Tenchu: el ejercito mercenario (2)

Continuan la odisea de Ayame. Esta segunda parte se ha hecho esperar, pero no quedaras decepcionado...

Tenchu: el ejercito mercenario (2)

El retorno

El camino de regreso más rápido al castillo de Lord Goda era un sendero que recorría bosques y serpenteaba entre montes. Era estrecho, y por momentos casi desparecía, pues tan solo el caminar de los escasos viajeros lo mantenía abierto. Una vereda tan poco transitada que tenía cierto aire de secretismo, y de hecho no figuraba en ningún mapa.

Ayame avanzaba tratando de permanecer atenta a su alrededor, pero no lo conseguía; sus pies, tan sigilosos como siempre, caminaban hacía un recodo, pero tenía la mirada perdida en el suelo, y su mente regresaba una y otra vez al árbol donde

¡Atención!

Del recodo surgió un individuo. Ayame y el desconocido quedaron frente a frente, e intercambiaron una mirada de sorpresa.

Rápidamente la entrenada mente de la ninja leyó la vestimenta del otro: pantalones de seda, pero sucios. Sandalias gastadas. Sable al cinto.

“¡Mierda!¡Ronin!”

El individuo también había hecho su propia valoración de Ayame, y con acierto, pues se llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero fue demasiado lento; con un movimiento que había entrenado tantas veces que no necesitaba ni pensarlo, Ayame le rebanó el pescuezo con una de sus espadas duales.  Unas decimas después, utilizaba la otra para cercenarle la mano derecha, con la que ya nunca volvería a desenvainar.

Este doble golpe era una estrategia de ataque tan efectiva como difícil de ejecutar: con la mano izquierda se descargaba el tajo en la garganta, para silenciar al adversario al tiempo que se inflige una herida mortal. El segundo movimiento, casi simultaneo al primero, amputa la mano diestra para privarle de cualquier posibilidad de defenderse en el caso de que el primer golpe falle.

Pero ambos tajos fueron certeros, y la sangre del adversario salpicó el rostro de la asesina.

Como su cuerpo había reaccionado más rápido que su mente, permaneció un momento mirando el mutilado cuerpo del ronin mientras asimilaba lo ocurrido. No dispuso, sin embargo, de mucho tiempo para recomponerse; voces y pisadas se aproximaban.

Ayame saltó como una gata hacía un costado del camino. Se sumergió entre los arbustos, tan veloz como sigilosa, pero no había avanzado demasiado cuando escuchó tras de sí voces de alarma.

La ninja se volvió hacía el camino, se agachó y permaneció inmóvil.

Los compañeros del ronin caído, de aspecto y vestimenta similares, se removían alrededor del cadáver de su amigo espada en alto, como si tratasen de mirar en todas direcciones a la vez. Debido a que Ayame había alcanzado la zona boscosa de un salto, los ronin no tenían ninguna huella en el camino que les orientase sobre la dirección en la que la asesina había desparecido.

Aunque la distancia que la separaba del alarmado grupo no era mucho, la ninja tenía razones para sentirse tranquila: la mirada humana usaba, sobretodo, el movimiento como referencia. Esa era la razón por la que los animales se quedaban quietos cuando percibían un peligro; la inmovilidad les ayudaba a pasar desapercibidos ante los depredadores.

Si los ronin hubiesen tenido una ligera idea de la dirección en la que se encontraba Ayame no les habría costado mucho tiempo localizar su rostro entre la vegetación. Dada la situación, le bastaría permanecer muy quieta  para ser casi invisible. En realidad, también podría haberse retirado cuidadosamente de su posición para luego desaparecer en el bosque, pero quería examinar al grupo antes de marcharse.

Lo primero que la sorprendió fue la cantidad: eran mucho más numerosos de que cabría esperar; sobrepasaban ampliamente la veintena. Un grupo tan numeroso no debería haber pasado desapercibido para los ninja de Lord Goda. Sin embargo, allí estaban, y nadie se lo había mencionado mientras estuvo en el Castillo. ¿Cómo era posible?

“Casualidad” se dijo. Los ronin no solo estaban sucios, sino que la mayoría parecían mal alimentados. Y no había en sus rostros la mínima dignidad que se le supondría al bajo de los ex samuráis. En realidad, llevaban botellas de sake en el cinto, y muchos de ellos no dudaban en echar un trago incluso ahora, con un enemigo en las inmediaciones.

“Puede que solo sean campesinos. Pobres diablos armados por algún señor de la guerra sin escrúpulos” pensó Ayame, torciendo el gesto. Producto de una sociedad fuertemente jerarquizada, la ninja solo podía sentir desprecio por los campesinos.

Entonces todo cambió. Dos nuevos individuos aparecieron, y el resto se abrieron en un temeroso pasillo para dejarlos pasar. Eran, evidentemente, los líderes.

La respiración de Ayame se agitó.

El primero era un individuo enorme. No solo alto – aunque superaba los dos metros -, sino grande. Su musculatura era extraordinaria; los hombros eran como dos montañas, bíceps tan grades como cabezas, gruesos antebrazos y dos manos a juego. Llevaba el torso desnudo, atravesado por dos correas de cuero que sostenían sendas mazas en su espalda. Tenía unos pectorales macizos bajo los cuales se extendían dos hileras de abdominales perfectamente perfilados. Más abajo nacían dos piernas, gruesas como columnas, cubiertas por un pantalón marrón que, a su vez, sostenía un grueso cinturón de cuero negro.

Un oponente aterrador, sin duda, pero toda la atención de Ayame se desvió a las armas que llevaba colgando en la espalda.

“¿¡Mazas!?¡No puede ser!¡ES LA BANDA DE LAS MAZAS!”

Entonces el gigantesco hombre miró en su dirección y Ayame recibió una nueva impresión. Ojos enormes, nariz grande, mandíbula cuadrada… ¡un occidental!

El resto, como la propia Ayame, eran japoneses – aunque ella tenía formas muy poco japonesas-, pero aquel individuo venía de más allá del océano. Extraordinario. Debía informar de aquello a Lord Goda.

Por comparación, el otro individuo tardó un momento en despertar el interés de la ninja, pero a poco que esta le prestó atención se dio cuenta de quién era el autentico líder.

Era bajito, incluso para ser japonés. Semejaba un enano junto a su compañero occidental. No obstante, no había nada cómico en su forma de de moverse. Al contrario, era sumamente elegante. Vestía un kimono blanco que, a diferencia de sus compañeros, mantenía impoluto. Caminaba de forma rápida para mantener el ritmo del occidental, pero nadie lo diría. Desprendía tal  auto control de su cuerpo que parecía que flotaba en lugar de andar. Su mano derecha – de piel blanquísima - se balanceaba junto a sendos sables que llevaba al cinto.

Su rostro  permanecía en una aristocrática calma, como si nada pudiese perturbarle.  Poseía unas facciones suaves y proporcionadas. Era realmente atractivo.

“ Un samurái” pensó la ninja. “Estoy segura”

Entonces llegaron a la altura del muerto, y lo contemplaron con ojo crítico. El occidental parecía furioso, y comenzó a gritar órdenes. El samurái, sin embargo, se limito a contemplar el cadáver mutilado con una expresión que convirtió en repulsa toda la atracción que Ayame hubiese podido sentir; era una expresión de sádico placer. Su cruel sonrisa reveló unos dientes pequeños y muy blancos. Tenía en los ojos un brillo enfermizo.

“ Bajo esa fachada principesca – pensó Ayame, con un escalofría – se esconde un autentico psicópata; un maldito hijo de p…”

No terminó el pensamiento, pues notó un movimiento a su derecha. Su suave respiración se detuvo de golpe, e incluso su corazón dejó de latir. Lentamente, aterrada, miró hacía su diestra, y lo hizo sin mover la cabeza; fueron sus ojos los que giraron para advertir el intruso por el rabillo.

Un ciervo.

Estaba tan absorta en la banda de las mazas que solo había advertido su presencia cuando se puso a mordisquear una rama que colgaba junto a su cabeza.

El animal, en realidad, tampoco la había visto a ella; así de inmóvil estaba. Sin embargo, cuando lo comprendió todo, Ayame suspiró de alivio, y aquello bastó para espantar al ciervo, que arrancó a correr sacudiendo ramas y arbustos.

  • ¡Allí!¡Mirad! – gritó uno de los ronin.

“¡Mierda, me han descubierto!”

Vio a dos ronin que corrían exactamente hacía donde estaba ella. El resto, incluidos los lideres, miraban en su dirección, pero sin localizarla aún.

“Joder, joder, JODER!” pensó Ayame, apretando los dientes.

Sin embargo, aquella vez no la iban a atrapar.

Dio una cabriola hacía atrás, apoyándose en una sola mano, al tiempo que se llevaba la otra a la espalda.

Todos los ninjas llevaban colgando en la una bolsita del cinturón. En esa diminuta mochila llevaban todo tipo de proyectiles, desde bombas de humo a estrellas ninja. La llevaban colgada en la parte posterior de la cintura, justo encima de los glúteos, para que no les estorbase al combatir y para que no recibiese golpes en una pelea frontal.

Por su situación era de difícil acceso en un momento de emergencia, pero la habilidad de Ayame le permitió meter la mano en ella y encontrar a tiendas el objeto que buscaba mientras ejecutaba su pirueta.

El resto fue un hábil juego con los dedos, apenas un parpadeo, y la mecha prendió. Cuando se giró en dirección al bosque y comenzó a correr, la bomba ya no estaba en sus manos.

Los ronin perseguidores no advirtieron nada; solo cuando llegaron hasta el lugar advirtieron el siseo de la mecha y vieron la bomba en el suelo, pero entonces ya era demasiado tarde. Solo acertaron a articular un grito.

La explosión fue tan potente que hasta los ronin que había permanecido en el camino cayeron de espaldas, y sobre ellos llovieron los sangrientos pedazos de sus compañeros.

  • ¡Hija de puta! – gritó el gigantes occidental desde el suelo, rojo de ira - ¡Si la atrapo juró que se acordará de esta!

  • Si. – respondió el samurái sin alterarse. Era el único que permanecía de pie – Pero no será hoy; ha escapado.

Y luego volvió a lucir su sonrisa enfermiza.

  • Parece que nos sigue los pasos una pantera – se pasó la lengua por los dientes -. Si, una autentica pantera de mujer.

Tensiones

Cuando arribó al castillo de Lord Goda apenas habían pasado unas horas de su tropiezo con la banda de las Mazas. Como ninja experta que era sabía que ciertas informaciones eran perecederas; es decir, que pasado cierto tiempo dejaban de tener valor.

Es por ello que el camino de regreso lo había hecho corriendo como el viento, y sin permitirse ni un minuto de descanso. En consecuencia, cuando, extenuada, pidió audiencia inmediata creyó morir cuando el secretario de turno le dio cita con el Consejo… para siete días más tarde.

  • ¡Dentro de una semana no valdrá para nada! – Gritó - ¡Es URGENTE!

  • Por eso le hemos concedido una audiencia urgente… dentro de siete días

– replico el funcionario, altanero -. Es la hora disponible del Consejo más próxima.  Son hombres muy ocupados. Tienen muchas cosas que hacer.

“ Si, – pensó Ayame - tienen que tocarse las pelotas hasta que les salgan cardenales” . Pero no lo dijo. Simplemente se retiró a descansar. Al fin y al cabo, ¿de qué servía discutir con la burocracia? Dentro de una semana informaría. Para entonces localizar a la Banda de las Mazas sería tan sencillo como seguir los cadáveres de los aldeanos.

Dos días más tarde, la Banda de las Mazas irrumpió en una aldea del feudo.

Los habitantes que lucharon no fueron lo bastante fuertes, y los que trataron de huir, demasiado lentos. Fue una matanza en toda regla, sin respetar edad ni genero.

Al caer la tarde, el pálido samurái que había visto Ayame se dedicaba a jugar con un viejo aldeano que yacía sentado, apoyado contra una pared, demasiado débil y asustado para moverse.

El samurái se dedicaba a lanzar veloces estocadas con su katana sobre el desgraciado, pero sin herirle realmente; solo le habría minúsculos cortes en la piel del rostro. En realidad, era un espectáculo digno de ser admirado, pues tenía tan precisión con la espada que solo cortaba ligerísimamente la piel, sin provocar sangre.

  • Impresionante – murmuró una voz grave a su espalda. El pálido espadachín se volvió ligerísimamente, lo suficiente para distinguir a su camarada. – Siempre me asombra tu precisión, Shinogi.

El gigantesco occidental estaba salpicado de sangre de sus víctimas, y cargaba sobre su hombro el cuerpo inconsciente de una joven; estaba buscando un rincón cómodo para disfrutar de su prisionera cuando se había quedado hipnotizado con las evoluciones del samurái. Este último, una vez identificado su camarada, volvió a su despiadado juego.

Uno, dos y tres estocadas. Tres destellos fugaces en un parpadeo. De la cabeza del anciano cayeron tres pelos, limpiamente amputados de entre su enmarañado cabello.

Precisión absoluta.

Entonces el samurái llamado Shinogi miró al pobre anciano, que temblaba como si fuese presa de un frio glacial, y con una mezcla de sadismo, aburrimiento y desgana descargó un último golpe, justo entre ceja y ceja. Tan veloz y preciso como los anteriores. El anciano cayó muerto.

Enfundó la katana despacio, con la debida ceremonia.

  • Dame a la muchacha – murmuró sin volverse -. Te la dejaré cuando acabe.

El gigante, algo molesto, arrojó el cuerpo al suelo y se marchó. Ni por un momento pensó en oponerse. En lugar de eso, blandió sus ensangrentadas mazas y busco alguien sobre quien descargar su frustración.

El castillo de Lord Goda, en realidad, no era tal. Era más bien una ciudad fortificada, dividida en diversos sectores: artesanos, comerciantes y mercaderes, escribas, funcionarios… cada uno tenía su pequeño barrio. Pero todos se situaban en el perímetro exterior: en el centro estaba las dependencias del Señor Feudal, un pequeño mundo en sí mismo.  Una ciudad dentro de la ciudad.

Solo unos pocos podían atravesar las puertas de ese sector de la ciudad, y únicamente se podía pasar desarmado. Solo los soldados, que convivían en un pequeño cuartel interior, podían llevar armas.

Así pues, Ayame no llevaba sus espadas duales mientras recorría aquellos pasillos. Y resulto ser lo mejor, porque estaba furiosa. Entre sus crispadas manos llevaba un informe que acababa de recoger de la oficina central, y que relata las “hazañas” de la Banda de las Mazas en el feudo: campos quemados, aldeas arrasadas, baños de sangre

“Todo esto podría haberse evitado – pensó, con las sienes latiéndole de rabia – Debería haberse evitado”. Si hubiese podido informar al Consejo en su momento, incluso el incompetente de Takono les habría parado los pies.

Como si el pensamiento pudiese convocar a las personas, Takono apareció por el pasillo. Caminaba en dirección opuesta seguido de dos soldados que hacían las veces de guarda espaldas; ni siquiera en un entorno tan protegido como las dependencias de Lord Goda se sentían a salvo los miembros del consejo. Así de impopulares eran.

Según el protocolo, Ayame debía apartarse para dejarle pasar. Pero la ninja estaba fuera de sí por lo que acababa de leer.

  • ¡TAKONO! – rugió, prescindiendo del título de general. El aludido, demasiado sorprendido ante semejante trato no reaccionó. Ayame le plantó el informe a pocos centímetros del rostro. - ¿Has leído esto, eh?

Tras el general los guardas desenvainaron, pero Takono se limito a echar una ojeada al informe y luego lo apartó de un manotazo.

  • Eso es bueno – repuso lentamente - . El enemigo se ha mostrado. Ahora le tenemos localizado, y le podremos tender una emboscada. – resopló – Pero claro, no espero que una mujer entienda de

  • ¡Idiota!- siseó ella-¡Yo les tenía localizados hace DIAS!

Aquello era demasiado para el vanidoso Takono; le lanzó un potente puñetazo al rostro a aquella presuntuosa zorra… pero solo cortó el viento. En un segundo se encontró inmovilizado contra la pared, con una daga en el cuello y unos furiosos ojos negros clavados en los suyos.

La daga en la mano de Ayame era la confirmación de un secreto a voces: a saber, que los ninjas portaban armas ocultas incluso en las dependencias de Lord Goda.

El castigo podía ser grave, pero en ese momento la ninja ni lo consideró. Tampoco hizo caso cuando el filo de dos sables se posaron en su cuello y los soldados la amenazaron con matarla si no soltaba al general.

Toda su atención estaba puesta en el despreciable rostro de aquel cuarentón; un rostro envejecido por los vicios y la codicia. Dos ojos grises enrojecidos, barba de tres días y una boca retorcida de la que escapaba un fuerte aliento de borracho.

La daga presionaba el cuello de tal forma que incluso podía notar el pulso de aquel desgraciado a través del metal. Un poco más de fuerza… solo un poco más, y le seccionaría la yugular.

Durante un eterno segundo se vio asesinando a aquel bastardo. Un segundo de furia asesina.

Pero el segundo pasó, y la daga permaneció donde estaba.

Finalmente liberó a su presa, y, dando media vuelta, se marchó sin mirar atrás. Los guardas, impresionados, la dejaron marchar. Solo se movieron para asistir a su general, que se había derrumbado en el suelo, temblando de rabia.

“Bueno,  – se dijo Ayame – ya no creo que me reciban en audiencia”.

Audiencia

Y, para su sorpresa, la citaron para dar el informe. Todo corriente, sin rastro de sanción alguna. Lo único discordante era la hora: la una de la madrugada. Una hora intempestiva para la reunión, pero como Ayame esperaba que le llovieran los castigos apenas pensó en ello. Simplemente se presentó en la puerta del Anciano Sanjo a la hora convenida.

En aquella ocasión tampoco llevaba las duales pero, como siempre, portaba armas ocultas. Por un momento consideró el dejarlas en su habitación. Por prudencia.  Sin embargo, finalmente optó por llevarlas. Por prudencia.

Se alegró de su decisión cuando vio llegar a Sanjo con dos guarda espaldas armados hasta los dientes. Sin embargo, el Consejero de finanzas tenía una sonrisa de oreja a oreja. Normalmente cuando alguien sonríe resulta más simpático, pero no era el caso.

Sanjo era el caso típico de obeso de nacimiento. No hubiera importado si se hubiese alimentado solo de lechuga en su vida; habría estado gordo igualmente. Pero es que además comía con ansia. Así las cosas, todos lo habían visto inflarse bajo sus trajes de seda que, aunque muy holgados, siempre parecían a punto de reventar. Y como tampoco era alto, daba en conjunto una impresión de redondez planetaria solo rota por dos piernas varicosas y la cabeza.

Para definir el redondeado rostro de Sanjo, con sus labios grueso  – siempre húmedos- y sus pequeños ojos solo había una palabra: baboso. Ese era el mote con el cargaba desde hacía años.

Así pues, ya de normal el Consejero de finanzas era una visión repugnante. Pero aquella noche tenía algo en la cara, en esa sonrisa obscena, que a Ayame le dieron ganas de rompérsela.

  • Tú eres la ninja Ayame, ¿no es así? – preguntó él. No espero la respuesta, ni la necesitaba. Ayame había rendido cuentas al Consejo muchas veces – Tienes que acompañarme ahora a la Sala. Desarmada.

  • Voy desarmada. – mintió ella.

El soltó una risita tonta.

  • Normalmente hacemos la vista gorda con vosotros, los ninjas. – Dijo muy despacio – Y os dejamos pasearos por aquí a sabiendas de que ocultáis armas. Es un privilegio del todo injustificado, dado el nulo servicio que dais a Lord Goda. Sin embargo, tu comportamiento del otro día es intolerable. El Consejo escuchará esta noche de tus labios las razones para no desterrarte.

Ayame parpadeó, acusando el golpe.

Destierro.

  • Pero iras desarmada – continuó Sanjo-. Y para asegurarnos de que no llevas nada oculto, dejarás… aquí… tus ropas.

Ayame apretó los puños, y bajó la cabeza. Tenía la mandíbula tan tensa que sentía como si estuviera a punto de romperse los dientes. Ahora todo estaba claro. No se limitarían a sancionarla; querían humillarla.

Y si se negaba a someterse, el destierro.

Si, lo tenían todo pensado. Ayame cerró los ojos con fuerza, y busco una salida. En vano. Debía elegir entre un castigo peor que la muerte y una humillación absoluta.

Lentamente, con el corazón desbocado y un gran peso en el estomago, comenzó a despojarse de su ropa. Comenzó por los guantes, los brazaletes, las sandalias… prendas inocuas.

Cuando estas se agotaron se quedo un momento quieta. Bajo sus pies descalzos la piedra estaba helada. En las madrugadas de primavera el castillo de piedra resultaba gélido como una cueva. Ayame temblaba de frio. Buscó en la mirada de Sanjo algo parecido a la compasión, pero solo halló un brillo de viciosa ansia.

Se despojó de los pantalones. El baboso y los guardias contemplaron aquellas piernas bien formadas.

La ninja comenzó a despojarse de la parte superior, pero vaciló en mitad del proceso. Como la prenda que hacía de chaqueta, la camisa y la prenda que hacía las veces de sujetador formaban una sola pieza, y necesitaba las dos manos para levantársela, no tendría manera de proteger sus senos de sus miradas.

Volvió a apretar los dientes. Luego tiró hacia arriba con decisión.

Las miradas de Sanjo y los guardias se inflamaron con la visión de aquellos pechos perfectos: generosos, pero firmes, y coronados por dos pequeños pezones. Prodigiosos.

Ayame arrojó rápidamente la parte superior al suelo y se apresuró a cubrirse los senos con sus manos entrecruzadas. Pretendía protegerlos, pero la imagen de la ninja apretando contra sí aquellos pechos exuberantes combinados con la expresión de rabia y humillación de su hermoso rostro solo logró excitar aún más a los tres hombres, que ya tenían las correspondientes erecciones y no hacían nada por disimularlas.

A Sanjo, en particular, le resbalaba la saliva de entre la comisura de los labios.

  • Las bragas también. – murmuró, sin dejar de mirar su cuerpo.

Ayame se despojo de la última prenda que le quedaba – gesto con el que volvió a dejar su busto al descubierto – y se quedo de pie, con los brazos colgando en los costados. Ya no tenía sentido intentar cubrirse.

Las miradas convergieron hacia aquel precioso pubis de escaso vello, enmarcado entre sus anchas caderas. Anchas caderas seguidas de una cintura delgada. Cintura sobre la que había un vientre liso, con un ombligo delicioso. Luego aquellos montes gemelos y, finalmente, el hermoso rostro oriental de la ninja.

  • Bien – murmuró Sanjo, tras unos segundos eternos -, creo que ya podemos irnos.

No la miró a la cara en ningún momento.

Hay tres sensaciones capaces de estirar el tiempo hasta el infinito: el dolor, la vergüencita y el miedo. Ayame, con una buena dosis de las tres, sentía que aquel camino no acababa nunca.

Si el frio no le hacía castañetear los dientes era por pura fuerza de voluntad. Caminaba por los pasillos, completamente desnuda, temiendo que en cualquier momento se abriese una de las puertas y apareciese alguien conocido. Alguien que mañana pudiese contarle a todo el mundo que la famosa Ayame iba en pelotas por los pasillos.

En realidad no necesitaba que nadie la sorprendiera en aquella situación; casi seguro que sus escoltas se hartarían al día siguiente de contárselo a todos.

Sanjo, que caminaba delante, se daba la vuelta con cierta frecuencia para echarle un nuevo vistazo. En más de una ocasión estuvo a punto de tropezar con sus propios pies. En cuanto a los guardias, caminaban tras ella, completamente empalmados; habían descubierto que la ninja tenía un culo que parecía esculpido en mármol.

Dejaron atrás los corredores y atravesaron una pequeña plaza junto a los barracones, donde dormían los soldados. El viento acarició su cuerpo desnudo.  No pudo evitar mirar hacía las oscuras ventanas, con temor, y preguntarse si alguno de los campesinos que reclutaban para el ejercito no estaría contemplándola ahora.

Pero algo bueno tuvo aquel camino; Ayame superó el shock – al menos en parte – y decidió que la mejor actitud para encarar aquella prueba era no demostrar la vergüenza que sentía. “Si, eso es – se dijo -. No importa lo que pase; permaneceré impasible. No les daré la satisfacción de ver mi humillación. Es la única forma de salvar la dignidad que me queda”.

Finalmente llegaron hasta la puerta de la Sala del Consejo. Sanjo y Ayame eran los únicos autorizados a entrar; los guardias se quedaban fuera. El Baboso entró sin dudar, pero Ayame vaciló un segundo.

  • Vamos – murmuró uno de los guardias. Luego hizo algo que probablemente deseaba desde hacía rato: le puso la mano en uno de los glúteos y apretó con fuerza.

Ayame, pillada por sorpresa, le dirigió una mirada fulminante que chocó con la sonrisa lasciva y satisfecha del guardia. Derrotada, la ninja se internó en la Sala del Consejo.

El lugar de reunión del consejo era muy amplio, y de forma circular. El techo tenía un diseño en bóveda que le dotaba de una gran acústica de forma que, a pesar de sus dimensiones y de la distancia, los miembros del consejo podían comunicarse sin necesidad de alzar la voz. En realidad, hasta el sonido de una mosca resonaba amplificado en aquella estancia.

Los distintos consejeros tenían sus asientos pegados a la pared. En un extremo, sentado en una especio de trono, estaba el Gran Anciano Mijato. El resto de Ancianos del Consejo se desplegaban a sus lados por orden de importancia, de forma que formaban un círculo en torno a un farol en el epicentro. La iluminación esta ideada de tal forma que, mediante un ingenioso juego de espejos, toda la luz del farol quedaba concentrada en un único foco central. El resto de la sala quedaba en una tenebrosa penumbra. El efecto buscado – y conseguido – es que el Consejo pudiese examinar al subordinado que rendía cuentas, pero este, a su vez, no alcanzaba a distinguir a los consejeros, que se convertían en misteriosas voces cavernosas que parecían surgir de la nada.

Ahora esas voces emitían murmullos de sorpresa y excitación. Habían planeado aquella encerrona para someter a una ninja rebelde, pero nunca esperaron verse recompensados con aquel espectáculo.

Ayame permanecía de pie, en posición de firmes, bajo el farol. La luz concentrada se derramaba sobre su cuerpo desnudo, descubriendo a los Ancianos sus formas exuberantes.

La ninja trataba de dominarse, pero, a pesar de todo, no podía evitar pequeños detalles que delataban la humillación que sentía. Sus finas cejas se contraían, los labios le temblaban ligeramente y su agitada respiración tenía el perverso efecto de sacudir levemente sus pechos, para deleite de los Ancianos.

Además, por efecto del frio, sus pezones estaban erectos.

Realmente, se sentía mortificada. Ella no sentía más que odio y desprecio por aquellos malvados y corruptos políticos. Le asqueaban. Y ahora tenía que permanecer ante todos ellos, desde el abyecto viejo Mijato hasta el vicioso Sanjo, completamente desnuda. Podía sentir sus miradas casi físicamente; presionando sobre sus senos. Sobre su culo. Deslizándose sobre su vientre. Reptando por entre sus piernas. Reptando entre sus labios secretos.

Recorriéndola. Recorriéndola.

Deseosa de romper con aquella atmosfera de lascivia que la oprimía, Ayame tomó la palabra, y cuando lo hizo su voz no tembló.

  • Acudo al Consejo – anunció – para rendir informe de mi viaje al norte del feudo.

  • Adelante – autorizó Mijato, tras un silencio. Por el tono parecía estar distraído.

Los murmullos lascivos y la sensación de opresión continuaron, pero, a pesar de todo, ella continuó manteniéndose firme, sacando todo el acero ninja y el orgullo que llevaba dentro. No iba a dejarse intimidar. ¡Claro que no!

Sin embargo, su voz volvió a flaquear al llegar al episodio del lago. Si hubiese tenido tiempo para meditarlo, abría omitido aquello – después todo, no tenía relevancia militar- pero concentrada como estaba en dominar sus emociones no tuvo los reflejos suficientes y se encontró traicionada por sus propias palabras:

-… donde fui capturada por un grupo rival, que me maniataron y me violaron

Tragó saliva, con los ojos abiertos de par en par, arrepentida por lo que acababa de confesar.

Los murmullos lascivos se intensificaron. Protegidos por la sombra, varios miembros del Consejo no pudieron contener su excitación y comenzaron a masturbarse, sin quitarle ojo de encima.

Entonces, antes de que Ayame se rehiciera, Mijato intervino.

  • ¿Cómo pudo permitir, siendo una ninja de elite, que nuestros enemigos, ¡a los que debía combatir, acosar y matar!, se la follasen? ¡Tenía que hacerles sufrir un infierno en la tierra, no proporcionarles el inmenso placer de gozar de su cuerpo!

Aquella bofetada verbal le hizo convulsionarse como si le hubiesen dado un latigazo en la espalda. Miró en dirección a Mijato con los ojos muy abiertos y los dientes apretados; estaba furiosa. Pero también indefensa, y al cabo de un segundo desvió la mirada al suelo.

Así, con el rostro alto pero los ojos bajos, continuó su informe. Narró su retirada del lugar donde la abandonaron los enemigos, y su posterior encuentro con la Banda de las Mazas.

Aquel dato logró desviar la atención de los presentes del cuerpo de Ayame a temas más productivos. Así, durante unos minutos, los ancianos cruzaron afirmaciones, ideas y algunos reproches. Ella encontró sus afirmaciones, ridículas, sus ideas, idiotas, y sus reproches, infantiles, pero sintió alivio al verse liberada de la presión de su lascivia.

Finalmente, Mijato acabó con aquella caótica discusión golpeando el suelo con su bastón.

  • Consejeros – dijo con voz cascada. Probablemente su avanzada edad le impedía gritar muy alto, pero gracias a la acústica de la sala su voz se oía clara.- Tenemos ante nosotros una crisis militar grave – tosió- y debemos reaccionar con energía. Es vital impedir que la Banda de las Mazas se una al ejército mercenario; la fuerza militar que formarían ambas podría ser excesiva para las fuerzas de nuestro feudo. Propongo enviar un grupo de intercepción.

Luego, como si se acabase de acordar, añadió:

  • También propongo la expulsión de la ninja aquí presente, por su notoria incompetencia y rebeldía.

  • ¡Espere! – gritó Ayame, desesperada. – ¡Denme una oportunidad!¡Solo yo tengo la habilidad necesaria para dar con la Banda!¡Permítanme liderar el grupo de intercepción!

Los Ancianos guardaron un silencio ofendido. Rara vez un subordinado les alzaba la voz, ni para suplicar.

  • Así que no contenta con tu fracaso, pretendes que te demos el mando de un grupo.- dijo Mijato, lentamente – Ridículo.

No obstante, dejaré la decisión en manos de nuestro Consejero militar, aquí presente.

“Mierda” pensó Ayame “Takono”. Había estado tan concentrada en mantener la compostura que había olvidado que el general era parte del Consejo… ¡y había estado allí todo el tiempo!

  • ¿Qué me dice, Consejero Takono? – inquirió Mijato - ¿Debemos acceder a su petición?

La áspera voz del general surgió del otro extremo de la sala.

  • Debo meditarlo. Mientras tanto el Consejo debería aprovechar el tiempo para discutir el resto de asuntos del día.

Ninja Ayame, aproxímese.

Los Ancianos reemprendieron su discusión mientras Ayame salía del foco para adentrarse en la oscuridad, siguiendo la voz de Takono. Caminaba despacio, como una condenada a muerte, deteniéndose cada cierto tiempo.

  • Acércate más.- insistía él.

Finalmente se paró justo frente a Takono, tan próximos que sus rodillas casi se tocaban. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad – en ese sentido era como una gata- pudo distinguir perfectamente al odioso general, sentado en su escaño. Su boca torcida y viciosa. Sus ojos enrojecidos.

Ahora que se encontraba frente a su más despreciado enemigo Ayame volvió a ser plenamente consciente de su desnudez. Y él, a juzgar por el bulto de su entrepierna, también lo era. En realidad, dedicó un rato a estudiar el cuerpo de la joven con evidente deleite.

Ayame, sintiéndose de nuevo indefensa y vejada, solo pudo apretar los puños mientras aquellos ojillos la recorrían.

  • Bien, bien – dijo él cuando se dio por satisfecho -. Así que te ves capaz de liderar un grupo contra la Banda de las Mazas.

  • Así es – siseó ella. No pudo evitar sonar hostil, pero a él no pareció importarle. De hecho, parecía disfrutar.

  • Debes entender – murmuró despacio- que pides mucho; nunca se ha permitido a un ninja el comandar soldados… y mucho menos a una mujer.

Tras decir aquello estiró sus manos y las posó en las espectaculares tetas de Ayame, quien se quedó petrificada por la rabia y la impotencia.

  • ¿Sabes? En el fondo me alegro de que seas mujer – dijo sin cesar de disfrutar del tacto de aquellos senos-. Así es mucho más dulce la victoria.

Aquellas manos le alzaban los pechos– grandes, firmes y suaves –, como sopesándolos. Los estrujaba, los soltaba y los volvía a estrujar. Con ansia.

Después sus manos se pasearon por todo su cuerpo: por el cuello, la cintura y las caderas. Se detuvieron largo rato en su culo, magreandolo con gusto. Luego una de las manos volvió a subir para oprimirle un seno, mientras la otra bajaba por su vientre

Por un momento, Ayame temió que aquellos dedos la invadieran, pero entonces se retiraron.

Takono se inclinó hacia atrás, acomodándose de nuevo en su asiento, con el rostro sudoroso. Su erección había aumentado, si es que eso era posible.

  • ¿De verdad quieres esa misión? – inquirió.

Ayame, sombría, asintió.

Takono, con los ojos brillantes, separó sus piernas y extrajo su pene; un enorme bastón de carne sudoroso y recorrido por venas azuladas.

  • Entonces vas a tener que tragarte algo más que tu orgullo.

La desnuda ninja se quedó contemplando un momento aquel falo henchido de sangre. Luego sacudió levemente la cabeza en un silencioso gesto de negación. Sin embargo, no murmuró una palabra. ¿Qué podía decir? ¿Qué podía hacer? ¡Tenía que haber alguna forma de escapar de aquella situación!

  • Vamos, Ayame – la apremió él-. Ha llegado la hora de que me las pagues todas juntas.

Ella continuó inmóvil. Los segundos pasaron. Lo único que se escuchaba eran las discusiones del Consejo, pero para Ayame aquel era solo un ruido de fondo. Estaba esperando la salida. El rescate. La escapatoria.

Pasaron los segundos.

Y de repente, como una tonelada de ladrillos, la verdad cayó sobre su corazón. No tenía salida ni escapatoria. Con un nudo en la garganta, y ante la complacida mirada de Takono, comenzó a arrodillarse.

Era tal su shock por la situación que se movía muy despacio, temblando por una combinación de frio, miedo y humillación. Cuando su rostro se detuvo a pocos centímetros de aquel sucio pene se sintió golpeada por el olor a sudor y orina.

Después, lentamente, posó los labios en el glande, como para depositar un beso. Cerró los ojos y, tratando de no pensar en lo que hacía, dejó que sus labios resbalasen sobre el pene, que inundó su boca de un sabor repugnante.

  • Mmmmm – murmuró Takono, echando la cabeza hacia atrás para disfrutar mejor de aquella increíble sensación – Oooooh,… que gusto….

Ella comenzó a masturbarle con la boca. Como aún se encontraba bajo el shock, iba despacio. Lentamente. El resultado fue un mayor placer para el perverso general, que gozaba de aquella intima caricia sin alcanzar el clímax, en un éxtasis sostenido. Al poco rato comenzó a respirar por la boca, jadeando levemente, lo cual no le impidió intervenir en la discusión:

  • Estoy tot…almente en contra – afirmó – de la… aaaah… participación de los ninja en las operacio… oh… nes de guerra.

Aquellas palabras la sacaron de su bloqueo mental. Sin variar su posición, Ayame levantó la mirada – una mirada furiosa – hacía el rostro de Takono, pero este se limitó a dedicarle una sonrisa de desprecio y victoria. En posición de inferioridad, y con su pene en la boca, no pudo sostener aquella sardónica mirada y bajó los ojos, derrotada.

Sin embargo, y hasta cierto punto, volvía a ser ella. Decidió aumentar el ritmo de la felación para acabar cuanto antes y, sobretodo, estar alerta para apartarse llegado el momento. El sabor de aquellos sucios genitales ya era bastante asqueroso

Cuando Ayame comenzó a acelerar, las manos de Takono se crisparon. Sus ojos rodaron en sus orbitas. Su respiración se hizo más entrecortada. Espasmos de placer recorrieron su cuerpo.

  • mmmmmmMMMM…. oooOOH, SiiIII – jadeó, apretando los dientes. Casi con rabia, como si quisiese regodearse.

Y realmente lo consiguió, pues aquellos gemidos de placer hirieron de nuevo el orgullo de la ninja que, no obstante, se obligó a no bajar la guardia. Pero pasaron los segundos – unos segundos eternos para ambos -, y el vicioso consejero no se corría.

En un momento dado se inclinó hacia delante, y ella se preparó para apartarse, pero entonces notó de nuevo aquellas ásperas manos sobre sus senos, y comprendió que el vicioso Anciano solo pretendía sumar un nuevo deleite a su éxtasis.

Más luego volvió a derrumbarse contra el respaldo de su asiento. Ella volvió a prepararse para un clímax que no llegó; luego acometió de nuevo, ansiosa por finalizar aquella tarea repugnante.

  • ¿Sabes? – le dijo Takono, con densas gotas de sudor recorriendo su rostro – Creo que nunca había gozado tanto; como guerrera no vales nada, pero… AAAaaaah….

Ayame, que había vuelto a levantar la mirada hacía el odioso rostro del general, abrió los ojos desmesuradamente cuando el repugnante pene comenzó a escupir semen en su boca. Finalmente había llegado la eyaculación, y la había cogido distraída.

Solo cuando Takono se descargó casi por completo acertó a apartar el rostro, contraído por el asco, y escupió sobre el suelo de piedra el pegajoso fluido que inundaba su boca.

  • Ya puede volver bajo la luz, ninja Ayame – dijo el general con voz alta y neutra que, no obstante, no lograba enmascarar su profunda satisfacción – No sería justo privar a mis colegas por más tiempo del espectáculo de sus

En realidad, Takono pronunció la penúltima palabra como si fuesen dos (especta-culo), pero ella no estaba en condiciones de responder a la nueva subnormalidad de aquel miserable.

Aturdida, se levantó con dificultad del frio suelo y comenzó a caminar, pero hacía el foco de luz, sino en dirección a la salida; ya no lo soportaba más. Una voz en su mente le susurraba que más tarde podría arrepentirse, pero en aquel momento no le importaba ni el Consejo, ni el feudo ni el destierro.

Ya franqueaba la puerta, dejando atrás los murmullos de sorpresa e indignación del Consejo, cuando de nuevo una voz cascada le hizo detenerse:

  • Ninja Ayame – invocó Mijato. Y algo en aquella voz la sacudió como si hubiese recibido un latigazo. Luego escuchó el susurro de la seda y el golpe seco del bastón contra el suelo. El Gran Anciano se había puesto en pie.

Sin atreverse a continuar avanzando, pero incapaz de darse la vuelta, Ayame permaneció inmóvil. Tras ella, el ruido del bastón se aproximaba lentamente. Finalmente, tras algo semejante a una eternidad, pudo sentir la agitada respiración del anciano sobre su desnuda espalda; así de próximo se hallaba.

Luego ese aliento acariciante se fue elevando hasta detenerse en su nuca. Junto a su oído resonó algo húmedo, como una lengua que humedece unos viejos labios acartonados.

  • Le daremos lo que desea… - le susurró - Mañana a primera hora de la tarde tendremos un pequeño batallón para usted en el patio.

Nada más escuchar aquello Ayame se sacudió sin consideración aquellas garras y escapó de la Sala sin mirar atrás.

El desprecio que sentía por consejo era insondable, y a Takono lo odiaba, pero en el momento en el que había escuchado los susurros del Gran Anciano algo se había encendido como una luz – como una alarma - en el fondo de su mente. Y ese algo era la idea de que Mijato era el más peligroso y depravado de todos.

Una vez fuera tardó un momento en despejarse, pero en seguida se dio cuenta de que, sobre ella, el manto celeste se comenzaba a desgarrar por el este. El alba hacía su aparición. La ninja se quedó quieta por la impresión. Aquella sesión en el Consejo de Ancianos se le había hecho eterna, pero, ¿¡de verdad había transcurrido toda una noche?!

Por el castillo resonaban ya los primeros ruidos de la actividad matinal; unos pocos sirvientes que despertaban y emprendía las primeras tareas, animales – ladridos y cacareos – que volvía a la actividad y, sobretodo, el fuerte murmullo que llegaba de los barracones: cientos de reclutas, jóvenes y agresivos, que salían al mundo con ansia.

Y en mitad de aquel cosmos que arrancaba se encontraba Ayame, paralizada, en el inmenso Patio de Armas. Completamente desnuda.

Corrió. Con el corazón en la boca y sus pies golpeando el suelo con fuerza. Corrió como el viento, impulsada por el miedo y la adrenalina. Espoleada por murmullos crecientes y amenazantes a su alrededor. La brisa se deslizaba sobre su cuerpo.

El patio de armas parecía tener kilómetros de longitud, y algo muy parecido a la desesperación la invadió cuando comprendió que le sería imposible llegar a las dependencias antes  de que algunos - ¡o muchos!- la sorprendieran así, con todas sus ropas en la otra punta del castillo.

¿Qué diría? ¿Qué haría?

Corrió más deprisa.

Ruidos. Conversaciones. Gritos lejanos; ¿eran por ella? Cuando finalmente cruzó la puerta ya no estaba segura de si la habían visto o no.

Cuando finalmente alcanzó sus ropas, tiradas en el suelo de un pasillo, se encontraba empapada en sudor y miedo. Había cruzado medio castillo, milagrosamente sin cruzarse con nadie. Se encerró en un armario cercano, y se vistió.

Solo cuando se ajustó la última correa se permitió sentarse. Estaba segura, pero su enloquecido corazón aún tardo largo rato en serenarse. Luego, vencida por el alivio y el agotamiento, se quedo dormida allí mismo, al abrigo del cálido montón de ropa ajena que contenía el armario.

Mando

Todos los seres humanos somos egocéntricos. Como solo podemos vivir nuestras propias vidas nos parece que todo gira alrededor de nosotros, de la misma manera que los antiguos creían que el Sol giraba alrededor de la Tierra.

Es por eso que, cuando Ayame despertó a media mañana y se dirigió a sus dependencias, le parecía que todos la miraban, pero evitaban sus ojos. Que cada cuchicheo, cada murmullo, era por ella. Como si todos la hubiesen visto aquella mañana, corriendo en cueros por el Castillo.

Pero no se llega a ser una gran ninja con una mente frágil, y Ayame no tardó en vencer su propia paranoia. No hablaban de ella. Seguramente cada sirviente, cada geisha y cada cocinero tenía sus propios problemas; las miradas furtivas que le dirigían eran las mismas de siempre – la admiración por un rostro hermoso -, y no le sostenían la mirada porque era ninja; una asesina.

Conforme se acercaba la tarde se convenció, además, de que nadie la había visto. Después de todo, y examinando sus recuerdos con fría retrospectiva, no recordaba ningún rostro vuelto hacía ella. Y, como todos los buenos guerreros, tenía ojos en la nuca.

Así pues, se aseó, comió algo, y luego se puso su uniforme más marcial; una especie de kimono negro con las mangas recortadas y pantalones ajustados.

Cuando su reloj interno le dijo que era la hora, se dirigió de nuevo al patio de armas. Pero al recorrer de nuevo aquel camino – ahora con gente moviéndose en todas direcciones – le empezó a ocurrir algo extraño. Su mente comenzó a inundarse con una idea: apenas unas horas antes había atravesado aquellos pasillos… estando desnuda. Y ninguna de las personas con las que se cruzaba lo sabía.

Tal vez fuese el haber dormido y comido a gusto, combinado con lo erótico de lo prohibido, pero de hecho se excitó. Mucho.

Después de todo lo que le había pasado la noche anterior resultó ser entonces, embutida en su uniforme, cuando su cuerpo se humedecía de placer ante aquella transgresión secreta, aquel acto arriesgado y sexualmente peligroso.

Así, en un agradable estado de excitación sostenida, llegó hasta la puerta que daba al Patio de Armas. Esperándola, apoyado sobre la pared, estaba Takono, y la simple visión del repugnante y vicioso general le mató la libido.

  • Buenos días – le dijo él, acompañando las palabras con una sonrisilla que daba ganas de romper a puñetazos -. Espero que no esté cansada de lo de anoche.

  • Estoy perfectamente. – le contestó fríamente. El asintió, pero sin perder su estúpida expresión divertida, como si estuviese recordando con detalle la felación que le hizo, y probablemente así era. Ayame se encontró deseando –no por primera vez- haberle cortado el cuello cuando tuvo oportunidad.

  • Bien, sígame. – le indicó Takono – Le presentaré ante su pelotón.

Y salió al patio, seguido por la ninja.

  • ¡Esta es Ayame! – Anunció Takono a los reclutas - ¡Será vuestra comandante! ¡Obedecedla en todo, atajo de sacos de mierda, u os las veréis con migo!

La ninja, ante las tropas y junto al general, ignoró la arenga y examinó las filas: apenas una treintena de soldados. Casi todos eran jovenzuelos – “desertores y cobardes” les había definido Takono -, excepto cuatro o cinco mucho más mayores que rondarían los treinta y muchos. Y si los veinteañeros parecían vagos e indolentes, el grupito de los veteranos emanaba una cierta maldad. Indisciplinados todos, cada uno en su escuela.

Ayame suspiró para sus adentros. Aquello no iba a ser fácil; le habían dado los residuos del ejército feudal. Nada que le sorprendiera, en realidad, ni que le hiciese vacilar tampoco. Ya contaba con aquella jugarreta. Pero ella no pensaba rendirse; tenía acero dentro, y sacaría adelante la misión como fuese.

No tenía más opción.

Mientras Takono lanzaba su arenga siguió examinando la tropa. La mayoría miraban al frente – el viejo general generaba miedo, si no respeto -, y algunos de los veteranos la examinaban a ella con miradas retorcidas que no auguraban nada bueno. Y, de repente, su mirada se encontró con el rostro de uno de los jóvenes: rasgos proporcionados, ojos bonitos, hoyuelos en mejillas y barbilla y melena rebelde. Muy interesante.

El general terminó su discurso y Ayame, recogiendo el testigo, les dirigió unas breves palabras y dio orden de comenzar la marcha. Fue obedecida con cierta reticencia.

Sus ojos querían buscar al joven de rostro interesante, pero ella se obligó a caminar mirando al frente. Tenía bajo su mando un pelotón indisciplinado, nula experiencia al mando, y debía eliminar a un enemigo que se hallaba en paradero desconocido. No tenía tiempo para hombres; su misión ya era bastante difícil.

Sin embargo, estaba decidida a vencer.