Te lo mereces

Ambos gimieron mientras, perezosamente, se ensartaban. Y, desde que tocaron fondo, no hubo miramientos. No hubo piedad. Al fin y al cabo, aquel juego ya estaba del todo desbocado y tendrían que aceptar su resultado. Interpretándose por el ritmo de sus caderas, Juan abandonó los barrotes para agarrar su trasero.

Te lo mereces

“Ánimo Juan”

Ni sabía cuántas veces había repetido el mismo mantra.

“Te lo mereces Juan. ¡Ánimo joder!”

Como una especie de slogan electoral que de tanto repetirlo, uno termina creyéndoselo aunque en el fondo, una mota chiquita, ridícula y tocapelotas, recuerde que eso no es cierto.

Recuerde que te estás mintiendo.

Semejante panorama se desplegaba en el “Bogart”, un local de ambiente clásico, decorado al estilo de los bares de jazz del New York de los años sesenta, solo que levantado en pleno y selecto barrio de Salamanca, esa porción madrileña donde se retiran las cacas de perro antes de que estas rocen la acera.

La media docena de clientes, todos de Visa Diamantium y manicura perfecta , deslizaban sus conversaciones al ritmo con que los cubitos de hielo, se derretían flotando sobre un whisky que jamás era más joven de diez años.

De fondo sonaba Sony Rollings, injerto en un volumen que facilitaba el diálogo.

Es la gran cualidad del Jazz que lleva la contra al ritmo regetonero.

Lo primero quiere que para que te entiendan, hables, lo segundo, directamente, que grites.

La clientela, personajes de oficio y mando, acostumbradas a no escuchar jamás ninguna negativa, conocía aquel establecimiento donde, por lo general, celebraban la consecución de algún lustroso negocio.

El camarero, uniformado como húsar napoleónico, de palabras justas y aire pulcro, acostumbraba a contemplar cómo ante sus narices, se comerciaban, firmaban o rompían acuerdos que rara vez bajaban de dos o tres millones de euros.

“! Juan ánimo copón!”

Efectivamente, Juan pertenecía a esa exitosa ralea que podía permitirse tirar al suelo sin lamentarlo mucho, los cincuenta euros de alcohol que contenía cada vaso.

A él le agradaba el posavasos de exclusivo diseño, el entablado de auténtico roble americano, la pulcra limpieza de cada tornillo, de cada esquina, de cada encaje y la ausencia de decadencia y roña en un establecimiento donde la misma Ava Gadner, en los cincuenta, le iba enseñando a todo el que lo quisiera su sonrisa, su baile andaluz y su coño.

Y, no obstante, a pesar de encontrarse como león en su hábitat y de haber cerrado esa misma mañana un contrato de dos millones y medio de por suministros farmacéuticos, se sorprendía al ver sus manos temblando.

“Trabajas duro Juan. Te lo mereces”

¿Sería el cargo de conciencia?

¿Cómo podía dejarse socavar por esa sensación de desasosiego?

Esa que nunca surgía cuando tenía delante una de esas transacciones marmoleas, tan habituales en su oficio.

La sensación de estar cometiendo un sacrilegio, un acto impuro, un pecado sin perdón y sin remedio.

Aunque merecía la pena cometerlo.

¿Sería en cambio capaz de disfrutarlo?

Él estaba acostumbrado a ser el pez gordo sobre la mesa del mercadeo.

Él nunca era derrotado.

Él, que provocaba sudorosos apretones de mano y risas nerviosas en cuanto sus competidores lo veían aparecer en un despacho, necesitaba desesperadamente recobrar la compostura interna, pidiendo otro trago.

Porque si la razón de su zozobra era aquella que entraba por la puerta, iba a necesitarlo.

Aquella mujer alta, metro setenta, embutida en un traje impolutamente negro contemplaba autoritaria el ambiente de la sala mientras la puerta que acababa de atravesar, se cerraba a sus espaldas.

Tela negra oscura, negra funeraria, negra contrastada sobre el fondo blanco que le ofrecía una tez tiza propia de mujeres más septentrionales que las madrileñas.

Negra acrecentada por el teñido cobrizo y brillante del pelo y el juego de perlas, falsas y negras que con un broche alargado, se mecían, deslizándose en tímido vaivén, a la altura de donde el vestido se transforma en un perturbador escote.

El vestido, clásico pero con estilo, se ceñía espectacularmente, amoldándose con promiscuidad al cuerpo, permitiendo intuir el contorno carnal de las caderas, de los pechos crecidos y en su sitio, de un ombligo profundo y unos muslos, muslos columna, capaces de alzar, realzar, enaltecer, exaltar y encumbrar un cuerpo verdaderamente apoteósico.

Una amalgama de cualidades, obligadas si lo que una quiere, es dedicarse a esto.

-          ¿Juan?

Se había acercado con decidida simpatía tras otear a los parroquianos con disimulo.

Otear mirándolos sin que los aludidos renunciaran a devolver la mirada, soñando todos con llamarse Juan y que una mujer semejante, caminara directamente hacia donde ellos se encontraban.

Cuando su búsqueda obtuvo frutos, localizándolo desde el fondo del local, relacionando la descripción recibida con la realidad, dedujo lo obvio y se acercó.

Lo hizo dejando sonar sus altos, altísimos tacones sobre el entarimado, sobre el saxofón de Rollins y la falsa imperturbabilidad del camarero.

Tac, tac, tac.

Un sonido que caldeó los vasos, convirtiendo el temple de Juan, en pura mierda.

-          ¿Juan? – insistió extrayéndolo del ensimismamiento.

-          ¿Leire?

La faz de Leire evidenciaba cuarenta, tal vez cuarenta y cinco.

Se podían calcular en quince, incluso veinte años los que llevaba respondiendo a llamadas de desconocidos.

Si tal era, resultaba imposible descubrirlo.

Cara redonda, tersa, fresca y desenvuelta, coronada en una nariz tal vez algo grande, tal vez algo chata, sin duda respingona.

Nariz graciosa sobre leves mofletes, contenida papada y unos ojos grandes, ojos terráqueos color miel que lo mismo pestañeaban para ver que para lamer a quien los estuviera contemplando.

Maquillaje tenue, imperceptible, donde solo resaltaba el perfume.

Un “Bois de Árgent” suave, que, entrando por la pituitaria, era capaz de parapetarse en el cajón más afable de la memoria.

No sabía porque razón, Juan sintió la tentación de lamer su piel para probar como sabía aquel aroma.

-          Encantada – le dio dos besos.

Juan no había bajado del taburete.

Aunque lo hubiera hecho, su cabeza apenas habría resaltado un dedo escaso por encima de ella.

Leire, sin tacones ya alta, resultaba inalcanzable física y mentalmente cuando se los calzaba.

-          ¿Me invitas a un trago? – lo dirigió, pasando por alto el desagradable detalle de que su cita ni siquiera se hubiera molestado en abandonar su asiento para saludarla.

-          Sí, sí claro. Perdona. ¡Qué desconsiderado!

El pidió otro Whisky…con solo un cubito.

Ella un Negroni con dos hielos, rodaja de limón gruesa y dos terceras partes de Campari.

El camarero, recuperado de la impresión de que una mujer así se detuviera a conversar con quien parecía el más anodino de la sala, recompuso su profesionalidad y ejerció de aquello por lo cual le pagaban.

A Juan le causó gracia, le resultó atractivo el descubrir la personalidad con que su invitada ordenaba una consumición.

Y más aún el gesto de coger el vaso grueso y llevárselo a los labios dando un leve, levísimo sorbo, para juzgarlo, para sentenciarlo como perfecto, adulando al maestro de barra con un guiño cómplice.

-          ¿Nos sentamos?

Fue ella quien lo invitó al reservado.

“Te lo mereces”

Se lo repetía cuando la siguió, alejándose tras un cortinaje grueso, ensimismado en aquella oscilante retaguardia que, aun tapada por el vestido, dejaba intuir, una lencería escasa, limitada al escaso rubor de un tanga.

“Desde luego que te lo mereces”.

Juan se sentó en un sofá de cuero desgastado ex proceso para que no causara ruidos vergonzantes cuando uno disponía sobre el su trasero.

El reservado otorgaba el privilegio de poder controlar sin ser controlado, gracias al juego de paredes con espejos empotrados.

Leire atisbó por encima del hombro de su compañero, comprobó que toda pieza encajaba donde deseaba, lanzó una tenue señal y, discretamente, recogió el sobre que Juan le acercaba bajo el mármol rosa de la mesita.

-          ¿Puedo fiarme verdad? – sonrió pícaramente.

-          Dos mil.

Ella no cometió la irreverente torpeza de abrirlo.

Sin dar ocasión para ser descubiertos, lo depositó en el fondo de su Zagid Rock y, dando el engorroso asunto por finiquitado, dio un largo sorbo al vaso, se recogió un mechón de pelo tras el hombro y, esta vez sí, asimilándose plenamente, sonrió a Juan dispuesta a todo.

-          He de reconocer que no te esperaba tan…

Juan nunca había sido locuaz cuando las distancias entre un hombre y una mujer son cortas.

Era muy capaz de destripar un análisis de costes falsificado, de avergonzar al empleado más inútil, de acorralar al competidor más correoso.

Pero ante mujeres tan mujeres, tan esculturales, tan sobradas de carisma, seguía siendo como aquel chaval de quince años plagado de acné facial, suplicando por un primer beso.

-          ¿Madura? – bromeó.

-          No- parecía pillado en renuncio – Eres muy…muy guapa.

-          Juan cariño – puso su mano sobre la suya encima de la mesa - debes aprenderte piropos más elevados si lo que quieres es conquistar a una mujer.

-          ¿Te dicen muchos?

-          Uy…en este oficio cielo escuchas de todo. Pero con mis tarifas, me evito a aquellos que no tienen ni el graduado y solo saben tratarte como una mercancía, no como una persona.

-          Yo te aprecio como tal.

-          ¿A si? ¿Entonces? ¿Cuántos años me echas?

-          Ehhh.

-          No se contesta – ella colocó el índice sobre sus labios. Lo hizo y se rió. Levantó su copa– Lo que debes hacer ante una pregunta tan incómoda como esa, es brindar y mirar con ojos que devoran. Como estos.

Los ojos de Leire eran promesa.

Promesa de que, enfocados directamente, no lo desnudaban a él, sino a sí misma.

¿Qué mujer es capaz de mostrarse desnuda sin dejarse tocar, solo a través del hipnótico influjo de sus retinas?

Ojos promesa.

Promesa de todas las delicias, de todos los pecados parapetados bajo la escasa tela.

El resto del aperitivo transcurrió con dos copas más y una conversación culta, coherente y sostenida que demostraba tanto el firme temple de su voz como que no había terminado donde terminó, por no sacarse un diploma universitario.

-          Bueno…¿Qué te parece si mi invitas a cenar?

Al salir, ni uno solo de quienes se encontraban en el local cuando Leire entró, se había ido.

No lo harían mientras ella estuviera dentro.

Todos deseaban volver a verla.

Por indicaciones de ella, Juan había reservado mesa en “La Velada” un local inmenso sito a la plaza de toros de Ventas, dividido en pequeños e íntimos reservados donde nadie hacía ni recibía preguntas.

El menú costaba sesenta euros por cabeza.

Comerlo en aquel habitáculo de veinte metros cuadrados decorado con un bodegón original del siglo XVIII, obligaba a añadir cien más.

El pidió ensalada de gambas gallegas sobre salsa de tomate burgalés y un rodaballo con espárragos verdes.

Ella bien a gusto se hubiera zampado el potaje de garbanzos con berzas y un entrecot de cuarto kilo con base de patatas panadera.

Pero el papel obliga a masticar con boca de china y se limitó a una ensalada de arroz en salsa vinagreta y pechuga de pavo sobre fritura de verduras.

-          ¿Puedo elegir yo el vino? – Leire lo pidió con la carta en la mano, sin atreverse a abrirla antes de recibir permiso.

-          No soy muy enólogo que digamos.

-          Entonces permite que elija la experta. Debo tener alma riojana.

El Bordeaux St Chemin de Ferres 1952 era un lujo de ciento ochenta euros.

Al principio, incluso Juan, cuya cartera padecía sobrepeso, tragaba rasmia ante el dispendio.

Pero se lo merecía.

Se lo merecía y agradeció el hacerlo.

Porque aquel caldo de Ródano, poseía la cualidad de hundir, con cada trago, las cositas y recuerdos que le amargan a uno el mejor momento.

Un trago para olvidar a Rosa, al día en que se casaron.

Un trago para olvidar la promesa de amor y fidelidad eterna.

Un trago para olvidar a sus dos hijos.

Un trago para no imaginar cómo se hundiría la mirada  del amor de su vida, si llegaba a descubrir lo que en esos instantes, su marido fiel estaba haciendo.

“Te lo mereces”…tras doce años abonando los novecientos euros mensuales del unifamiliar que ella había escogido….”te lo mereces”….tras trabajar todos los sábados con la oreja pegada al móvil….”te lo mereces”….tras aquella nefasta jornada en la que cerró la empresa donde trabajaba ese amigo de toda una vida que luego tardó tres años en conseguir escapar del paro.

“Te lo mereces” porque si para ganar lo que tú ganas hace falta actuar sin piedad…también hay que actuar igual para cometer algo como esto.

A media botella, olvidó que había dejado el anillo, dentro de una cajita, dentro del bolsillo interior de la americana que en esos instantes, colgaba de una percha en el ropero del restaurante donde cenaba con otra.

Cuando Leire hizo ademán de pedir un segundo Burdeos, el declinó la oferta.

-          Ya olvidé bastante – cometió la debilidad de confesarlo.

Y Leire respetó aquella debilidad, brindando con el postrero sorbo, descalzándose y adelantando el pie para acariciar bajo el mantel, el tobillo del compañero.

Un gesto sensual pero afirmativo.

Leire conversaba con fluidez, apaciguando cualquier resquemor, derivándose de una exposición de Judith Leyster a la presentación del libro de un amigo poeta que se paga las facturas cuadrando el inventario de un Mercadona.

Hablaba y mecía el pie hacia arriba, cada segundo más arriba…

Cuando una mujer así coloca ese pie justo donde muslo y muslo aúnan cuentas, uno siente que el corazón se escapa por la boca gritando “! Hay te quedas!”.

Cuando una mujer así se insinúa, sea o no con dos mil euros de por medio, se necesita cuajo para no inventarse una excusa y escapar lloriqueando.

Porque Leire, en el bar, en el taxi, en la plaza de toros, poseía ese don que pocas gentes disponen, para acaparar la atención de todo el auditorio.

Desde el somelier hasta el exclusivo camarero, eran incapaces de evitar, al atenderlos, el desviar cualquier petición directamente hacia ella.

Incluso el chef hizo teatro, entrando con la excusa de averiguar la satisfacción clientelar, oteando con lúbrico descaro, arriba, abajo, el cuerpo de la comensal.

Juan se sentía verdaderamente un ser envidiado, privilegiado, obviando el hecho de que el cocinero al que tanto había pagado, se olvidó de darle la mano.

Al salir él aprovechó la aproximación del abrigo para acariciar sus hombros.

Ella lo miró, adoptando un gesto, sin duda ensayado.

-          Bueno…¿dónde me vas a llevar?

El “Excelsior” era uno de esos hoteles nuevos, surgidos como champiñones al calor del blanqueo de dinero.

Los nuevos ricos surgidos del andamiaje, carecían de buen gusto por lo que suplían tal defecto, pagando lujo y soberbia en ocasiones desmedidas.

Esa era la razón por la que los carteles ensamblados en la azotea del edificio, se componían por letras de tres metros.

-          ¿Ya has estado aquí? – Juan le preguntó tras contemplar como el portero la saludaba de manera afable.

-          Se llama George – confesó bajando al tono – Y es de Senegal. No tiene papeles y lo contrataron porque con ese cuerpazo, el uniforme le queda que ni pintado. A algunos de quienes pagan los cuatrocientos euros que cuesta una noche aquí les hace sentirse todavía más importantes el que les abra la puerta un negro. A mí eso sí me parece una perversión, racismo del que da asco. Pero teniendo en cuenta las cosas que me han llegado a pedir algunos, hasta me parece tragable el asunto.

Juan agradeció el que sonara el timbre del ascensor y sus puertas plateadas se abrieran.

La palabra “perversión” pronunciada por una boca tan sensual, sonaba a ausencia de límites y fronteras.

Al cerrarse las puertas con ellos dentro, Leire quedó justo delante de él.

Pulsó el decimoquinto piso y, sin dejar de darle la espalda, aprovechó la ascensión para retroceder lentamente, colocando sus manos, justo a la altura adecuada.

Leire no perdía la vista del frente, en apariencia indiferente, desplegando la habilidad para acariciar tenuemente, por encima de una cremallera.

Al tintinear el decimoquinto, abrieron compuertas y salió con pasos lentos, desplegando sus largas piernas, girándose a un Juan atenazado que se había quedado dentro, amilanado.

-          Disculpa pero…me gusta saber con qué estoy trabajando.

Y se alejó.

Se alejó hacia lo largo del impoluto suelo.

Se alejó con el mirando embobado como aquella mujer, pisaba fuerte y decidida, clavando tacón, haciendo que este resonara en todo lo ancho, anunciando que allí estaba ella y que nada de lo hecho y por hacer, le iba a causar arrepentimientos.

-          ¿Era la ochocientos doce no?

Juan despertó, miró la llave.

-          Sí, si – y aceleró el paso a su encuentro.

La habitación era en la práctica, un diáfano loft sin paredes, diseñado con un concepto tan abierto que tres de sus cuatro muros se conjugaban en gigantescos acristalamientos.

Estaba distribuida en un salón con despachos incorporado, un cuarto de baño con jacuzzi y ducha en plato tamaño piscina y una cama de dos metros cincuenta recubierta con sábanas de satén negro sobre la cual la gobernanta dispuso una caja de Ferrero Roche de chocolate blanco.

El suelo de roble canadiense, las luces tenues y auto regulables, la televisión colosal sobre una chimenea moderna de gas y la única pared de ladrillo, coronada por una enorme imagen de Juan Arfaras, mostrando un charco sobre el cual se reflejaba un puzle de rascacielos.

Juan permanecía bajo el dintel de la puerta, contemplando como Leire dejaba que sus tacones avanzaran hacia el fondo mientras sus ojos calibraban el esplendor minimalista de la sala.

-          Vaya – admiró – Escogiste la mejor.

-          Para la mejor, solo lo mejor.

Ella sonrió.

-          Aprendes rápido compañero. ¿Y el baño?

-          Como todo lo que importa en este mundo, compañera – indicó con la barbilla – A la izquierda, por supuesto.

-          Prepárame algo bien fresco en el minibar por favor – pidió mientras se retiraba.

Juan se dispuso tras la pequeña barra de tela acolchada, dominante sobre toda la estancia.

La nevera, de tamaño digno en un piso de familia modesta, estaba atiborrada con una gran variedad de licores y aperitivos.

No tenía ni idea de cómo se combinaba el coctel más básico por lo que optó por dos benjamines de Brut Zero Selecto unido a dos copas cónicas ya fresquitas.

Abrió y lo vertió con cuidado y…

-          Me encantan las burbujas del cava.

…miró al origen de tales palabras.

Ante Juan se desplegaba toda una mujer en apoteósica fantasía.

Ante esas copas estúpidamente sostenidas, dos tacones brillantes y altos, dos medias negras, oscurísimas, finiquitadas en ese ligero de idéntico color cuyas tiras se desplegaban sobre la piel pálida, enmarcando gloriosamente unas caderas no muy anchas y un pubis meticulosamente depilado, a excepción de una fina y elegante línea de vello justo encima de donde se suponía, se escondía su clítoris.

La tripilla, levísima, marcaba sombras nada desasosegantes.

Las costillas impresas, mecidas al ritmo de cada inspiración alzando aquellos dos pechos medianos, muy firmes, naturales, de pezones diminutos, rosáceos, saltones, con clara pinta de tener una sensibilidad siempre latente, siempre alerta.

El la contemplaba como un reo en capilla.

Ella, con los ojos seguros de quien sabe qué hacer y quien tiene delante, liberó su pelo, alargando sobre su cuerpo el tono cobrizo teñido.

Brillaba su piel.

Brillaba su melena,

Brillaban sus tacones.

Brillaba Leire entera.

-          … ¿a ti no? – prosiguió mientras avanzaba lentamente hacia el – A mí, me ponen muy cachonda.

Veterana, comprendió las dudas que socavaban la autoestima de quien tenía delante.

Por eso caminó decidida pero sin agresividad, sensual, hasta parar delante, cara a cara, abrazándolo por el cuello y besándolo con indefinible suavidad y entrega.

Lo hizo tiernamente, con una leve apertura de sus labios para, justo cuando el correspondía, algo más directo, algo más brusco, buscar y permitir el juego de lenguas.

Al fin y al cabo, la noche todavía estaba muy viva y ella, ella cobraba por hacer las cosas bien y con calma.

Por eso le fue desabotonando cada pieza de la camisa.

Por eso le bajó la cremallera casi deleitándose en la lentitud con que lo hacía.

Por eso le quitó, sin torpezas, pantalones, calcetines, zapatos.

Por eso, por encima de la tela del calzoncillo, paladeo el sabor de lo que se intuía.

Todo para desesperarlo.

No necesitaba mirar arriba.

Conocía de su maestría.

Sabía, por los gemidos, que Juan se estaba enloqueciendo.

El apretó las manos contra el borde de la mesa-despacho, aferrándose a ella con crispación.

Su pecho, acelerado, agigantaba la respiración mientras Leire bajaba con suaves movimientos los calzoncillos, llevándolos hasta los tobillos para luego, desampararlos sobre el entarimado.

-          Ufff…uffff

Miró hacia arriba.

Cuando ambos conectaron, solo entonces, abrió la boca para devorarla.

Juan intentó sostenerle la vista pero no tardó en darse por vencido.

Gimiendo, alzó la cabeza y puso la mirada en aquel techo sin escayolas.

Porque no había escayolas.

Porque en su lugar, contemplaba, entre la tenue iluminación, su propio reflejo.

El decorador de aquel hotel de lujo sabía que quien paga manda y dispone para satisfacer todas y cada una de sus fantasías y depravaciones.

Y que depravación más asequible y asumible que observar el reflejo de una meretriz, su blanca espalda, el movimiento felador de su cuello en el techo, único testigo silencioso de todo aquello.

Movimientos parsimoniosos, rápidos, fases de lametones suaves con súbitas y fluctuantes degluciones.

Ella hacía, ella dominaba.

Aun de rodillas, en carne real o en reflejo, Leire era quien se imponía.

Juan se mordía, tratando de represar los sonidos, excitado al escuchar el eco salival de aquella mamada, su lubricado falo erecto, la respiración de Leire cuando con ella entera dentro de su boca, su nariz exhalaba en busca de oxígeno.

Sintió la tentación de enredar sus dedos entre los cabellos para forzar la presión e imprimir aún más fuerza.

Pero se quedó en la intención.

No lo hizo.

Porque la ejecución era magistral.

No, porque aunque era el quien apoquinaba los dos mil euros, abonando aquella habitación de lujo, era ella la que operaba, la que mandaba, la que decidía como ensalivaba, como apretaba sus testículos, como acariciaba su perineo o si la tragaba o no hasta el fondo.

Leire felaba al tiempo que alzaba su brazo derecho, bordeando el estómago, esquivando sus inexistentes pectorales hasta coger su mano, hasta enredar los dedos.

Un gesto encariñado, cierto, inusual, que nunca hubiera esperado, y que allí y ahora, con su polla dentro de la boca de una escort de lujo,  estuvo a punto de hacer que se corriera como un niño.

Juan acarició su barbilla, alzándola con delicadeza, con pasión contenida, educada, poco impulsiva, hasta llevar su boca directa hasta la suya.

Se besaron.

Se besaron y dieron un giro quedando ella sentada sobre la mesa.

La misma mesa donde esa mañana, había abroncado a un subalterno, había elogiado a otro y había preguntado a Rosa si los niños lo echaban de menos.

Leire se sentó y dejó las piernas muy, muy abiertas.

Leire puso sus dos manos sobre la cabeza del cliente y, presionando levemente, dejó bien claro a donde quería que esta se dirigiera.

Juan volvió a sentir la inseguridad apareciendo desde dentro.

Sospechaba para su incredulidad, que no iba a saber estar a la altura.

Pero guiado, apaciguado, tranquilizado por ella, en cuanto su lengua saboreó la hiel de aquella vagina, se sorprendió al descubrirla húmeda.

Así, oliendo, paladeando, se dejó guiar por el instinto.

-          Una también tiene derecho a disfrutar  - lo confesó exhalando luego un prolongado gemido  - Digo yoooo.

Leire se sobresaltó sintiendo la anchura jugosa de la lengua recorriéndola de abajo a arriba, con finura, muy tenuemente, como una brisa.

Un gesto empático, inesperado en un hombre enloquecido por el deseo.

Con intuición, plantó sus tacones a cada lado de los hombros de Juan, consintiendo que este desplegara toda su sapiencia.

Y una Leire que no esperaba nada, resulta que encontró mucho.

Porque Juan se desvivió sobre su coño, dispuesto el pobre a que, entre ellos, no medrara la fría relación impuesta por una tarifa.

-          Oyeee que maravillaaaa…quien lo oooo ooo diríaaaaa

Agradecida, meció la cadera en arco sostenida por coordinarse con el movimiento del cuello de su cliente.

Ambos, acompasados con perfección se deleitaron, el concentrado, ella abriendo sus ojos.

Abiertos muy abiertos para ver una sombra, la suya, con sus muslos aferrando la cabeza y cuello de Juan, reflejados entre las formas del bodegón que representaba varios racimos de uvas desparramándose sobre una bandeja de plata.

El pintor fue magistral y sin duda nunca concibió que el reflejo pictórico de aquella bandeja reflejara algún día la imagen de un cunnilingus de pago.

-          Buff menuuudaaa comida…menuda comida me estás dando Juanaaaannn.

Hubiera podido correrse.

Se quedó a media docena de lametones de no poder represarse.

Pero no quería abandonarse.

No era profesional ser la primera y pedir luego breve tregua.

Optó por deshacer el abrazo, retornando los tacones al suelo, girándose, ofreciendo un trasero en pompa, dispuesto que no era sinónimo de entregado.

-          Tú dirás – lo animó – Todito tuyo. Te lo has ganado.

¿Cómo lo había hecho?

En algún momento, mientras su coñito era devorado, antes de ofrecerse de manera tan pecaminosa, había depositado un preservativo fino a su derecha.

Fino y abierto, preparado a desplegarse.

-          Ya sabes el trato. Si no te pones esto, no hay más que hablar – explicó sin girar la cabeza, sabedora, porque lo sabía que ante la contemplación de sus glúteos, bamboleantes, abiertos, no había hombre capaz de presentar resistencia.

Juan no se colocaba uno desde los tiempos de novios.

Ella sonrió sin pretender humillarlo, cuando lo sintió a sus espaldas, luchando con su torpeza para intentar colocárselo.

Entre el olvido y los nervios, tardó más de lo esperado.

Pero lo hizo.

Lo hizo y se acercó a ella.

Juan asió su miembro.

Lo que le costó en colocarse el profiláctico, lo recuperó con una gran habilidad para penetrarla.

Penetrarla ducho y con presteza.

Penetrarla sorprendido por la humedad.

Sorprendido por como ella, en un aparente gesto instintivo que no perito, echaba hacia detrás la cadera para facilitar y hacer más placentero el acoplamiento.

No pudo evitar gemir.

La penetraba lentamente, firmemente, añadiendo en el punto final, un movimiento pélvico decidido que le permitía hacer que Leire, se sintiera sobresaltada y repleta.

Luego, a la décima arremetida, aceleró el ritmo haciendo un notable esfuerzo por contenerse.

-          ¿Te vas a correr ya?  - preguntó ella.

-          No, no, no quiero correrme ya – arreció el chapoteo carnal que producen esos que follan sin mirarse.

-          Abre los ojos. ¡Ábrelos! – le gritó – Ábrelos y mira enfrente. Enfreente oggg…

El arquitecto diseñó un edificio interiormente abierto, que permitía al ocupante verlo todo sin ser descubierto.

Un Gran Hermano controlador, que garantizaba la privacidad de quien pudiera pagar la suite y la completa satisfacción de su espíritu voyeur.

La total oscuridad sin cortinas, la invisibilidad propia, la visión de la privacidad ajena….hicieras o que hicieras.

Porque mientras los gemidos de ambos acaparaban todo el espacio, mientras los glúteos de Leire se bamboleaban al ritmo con que eran embestidos, ante los ojos de Juan se desplegaba todo el esplendor urbano.

Como si él interpretara su propio Fassbender, aquella fuera la grabación de “Shame” y se follara a una amiguita pegando su cara a los cristales de su apartamento, frente a un puente plagado de repartidores, gente haciendo footing y tráfico.

Pequeños rascacielos de veinte, veinticinco o treinta pisos.

Las vías insomnes donde se observaba el circular de vehículos noctámbulos, coches de emergencia o de quienes no tienen otro remedio que vivir sin sol.

El tintineo caprichoso de luces apagándose, encendiéndose de los aviones aterrizando.

El zumbido de un helicóptero sin sueño.

El encender de una luz aleatoria.

El naranja alerta de los semáforos.

Y, en el edificio de enfrente, una señora de la limpieza encargándose, rítmicamente, de pasar la fregona por el suelo de un despacho donde su ocupante diurno ganaba en una hora lo que ella en un año entero.

Izquierda, derecha, izquierda, derecha.

Adentro, afuera, adentro, afuera, su polla se lubrica y lubrica al tiempo que se gozan.

En ocasiones, Juan se perturba cuando la limpiadora se detiene para secarse la frente, mirando directamente al hotel, al punto exacto donde él y Leire se están follando.

Con su cara enrojecida Juan la contemplaba convencido de que aquella anónima mujer, en el fondo, sabía lo que sucedía tras los cristales tintados.

Leire se alzó levemente.

Lo justo para echar una mano hacía atrás, acariciar su cuello y besarle al tiempo que las manos de Juan apretaban con fuerza uno de sus pechos.

-          Te gusta que te miren ¿verdad?

El asintió.

-          Lo supe en cuanto te vi en el bar…ufff…no pares, no pares….

Pero paró.

De nuevo la limitada resistencia de Juan estuvo a punto de hacerle una mala jugada.

Quería más.

Necesitaba más.

Pero no estaba seguro de no durar lo suficiente como para conseguir obtenerlo.

Leire comprendió.

Sabía comprender los temores y remilgos de sus clientes, anticiparse a ellos, prevenirlos, encauzarlos, compensarlos para lograr que siempre salieran satisfechos.

Sacándoselo de dentro, aferró su mano para llevarlo hasta el colosal lecho.

Lo tumbó, lo estiró de brazos recomendándole que se agarrar a los férreos barrotes del cabecero.

Lo besó, le regaló una tierna sonrisa y se montó encima.

Asiendo su polla la dispuso sobre la entrada, permitiendo que la penetrara unos centímetros, lo justo para que esta no se saliera.

Entonces, solo entonces, dejó de prestar atención a mil cosas, para concentrarse exclusivamente en Juan y su cara.

-          Ummm

-          Ufff.

Ambos gimieron mientras, perezosamente, se ensartaban.

Y, desde que tocaron fondo, no hubo miramientos.

No hubo piedad.

Al fin y al cabo, aquel juego ya estaba del todo desbocado y tendrían que aceptar su resultado.

Interpretándose por el ritmo de sus caderas, Juan abandonó los barrotes para agarrar su trasero.

Leire clavó sus uñas en los hombros de él, agarrándose para imprimir mayor ritmo, alcanzando el frenesí de la carrera, abriendo la tumba del mete saca, sacándola casi completamente para volver a insertársela hasta que muslo y glúteo chocaban.

La fricción llegaba a ser tal que podía escucharse el ruido de la humedad que los dejaba a ambos empapados.

Y comenzaron a gritar.

-          ¡Me corro Leire!

-          ¡Si, si…más…siiii!

Ninguno de ellos, fingía.

Los motores de un avión, volando con el tren de aterrizaje desplegado, se acompasaron con el orgasmo, imponiéndose a la súplica de ella por un segundo más de aguante y el perdón de el por no haber sabido darlo todo.


Lo despertó el ruido de la ducha.

Debía de llevar un largo rato abierta porque el vaho, surgido desde la mampara, brotaba por la puerta expandiéndose hasta empañar toda la cristalería de la suite.

Llegaba desde ella el fondo de una canción de los Rolling…”Simpathy for the devil” que hacía mucho no escuchaba.

Leire la tarareaba sin saber gota de inglés, con dulzura, sin ningún atisbo roquero en la escenografía.

Abrió un ojo para sentir el inmediato golpeteo de la luz en su cerebro.

Le llevó un tiempo controlar el pálpito de su testa y conseguir volver a abrir los párpados.

A su lado paraban las medias, los ligueros y, sobre la tarima, los zapatos de tacón que, en algún momento durante el coito, Leire se había quitado.

El preservativo, lánguido, se escondía, ruborizado, junto el pie de una lámpara.

Debía de estar contenta.

Cambiaba ahora a una canción de Amaral sobre la cual, esta vez sí, tenía buen conocimiento de la letra.

Permaneció así un rato considerable, aferrado a la cama, como si esta fuera un vehículo en movimiento, tratando de calcular cuantas copas de whisky y vino se había zampado para que su hígado le lacerara de semejante forma.

Se cerró el grifo y, transcurridos apenas dos minutos, salió ella, secándose el pelo con su cuerpo todavía empapado, dejando ver miles de gotas escurriéndose piel abajo hasta sus perfectos pies descalzos cuyas huellas dejaba irreverente sobre el costoso entarimado.

-          ¿Estas despierto? – sonrió – Espero no ser la culpable.

-          No –se incorporó agradecido por verla, porque no se hubiera marchado una vez cumplido su parte del trato, abandonándolo dormido y amodorrado.

Juan la contemplaba sin lados ocultos ni artificios.

Sin el morbo de la novedad.

A plena luz de media mañana.

Seguía siendo alta.

Seguía ofreciendo aquella cara pizpireta y rellena, aquellos ojos miel y la semblanza desenvuelta que tienen aquellos a quienes la vida nada regala.

Su cadera en cambio, la percibía ahora algo ancha, levemente ajada.

Sus pechos, sin ser de tamaño imponente, ofrecían rasgos de decaimiento.

Una venilla traicionera rasgaba azulada su muslo izquierdo.

Una cicatriz bajo el ombligo evidenciaba que conocía el dolor del parto.

Las pecas habían hecho de su espalda su rancho y los bíceps demostraban que no sabía el significado de la palabra gimnasio.

Pero aun así, tras aquella noche delicia, desnuda, pura, natural, recién duchada, limpia, con el pelo empapado y los glúteos flácidos, la contempló más hermosa que como nunca la había contemplado.

Ella comprendió la intensidad de aquella mirada tan cansada como agradecida.

Y se acercó, sentándose a su vera para ponerle la mano derecha sobre el pecho, directamente sobre un corazón sobrecogido.

Juan hizo lo propio.

Ambos sonrieron, ambos respiraron hondo.

Y se besaron.

-          ¡Qué bien hueles Rosa!

-          Y tú apestas a sudor Alfredo – contestó con tono jocoso- Deberías ducharte antes de ir a casa de mis padres. Que los niños los tendrán acorralados.

Alfredo se dejó caer a plomo sobre el colchón.

La tregua había terminado.

Era domingo y la próxima cita era una paella en casa de los suegros.

Tenía hambre.

Hambre de estómago.

Porque de la otra se sentía exprimido.

Exprimido como cuando eran novios y el tiempo se disponía a libre albedrío, tan solo para ellos.

Rosa se colocaba los pendientes con naturalidad, dejándolos colgando durante un largo rato, peinándose con ellos como único vestido.

Tantos años, tanto matrimonio, y Alfredo seguía oliéndole detrás como perro tras hembra.

Locura insaciable.

Locura y realidad.

Porque tras ella también se parapetaba el lunes, el hábito, la seguridad y sopor de lo cotidiano.

-          Date prisa mi vida – lo animó – Quiero pasarme a comprar unos pasteles por “La Golosa”. Y meterme en la web para pedir cita en el pediatra.

-          Oye Rosa, cielo…¿me devuelves ya los dos mil euros? Tengo una avería en el aire acondicionado del coche y me vendrían que ni pintados.

Ella detuvo el gesto de su cepillo para mirarlo con cara vera, sería, rasposa y ofendida.

Un rostro que, así, a pecho, encarado de cerca, hizo que Alfredo se repensara nuevamente si esa mujer que paraba delante era una desconocida y si debía temerla.

-          Ese dinero me lo gané a pulso – contestó tajante y afilada– Si no, deberías habértelo pensado, antes de irte de putas.