¿Te puedo pedir una cosa?

Castaña de bote, también conocía de su boca que negro vello habitaba en sus braguitas. Y mientras hablábamos, era capaz de decirme que en ese momento estaba ejercitando sus labios vaginales porque era sano y saludable o que esa misma mañana había follado con su marido.

Siempre me ha gustado esta mujer. Podría afirmar que primero me cautivó su forma de ser, su personalidad. Siempre ingeniosa, siempre capaz de sacar punta a cualquier comentario y una sonrisa ante cualquier contratiempo. Y siempre clara. Sentados uno al lado del otro en la oficina, fuimos ganándonos la amistad y la confianza mutuamente. Y con el tiempo, en gran parte por ese conocimiento y ese cariño, me empecé a fijar en su figura. No destaca por su estatura ni por su esbeltez, pero forma un conjunto ante el que no me puedo resistir utópicamente: en su rostro ovalado, su mirada traviesa, sus carrillos mullidos... Sí, y sus pechos generosos. A los treintaytantos -algún año mayor que yo- y ya con un hijo, me generaba un morbo como pocas mujeres me han producido. Ahora, superados los cuarenta y tras un segundo parto, mantiene intacto su encanto.

Esa confianza nos llevaba a conversaciones como ésta: "¿Te puedo pedir una cosa?", le decía yo con la intención de iniciar una conversación laboral. "¿Qué? ¡Hoy no me apetece chupártela!", me espetaba, sabedora de que yo no le iba a responder con un "¡Pues cuando te apetezca me avisas!". Hablando más seriamente, tratábamos temas personales de todo tipo, incluidos evidentemente los relativos a nuestras respectivas relaciones de pareja. Le gustaba follar, y a través de esas conversaciones conocía sus gustos y prácticas. Según me contaba, era de las que prefería colocarse arriba, aunque su hombre enloquecía cuando la tumbaba sobre una mesa, separaba sus piernas, las colocaba encima de sus hombros y la penetraba hasta el fondo. Paradójicamente discreta y silenciosa cuando se corría, podía alcanzar el orgasmo sin necesidad de penetración, es más, lo prefería, si bien no renunciaba a que su pareja se corriera dentro de su coño. No solía faltar a su cita con el clímax, gracias a la masturbación que su pareja le realizaba y que en ocasiones ella completaba. Se mostraba orgullosa de haber alcanzado dos orgasmos en media hora. También conocía de su boca que en ocasiones había introducido en sus relaciones algunos juguetitos. En cambio, no le entusiasmaba que su pareja le comiera el chochito, pero no tenía inconveniente en realizarle mamadas y, gracias a sus buenas tetas, excitantes cubanas. El 69 le resultaba incómodo y no era partidaria de la posición del perrito ni de experimentar el sexo anal. Castaña de bote, también conocía que negro vello habitaba en sus braguitas. Y mientras hablábamos, era capaz de decirme que en ese momento estaba ejercitando sus labios vaginales porque era sano y saludable o que esa misma mañana había follado con su marido.

Lo que no me tenía que imaginar, lo que veía con mis propios ojos, era su vestuario elegido cada día para ir al trabajo. No se podía considerar llamativo, pero para mí era sugerente: faldas cortas con medias o con leggins, minifaldas vaqueras, escotes que mostraban sólo el inicio de su extenso canalillo, tangas que asomaban por encima de los vaqueros que cubrían su espléndido culo... Y algunas fotos en bikini que me había mostrado de sus vacaciones, en las que me aseguró que también había hecho nudismo.

Pese a todo esto, y pese a que a veces le gustaba elucubrar en voz alta cuál sería, dada mi elevada estatura, el tamaño de mi pene (de unos 18 cm), yo no aspiraba ni hacía nada por acercarme sexualmente a ella, lo consideraba imposible por su parte, algo de lo que sin duda nos arrepentiríamos y yo estaba bien como estaba, me conformaba con soñarlo y masturbarme con ello. En cualquier caso, el sexo que tenía con mi pareja copaba también mis actos oníricos, así que todo se iba a quedar ahí. O eso pensaba.

No era raro, dadas las largas horas que pasamos en el trabajo, que en ocasiones dedicara algunos instantes a masajearle -terapéuticamente- los hombros. De hecho, ella agradecía mis actos y afirmaba: "Tú lo haces bien; en cambio, mi marido empieza en los hombros y en seguida, ¡pum! Las manos a las tetas". Un buen día, me situé de pie detrás de ella y procedí con el masaje, apartando ligeramente su melena pero sin ni siquiera rozar su cuello; sólo los hombros, hasta los extremos en los que asomaban los tirantes de su sujetador morado. En aquella mañana en la que como habitualmente estábamos solos y lo seguiríamos estando durante un buen rato, ella estaba especialmente inmóvil y callada al recibir mis caricias, por lo que no me atreví a preguntarle si le gustaba, si seguía o si paraba, y continué con lo que estaba haciendo. Eso sí, me incliné ligeramente hacia delante y pude comprobar tres cosas: la primera, que sorprendentemente había cerrado los ojos; la segunda, que su canalillo resultaba tan tentador como siempre, y la tercera, que sus pechos subían y bajaban a una velocidad anormalmente elevada producto de su acelerada respiración.

Continué con mi tarea. Le volví a levantar la melena para juntar mis pulgares en el nacimiento de su espina dorsal y deslizar las yemas de los dedos de nuevo hacia los extremos con suavidad. Alcancé la parte superior de sus hombros y entonces... Escuché un gemido, casi imperceptible, que podía ser de placer como podía ser un sonido espontáneo producto de la respiración o del paso de aire por la garganta. Para mi sorpresa, ella se estremeció, se puso de pie, me dijo: ¡Perdona!" y, colorada a más no poder, cogió su bolso y se metió en el cuarto de baño, dejándome a mí en el epicentro de la desorientación.

Pasados no menos de diez minutos, salió del baño. La observé desde mi puesto de trabajo. Había hecho lo posible por recuperar su aspecto habitual y su color ya era el de siempre. "¿Qué pasa?", le pregunté, pero sólo negó con la cabeza como única respuesta. Tras un rato, se giró hacia mí, me ofreció esa mirada divertida tan característica, y me dijo, todavía con tono de sorpresa: "¡Es que no me lo explico, nunca me había pasado!". La observé, esperando que siguiera hablando porque no estaba seguro de a qué se refería. "¡Antes!", aclaró para situarme, "¡Me he relajado tanto que he puesto la mente en blanco, y..." intentó acabar la frase levantando las cejas. La prudencia y el desconcierto evitaron cualquier expresión y comentario por mi parte. "Pues... Eso. Que me ha gustado tanto que... he tenido un orgasmo". Podía esperarlo, pero aun así no dejó de sorprenderme su rotunda afirmación. "¿En serio?" "¡Sí, no sé qué me ha pasado, nunca me había corrido sólo con caricias en los hombros", soltó una vez recuperado su tono habitual pero con cierto aire de sorpresa en su expresión. "Me puedo relajar, excitar, pero ni con besitos en la nuca ni en el cuello ni en las orejas había llegado al orgasmo. Normalmente necesito algo más", añadió, mientras de forma inconsciente colocaba sus manos delante de sus pechos y las movía en círculos y a continuación bajaba una de ellas hasta su entrepierna. "¡Pero ha sido muy fuerte!", insistió. Era evidente que el orgasmo que había sentido había sido muy intenso y que había empapado sus braguitas. "Me alegro", acerté a decir. Hice una pausa mirándola a los ojos y proseguí: "Pues nada, me debes una". Nos echamos a reír. Y añadí: "Pero no sé si yo tendría un orgasmo sólo con un masaje en los hombros o necesitaría otra cosa". "Oye, guapo, que yo sólo se la meneo a mi marido", replicó sonriendo. "No se lo digas a nadie, será nuestro secreto", aseguró mirándome a los ojos. Por supuesto que sería nuestro secreto.

A partir de entonces, cada día que nos veíamos en el trabajo lo primero que escuchaba salir de mi boca era: "Me debes una". Se reía y a continuación hablábamos de cualquier otra cosa como dos buenísimos amigos. Hasta que un viernes, cuando llegué, ya estaba ella allí. Noté algo diferente: su blusa, que albergaba sus dos grandes pechos, tenía desabrochado un botón más de lo habitual. En sus ojos había una expresión un tanto diferente, como de estar tramando algo. Me senté y, tras unos minutos hablando, me dijo: "Venga, que te voy a dar yo el masaje esta vez". Se puso manos a la obra mientras yo me iba relajando progresivamente. Me estaba gustando sentir sus delicadas manos sobre mis hombros e incluso estaba bastante empalmado, pero ni mucho menos mi respiración se había acelerado ni estaba al borde del orgasmo.

De repente, paró y salió corriendo hacia el cuarto de baño mientras me decía: "Ven, date prisa". La seguí sin saber qué pretendía, entramos y cerró la puerta. "Pues nada, que te debo una y quiero ser justa contigo". Acto seguido se sentó en la taza, me desabrochó el pantalón y me lo bajó junto con los calzoncillos. Mi polla, ahora sí, salió de su guarida en todo su esplendor, y comenzó a masturbarme. Con una mano me hacía una paja mientras con la otra acariciaba mis cojones. Empezó tan rápido que le pedí calma. Se tranquilizó y su mano empezó a pajearme a un ritmo pausado pero regular, si bien de vez en cuando aceleraba y frenaba bruscamente. Me estaba excitando a más no poder. De pronto, puso sus dos manos una a cada lado de mi rabo y empezó a frotarlo, para a continuación colocarlas a lo largo de toda su extensión. "Menuda polla tienes, tío; nada que ver con la de mi marido", me dijo mirándome a los ojos. Retiró una de sus manos y siguió pelándomela.

"Avísame cuando estés a punto". Y se metió mi tranca en la boca. Creía estar soñando. Empezó a chupármela, primero pasando la lengua desde la punta hasta la base, luego metiéndose la punta y pasando la lengua por mi glande para a continuación darle breves toquecitos. La volvió a introducir en su boca y la estrelló contra sus mofletes mientras su mano subía y bajaba. Entonces paró, se la sacó, la observó fijamente y se la intentó tragar entera, y casi lo consiguió. Me miró a los ojos, buscando mi reacción, que sólo fue cerrar los ojos y suspirar. No me faltaba mucho para correrme, así que siguió moviendo su mágica mano mientras me chupaba el capullo sin descanso. "¡Ya voy, ya voy!", le susurré. Se la sacó de la boca y me pajeó con vehemencia mientras alejaba mi miembro de su cara hasta que mi leche salió despedida hacia el suelo en varias abundantes descargas. Me había dejado exhausto, la corrida había sido brutal. Parte de mi semen cayó sobre su mano y procedí a limpiársela. "Ahora ya estamos en paz", me dijo. "Más que en paz", le respondí, "has sido muy generosa". "Quería saber si tu polla era tan grande como suponía. Espero que te haya gustado la mamada, mejor no lo sé hacer", dijo sonriendo. "Me ha encantado, pero ahora soy yo el que se siente en deuda contigo". "De eso nada, ya sabes que a mí no me mata que me coman el coñito...", concluyó mientras abría la puerta con una sonrisa traviesa.

Al lunes siguiente, cuando llegué al trabajo, Ella me esperaba en la puerta del baño. Guapa, reluciente, con una blusa negra ceñida, una falda gris por encima de la rodilla, medias negras, botas del mismo color y gran expresión de impaciencia. "Deja todo y ven, corre", me apremió. Obedecí, como para no hacerlo. Tras cerrar la puerta, me susurró mientras me miraba fijamente: "Estoy... burrísima, y quiero que hagamos el amor ahora mismo. Quiero saber lo que es sentir tu pene en mi vagina". Hizo una pausa mientras para dejarme asimilar sus palabras y prosiguió: "Este fin de semana me acosté con mi marido, estaba cachondísima después de tener tu polla en mis manos y en mi boca, y le dije que quería que me la metiera en seguida, sin masturbarme antes. Pero después de saber lo que guardas en los calzoncillos, la suya me parecía de broma y no es que no llegara a correrme, es que noté que me estaba bajando la excitación. Así que me la tuve que sacar y nos masturbamos mutuamente. Hice como que me corría y, como me sabía un poco mal, luego le pajeé y dejé que se corriera en mis tetas (la muy cabrona se estaba recreando en la historia y yo me estaba empalmando a una velocidad de vértigo, situación que ella no perdía de vista pues lanzaba miradas a mi paquete cada vez más frecuentes). Así que quiero que lo hagamos, no puedo esperar más para tener ese pedazo de rabo en lo más profundo de mi coño", remató mientras se lanzaba a besarme.

Su torrencial argumentación me desarmó por completo y cacé sus labios para besarlos con total pasión. Introduje mi lengua en su boca y la entrelacé con la suya mientras mis manos bajaban por su espalda hasta su cintura y las suyas se aferraban a mi nuca. Subí de nuevo mis brazos lentamente para acariciar su espalda con los extremos de los dedos y luego perderlos en su cabello. Me separé de su boca para besar su cuello, lo mordisqueé y me entretuve en sus orejas, a las que visité con mi lengua. Ella miraba hacia el techo y empezaba a soltar breves y casi inaudibles gemidos. Llevó sus manos a su pelo, lo echó hacia detrás y a continuación las colocó en la parte superior de su blusa. Comenzó a soltar los botones y ante mí aparecieron sus voluptuosos pechos recogidos en un precioso sujetador de encaje también negro. Se me abrieron las puertas del paraíso. ¡Qué par de tetas! Me moría por conocerlas. Retiré su blusa para observar bien esa espectacular delantera. Ansiosa, hizo ademán de desabrocharse el sostén para liberarlas. Le sujeté las manos y acerqué mi boca a la suya. La besé y bajé por su barbilla, su garganta y su escote. Sopesé sus tetas con mis manos mientras mi cara se perdía en ellas, en su canalillo... ¡Qué melones más blanditos! Por fin, con dedos temblorosos, me decidí a desabrocharle el sujetador. Ante mí aparecieron dos pezones grandes y duros rodeados por un par de areolas también amplias y apetitosas. Los valoré con las yemas de mis dedos. Abrí una mano al máximo para rozar con ella los dos al mismo tiempo. Me lancé a por ellos para chuparlos y saborearlos. Ella empezó a gemir al notar cómo mi lengua los rodeaba una y otra vez y de vez en cuando los rozaba con una sutileza extrema. Pasé a devorarlos, a succionarlos y a estrujarlos con locura, a abarcarlos con las palmas de mis manos.

Ella suspiraba cada vez con más intensidad. Cuando estaba dedicado a mordisquear con suma delicadeza sus botoncitos ella me cogió de la cabeza, me besó y me empujó contra la pared. Quería su turno para acariciarme y besarme; me descubrió el pecho con rapidez y sus manos y su boca hicieron camino por mi torso. Lentamente, fue descendiendo hasta mi cintura, desabrochó mi pantalón y lo bajó. Ante su cara apareció mi paquete. El calzoncillo, a punto de reventar por la presión de mi miembro, no tardó en seguir el camino del pantalón y la punta de mi pene se plantó justo ante su boca. "Cada día me parece más grande, más gorda y más dura", comentó. "No sabes cuánto me excitas", le respondí. "Veamos", dijo, y abrió su boca para introducirse el glande. Saboreó el capullo y luego se dedicó a rozar con la punta de su lengua toda la extensión de mi polla, para volver a metérsela de golpe en la boca y, ayudada de su mano derecha, empezar a masturbarme a la vez que me hacía una mamada increíble. Su cabeza avanzaba y retrocedía a toda velocidad. Le acaricié el pelo suavemente. Paró, se sacó mi rabo de la boca y elevó el cuerpo, acercó sus impresionantes tetas y las colocó alrededor. Empezó a restregar mi pene entre sus pechos, primero en su canalillo, luego las sujetó con sus manos y las movió para que la piel de mi prepucio subiera y bajara. ¡Qué bien lo hacía! Acercó uno de sus pezones para rozarlo con la punta de mi polla mientras me miraba con una cara de zorra que nunca le había visto. Hizo lo mismo con el otro pezón y se volvió a colocar mi cipote entre las tetas, y meneó todo el cuerpo de izquierda a derecha. Me estaba matando. Volvió a chupármela sin descanso.

"Si sigues así no voy a durar mucho", le advertí. "¡Es que me encanta chupártela, quién me lo iba a decir!", sonrió. "Lo que te voy a hacer sí que te va a encantar", le respondí. Esta vez fui yo quien hizo que apoyara su espalda en la pared, le subí la falda y se la enrollé en la cintura. Contemplé sus hermosos muslos, contenidos en sus medias negras. Me dispuse a besarlos, a acercarme lentamente a su cara interna. Y ascendí. Ascendí hasta sus braguitas, también negras, también de encaje. Seguí besándole el pubis por encima de su ropa íntima, paseé la punta de mi lengua por sus ingles. Ella resoplaba, estaba muy caliente y de su vagina emanaba una gran cantidad de flujos que podía oler y que me estaban excitando aún más. Le bajé las bragas, completamente empapadas, pero no se las quité del todo; le saqué sólo una pierna y las dejé enrolladas en la otra a la altura de su bota; me daba mucho morbo que las tuviera a medio quitar. Y allí lo tenía, ante mí. Estaba decidido a comerme su peludo chochito. Acerqué mi cara, aspiré su aroma, arrimé mis labios a su negro vello. "Ya sabes que no me entusiasm...¡ahhhh!" Saqué mi lengua y le rocé muy suavemente el clítoris para que se callara. Empecé a besarle alrededor y regresé con mi lengua al punto clave, sólo con la punta. Se volvió a retorcer. Jugueteé con su botoncito un rato, bajé hasta sus labios vaginales, bien abiertos, y también los lamí sutilmente. Sus gemidos eran cada vez más frecuentes.

Recorrí cada rincón de su sexo, arriba y abajo, de lado a lado. Enredé mi lengua entre sus oscuros pelitos e incluso tiré de alguno de ellos suavemente con mis dientes. Hundí mi nariz en su chochito y aspiré; olía a placer desatado. Volví a su clítoris. Lo besé, lo atrapé con mis labios, lo rodeé con mi lengua. Y aceleré el ritmo, al tiempo que introduje un dedo en su agujerito. Mi dedo corazón llegó hasta su útero, entraba y salía como si fuera mi pene mientras con la lengua retorcía aquel clítoris tan delicioso. Su respiración se entrecortaba, sus agudos gemidos ya eran breves pero continuos y subían de intensidad. La tenía a puntito. Por un momento saqué la cabeza de su entrepierna mientras seguía moviendo el dedo que tenía dentro de su vagina y la miré: estaba con los ojos cerrados, la cabeza apoyada en la pared y sus piernas, abiertas y semiflexionadas, parecían no poder mantenerla en pie por mucho más tiempo. Volví debajo de su falda pues sus manos, apretadas en puño, ya se dirigían a mi cabeza para reconducirme al lugar en el que deseaba que estuviera. Con unos pocos lametazos a su clítoris por fin estalló. Se corrió apretándome contra ella y, tras varias exhalaciones, se dejó caer hasta acuclillarse y poner su cara a la altura de la mía.

Cuando abrió los ojos, todavía acelerada y sofocada, no esperé más. La levanté, le pedí que me ayudara a ponerme el condón y me senté en el váter, con los pantalones y los calzoncillos bajados como estaba y la polla tiesa como un mástil. La atraje hacia mí, se espatarró y empezó a introducirse mi rabo en su coño, hasta el fondo. No hizo falta ni que se separara los labios, entró con total suavidad. "Estoy empapadísima, menuda comidita de coño me has hecho. Nunca me había corrido así", me dijo al tiempo que se agarraba a mi cuello y comenzaba a moverse. Se clavó mi polla hasta lo más profundo, se incorporó y se dejó caer varias veces. Nos besamos mientras le estrujaba las tetas con vicio. Echó la cabeza hacia atrás y dejó su cuello y sus pechos a disposición de mi boca. Me perdí en su melena y sus orejas entre besos, mordiscos y lametones. Bajé por su garganta, despacio, para perderme en su canalillo. Mientras le rozaba levemente los pezones, mi boca se entretenía en sus blandas tetas, hasta que llegó a sus botoncitos. Me aferré a ellos de forma alterna mientras ella seguía dando botes encima de mí y mi rabo se restregaba contra cada milímetro de sus paredes vaginales. Me agarró de los hombros y el cuello y se impulsó hacia mí; yo la esperaba arremetiendo con mi polla y con el choque la penetración fue de lo más profunda, pues noté cómo topaba con su útero. Soltó un agudo gemido en mi oído y repetimos el movimiento. A la tercera la agarré también de su culazo y noté cómo estaba ya cerca de correrme. Sin soltar su culo, me levanté con ella colgada de mí y la puse contra la pared, y volví a empujar. Mis pelotas empezaron a vaciarse y mi polla empezó a soltar semen dentro de su coño. Notaba cómo su acogedora vagina estaba caliente y encharcada. Apoyé mi cabeza sobre su hombro, no podía más. Terminada la corrida, volví a sentarme mientras recuperábamos el aliento.

La miré. Con su melena despeinada, su blusa abierta y apoyada más allá de los hombros, sus increíbles tetas subiendo y bajando al compás de su respiración, al igual que su tripa, su falda arremolinada en su cintura, abierta de piernas con su velludo pubis ligado al mío, con sus medias negras embutidas en sus altas botas, con sus bragas también negras enrolladas en una de sus rodillas... Y sobre todo con su mirada de satisfacción, placer y morbo y el olor a sexo que nos envolvía, el cansancio físico no evitaba que me volviera a excitar contemplándola. Sonrió, me besó dulce y largamente y empezó a vestirse. "Lo he flipado", resumió mientras se sacaba mi polla de su rajita y se ponía de pie. Sacó las bragas de su pierna, las desenrolló y se las puso, las subió hasta medio muslo y buscó su sujetador. Se quitó la blusa y recogió sus pechos en las amplias copas. Se abrochó la camisa, se estiró la falda y se atusó el cabello. Yo me quité el condón, me limpié la polla y me compuse. "Ha sido espectacular. Eres espectacular", le dije. "Lo he pasado muy bien, ¡no esperaba que me fueras a follar y a empotrar así! Tú sí que eres espectacular, y lo que tienes ahí también", respondió guiñándome un ojo. Y añadió: "Ya me he quedado satisfecha. Por ahora". Abrió la puerta, se asomó y me indicó que podía salir mientras ella se quedaba dentro. Yo también me había quedado satisfecho... de momento.