Teniente corrupto

Una muestra del amoral comportamiento del Teniente Ramiro y de cómo “abusa” de su madre

1.

Ramiro le ordenó a Angustias que se pusiese sobre la cama a cuatro patas, con el culo en pompa perfectamente expuesto. La mujer, sabedora de lo que su macho esperaba de ella no necesitó que le repitiesen dos veces la orden y, obediente, colocó su maduro y opulento cuerpo en posición.

Sobre la cama con el culo bien levantado, exponiendo su ojete, agachó la cabeza poniéndola de medio lado. Sus generosas ubres se desparramaban a ambos lados de su cuerpo, apretadas contra el colchón. Precavida, la mujer cerró los ojos y apretó los dientes. Ya sabía cómo actuaba Ramiro cuando estaba cachondo y ése era uno de esos días. Con las manitas sujetó con fuerza las sábanas y se dispuso a esperar el arreón. Así y todo, cometió el error de hacer un breve comentario que pronto se reveló contraproducente:

-Ramiro, hijo, por favor, ten cuidado… Está bien lubricado, pero… No seas bruto, ¿eh?

Ramiro, no pudo evitar sonreír, sabiendo que ella no podía ver su cara, ante el cauteloso comentario de su madre. Pero, muy en su línea, no hizo ni puñetero caso a sus palabras. Agarró su polla, dura como una piedra y bien húmeda del coño de la jamona y tras escupir certeramente sobre el ojete tembloroso de la cerda colocó el capullo en posición.

-¡Calla, guarra, no me distraigas! –dijo, al tiempo que apretó con fuerza, metiendo el grueso glande en el estrecho y húmedo culo de su progenitora que, aunque acostumbrado a recibir la polla del macho con bastante frecuencia, todavía sufría brevemente al comienzo de cada enculada. Eso sí, brevemente…

Angustias, no pudo evitar que de su boca saliese un rugido gutural y que sus manos se aferraran con más fuerza a las arrugadas sábanas. No quería gritar. El calor veraniego les obligaba a tener abiertas las ventanas de la habitación, que daban a un estrecho patio interior en el que se oía todo. Además, en la habitación contigua, separados únicamente por un estrecho tabique y una endeble puerta que ni siquiera cerraba bien, aguardaba, mesándose la cornamenta, su humillado esposo. No es que el pobre cabrón no intuyese lo que debía pasar en aquel dormitorio, lo tenía más que claro, sino que una cosa es suponer y otra, bien distinta, ver y oír.

Después de encajar el capullo en el ojete materno, Ramiro se dejó de chorradas y embistió a lo bruto, tal y como le gustaba, hasta que, tras dos intensos empujones, sus quince centímetros de polla, “ extra ancha ”, como le gustaba recordar a él, quedaron perfectamente encajados en el cálido y húmedo ojete de la puta de su madre.

El impacto fue excesivo para la jamona que, sin poder evitarlo, lanzó un intenso alarido de cerda degollada que retumbó por toda la escalera e hizo encenderse las luces de más de una habitación de los vecinos. Afortunadamente, a pesar de que las luces de la habitación estaban encendidas (al bueno de Ramiro le gustaba contemplar a sus anchar las carnes de la jamona), Angustias había tenido la precaución de correr las cortinas para evitar miradas indiscretas. Bastante tenía con las suposiciones de los vecinos acerca de las visitas de un joven amante, que además era su hijo, como para que, además, cómo en el caso de su esposo, esas suposiciones se viesen confirmadas por pruebas fehacientes.

El berrido, que retumbó por toda la finca, se vio inmediatamente sustituido por una batería de gemidos y jadeos que, aunque también se oían y delataban a las claras lo que estaba pasando, no resultaban tan estruendosos.

Poco tardó Angustias en acomodar su culo a la polla de su hijo y en acompasar las rítmicas emboladas del joven a los vaivenes de sus caderas que tanto gustaban al chico.

Por una parte, la guarra estaba empezando a gozar. Era inevitable, había acabado tomándole el gusto a que le taladrasen el ojete. De hecho, disfrutaba más que con el sexo normal. A fin de cuentas, siempre conseguía deslizar su manita hacia el coño y, masajeando su clítoris, lograba correrse mientras le barrenaban el culo.

Por otra parte, sabía que si acompañaba con su movimiento los meneos de Ramiro este adelantaría su corrida. Normalmente no tenía prisa por terminar, pero un día entre semana y a las dos de la mañana… No, no era lo suyo liar un escándalo así y tener luego que bregar con toda esa pandilla de vecinos intolerantes. O, por lo menos, con sus malas caras, porque, en realidad, ninguno se atrevía a decirle nada abiertamente. A fin de cuentas, no dejaba de ser la madre del teniente de policía del distrito. Y una mala palabra que llegase a oídos del mismo podía acabar con los huesos del que la profiriese en el calabozo. Así y todo, Angustias seguía muerta de vergüenza cada vez que se cruzaba en el ascensor con alguno de sus vecinos tras alguna de esas sesiones con Ramiro… En fin, reminiscencias de su época de ama de casa modélica.

En esas estaban, Ramiro dale que te pego y gritando a su madre:

-¡Qué culo tienes, puta guarra! ¡Menea el pandero, cerda asquerosa…!

…y un largo etcétera de frases similares. Y Angustias, ayudando en el discurso:

-¡Sigue cabrón, sigue…! ¡No pares…! ¡Revienta a la puta de tu madre…!

La jamona era consciente que esas frases guarras en las que había alusiones a su parentesco eran perfectas para que el muchacho derramase su leche. Lo notaba con los respingos de su polla tensa en el ojete cada vez que mencionaba el parentesco que los unía. Y estaba la mujer a punto de lograr su objetivo, cuando se abrió la puerta.

“¡Nuestro gozo en un pozo! ”, pensó, la mujer. Parado en el umbral, estaba el pobre Mariano, su triste y pusilánime esposo. Un hombre delgado, bajo y avejentado que aparentaba más de sus 64 años y que tenía problemas de salud. Entre otros, arrastraba desde hacía años un problema urológico que, además de impotencia sexual, le provocaba incontinencia urinaria. ¡Que se meaba cada dos por tres, vamos! El caso es que, claro, la vivienda sólo tenía un baño y estaba en suite, en la habitación de matrimonio. Así que, para poder acceder al meadero, había que atravesar el dormitorio. El pobre hombre llevaba más de una hora esperando fuera y, al parecer, estaba a puntito de reventar.

Normalmente, Ramiro se llevaba a su madre al dormitorio, dando cómo excusa que lo hacía “ para revisar las facturas ” ya que era Angustias la que llevaba las cuentas del hogar. Era una excusa absurda donde las haya, pero tan válida como cualquier otra.

Cómo decía, cuando se llevaba a su madre al dormitorio, no solían estar más de veinte o treinta minutos. Ramiro iba al tema y su madre también. Pero ese día había sido distinto. Para empezar, Ramiro había llegado a media noche, cuando el matrimonio ya estaba en la cama. Entró con su llave en la vivienda y los despertó sin compasión. Tanto Mariano como Angustias se dieron cuenta en seguida de que iba algo bebido, pero prefirieron no contrariarle. Solía ser peor, se ponía violento cuando le llevaban la contraria. De modo que, sin contemplaciones, Ramiro le dijo a su padre que se fuese a ver la tele al salón, tal y cómo estaba, en pijama, y se quedó en la habitación con la jamona, para “ revisar los números del alquiler… ”, llevaba una ridícula carpeta azul como coartada. Curiosamente, luego se la olvidaría y cuando Mariano miró dentro vio que no había nada…

Eso había pasado hacía ya una hora… Y en estos momento, lo último que esperaba ver el bueno de Mariano, tras abrir la puerta, era a su mujer a cuatro patas, con la cara aplastada sobre la cama y a su corpulento hijo, enculándola furiosamente y profiriendo una retahíla de insultos que harían enrojecer a un estibador.

Ante la intrusión, ambos detuvieron su lúbrica danza y, paralizados, miraron a la puerta, a la atónita y titubeante figura que permanecía allí parada, sin atreverse a entrar.

Angustias, fue la primera en hablar:

-Pe… pero, pero ¿qué haces, Mariano…? ¿Cómo se te ocurre entrar…?

-Yo… yo solo… -empezó a justificarse el pobre cornudo. Pero su frase fue interrumpida con violencia por un fuerte grito de su hijo:

-¿Qué coño haces, gilipollas? ¡Lárgate de aquí antes de que te eche a ostias, joder…!

Mariano, petrificado, tardó unos segundos en moverse. Pero al ver que Ramiro se erguía y empezaba a sacar el rabo del culo de su madre para acercarse a la puerta, puso pies en polvorosa y volvió al salón dejando la puerta mal encajada.

-¡Vaya subnormal que está hecho el puto cabrón este…! –Ramiro pronunció la frase con furia y volvió a meter el rabo en el ojete, aunque esta vez ya entraba como Pedro por su casa.

Angustias, sorprendida aún por la interrupción, recobró rápidamente el ritmo y trató de provocar la corrida de su hijo con más meneos de su culazo y alguna frase más de aliento:

-¡Sigue, hijo, sigue…! ¡Demuestra al cabrón de tú padre lo macho que eres…! ¡Dale caña a tu puta madre…!

Y esta vez sí. Esta vez fue definitivo. Ramiro no tardó ni dos minutos en soltar una abundante lechada en el interior del culo materno. Esperma que ella recibió como agua de mayo. Contenta de haber complacido al chico. Sabía que si Ramiro estaba contento, todo iba mejor.

Ramiro, tras eyacular, y sin sacar la polla del culo de su madre, se dejó caer sobre su cuerpo, aplastando, con toda su corpulencia, las mullidas carnes de la cachonda de su madre. Ella, acostumbrada a ello, se relajó también, recuperando poco a poco el resuello, sintiendo el peso del cuerpo se su macho y notando como la polla todavía palpitaba en su ojete, perdiendo, despacio, rigidez y fuerza.

Ramiro, levantó la media melena de su madre y mordisqueó su cuello, baboseándolo bien y haciéndole un vistoso chupetón que marcaba bien a las claras su propiedad de la zorra. Ella, sumisa, ronroneando de placer, apretaba el ojete para estrujar al máximo el rabo del joven. Éste, encantado, se dejaba hacer, murmurando, cariñosamente, “ ¡Qué zorra eres mamá, qué zorra eres…! ”. Angustias, que se mojaba hasta las trancas al oír esas palabras, no podía evitar una sonrisa y giraba su apretada cara para recibir el cariñoso morreo de Ramiro.

Después, poco a poco, Ramiro se fue separando de ella. Su polla salió, dejando su elástico ojete bien cerrado, reteniendo una buena dosis de esperma en sus entrañas. Ramiro permaneció de pie, al borde de la cama, con la polla morcillona, esperando que su madre se sentaste en el catre y, como de costumbre, iniciase una metódica y profesional limpieza de rabo con esos labios de mamona que Dios le había dado.

Angustias, acostumbrada al sabor de su propio culo, lamió con avidez el pastoso engrudo que cubría el rabo de su hijo. Una perfecta y olorosa mezcla de lubricante, leche y flujo anal que a ella le sabía a gloria.

-¡Te gusta, eh puta…! –comentó Ramiro, mirando como su madre relamía cada recoveco de su polla y, tragándosela hasta la garganta, la baboseaba entera.

La guarra, detuvo el delicado trabajo y, alzando su mirada, se limitó a musitar:

-Claro, hijo, ya lo sabes. De hecho, cada vez me gusta más…

-¡Qué cerda eres!

El trabajo estaba resultando tan brillante que a Ramiro se le estaba volviendo a poner dura la polla, así que lo detuvo abruptamente.

-¡Para ya, guarra…! Si no vas a hacer que me corra otra vez…

Angustias no pudo evitar una risa orgullosa, pero obedeció. Seguramente Ramiro tenía cosas que hacer. A fin de cuentas, estaba de servicio, como bien atestiguaba su uniforme y el arma que reposaban en una silla junto a la cama.

-Hijo, ¿no te duchas? –preguntó la jamona.

-No, no tengo tiempo. Además, todavía tengo que ir a ver otra cerda para acabar la ronda de hoy…

-Pues se va a poner contenta cuando te huela la polla… -encizañó Angustias, con una punzada de celos.

-¡Que va…! –respondió tajante Ramiro. –Es la mujer del dueño del bar. Tengo que cobrar la pasta del cornudo de su esposo por hacer la vista gorda con los horarios… Y esa mamona es más guarra que tú. Se traga lo que sea…

-Ya, no me extraña… Siempre ha tenido cara de puta… -concluyó Angustias.

Mientras Ramiro se vestía, Angustias empezó a ponerse el pijama.

-Ponte solo la camiseta, cerda. Prefiero que me despidas sin bragas ni el pantaloncito ese ridículo de pijama que llevas… Me gusta verte el culazo.

-Pero… tu padre está fuera… Salir así…

-¿Salir así, qué? ¿Acaso no te ha visto antes recibiendo por el culo…? ¡Qué más da, joder!

Angustias, que no quería molestar innecesariamente al pobre Mariano con una exhibición demasiado impúdica, cedió nuevamente ante los requerimientos de Ramiro. A fin de cuentas, donde manda patrón…

2.

En el salón, Mariano, sentado muy erguido en una silla junto a la mesa, contemplaba el televisor que, en silencio, ofrecía una sesión de Teletienda. El cornudo no había querido poner el sonido para no molestar a los vecinos a esas horas. La cosa, en realidad, resultó contraproducente, porque los vecinos asistieron, sin cortapisas, al festival de alaridos, jadeos e insultos que, en la habitación contigua celebraron la guarra de Angustias y Ramiro.

Al entrar, Ramiro seguía aún ajustándose los correajes. Angustias, tras él, con aquella raída camiseta que apenas podía contener sus melones y que dejaba medio culo a la vista, no pudo por menos que preguntar, sorprendida al ver el aspecto triste y asustado de su esposo, tan tieso sobre la incómoda silla:

-Mariano, hombre, ¿por qué no te pones en el sofá? Estarás más cómodo, anda… -en el fondo le daba algo de pena. No era una situación fácil para él.

-No… mejor que no –respondió someramente.

Ramiro, que contemplaba la escena desde el mueble bar, donde se estaba sirviendo una copa de coñac, con una sonrisa de desprecio, completó la respuesta de su padre.

-Mejor que se quede en la silla. No ves que se ha meado encima el muy guarro…

Angustias se fijó entonces en la mancha oscura de su entrepierna y el pequeño charco amarillento del suelo.

El pobre hombre no había podido aguantarse y se había orinado encima. O tal vez había sido por la impresión del cuadro que acababa de contemplar en su dormitorio y el destemplado grito de su hijo.

No era una buena época para el pobre Mariano, aparte de su incontinencia y otros problemas de salud, tenía los nervios destrozados por el comportamiento de su hijo, ahora ya totalmente secundado por su esposa, y las frecuentes visitas a la vivienda, ahora ya cualquier día a cualquier hora. Su dignidad estaba por los suelos y la actitud de los que le rodeaban no ayudaba a levantar su moral.

-¡Mariano, por Dios –gritó Angustias al ver el meado sobre las baldosas, pensando únicamente en que éstas podían mancharse irreversiblemente-, pero cómo no has podido aguantar, joder! ¡Ya te vale! Mira que te lo he dicho, tendrías que ponerte pañal para dormir… ¿No ves que no te da tiempo a llegar al baño…? –Angustias, obviamente, había omitido que no estaba precisamente en la cama cuando le había pasado el percance y que no podría haber llegado al baño de ningún modo, sin atravesar la “ dantesca ” escena que acontecía en la habitación de matrimonio…

El instinto de ama de casa de Angustias la había llevado a coger un trapo y empezar a limpiar el estropicio. Allí agachada, mostraba todo el culo, con el sonrosado ojete bien abierto y oferente, ante el que su marido, inmóvil y sin poder desviar la mirada, no podía sentirse más avergonzado. Avergonzado de él mismo y de su mujer. Ramiro, ajeno a los sentimientos de su padre, se limitó a sacar el móvil y hacer una foto, en la que se observaba el culazo de su madre y el patético aspecto del pobre cornudo. Después, interrumpió el show.

-¡Venga cerda, déjalo ya…! Si acaso que lo limpie el guarro luego, que tampoco es paralítico…

No dudaba en humillar a su padre, hablaba de él como si no estuviera allí, como si fuese un mueble. Lo que su padre no sabía es que tampoco era nada personal. No es que le despreciase especialmente. Ese era su comportamiento habitual con los cornudos de las putas a las que frecuentaba. Le gustaba humillarlos y no se recataba en hacerlo. A fin de cuentas, estar en posesión de la placa, el arma y la autoridad, le permitían esas prerrogativas y, de momento, ninguno se había rebotado: ni el marido de la carnicera, ni el director del colegio, ni el fontanero del bloque de al lado… Nadie, todos estaban literalmente acojonados y todas sus mujeres besaban, literalmente, el suelo que pisaba. Bueno, el suelo que pisaba, su polla, su ojete y lo que se le ocurriese. Era un tirano en el distrito, y no dudaba en demostrarlo.

La madre de Ramiro se irguió pesadamente y dejó la limpieza del charco de meado para más tarde, tal y cómo le había ordenado su hijo. Éste había cogido una foto enmarcada del aparador y, tras colocarla sobre la mesa del salón, extendió una delgada tira de coca sobre el cristal del marco y se atizó un par de tiritos por la napia. Su madre no pudo evitar intervenir:

-Ramiro, hijo, no creo que sea bueno que tomes eso. De verdad…

-¿De verdad qué, puta? ¿Quién te crees que eres para decirme a mí lo que puedo o no puedo tomar? ¿Te digo yo a ti algo cuando me estás comiendo el rabo…? ¡No, mamá no comas eso, que te va a sentar mal…! ¡Ja, ja, ja…!

Angustias calló ante las burlas y se limitó a asumir el chorreo algo avergonzada porque el chico no dejaba de tener algo de razón. Además, era bien consciente de que, si le llevaba la contraria cuando estaba colocado, la iba a liar parda. No era violento en el sentido físico, pero seguramente se pondría a gritar a lo bestia y sólo faltaba eso para acabar de soliviantar a los vecinos… En fin. Lo dejó hacer hasta que se calmó solo.

3.

Tras colocarse bien el arma y apretarse las cinchas, Ramiro contempló el panorama que dejaba atrás. Su padre, sentado erguido en la silla contemplando hierático y con los ojos llorosos el silencioso televisor. Su madre de pie, junto a la puerta del salón, con aquella camiseta que apenas tapaba su depilado pubis por delante y las montañas de sus nalgas por detrás, con ese rostro sudoroso y satisfecho de las hembras bien folladas y deseando pillar la cama. Esta vez sí, para dormir.

-¡Ah, mamá, una última cosa, que me olvidaba! –dijo Ramiro con la mano ya en el pomo de la puerta.

-Dime, hijo.

-Mira, resulta que mañana tengo que hacer una visita a Don Anselmo. –Don Anselmo era el cacique del barrio, el viejo barrigón que controlaba todos los negocios ilegales de gran parte de la ciudad: juego, tráfico de droga, prostitución y un largo etcétera. En el barrio no se hacía nada sin su consentimiento y no se movía un pelo sin que lo supiese. De hecho, todos obedecían sus sugerencias o, mejor dicho, sus órdenes. Y, en todo el barrio, quién más, quién menos, todos comían de su mano. Desde el más miserable camello, hasta el superintendente de la policía. Incluido, cómo no, nuestro héroe Ramiro, que, en apenas un par de años, se había convertido en su mano derecha y en uno de sus más fieles vasallos.

-¿En su casa? –preguntó Angustias.

-Sí, mamá, en su casa. El caso es que es un compromiso, tiene una visita de un contacto colombiano y quiere quedar bien. El caso es que al tipo aquel le gustan las putas más bien jamonas y maduritas. Nada de jóvenes inexpertas y eso.

Angustias empezaba a hilar lo que su hijo estaba tratando de decir.

-¿Quieres… quieres que vaya, o algo así…? –preguntó sin manifestar ninguna emoción especial.

-Sí, creo que sería buena idea. Don Anselmo me ha preguntado si conozco algunas guarras así en plan Milf o similar. Que estén buenas y  no le hagan ascos a nada. Le da igual que sean profesionales o diletantes. Y, claro, he pensado en ti y en alguna putilla más de esas que tengo en nómina. La mujer del carnicero, la del dueño del bar, etc.

-Ya, bueno, mañana por la tarde… va bien… -miró un momento a su marido que asistía atónito a la conversación y que, incapaz de articular palabra, intentaba no apartar los ojos de la pantalla. -¿Qué me pongo? ¿Algo de la ropa esa que me compraste para las ocasiones especiales…? ¿La lencería chula?

-No, no, que va. Nada de eso. Te pones la ropa normal. Indumentaria de ama de casa. Algo de lo más anodino y discreto que tengas. Te pongas lo que te pongas te quedará bien, porque con ese culazo y esas peras… A Don Anselmo y su visita les ponen las marujas y les gusta que aparenten ser recatadas y fieles amas de casa. En fin, cosas de pervertidos, ya sabes… ja, ja, ja.

Angustias secundó la risa de su hijo y calculó mentalmente el honor que suponía la visita y lo bien que le vendría triunfar con Don Anselmo. A fin de cuentas, era el dueño de todo y de todos. Y ella se veía capaz de dejarlo contento. Estaba bien entrenada y difícilmente le iba a exigir nada que su hijo no le hubiera pedido antes.

-Pues nada mamá. Estupendo. Quedamos así. Me voy que se está haciendo tarde.

Angustias se acercó a la entrada y colocó la boca para recibir un pico de su hijo. Éste evitó sus labios y la besó en la frente.

-¡Coño, mamá, que la boca todavía te huele a culo, joder! –dijo cortante, dejando a la mujer con un palmo de narices. Después se giró y, mirando a su padre, lo despidió con un “¡Adiós, inútil! ”, que mostraba un profundo desprecio.

4.

Tras cerrarse la puerta, Mariano suspiró aliviado, pensando que la pesadilla había terminado por hoy. Eran más de las dos de la mañana y estaba en un estado de profunda desesperación y tristeza. Lo único que le podría liberar de esa sensación sería que su mujer le consolase. Pero, muy al contrario, ésta, tras mirar el panorama del comedor: su marido paralizado en la silla, lloroso y débil, la mancha de orina en el suelo, la fotografía tumbada en la mesa con restos de coca por encima, sintió algo parecido a lo que debía sentir Ramiro por su blandengue padre.

Así que, en lugar de consolarlo y ayudarlo en ese momento tan bajo, le humilló de nuevo con una bronca más:

-Desde luego, Mariano, hay que ver la que has liado… ¡No te tengo dicho que no entres, joder! Si te estás meando, pues mea en un vaso y luego lo tiras, hombre. A ti te parece que puedes interrumpir a tu hijo así, con lo que está haciendo por nosotros. ¿De dónde te crees que sale el dinero del alquiler? ¿De la comida? ¿De la ropa que llevas? ¿De la mierda de pensión que cobras, capullo? No, hombre, no… Sale de su bolsillo. Nos está manteniendo… ¿Lo entiendes, inútil? ¡Que sea la última vez que entras en el cuarto cuando esté dentro con él! ¿Lo entiendes…?

Mariano no se atrevía a mirar, por lo que su mujer repitió la pregunta, pero esta vez en un tono más alto y agresivo:

-¿Lo entiendes, gilipollas?

Mariano, finalmente, e incapaz de hablar, asintió con la cabeza. Su mujer, se dio por satisfecha y finalizó la bronca:

-¡Pues eso! Y ahora, toda esta mierda que has liado la limpias tú, ¡cacho guarro! Que tampoco eres paralítico. En la cocina están el cubo y la fregona. Yo me voy a dormir, que por lo menos yo sí que hago algo por esta familia… No como tú.

Pero todavía faltaban un par de detalles grotescos para culminar la jornada. Angustias se detuvo ante la foto que había utilizado su hijo para extender las rayas de coca y, tras lamer los restos de polvo que quedaban esparcidos por el vidrio, contempló la imagen. Era una foto familiar. Del día en que su hijo se graduó en la Academia de Policía (la Loca Academia, como decía él)  cuatro años antes, en el centro de la imagen estaba Ramiro, joven sonriente y apuesto. A ambos lados sus padres. Mariano a la izquierda y sonriente, era una buena época para él, todavía trabajaba y no habían empezado sus desgracias. A la derecha Angustias sonreía de oreja a oreja, feliz de aquel día tan bonito, aunque un poco desconcertada de que su hijo le amasase el culo con la mano mientras el fotógrafo tomaba la instantánea. No acaba de comprender a qué venía eso, pero tampoco era plan de estropear la foto poniendo cara de sorpresa. Fue la primera vez que su hijo hizo algo similar. A veces pensaba que, tal vez si se hubiese mostrado firme en aquel momento, si le hubiese plantado cara a Ramiro cuando empezó con aquellas insinuaciones tan descaradas todo habría sido distinto… Pero, bueno, el pasado no se puede cambiar.

Angustias colocó la foto en el aparador, tal y cómo estaba habitualmente y, al girarse, notó un grumo que salía de su ojete algo más grueso de lo habitual. Estaba acostumbrada a sentirlo húmedo y a aguantar la leche dentro, pero esta vez notaba como empezaba a chorrear el esperma entre sus nalgas. En otra ocasión se habría hecho la tonta, y más estando delante Mariano, pero había llegado a un punto sin retorno y le daba todo un poco lo mismo, y, además, no quería desperdiciar nada. De modo que, pasando de la mirada asombrada de su esposo, se llevó la mano al ojete y recogió todo lo que pudo del líquido pardo, mezcla de esperma y de fluido anal, y se lo llevó a la boca, diciendo:

-¿Qué…? ¿Qué coño miras?

Su marido se levantó trabajosamente y se dirigió a la cocina, seguramente a por los trastos de limpieza. Angustias chupeteó sus dedos, saboreándolos delicadamente y entró en la habitación de matrimonio, que parecía una leonera, murmurando:

-¡Mmmm… tampoco está tan mal…!

FIN