Tempus fugit 1.-
Adolescente en pleno cambio de sexo, en colegio religioso primera parte
Tempus fugit” 1.-
Con catorce años recién cumplidos me empecé a hormonar, aprovechando la adolescencia, me dijo Eva que era el momento ideal, dado que mi cuerpo aún no había decidido hacia que sexo se dirigiría en su evolución.
Al cabo de un año yo lucía unas pequeñas tetas de adolescente, duras y erguidas. Mis pezones habían aumentado de tamaño considerablemente, así como mi culo que ahora era prominente, y redondeado, pero duro y terso, seguramente por los ejercicios que diariamente Eva me obligaba a realizar.
Total que me estaba convirtiendo en una puta adolescente, y dicho sea de paso, cuando me miraba en el espejo de cuerpo entero me veía enormemente atractiva.
Nunca había oído hablar de la disforia de género, pero Eva me llevó al siquiatra, y allí me descubrieron algunos secretos que hasta el momento no tenían explicación para mí.
Había acabado la ESO, por lo que pude dejar el colegio de los “Hermanos… “ que hasta ese momento habían intentado inculcarme lo nocivo y perverso que es el sexo, y eso que ellos siempre tenían en mente el mismo, en su versión “normal”, por lo que hasta que el siquiatra me vio, arrastraba un sentimiento de culpa enorme y una autoestima digna de la rata de cloaca mas asquerosa.
Seguramente todo ello influyó en convertirme en la puta masoquista que entre unos y otros lograron que fuera a mi temprana edad.
Después de la primera subasta, llegué a participar en muchas otras, prácticamente dos o tres por semana durante algo más de un año. Esto pudo ser así por que por motivos de trabajo mi padre fue trasladado a un pueblecito de comarcas en el tenía que dirigir la construcción y puesta en marcha de una nueva fábrica, para la empresa que trabajaba. Mi madre lo acompañó, como no podía ser de otro modo, así que a mí me dejaron al cargo de Eva. Mis rectos y poco elásticos, moralmente hablando, próceres no soportaban ni entendían ni querían saber nada de mi transformación, que era negada por todos, y que me acarreó no pocas palizas de la correa del cinturón de mi padre, cada vez que descubría que llevaba una prenda femenina, o que intuía que estaba disfrutando de mi cuerpo en mi habitación, o por cualquier otra cosa, tanto es así que empecé a creer que sentía placer cuando me aplicaba un correctivo, tanto el al aplicarlo, como mi madre al ver como lo aplicaba, conclusión a la que llegué porque cada vez que recibía una tanda de correazos, súper excitante para mí, ellos se retiraban a su habitación y en más de una ocasión desde el pasillo se alcanzaba a oír los sollozos de mi madre que al principio pensé que eran de pena por el dolor infringido a su hijo, pero que acabé comprobando que eran por su propio placer, de algún sitio debía haber salido mi vena masoquista. Mi madre disfrutaba como una perra que su marido la maltratase y proyectaba aquella excitación cada vez que me maltrataba a mí.
En fin que aquella familia de clase media, súper religiosa, con la más perfecta imagen de lo que tiene que ser una familia, tenía su lado obscuro, profundamente obscuro, y todo ello nos llevó a aquella separación de nuestras vidas, manteniendo poquísimo contacto con ellos a partir del traslado a la nueva ciudad.
Eva tomó el mando de lo que iba a ser mi vida a partir de aquel momento, dándome motivos más que suficientes para gozar de mi masoquismo, así como de los placeres de vestir y comportarme como la más depravada de las putas callejeras.
Antes de dejar el colegio, prácticamente al final del curso, el Hermano que se encargaba de dar educación física me informó que no tenia nivel suficiente como para aprobar la asignatura, por lo que debía recibir algunas clases extras a fin de alcanzar el nivel mínimo necesario para aprobar.
La verdad era que yo era más bien patosilla, y que mis cambios hormonales no facilitaban que fuera un chavalito de pelo en pecho, sino más bien empezaba a ser una señorita pero con polla, por cierto, cada vez escondía mejor todos mis apéndices viriles, y cada vez se apreciaban mejor mis atributos mamarios incipientes.
Eva en seguida estuvo de acuerdo y me ordenó que realizara las tareas extras que mi profesor me encomendara.
Al final de la primera jornada en la que debía comenzar las tareas extras, fui al gimnasio, y en un altillo del mismo tenía su despacho el “Hermano… “ , bien, le llamaremos Vicente. Me encaminé al altillo y allí lo encontré. Me habló de la importancia de tener un cuerpo sano, dado que era el templo de Dios, y la obligación que tiene todo humano de cuidarlo, respetarlo y acrecentar sus posibilidades.
Después del discursito me ordenó que fuera al vestuario y que me pusiera el equipo de deporte. El cual consistía en un pantaloncito meyba blanco, con suspensorio incluido, lo cual hacía innecesaria la ropa interior, una camiseta verde de básquet, que era el deporte estrella del colegio, calcetines blancos y zapatillas deportivas.
Con ese atuendo me dirigí al gimnasio donde me esperaba mi profesor.
- Venga “Martínez”, siempre se dirigía a todos nosotros por el apellido.
- Para empezar a calentar me das unas vueltas al trote por la cancha, y cada vez que toque el silbato haces una sentadilla con salto.
Empezamos con mi entrenamiento. Al principio corrí sin muchas ganas, haciendo lo mínimo para que el Hermano Vicente no se cabreara, pero eso no fue suficiente, se me acercó hecho un basilisco, y me soltó que si creía que era tonto o qué.
- Te voy a enseñar a tomar el pelo a tus mayores.
Y sin mediar nada más, me soltó un bofetón que me hizo perder el equilibrio, aunque no llegué a caer al suelo.
- ¡Y ahora corre como si te siguiera el diablo mismo!
Y corrí, vaya si corrí, cada diez o doce zancadas sonaba el silbato, momento en el que me ponía en cuclillas y saltaba lo más alto que podía levantando los brazos para darme impulso, momento en el que a través de la amplia apertura de la camiseta sin mangas se apreciaban sin recato mis incipientes pechos.
No fui consciente de la magnitud del calentón que le estaba provocando al hermano, y en un momento que, cansada, bajé el ritmo, se me acercó y sin mediar palabra me soltó otro bofetón que me hizo tambalear otra vez, pero ahora en el lado contrario del anterior, como para equilibrar el enrojecimiento de mis carrillos.
En ese momento aprecié que El Hermano Vicente traía una erección digna de la trompa de un mamut, y, aprovechando que había perdido momentáneamente el equilibrio, me abracé a su torso, arrapando cada centímetro de mi piel a su cuerpo, notando a través de su sotana el indudable efecto que tenia la visión de mi cuerpo en aquel hombre.
Pasaros unos instantes en los que parecía que el tiempo se había detenido, se separó bruscamente de mí, y me ordenó que me estirara de cúbito supino, (boca abajo) y que empezara a hacer flexiones de brazos.
Silbato, arriba, silbato abajo, así mientras se apartaba un poco de mí, con toda seguridad para tener una mejor visión de mi anatomía hermafrodita.
Yo, entre bofetones y ver que lo estaba excitando, tenía una erección que no se podía disimular de ninguna manera, cosa que el profesor apreció, a pesar de que mi posición no era la ideal para mostrarla.
Una hora después de haber empezado la clase especial, me ordenó ir a la ducha, diciendo que ya estaba bien por ser el primer día, y que el miércoles siguiente seguiríamos, con lo que se dio la vuelta y subió a su despacho, mientras yo iba a ducharme.
En la ducha, con el agua caliente, sola en el vestuario de los chicos después de la sesión de gimnasia, me hice una paja de olímpica hacia arriba, sin sospechar que unos ojos furtivos no perdían detalle de lo que estaba haciendo.
Me acariciaba las tetillas, que marcaban ya un cierto volumen, y presionaba mis pezones que habían aumentado considerablemente de tamaño en los últimos meses, puesta la polla hacia abajo, acariciaba el prepucio como si de un magnífico clítoris se tratara, gozando, a sabiendas de mi soledad, sin ninguna cortapisa, gimiendo como la perra en celo que soy, hasta que me corrí como una auténtica fuente de la vida.
Abrí los ojos y con gran sorpresa vi al hermano que hizo como que llegaba en aquel momento, pero que por el bulto en su sotana debía llevar un rato observándome.
- ¿Se puede saber que haces Martínez?, que no sabes que la lujuria es pecado mortal,
- Te voy a enseñar a tener templanza, aunque sea a palos vas a aprender.
Y dicho lo cual, se sentó en un banco del vestuario, poniéndome sobre sus rodillas y con una chancleta de ducha me empezó a proporcionar la paliza de mi vida, a lo que yo reaccioné empalmándome como una bestia salvaje, y cuanto más me empalmaba, con más saña descargaba los zapatillazos sobre mi culo y muslos, pasando por mis pobres testículos, los cuales estaban medio escondidos en sus cavidades interiores, sin olvidar de golpear dolorosamente la polla, hasta que me corrí otra vez.
Rojo de excitación y de ver que el castigo no había cumplido con sus expectativas, se levantó y mientras subía a su despacho, me ordenó que me vistiera y que fuera a confesarme lo antes posible para no morir en pecado.
Entre mí pensaba que la confesión le convenía más a el que a mí, me vestí, salí del colegio, y en un bar cercano que me guardaban una bolsa de ropa, me cambié quitándome el uniforme del colegio y vistiéndome con mi minifalda ropa interior muy femenina blusa y chaquetón así como unas botas de tacón bastante alto, dando una imagen de Joven putón verbenero mucho más adecuada a mis sentimientos que lo que hasta entonces había llevado.
Me bebí una cerveza, una belga que era muy fuerte, y ligeramente achispada me encaminé a la parada del autobús, con la esperanza de que algún viejo verde quisiera meterme mano y me proporcionara un viaje interesante.
Pero esto es otra historia y quedará para el futuro.
Besos lascivos y azotes para todos.
Jana…