendió un cigarrillo, inspiró profundamente y expulsó el humo muy despacio. Caminó con lentitud hacia el lugar donde había quedado con sus compañeros mientras saboreaba su pitillo. No tenía ninguna prisa por encontrarse con Edu y Sandra. Le esperaban casi seis horas de viaje por carretera para llegar a Pontevedra, con el pichafloja del gallego y la sobrinita enchufada del director, y no le parecía una perspectiva demasiado agradable. Además, consideraba que el reportaje que le habían encargado iba a ser una completa pérdida de tiempo. No entendía por qué Ignacio lo había metido en un asunto tan insulso y pasado de moda. Casi parecía que tratara de castigarlo por algo, pero Pablo no entendía el porqué. Siempre había hecho bien su trabajo y creía tener buena relación con su jefe, quien además era también su amigo.
Lo que Pablo no sabía todavía era que Ignacio Castro se había dado cuenta de lo fuera de control que estaba el catalán y trataba de ayudarlo de alguna forma a encauzar su vida antes de que terminase muy mal. El director del programa pensaba que la influencia de alguien tan cabal y responsable como Edu sería beneficiosa para Pablo, que lo ayudaría a centrarse, pero desconocía el dato de que este último le hubiese robado la novia al primero para luego desecharla como un clínex usado. Nunca los habría juntado de saberlo. Y a Sandra la había incluido únicamente porque su tío insistió, pero no creía ni de lejos que ella estuviese preparada para realizar esa labor. Solamente esperaba que la experiencia de Pablo compensara la inexperiencia de ella.
El catalán llegó por fin al lugar donde había quedado con sus compañeros y se encontró con una estampa bastante peculiar: a Edu y Sandra de morros, cruzados de brazos y mirando cada uno hacia un lado diferente, como si trataran de olvidar que el otro estaba allí. Pablo no pudo reprimir una sonrisa de diversión. Siempre había pensado que el gallego era un negado para las mujeres, pero que ignorase de ese modo tan absurdo a un bollito como Sandra le daba mucho que pensar. Al parecer, el viaje acababa de ponerse interesante. Saludó a los otros dos periodistas con un “Buenas” y guardó su maleta en la parte de atrás de la furgoneta. Después, sin mediar palabra, se sentó al volante.
—Llegas tarde. Hemos tenido que cargarlo todo sin tu ayuda —le recriminó Edu con muy mala cara.
—Tenía asuntos importantes que atender.
Pablo omitió apropósito la disculpa para molestar al gallego. Obviamente, lo de que tenía asuntos que atender no era cierto. La pura verdad era que se quedó dormido porque apenas pegó ojo durante todo el fin de semana. Se dedicó a salir de fiesta y a seguir sumando amantes a su interminable lista de conquistas. Había sido otro largo fin de semana de alcohol, drogas, sexo y excesos en general.
—Bájate de ahí, yo conduzco —le ordenó Edu con muy malas maneras.
—¿Y eso por qué? —inquirió Pablo, dedicándole una sonrisa burlona.
—Porque conozco mejor el camino.
—Para eso está el GPS —replicó, socarrón.
—Además, no me fío de que no te hayas tomado alguna mierda antes de venir y no estés colocado. No quiero tener un accidente de tráfico por tu culpa.
—Tendrás que confiar en mi palabra de boy scout de que estoy sobrio. —Pablo se rio a carcajadas al ver la cara de disgusto de Edu.
—¡Cómo si tu palabra valiese algo! —repuso el gallego con sarcasmo.
—¡Oh, me rompes el corazón! —Fingió una expresión de consternación al tiempo que trataba de reprimir la risa.
—¡Bájate de ahí de una puta vez!
Edu estaba a punto de perder los nervios por completo. Únicamente su entrenado autocontrol le impedía arrastrar a su compañero fuera de la furgoneta y partirle la cara a puñetazos.
—Voy a conducir yo, así que tú decides si vienes o no.
El catalán y el gallego se quedaron mirando fijamente, retándose uno al otro con los ojos. Ninguno estaba dispuesto a dar el brazo a torcer.
—¡Oh, por Dios santo, esto es ridículo! —se quejó Sandra, hastiada por el exceso de testosterona que imperaba en el ambiente—. ¿Se puede saber qué os pasa a vosotros dos?
—Es una historia muy larga —respondió Pablo con tranquilidad—, o quizá sea demasiado corta y ese fue el problema.
El doble sentido que usó Pablo, haciendo alusión a la escasa longitud del pene de Edu, hizo que éste rechinase los dientes. El catalán no pudo reprimir más las carcajadas que pugnaban por salir. Y se ganó otra mirada asesina de su compañero. Estaban a punto de partirse la cara en el aparcamiento de la cadena y Sandra los observaba con impotencia, al tiempo que se reafirmaba en su opinión de que los dos eran gilipollas. Se dijo que tenía que hacer algo para impedir que acabasen llegando a las manos, pero no conocía lo bastante a ninguno como para saber cuál era la mejor forma de mediar entre ellos, así que apeló al sentido común:
—A ver, es un viaje muy largo y los tres vamos a tener que turnarnos para conducir. ¿Qué más da quién lo haga primero? —les dijo, al tiempo que se sentaba en el asiento del medio de la furgoneta—. Edu, deja que Pablo conduzca ahora y ya cogerás tú el volante más tarde. Venga, sube de una puñetera vez o terminaremos llegando a Galicia para Navidad.
—Tiene razón —afirmó Pablo con diversión.
Edu tuvo que admitir la derrota. Si Sandra se ponía de parte del cerdo de su colega, estaba en minoría y no tenía sentido seguir discutiendo porque llevaba las de perder. El gallego refunfuñó algo inteligible entre dientes, se acomodó en la plaza que había quedado libre y se puso el cinturón de seguridad a toda prisa. Pensó que si tenían un accidente por culpa de aquel alcohólico que desgraciadamente le había tocado como compañero, al menos estaría protegido. O eso esperaba.
El viaje fue muy largo y tedioso para los tres. No tenían gran cosa que decirse entre ellos que no implicase discutir, así que habían optado por el silencio. La radio estaba apagada porque Edu y Pablo ni siquiera fueron capaces de ponerse de acuerdo en qué emisora escuchar. Por su parte, Sandra los había ignorado desde el principio y se puso los cascos para oír música en su teléfono móvil. Se turnaron para conducir, como les sugirió la madrileña, y en cuanto Pablo le cedió el volante a Edu, la falta de sueño le pasó factura y se quedó totalmente traspuesto. Para cuando se despertó, era Sandra la que llevaba la furgoneta y ya habían llegado a Galicia.
—¡Esto es precioso! —exclamó Sandra, maravillada por los bonitos paisajes de esa Comunidad Autónoma.
—Pues espera a llegar a la costa. Galicia es una tierra de contrastes: infinitos campos verdes, bosques frondosos, montañas y playas preciosas —le explicó Edu, emocionado.
—¡Ni puto caso! En Galicia sólo hay vacas y paletos —murmuró Pablo sin molestarse en abrir los ojos.
— * 6 Vai rañala! —refunfuñó Edu de mal humor.
—Lo que tú digas, * 7 Eucalipto.
—¡Sois los dos gilipollas! —sentenció Sandra que ya estaba hasta las narices de oír discutir a sus compañeros, quienes por cierto enmudecieron al escuchar tal afirmación.
Ninguno de los tres volvió a abrir la boca hasta que llegaron a la ciudad de Pontevedra, donde Ignacio les había alquilado un apartamento para pasar desapercibidos durante el tiempo que durase su reportaje. A pesar de ser la capital de la provincia que llevaba el mismo nombre, el casco urbano de Pontevedra era poco más que el de un pueblo grande. Se podía cruzar andando de un extremo a otro en algo más de media hora, porque estaba casi peatonalizada por completo y contaba con anchas aceras para los transeúntes. Por el contrario, los carriles eran estrechos y en su mayor parte de una dirección única, por lo que podía resultar un auténtico quebradero de cabeza para los conductores que no conocían bien la ciudad. Era sobre todo un lugar administrativo, monumental, turístico y de servicios, donde escaseaba la industria. Contaba con preciosas zonas verdes y tenía el segundo centro histórico más importante de Galicia, que contrastaba con las construcciones más modernas que lo rodeaban. Los aparcamientos públicos habían ido desapareciendo durante los últimos años a favor de los párquines de pago. Por suerte para los tres periodistas, el apartamento que su jefe les había conseguido contaba con una plaza de garaje.
Sin embargo, no les resultó nada fácil encontrarlo. Se perdieron y dieron más de una docena de vueltas por los carriles de una sola dirección hasta dar con el correcto. Pese a sus esfuerzos, Edu no pudo ser de ninguna ayuda porque llevaba diez años viviendo en Madrid y Pontevedra había cambiado mucho durante ese tiempo. Para cuando estacionaron la furgoneta en su plaza de aparcamiento, ya comenzaba a anochecer. Los tres estaban agotados del viaje y deseando encerrarse cada uno en su habitación para no tener que seguir soportando a sus compañeros con los que no tenían precisamente muy buena relación, pero no les quedó más remedio que llevar su equipaje y el material de grabación al piso. Era un equipo demasiado valioso como para dejarlo abandonado en la furgoneta. Cuando por fin terminaron de descargarlo todo y pudieron inspeccionar el lugar en el que iban a vivir durante las próximas semanas, se encontraron con una desagradable sorpresa: el apartamento solamente tenía dos habitaciones, una de matrimonio y la otra con camas gemelas. Suponía un grave contratiempo porque significaba que dos de ellos iban a tener que compartir cuarto y la pura verdad era que no podían ni verse. Edu y Pablo hicieron un alto en su ardua tarea de lanzarse pullas mutuamente para pensar en el problema, pero fue Sandra quien habló primero:
—Me quedo con el dormitorio grande. —Cogió sus maletas e hizo ademán de dirigirse a su nueva habitación.
—¿Y eso por qué? —preguntó Pablo, levantando una ceja.
—Creo que es evidente: soy la única chica y necesito intimidad —repuso ella.
—¿En serio? —inquirió Edu, indignado—. Cuando quise ayudarte a cargar tu maleta en la furgoneta, estuviste a punto de quitarme los ojos, ¿y ahora apelas a la excusa de que eres una mujer? ¡A ver si te aclaras! O eres feminista o no lo eres, pero no vayas cambiando de ideología según te convenga.
—Esto no tiene nada que ver con el feminismo. Simplemente es una cuestión de sentido común. No estoy dispuesta a cambiarme de ropa delante de vosotros —se defendió Sandra.
—Odio admitirlo, pero Eucalipto tiene razón: tu postura es un tanto hipócrita —intervino Pablo.
—¡Deja de llamarme Eucalipto, * 8 Pantumaca de los cojones! —protestó el gallego a punto de perder los estribos.
—¡Me da igual lo que digáis! No quiero compartir cuarto con ninguno de los dos —sentenció Sandra, tercamente.
—Pues yo no pienso dormir con él. —Edu señaló a Pablo con dramatismo—. Antes prefiero quedarme en el sofá.
—¡Entonces, asunto resuelto! —exclamó el catalán, divertido—. Nosotros dos nos quedamos las habitaciones y Eucalipto el salón. Si me disculpáis, voy a deshacer mi equipaje y a tumbarme un rato que estoy agotado.
—Yo también.
Ambos se marcharon a sus respectivos dormitorios y dejaron a Edu solo. Éste se quedó mirando el sofá en el que tendría que dormir las próximas semanas y pensó con disgusto que tenía pinta de ser tremendamente incómodo. Maldijo su suerte. Resultaba evidente quién de los tres había salido perdiendo.
— Merda !
Sandra llevaba más de dos horas revisando por quinta vez la carpeta con la información sobre el narcotráfico en Galicia que les había facilitado Ignacio, pero no encontraba nada de utilidad. El dosier estaba repleto de datos sobre el tráfico de drogas en los años noventa: narcos conocidos, operaciones policiales, juicios realizados y otros detalles que no resultaban de demasiada ayuda porque estaban desfasados. Se dio cuenta de que realmente no tenían nada para empezar. Cerró la carpeta y dejó escapar un largo suspiro. El asunto no pintaba demasiado bien y, aunque no le apetecía nada, sabía que debía ir a hablar con sus compañeros para ponerse de acuerdo sobre cuál sería la mejor forma de proceder.
Inspiró profundamente para armarse de paciencia y salió del dormitorio con el dosier debajo del brazo. No encontró a nadie en la sala de estar, así que decidió llamar a la puerta de Pablo, pensando ingenuamente que Edu había recapacitado sobre lo de compartir habitación con el catalán. Una voz masculina al otro lado del tabique la invitó a entrar y Sandra no perdió el tiempo. Al cruzar el umbral, se encontró a Pablo recostado en la cama con un edredón nórdico cubriéndolo hasta la cintura y el torso desnudo. No había rastro de Edu. La madrileña tragó saliva con nerviosismo porque no le pasó desapercibido que el catalán tenía un cuerpo muy sexy, al menos donde se podía ver. La chica hizo un esfuerzo sobrehumano para lograr apartar la vista del torso de Pablo y poder mirarlo a la cara. Al hacerlo, se encontró con una expresión socarrona que volvió a ponerla en guardia. Si algo detestaba Sandra con todo su ser era la vanidad.
—¿Dónde ha ido Edu? —preguntó la madrileña tratando de sonar serena—. No está en el salón.
—Puedes buscarlo debajo del edredón si quieres. —Le guiñó un ojo y le dedicó una sonrisa pícara.
—¿Esa actitud de chulo de playa te funciona con alguien?
—¡Oh, te sorprenderías!
—No he venido aquí para escuchar idioteces.
—Entonces, ¿a qué has venido? —Pabló se incorporó en la cama y, al hacerlo, se le bajó un poco más el nórdico hasta mostrar la cinturilla de su ropa interior.
—Quería hablar del informe que nos entregó Ignacio. —Sandra notó la garganta seca de repente y carraspeó—. No sé si se me escapa alguna cosa, pero no logro dar con ningún hilo del que tirar. ¿Tú has visto algo más?
—Pues no sé, no lo he leído. —Se lamió los labios y le sonrió con maldad.
—Sé que este reportaje no te interesa, tampoco es que a mí me haga demasiada gracia, pero, ¿no crees que deberías mostrar un poco más de interés por tu trabajo?
—No lo leí porque sé lo que contiene. Son los mismos datos que ya se ha difundido docenas de veces en libros, documentales, películas y series. Créeme, no hay ninguna nueva información que contar sobre ese tema. Este reportaje es una pérdida de tiempo porque no vamos a encontrar nada.
—Pues, Edu no parece opinar lo mismo.
—Edu es un incauto que vive con la cabeza metida en el culo y que va a darse una hostia tremenda cuando se caiga del pedestal en el que él mismo se ha subido y aterrice en el mundo real. —Se rió—. Si quieres un consejo gratis, haz como yo y tómate este viaje a Galicia como unas vacaciones.
—¡Pues a mí no me hace ni puñetera gracia! —refunfuñó—. No quiero que mi primer reportaje sea un fracaso.
—Tranquila, dudo mucho que te despidan por esta cagada —apuntó él con sarcasmo.
—Ya es la segunda vez que uno de vosotros me hace un comentario de ese tipo y me estoy hartando —protestó, molesta—. Sé que no os agrado y vosotros tampoco me gustáis a mí, pero por desgracia Ignacio nos ha puesto en el mismo equipo y vamos a tener que esforzarnos para ser capaces de trabajar juntos.
—Si quieres podemos empezar con ese rollo del compañerismo ahora mismo. —Pablo levantó el edredón y le mostró un ajustado bóxer de color negro sin ningún pudor.
—¡Vete a la mierda, gilipollas! —exclamó ella, exasperada, al tiempo que salía de la habitación y daba un portazo.
El catalán se carcajeó con ganas y volvió a taparse. Al parecer, le habían tocado dos compañeros muy fáciles de chinchar y eso le divertía infinitamente. Empezaba a pensar que aquel encargo iba a ser mucho más entretenido de lo que había creído en un principio. No tenía ninguna duda de que el reportaje resultaría ser una total y completa pérdida de tiempo porque no había nada que investigar, pero al menos podría divertirse un poco molestando al gallego pichafloja. Y si jugaba bien sus cartas, quizá la sobrinita enchufada cayese en sus redes porque, a pesar de su actitud arisca, no le pasó desapercibida la forma en la que lo miró, como si quisiera comérselo con los ojos. Tenía la impresión de que a ella le gustaba hacerse la difícil, pero a Pablo le encantaban los retos, y sin duda ese merecía la pena puesto que la chica estaba bastante bien: tenía el pelo rubio y cortado en media melena, una cara bonita con unos llamativos ojos azules y no era muy alta ni excesivamente delgada, pero su cuerpo estaba bien proporcionado. Sin duda, superaba el aprobado con creces y eso ya era mucho decir porque Pablo se consideraba un hombre bastante exigente. En la práctica no lo era tanto.
Mientras tanto, Edu zigzagueaba cabizbajo entre las callejuelas de la zona vieja de Pontevedra. Desde niño, aquel había sido su lugar favorito de la ciudad porque los edificios antiguos y las calles empedradas tenían un carácter especial, casi mágico, y le parecía que podía sentir la presencia de las personas que recorrieron ese mismo camino hacía muchos años, especialmente si iba de noche. Esa era la única zona de Pontevedra que apenas había sufrido cambios durante su ausencia. Sin embargo, en aquel momento, el gallego no estaba haciendo turismo ni rememorando los recuerdos de su infancia cuando su madre lo traía a la capital para hacer compras o realizar gestiones, sino que buscaba a alguien.
Se metió por un estrecho callejón, caminó algunos metros y subió unas escaleras hasta encontrarse de frente con una puerta destartalada. Dudó unos segundos antes de llamar, tenía miedo de lo que se pudiera encontrar, pero finalmente logró reunir fuerzas y golpeó la madera con sus nudillos. Durante unos segundos que le parecieron interminables no sucedió nada. Luego, la puerta se abrió. Apenas pudo reconocer al hombre que estaba al otro lado del umbral porque las drogas lo habían convertido en un despojo humano y parecía mucho más viejo de lo que en realidad era, pero un leve rastro del que había sido su mejor amigo aún perduraba en su cara demacrada. Y Edu leyó el reconocimiento en aquellos ojos vidriosos y apagados.
—¡Edu, no me puedo creer que estés aquí! —exclamó el drogadicto al tiempo que le mostraba una hilera de dientes amarillentos—. Cuando me llamaste para quedar, pensé que alguien me estaba gastando una broma.
—Hola, Emilio. —El periodista abrazó a su amigo con fuerza—. Me alegro mucho de verte.
—Pues estás genial. Parece que la gran ciudad te sienta bien.
Emilio le dedicó otra sonrisa sincera. Realmente, estaba muy contento de volver a ver a Edu, lo único que lamentaba era encontrarse en una situación tan deplorable.
—Gracias, tú también…
—No hace falta que digas nada. Ya sé que no estoy en mi mejor momento —le interrumpió con tristeza—. Pasa, por favor.
Ambos entraron en una especie de salita de estar que estaba completamente repleta de trastos. Había algunos muebles viejos, seguramente rescatados de la basura, cubiertos de platos sucios con restos podridos de comida y botellas de alcohol vacías. También había jeringuillas usadas y papelinas de heroína. Las ventanas estaban en su mayoría rotas y habían sido recubiertas con trozos de sacos de basura negros. Un olor muy fuerte y desagradable imperaba en el ambiente, como una combinación de orina y sudor. Edu tuvo que hacer un serio esfuerzo para contener las arcadas.
—Siento que la casa esté hecha una mierda, pero como me avisaste con tan poca antelación de que venías no he tenido tiempo de adecentarla.
—No importa.
Un intenso escalofrió recorrió el cuerpo de Edu al ver el desolador estado de su amigo y las precarias condiciones en las que malvivía. Edu y Emilio habían sido inseparables durante toda su infancia y adolescencia. Habían tomado juntos sus primeras copas, fumado cigarrillos a escondidas en el garaje de los padres de Emilio e incluso dieron su primer beso el mismo día con dos chicas que también eran amigas. Después, ambos tomaron caminos distintos: Edu se fue a Madrid para estudiar periodismo y Emilio se quedó en Cambados trabajando como albañil. Durante un tiempo, mantuvieron el contacto y siguieron viéndose en las contadas ocasiones en las que Edu regresaba a Galicia para visitar a su familia. Pero Emilio no tardó demasiado en empezar a coquetear con las drogas y, poco a poco, fue enganchándose cada vez más a ellas hasta que ya no pudo salir. A partir de ahí, su vida empezó a ir cuesta abajo y sin frenos: perdió su trabajo, se enemistó con sus padres y fue dando tumbos de un lado para otro hasta que terminó ocupando aquella casa abandonada de la zona vieja de Pontevedra con otros drogadictos. Con el tiempo, los dos amigos perdieron el contacto hasta hacía poco, cuando Edu removió cielo y tierra, telefoneando a la familia de Emilio y a algunos amigos comunes, para conseguir su número de teléfono. Y tras muchas llamadas infructuosas, logró dar con alguien que supiera de él. Sin embargo, lo que se había encontrado era mucho peor de lo que imaginaba. Al periodista le costaba mucho creer que aquel zombi que tenía delante de él fuese el mismo chico alegre y lleno de vitalidad de sus recuerdos. Se tragó las ganas de llorar.
—Bueno, ¿y a qué debo tu visita? —preguntó Emilio mientras apartaba la basura de un destartalado sofá para que ambos pudieran sentarse—. Tengo la impresión de que no has venido sólo para verme.
—Estás en lo cierto. —Edu se acomodó en el desgastado asiento al lado de Emilio—. Necesito que me ayudes con algo.
—Lo que sea. Solamente pídemelo y haré todo lo que pueda por ti.
—Quiero que me cuentes de dónde viene la droga que entra en Galicia y quién la introduce aquí. En realidad, todo lo que puedas decirme sobre el tema me vendrá bien.
—¿Por qué quieres saber eso? —preguntó Emilio, alarmado.
—No puedes desvelárselo a nadie, pero estoy realizando un reportaje sobre el actual narcotráfico en Galicia.
—Hazme caso, Edu: lárgate de aquí lo antes posible y olvida ese asunto. —Emilio se puso de pie y dio la espalda al periodista—. El mundo en el que pretendes involucrarte es muy peligroso. Los narcos de ahora ya no son como los de antes. En la actualidad, ya no se conforman con darte un susto si los jodes, sino que te matan o hacen daño a tus seres queridos.
—No puedo dejarlo. Debo hacer esto.
—¿Por qué? ¿Por qué tienes que hacerlo? —le increpó indignado—. Por lo que parece, tienes una buena vida en Madrid, ¿y vas a ponerla en peligro por un estúpido reportaje?
—No es sólo por el trabajo. Hay una herida abierta en mi alma y tengo que cerrarla como sea. Y necesito tu ayuda, por favor.
—¿Por lo que le pasó a tu padre? —La comprensión se abrió paso en aquel esquelético rostro.
—Principalmente, pero no es la única razón. —Edu se levanto y fue al encuentro de su viejo amigo—. Tú mejor que nadie deberías entenderlo. Ambos crecimos en Cambados y vimos como unas pocas personas se enriquecían a costa de que otras muchas destrozasen sus vidas.
—¿Cómo he hecho yo? —preguntó al borde del llanto.
—No he querido decir eso. —Edu puso la mano en el hombro de Emilio y se estremeció al encontrar sólo piel y huesos.
—Pero lo piensas, ¿y sabes qué? Tienes toda la razón. —El drogadicto apoyó la frente contra la de su amigo—. Te ayudaré en lo que pueda. No sé mucho sobre los peces gordos, pero conozco a un camello que podría darte la información que quieres. No se mueve nada en la provincia sin que él lo sepa. Pero, Edu, tienes que tener mucho cuidado con ese tipo. Es una persona muy peligrosa y si descubre lo que pretendes hacer te matará.
—No te preocupes por mí. Estaré bien. Gracias. —Volvió a estrecharlo entre sus brazos.
* 6 Vai rañala!: ¡Vete a rascarla!, en gallego.
* 7 Eucalipto: árbol procedente de Australia que se usó para repoblar los bosques de Galicia, con propósitos de explotación maderera, debido a su rápido crecimiento. En la actualidad, los bosques gallegos están infestados con estos árboles que han desplazado a las especies autóctonas.
* 8 Pantumaca: comida tradicional catalana que consiste en una rebanada de pan con medio tomate maduro restregado y aliñado con aceite de oliva y sal.
¿Queréis saber cómo sigue esta historia? Pues en mi página tengo colgados más capítulos de esta novela y todos los viernes publico un capítulo nuevo. Podéis encontrar el enlace en mi perfil.