Tenchu: el ejercito mercenario (1)

La ninja Ayame acude a cumplir una nueva misión y acaba en una "situación comprometida".

TENCHU: EL EJERCITO MERCENARIO (I)

Prólogo

El gran arma de todo ninja es el efecto sorpresa. Todo el adiestramiento, y todo el equipo, esta orientado a obtener y sacar partido de esta ventaja.

Ayame iba vestida con un traje negro de camuflaje de tejido ligero y silencioso, y un calzado de suela de goma. Por eso los tres hombres que eran su objetivo no la oyeron aproximarse.

Se movía entre la maleza con más sutileza de lo habitual por dos motivos: el primero era que ahora sus blancos estaban inmóviles; se habían detenido a descansar. Y, como todo buen depredador sabe, un presa esta mucho más alerta cuando descansa. Es algo instintivo. La segunda razón era el entorno: un bosque, sobretodo uno tan espeso como aquel, eran un autentico nido de "cascabeles" – nombre con el que los ninjas denominaban aquellos elementos que podían delatarles-; una ramita en el suelo, un animal, una piedrecilla, incluso la misma alfombra de hojas secas... todo parecía ideado para emitir un crujido, un chasquido, un ruido delator.

Cuando estuvo a una distancia lo bastante próxima para atacar, pero lo bastante distante para no ser descubierta, observó a sus objetivos.

Los tres hombres eran altos y fuertes. Estaban tumbados en mitad de aquel bosque sin caminos como si fuese el salón de su casa. Sus ropas eran malas, como de campesinos, pero al cinto llevaban buenas armas. Buenas armas y mal aspecto, con cabellos desaliñados, sucios, rostros de expresiones viciosas y ojos de mirada salvaje. El escaso equipaje que llevaban yacía en el suelo, junto a sus dueños, en mitad de aquel pequeño claro en el bosque. Se comportaban con camaradería: hablando casi a gritos, riendo e intercambiando insultos y bromas. Parecían muy amigos, y probablemente lo eran; hasta el más asqueroso de los rufianes necesita amigos.

Ayame no sabía si era un trío de ladrones, asesinos o mercenarios, o si formaban parte de una banda mayor, pero sabía lo que no eran: personas honradas. Las personas honradas respetan la ley, y estaba prohibido llevar armas, salvo que se tuviese permiso.

Como ella.

Poso sus manos en las empuñaduras de sus dos espadas cortas, que eran casi una extensión de su cuerpo, y salió disparada como una flecha sobre sus adversarios.

Una vez hecho el primer movimiento, todo lo demás ocurre deprisa.

El más cercano es también el que reacciona más rápido; esta ya medio incorporado cuando Ayame le corta el cuello. Los otros dos no logran superar la impresión y mueren como corderos bajo los veloces filos.

Solo diez segundos después del ataque Ayame a logrado abatir a un enemigo que le superaba en fuerza y numero. El efecto sorpresa ha cumplido su objetivo.

Tras un instante de contemplar la carnicería, la ninja comienza a registrar las pertenencias de los difuntos, entre las cuales encuentra una carta...

La Guerra Inminente

El Castillo de Lord Goda, el señor feudal, es enorme. Tiene estancias con jardines, lujosas habitaciones y acogedores salones. Pero también tiene otras estancias menos acogedoras.

El salón de los Ancianos es grande y frío. No tiene ventanas; todas las paredes son ciegos muros de gélida piedra negra. La única luz es la de un farol colgado en el centro de la estancia. Esta ideado para iluminar bien al que se coloca bajo el, pero deja en la penumbra todo lo demás. De esa forma los Ancianos pueden contemplar claramente a Ayame, pero a esta le cuesta distinguir los rostros de los Ancianos.

Los Ancianos.

La primera vez que Ayame oyó hablar de ellos imagino a un grupo de amables sabios de cabellos blancos cuyo único desvelo era ayudar a Lord Goda a gobernar su feudo con justicia. Ahora, tras un tiempo de tratar con ellos, sabia que eran un grupo de hombres corruptos y viciosos que, en lugar de ayudar a su Señor, lo engañaban y lo aislaban para ser ellos los únicos que gobernasen desde la sombra. El pobre Lord Goda, que siempre había aspirado a ser un gobernante justo, era virtualmente un prisionero en su propio palacio; los Ancianos se ocupaban de ser los únicos que pudiesen hablar con él y, de esa forma, salirse siempre con la suya, pues Lord Goda nunca alcanzaba a escuchar las opiniones ni consejos de otros.

En realidad, ni siquiera eran ancianos; la mayoría rondaban los cuarenta años. Tres de ellos eran especialmente despreciables: Sanjo, un hombre gordo, de labios gruesos

–siempre brillantes de saliva-, pequeños ojos, y voz aguda y desagradable que se ocupaba de las finanzas del reino –que a veces confundía con las suyas-. Takono, el incompetente general que siempre echaba la culpa de las derrotas militares a los ninjas. Y Mijato, el viejo desagradable y retorcido que gobernaba en la sombra aquel grupo despreciable.

Incluso las informaciones que recopilaban los ninjas debían darse primero a los Ancianos, para que estos se las llevasen a su Señor, siempre manipuladas.

Por eso se hallaba allí, bajo el farol, dando su informe a aquellos desgraciados. Ellos, sentados en circulo alrededor de ella, semiocultos en la penumbra. Ella, desarmada e iluminada de lleno por el farol, con su joven cuerpo aterido por un frío que su fino traje de ninja apenas mitigaba.

Y es que aquella indumentaria estaba pensada para moverse silenciosamente, no para dar calor. En realidad, estaba abierto por los costados, de forma que exponía las caderas – excepto por el fino cinturón- y la parte exterior de las piernas y busto. Este último Ayame lo cubría, pero no lograba ocultar del todo, con una ropa fina interior semejante a unas gasas que aprisionaban sus jóvenes y turgentes pechos. Por encima solo su cuello desnudo y su hermoso rostro, con unos precisos y orgullosos ojos negros.

No obstante lo ligero de su ropa y lo gélido de la estancia, Ayame se concentró en permanecer recia y altiva mientras daba su informe; no quería darles la satisfacción de verla temblar de frío.

¿Y dice que los mató a los tres? – inquirió Mijato, el astuto jefe de los ancianos.

Tuve que hacerlo – respondió Ayame, poniéndose a la defensiva a pesar suyo -. Me superaban en numero y en armamento.

Pero si hubiese capturado alguno con vida – insistió Mijato – se lo podría haber interrogado; habríamos obtenido una información mucho más completa.

No fue posible – contestó Ayame con toda la determinación que le fue posible; era difícil discutir con aquellas voces sin rostro que surgían de las tinieblas.

Querrás decir – intervino Takono, el general – que no fue posible para ti. Mis soldados, sin lugar a dudas, habrían podido capturarles con vida a los tres, pero estos ninjas son tan inútiles.

Bueno, bueno – añadió Sanjo, con voz tan risueña como desagradable -, tal vez ella tenga razón; tal vez capturarlos con vida resultaba imposible... para una mujer.

Bajo la luz del farol, Ayame apretó las mandíbulas con la fuerza de la rabia. Si no le hubiesen quitado sus espadas en la entrada los habría matado a todos doce veces. Y probablemente esa la razón por la que la habían desarmado antes de entrar; los Ancianos sabían que los orgullosos ninjas les odiaban y despreciaban, y Ayame en particular ya había chocado con ellos en alguna ocasión.

Y esa carta que encontró entre los restos, - continuo Mijato -¿hablaba de un ejercito mercenario?

Si. – Ayame, haciendo un esfuerzo, logro que su voz apenas reflejase el desprecio que sentía. – Por lo que pude deducir de la carta, el feudo vecino esta reclutando fuerzas para atacar nuestro territorio. Ha hecho llamar a un ejercito mercenario, todos salvajes del norte; también se mencionaba a una banda de ladrones y asesinos que actúan en nuestros bosques y que pretendían unirse a los mercenarios. Son la banda de las Mazas; sus ataques a ciudades son increíblemente atroces. Los tres hombres que eliminé probablemente eran mensajeros entre la banda de las Mazas y los mercenarios.

Bien, bien.- dijo Mijato, tras un silencio- Entonces su nueva misión será localizar a la banda de las Mazas; pero cuando los encuentre, no actúe por su cuenta. Bastantes problemas a causado ya. Limítese a volver e informar.

Y ahora márchese. El consejo tiene temas importantes que tratar.

Ayame ya se volvía hacia la puerta cuando Mijo añadió:

  • Pero recuerde: NO esta permitido fallar. Si fracasa, le aplicaremos un castigo muy especial...

Y, a pesar de las sombras, Ayame adivinó varias sonrisas.

Decisiones arriesgadas

Basándose en los ataques de los Mazas y en los rumores, Ayame podía hacerse una idea de cual era, más o menos, la región donde la banda se ocultaba. Tal región estaba formada por montañas escarpadas, montes bajos poblados por densos bosques y una llanura sembrada de grandes lagos. Era una zona muy amplia, así que, mentalmente, la dividió en cuatro sectores para realizar una búsqueda más exhaustiva.

Gracias a la habilidad ninja para correr a cierta velocidad, guardado siempre el sigilo, Ayame había recorrido tres de los cuatro sectores poco después del medio día. Por eliminación, la banda solo podía estar oculta en los altos picos del norte; un lugar ideal para ocultarse por su difícil acceso.

Por lo demás, Ayame no había encontrado nada. Ni bandidos, ni poblados, ni aldeas; nada. Toda aquella amplia región pertenecía a la naturaleza salvaje. Era algo hermoso, pero también inquietante, pues no había otro ser humano en kilómetros y kilómetros.

A las cuatro de la tarde, con el sol aún en lo alto, Ayame se concedió un descanso a las orillas de un extenso lago. Era un sitio agradable y fresco, y ella estaba cansada, sucia y sudorosa por el esfuerzo. Sesteó alrededor de una hora bajo la sombra de un árbol, sobre la hierba húmeda. El lago se asentaba sobre un lecho de roca, por lo que las aguas estaban muy limpias, y reflejaban el azul del cielo como un espejo. Era precioso.

Era muy aficionada al baño; le encantaba nadar, y lo hacia mejor que el resto de sus compañeros ninja. También le gustaba sentirse limpia. Así pues, cuando ya hubo descansado, no pudo resistir la tentación de aquellas solitarias aguas.

Se descalzó antes de levantarse. Bajo sus pies descalzos, la hierba estaba fresca. Luego se aproximo a la orilla, junto a la cual comenzó a quitarse la ropa. Primero dejó caer sus espadas duales. Luego se desabrochó el cinturón y se quitó el traje ninja, quedando en ropa interior. Finalmente, se despojó de sus bragas y liberó su busto. Toda su ropa estaba ahora amontonada junto a ella.

La brisa acarició su cuerpo. Tenía unos pechos jóvenes y generosos, coronados por unos pequeños pezones. Su vientre estaba liso, y su estrecha cintura terminaba en unas anchas caderas. Más abajo comenzaban unas piernas, bien modeladas por el ejercicio, entre las cuales se encontraba su chochito, de escaso bello púbico.

Pero, de todas las partes de su cuerpo, de la que más secretamente orgullosa se sentía era de unas nalgas perfectas.

Durante un instante permaneció allí. Cualquier otra muchacha estaría recreándose en su desnudez. Ayame, en cambio, lanzaba un ultimo vistazo a su alrededor para vislumbrar la presencia de intrusos, no sin algo de miedo ahora que estaba desnuda. Así era ella; práctica, fuerte y, sobretodo, orgullosa.

Ya convencida de estar completamente sola en aquel amplio valle, se introdujo en el lago. Estaba mucho más caliente de que ella esperaba, y gozo con el roze de las cálidas aguas por todo su cuerpo.

Tras un momento de relax, flotando inerte, comenzó a nadar con energía la muy distante orilla contraria. El ovillo de sus prendas fue haciéndose cada vez más pequeños en la distancia, alejándose en la distancia. Al poco tiempo, su ropa quedaba tan lejos que había desparecido de su vista.

Pero Ayame había decidido que el lugar era seguro, así que continuó avanzando. Y no muchos habrían podido recorrer la enorme distancia a nado sin desfallecer. De hecho, las fuerzas comenzaban a fallarle cuando el extremo opuesto se encontraba ya próxima. Como necesitaba descansar, y estaba algo desorientada, decidió tumbarse en tierra firme antes de volver.

Sin embargo, aún se hallaba a unos cientos de metros de la roca más cercana cuando se quedó totalmente inmóvil. Paralizada.

Había cinco hombres en la orilla.

Hasta aquel momento, inmersa en su esfuerzo, no les había visto...

Le invadió algo muy parecido al pánico cuando se dio cuenta de que eran ninjas de un feudo enemigo, vestidos con sus trajes de camuflaje y armados hasta los dientes, a apenas doscientos metros de una Ayame que flotaba completamente en pelotas.

Los cinco enemigos, no obstante, no la miraban a ella. Cuando la oleada de pánico disminuyó, pudo darse cuenta de su disposición en circulo, con dos de ellos de espaldas al agua. Estaban hablando entre ellos.

" No puede ser" pensó Ayame, con el corazón batiendo como un cañon en su pecho. " Tienen que haberme visto. Estoy prácticamente a su lado. Me van a ver. Me van a ver...Me van a...". Pero los intrusos seguían discutiendo, ajenos a la presencia de la ninja. Los cinco eran de formidas espaldas, y brazos fuertes. Sus rostros estaban pintados de negro y verde para camuflarse mejor.

Solo cuando se hubo tranquilizado bastante se dio cuenta de algo que tenía que haber percibido mucho antes: el sol, ahora en declive, se hallaba a su espalda, y su luz caía perpendicularmente sobre el lago. El resplandor de su reflejo estaba cegando a los cinco hombres cada vez que miraban en su dirección, y con todo el cuerpo sumergido de boca para abajo, Ayame no tenia apenas silueta que la delatase.

No podían verla.

Ya más capaz de hilvanar pensamientos coherentes, llegó a la conclusión de aquella partida solo podía formar parte del ejercito enemigo. Aunque no eran soldados, y rara vez luchaban en campo abierto, los ninjas solían realizar tareas de infiltración y reconocimiento del terreno.

"Deben ser una avanzadilla" se dijo. "Si les sigo, podré encontrar, no a la banda de las Mazas, sino el lugar donde se oculta el mismísimo ejercito mercenario". El envite, por tanto, era vital. Una información así puede cambiar una guerra, podía darles la victoria. Pero no tenía tiempo para regresar a por su equipo; los cinco intrusos había roto ya su circulo y se disponían a regresar a su base. Si quería seguirles tenía que ser ahora, como estaba.

Desnuda.

Mordiéndose los labios de indecisión, vio como le daban la espalda y emprendían la marcha, internándose en lo profundo del bosque.

De repente le vino a la mente una frase de la reciente reunión, algo que le había humillado profundamente.

... tal vez capturarlos con vida resultaba imposible... para una mujer.

No quería escuchar de nuevo aquellas palabras en boca del despreciable Sanjo. Y, al fin y al cabo, aquello era demasiado importante. Merecía cualquier riesgo. "Si fuese un hombre, ni me lo pensaría".

La decisión estaba tomada.

Desarmada y completamente desnuda, saltó fuera del agua y arrancó a correr, como una exhalación, tras el numeroso grupo de enemigos.

El comando

Seguir a alguien es difícil. Debes buscar el equilibrio entre estar lo bastante cerca como para no perder a tu objetivo, pero lo bastante lejos para no ser detectada, y todo ello avanzando sin cesar por un terreno cambiante.

La dificultad aumenta cuando el perseguido es un grupo de ninjas expertos, muy veloces, y con los que hay dejar más espacio de seguridad, pues casi tienen ojos en la nuca. Y se convierte en una tarea casi imposible cuando ni siquiera tienes unas zapatillas de suela de goma que disimulen tus pisadas, ni ropas que te protejan del roce de ramas, zarzas y arbustos.

En aquellas condiciones era inevitable perder a sus perseguidos, tal y como le ocurrió a Ayame en el ocaso de aquel largo día.

Jadeando por el esfuerzo y húmeda por el sudor, se detuvo en mitad de un campo abierto. A parte de algunas irregularidades del terreno era llano por completo, un extraño accidente geográfico entre tanta montaña. Allí solo crecía la alta hierba, que le llegaba hasta las pantorrillas, por lo que no había forma de ocultarse, y Ayame ni lo intentó. Se limitó a recorrer los alrededores con la mirada.

" Los he perdido" decidió.

A lo lejos, más allá de donde resurgían las montañas, se podía ver a duras penas una columna de humo. Podía ser cualquier cosa, y normalmente iría a comprobarlo, pero comenzaba a estar cansada. Debía conservar las energías para regresar al lago. Aunque antes de eso tendría que encontrar el camino de vuelta; no conocía aquellos lugares, y pronto sería imposible orientarse por el sol.

Además, su determinación se había resquebrajado; no quería continuar avanzando por territorio enemigo, desorientada y desnuda. Sobretodo por esto último, aunque no le gustase admitirlo. Encontrar el campamento de los mercenarios era una cosa, pero... ¿y si los mercenarios la encontraban a ella ? La idea de encontrarse de frente con aquellos hombres fuertes y numerosos, y sin posibilidad alguna de defenderse, la hacia estremecer.

"Pueden tener centinelas bien camuflados cerca del campamento" pensó. "Puede incluso que los tengan por aquí".

Un viento frío que anunciaba la noche le acarició la piel, provocándole un escalofrío. Aunque estaba sola se cubrió el pubis con una mano, mientras trataba de hacer lo mismo con los pechos con la otra, sin conseguirlo del todo. Se de repente se sentía vulnerable. Observada.

Mirando a su alrededor, comenzó a caminar hacia atrás sin volverse. El instinto le advertía de un peligro. Le pareció oír un crujido, percibir un movimiento por el rabillo del ojo. La hierba se ondeaba por el suave viento como si fuera una melena suelta.

" Cálmate, Ayame" se dijo. "Son solo tus nervios. El miedo intenta engañarte"

Justo entonces escuchó claramente una risa arrastrada por el viento. Y, como de la nada, surgieron de entre la hierba los cinco ninjas, en distintos puntos, formado un circulo alrededor de ella. Habían estado allí todo el tiempo, inmóviles entre la vegetación, y los ojos de Ayame habían sido engañados por las pinturas y los trajes de camuflaje.

" ¡Han estado aquí todo el tiempo, observándome!"

Poco a poco, sin prisa, fueron aproximándose, cerrando su circulo en torno a Ayame. Esta, con el corazón en la boca, lanzaba la mirada de un enemigo a otro, como un animal acorralado. Sus peores pesadillas se habían convertido en realidad, pero esta vez no iba a despertarse.

Los ninjas, observados de cerca, eran mucho más inquietantes. Todos ellos eran fuertes, e incluso bajo sus holgadas ropas se adivinaban unos cuerpos poderosos. Sus rostros, pitados de negro, eran la de unos duros veteranos, militares experimentados. Habían aguardado largo rato, camuflados, y observado cuidadosamente a su adversaria antes de salir. De hecho, tanto la habían estudiado que bajo los pantalones de todo ellos se adivinaba una erección.

Uno de ellos, al parecer el comandante, se situó justo delante de Ayame. Era alto, entrado en los cuarenta, con una incipiente barba de tres días sobre unas mandíbulas fuertes. Su cabello era gris.

Durante unos momento se dedicó a pasear su mirada por el cuerpo desnudo de Ayame. En sus caderas, en su chochito semioculto por una mano, en sus piernas... hasta que sus ojos se debieron en sus pechos. Ayame continuaba intentando protegerlos de su mirada con una única mano, pero aquellos senos resultaban incontenibles, máxime cuando la agitada respiración de su dueña los hacia estremecerse.

Pasaron varios, con los despiadados ojos de su enemigo gozándola tranquilamente, mientras el resto se aproximaban por detrás. De repente el líder hizo un gesto lento con la mano, como si fuese a sacar un arma. Ayame se tensó y concentró su atención en él, momento que aprovecharon los otros para abalanzarse sobre ella.

Manos fuertes le sujetaron los brazos y las piernas. La inmovilizaron contra el suelo.

Después se quedaron un momento quietos, hasta que el lider habló.

  • Llevémosla a aquel árbol – dijo con un tono frío, casi indiferente. Tono de mando.- Maniatadla allí.

El resto, sujetándola con fuerza, la arrastra hasta el punto señalado, bajo las ramas. Surgen cuerdas. Ayame trata de revolverse, pero ellos vencen su resistencia con facilidad. Le atan las muñecas con fuerza, y luego pasan el nudo por una rama baja y gruesa, de manera que su cuerpo queda estirado a un metro del tronco, con los pies apenas rozando el suelo. Luego le atan los tobillos a las raíces, de forma que sus piernas quedan abiertas.

Acabado el trabajo, los ninjas retroceden, como para contemplar su obra. Ayame, incapaz ahora de entorpecer la visión a sus enemigos, queda desnuda y expuesta a sus miradas. Tiene los brazos atados sobre su cabeza, postura en la que sus generosos y bien formados pechos quedan realzados; parece como si se los ofreciera a sus enemigos. Gotas de sudor recorren su piel.

Los ninjas la contemplan en silencio, pero sin la fría y despiadada expresión de sus rostros.

De nuevo es el líder el que se aproxima a Ayame, mirándola ahora a los ojos, y rompe el silencio.

  • ¿Nos estabas persiguiendo?

Su voz no revela sentimiento alguno. Ella vacila, se muerde el labio, pero no contesta. Cuesta sostener la dura mirada del comandante enemigo, pero al principio lo consigue.

  • Me cuesta mucho creer que nos estuvieras siguiendo el rastro. – dijo en todo pensativo- No es fácil. Y, además, dudo que un agente enemigo persiguiese a un grupo más numeroso, desarmada, y con las tetas al aire.

Ella continua callada, pero baja la mirada. El da otro paso, y sus cabezas quedan tan juntas ella siente su respiración. Sus ropas rozan el cuerpo de Ayame.

  • ¿Para quién trabajas? – murmura junto a su oído. Ella calla. - ¡RESPONDE! – brama de repente. Ella se agita, sorprendida, pero no grita.

El comandante, decepcionado, vuelve la cabeza hacia sus hombres.

  • Demasiado miedo o demasiado orgullo; no hablará. Probablemente no sepa nada.

Nos tomaremos un descanso antes de seguir.

Los demás asintieron, y buscaron acomodo en el lecho vegetal. Uno de ellos sacó tabaco y comenzó a fumar.

El comandante, por su parte, y ante la aprensiva mirada de Ayame, se desabrochó el cinturón y liberó su pene erecto. Su expresión seguía siendo la del que realiza una tarea rutinaria.

Ayame se revolvió, forcejeando con los nudos ante la hiperterrida mirada del hombre, intentando de nuevo liberarse. De nuevo inútilmente.

Silencioso, el comandante puso sus manos sobre aquellos impresionantes pechos, disfrutando con su tacto. Ella apretó los dientes; sus ojos destilaban rabia y humillación, pero chocaban con la impasible mirada del mercenario, que se aproximó todavía más, aplastado sus senos contra su uniformado pecho, mientras sus manos descendían por la espalda de ella hasta los glúteos. Ayame, incapaz de cerrar las piernas, pudo sentir la cabeza de su pene rozando los labios de su chocho. Busco, desesperada, una salida. Solo alcanzó a ver al resto de ninjas a unos metros, fumando y jugando a las cartas en silencio; esperando que su comandante terminase

Tras acariciarle el culo unos instantes, carraspeó, y se llevó una mano a su polla para situarla..

Giró la cabeza y volvió a encontrar con la impasible mirada del comandante. Entonces él la penetró. Ella se estremeció, pero apretó aún más los dientes para no gritar.

Continuó penetrándola largo rato, sin prisa, pero con determinación. La respiración de él, único indicio de lo mucho que estaba gozando, se volvió rasposa y regular. Sus manos volvieron a subir hasta sus pechos, pellizcando sus pezones, acariciando y oprimiendo a su gusto. Volviendo de nuevo al culo. Y de nuevo a los pechos.

Ella, por su parte, no dejaba de sentir como se removia la polla en su interior, entrando y saliendo. Estaba empapada en sudor. Vejada por la situación, por la forma en que aquel hombre, aquel enemigo , se la estaba follando. Intentaba resistir, controlar su cuerpo, contener los jadeos que subían por su gargante, y que comenzaron a escapar por su boca:

  • ...mmm...mmm...mmm...ah...ah...ah....ah...ah

Subía por su cuerpo un ardor que se parecía más a la fiebre que al placer.

Como si los jadeos de ella fueran una señal, él comenzó a embestirla con más rápido, más fuerte. Mantuvo ese ritmo hasta que estuvo también él empapado de sudor bajo su traje. Sus manos se crisparon, aprensando con fuerza los glúteos de ella, castigando sus senos. Su respiración se aceleró.

Ayame, por su parte, cerraba los ojos, tratando de no pensar, pero al poco volvía a abrirlos para encontrarse con él rostro de su violador, ahora contraído por el placer.

Finalmente, la respiración de él, así como su polla, se detuvo, y Ayame sintió como él se corría en su interior. Como se retorcía de placer.

Después se retiró, aún la respiración algo agitada, se guardó el pene y se ajustó el cinturón. Miró la posición del sol, ya en ocaso, se arrascó la cabeza, antes de dirigirse hacia el lugar donde reposaban sus hombres.

Ayame, colgada, sudorosa y utilizada, sintió casi vértigo cuando vio levantarse a uno de los otros hombres, sacudirse el polvo de la ropa, y dirigirse hacia ella mientras se desabrochaba los pantalones.

  • No... no, más... no... más no... – logro articular.

Pero él otro se limitó a sonreír. Era mucho más joven que el comandante, y de expresión fiera. Lo primero que hizo fue enterrar su rostro entre los pechos de ella, para luego magrearlos con las manos. Después volvió la miró con su sonrisa salvaje, se saco la polla y se la clavó con rabia.

Debido a que aún seguía húmeda de la violación anterior, las envestidas no resultaron dolorosas. Solo agotadoras.

La penetró furiosamente una y otra vez hasta que se corrió de puro gusto. Luego dejó su sitio al siguiente. Y cuando este terminó, el último de los cuatro la utilizó con las mismas ganas.

Ya era noche cerrada cuando los cuatro quedaron satisfechos. El segundo violador, el joven salvaje, aún jugueteaba con sus senos cuando el comandante dio la orden de marcharse. Rápidamente recogieron todo y desaparecieron en la oscuridad.

Ayame quedo allí, desnuda y maniatada, con la cabeza hundida, la mirada borrosa por el cansancio y el sudor.

Despertó tirada en el suelo. Al parecer, durante la noche, la rama de la que colgaba había cedido, pero estaba tan exhausta que ni siquiera la caída la había despertado. La inconsciencia había sido muy larga; el sol volvía a estar alto en el cielo. Le dolía todo el cuerpo; la entrepierna le ardía.

Más libre de movimientos ahora que no colgaba de la rama, Ayame se liberó de sus ataduras, no sin esfuerzo. Luego hizo el recorrido de vuelta, atravesando las montañas. Más que caminar, se tambaleaba, como si estuviese borracha. Le costó muchas horas llegar al lago, junto al cual volvió a desfallecer.

Cuando volvió en sí era noche cerrada. Tumbada boca arriba podía ver las estrellas.

Había hecho todo el camino de vuelta maquinalmente, pero ahora los recientes y dolorosos recuerdos le asaltaron. Y, en lugar de rechazarlos, Ayame los afrontó. Había fracasado. Había sido capturada. Había sido violada.

Solo después de largo rato, el dolor disminuyó. Entonces se sumergió en las frías aguas, y nado hasta la otra orilla. Cuando llegó hasta su ropa y se vistió se sentía limpia y algo renacida.