¿Te gusta mi polla?

El autor sigue en el relato de sus primeras pajas compartidas

¿Te gusta mi polla?

Aquella bienaventurada corrida de Gonzalito que, tanto El Berraco como yo mismo, celebramos casi con el entusiasmo suyo, alegres por él, que había levantado el vuelo, y también por nosotros, cercanos ya a poder seguir su rastro, así lo fuimos consiguiendo y al cabo logramos, para satisfacción general de los conjurados a la paja frecuente y compartida.

Considero que fue así, debió ser así el comportamiento nuestro, tan cómplice como clandestino, únicamente referido al confesor cuando tocaba, y en este trance escurridizos nos fuimos convirtiendo, menos claros y espontáneos, o sea ocultábamos acciones o deseos todavía más prohibidos, de modo que “el selecto club” no se nombraba ni existía y, que yo sepa, que yo supiera, ninguno de los tres nunca fue y le dijo al cura:

Padre, el otro día, pecando, no estaba solo, estaba con un amigo, y al venirnos el gustillo nos abrazamos y me entró mucha alegría¡ Claro, claro que sí, cualquiera de nosotros se lo podía haber confesado tranquilamente, pues de veras lo solíamos hacer y lo gozábamos, duda no cabe: ¡Lo que es, es! Pero sin embargo, nuestro comportamiento precavido, para nada seguía este curso y se ancló en declarar, como único punible, su persistente onanismo particular, y basta.

Es posible que tal actitud debiérase a la firme convicción nuestra, de los tres y cada uno de los tres, de no delatar a nadie, de no chivatearse ni en secreto de confesión, por si las moscas. Pensamiento verdadero nuestro, vinculante igual que voluntario, propio en esa edad, aquella de la infancia que es, suele ser limpia solidaria valiente y comprometida, infinitamente más que cuando se es adulto.

También pudo ser que funcionara el instinto por salvaguardar nuestra independencia y libertad de movimientos. Me explico: Entonces no era como ahora que todo el mundo sabe y todo el mundo habla y todos lo condenan incluso ellos mismos reconocen que lo hicieron, que lo hacen…  abusos a menores por parte de clérigos viciosos, de por aquí y por allá, en el mundo entero.

Pero, cuando yo digo, apenas se consentían rumores, conversaciones de mayores interrumpidas con el truco de “hay ropa tendida” si algún niño se entrometía queriendo enterarse y lo despachaban rápido: “anda vete a tu cuarto y ponte a estudiar y no te metas donde no te llamen, hijo”. Quiero decir que no pasaban de ser en la categoría de chismes, sin consecuencia advertida.

De ahí a nosotros, escarbando, preguntando, arriesgándonos incluso, llegaban fragmentos de películas, alguna bastante tenebrosa o desagradable, como por ejemplo la de un tierno mariquita, de un pueblo, que estando en el ejercicio de su contrición, arrepentido, tras haberle rebelado abiertamente al sacerdote su adicción a tocar y a besar y a chupar  las pichas de sus amigos, sin poder apartar de sí esa tentación de su cabeza…

Pudo notar perfectamente cómo, a la par que, el confesor abría -con sigilo y decisión-  la portezuela abatible ante la que  él estaba arrodillado… el brazo diestro de éste rodea su cabeza por encima de los hombros, aprovechando que la iglesia estaba casi vacía y en penumbra, lo presionó, con prudencia y tino, inclinándolo hacia sus partes nobles, y  en habiendo abierto con la siniestra libre su negra sotana ya desabotonada le conminó diciéndole:

¡Hijo mío. El Señor en su clarividencia y en su omnipotencia te ha enviado a mí para salvarte. Y yo seré quien te recoja y te lleve, como cordero, al rebaño de la virtud. Sí, tu pecado es muy gordo, es un pecado enorme, y tienes que apartar de él tu vida, de inmediato y sin vuelta atrás, de manera que nadie ni hoy ni mañana pueda decir que tú le has hecho esto y lo otro, pecador!

Piensa, si ella se enterara, si a ella se lo comentan, sí, a  tu madre, a tu pobre madre, que tanto te quiere. Piensa en tu padre, en el animal de tu padre, que te puede dar palos sin tregua hasta en el cielo de tu boca… ¡Oh, sí, sigue, sigue así mi niño! ¡Qué bien lo haces! Así que ya lo sabes, abandona el mal y, si acaso la pericia de Satanás vence tu resistencia, ven a mí. Ven a mí que te daré consejos y doctrina para que, poco a poco, vaya desapareciendo en ti esa sucia costumbre tuya, y esa mancha no se extienda ni se perciba ni se note.

Eso es. No pares, no pares, ahora nadie nos ve. Esto es cosa nuestra. Dios nos perdona. A ti y a mí. A los dos nos lo permite, porque si a mí me dio el don que ahora estás gozando, y a ti la tiranía de desearlo tanto anti natura, querrá Él que juntos dejemos de ofenderlo. ¡Dios santo qué placer! ¡Qué bien la chupas! ¡Qué deliciosamente mamas! ¡Oh! Mi maricón, detente un momento, mírame. Cariño: ¿Te gusta mi polla?

(Continuará)