¿Te follarías a mi marido?(1 de 2)

Antonio se deja seducir por una amiga de su juventud, lo que no sabe es que echar un polvo con Deborah tendrá sorpresas.

Débora, tras quince años sin aparecer por la tierra que la vio nacer, había regresado a su pueblo. Durante ese largo tiempo el único contacto que había mantenido con su familia fue telefónico, mayoritariamente con su madre, su hermano Javier y con su cuñada. Sus hermanas, en aquellos ocasiones que su llamada las había cogido de visita en el hogar paterno, se habían limitado a intercambiar con ella simples frases de cortesía. Su padre no había hecho ni eso. El día que sus principios morales lo obligaron a desterrarla del pueblo, le dijo que no le volvería hablar en la vida y ha mantenido su pretérita promesa del modo más absurdo.

Su progenitor, un hombre de mentalidad cerrada y chapado a la antigua, tomo la decisión de retirarle la palabra a raíz del escándalo que se organizó en el pueblo y de lo ocurrido posteriormente con el marido de su tía. Desde entonces su actitud hacia ella fue la misma que se tiene con los muertos: olvidarla con el avanzar de los días. No obstante, el paso del tiempo no ha impedido que Manuel piense constantemente en su proscrita hija, ni que sea menos doloroso el recuerdo de prescindir de ella.

Nada más se instaló, junto con su marido, en el lujoso chalet que habían alquilado a en las afueras de Alcalá de Guadaira, llamó a su madre con la intención de pasar a tomar un café en su casa. Estaba deseando volver a ver a su gente y cerrar las heridas que la distancia no había podido curar.

—Ponte en contacto con Javier y las hermanas, que se vengan con los niños. ¡Tengo unas ganas locas de conocer a mis sobrinos`! ¿Qué pasteles llevo? —Le dijo Débora a su madre con una voz tan emocionada que rosaba un eufórico llanto.

Tras charlar brevemente con su progenitora, le pidió a su marido que se vistiera de un modo elegante, pero sin ser demasiado ostentoso. Ella hizo algo parecido y salieron para enfrentarse a los terrores del pasado que había dejado atrás.

De camino pararon en una de las reposterías del pueblo para comprar tres docenas de dulces, llegó a la conclusión de que era preferible que sobraran a que faltaran. Opinaba que sus sobrinos serían iguales de golosos que sus hermanos y ella de pequeños, por lo que siete bocas infantiles podían dar cuenta de un buen lote de pasteles.

La chica de la confitería era muy joven y no la reconoció, pero no así algunas de las clientas que al verla tan bien vestida y en compañía de un hombre tan elegante, olvidaron el sambenito de puta que le habían puesto en el pasado y la saludaron del modo más efusivo. No tanto porque se alegraran de verla, sino buscando algún jugoso cotilleo que poder contar en la peluquería durante las próximas semanas.

Las saludó y, tras presentarle a su marido, les contó una verdad a medias, pues dijo que era un conocido productor cinematográfico. No especificó que el tipo de cine que producía era el denominado para adultos, pensó que si alguien quería más información que usara San Google.  Ver como la envidia, de un modo retorcido, se dibujaba en la expresión de sus antiguas compañeras de Instituto, fue una sensación tan satisfactoria, que únicamente pudo compararla con el sexo.

El reencuentro con su familia no fue tan multitudinario como ella esperaba. Sus dos hermanas no hicieron acto de presencia, solo estaban sus padres, Javier, su esposa y sus dos hijos.  El patriarca de la familia, aunque se hallaba en la casa, no le dio la cara, simplemente la miró desde lejos como si no pudiera vencer el miedo de enfrentarse a ella.

Aunque él no sabía exactamente a que se había dedicado profesionalmente su hija, suponía que si no hablaba de ello, no debía de tratarse de un trabajo muy decente. No sabía si estaba más enfadado con ella, por cómo había conducido su vida o con él, por no haber sabido inculcarle unos buenos valores cristianos.

El buen hombre, parapetado en su butacón frente al televisor, oteó a la recién llegada y se limitó a observarla disimuladamente desde la distancia. Aunque para él siempre sería su niñita, poco quedaba en aquella mujer de treinta y tres años de la adolescente que echó de su vida y más tarde terminó largándose para no volver. Hasta ahora.

Habían cambiado muchas cosas en ella: su sonrisa, su forma de mirar, hasta vestía distinto… Quizás lo único que se seguía manteniendo de aquel entonces fuera su color de pelo: un rubio platino explosivo, que la hacía parecer aún más guapa de lo que siempre había sido.

Donde antes hubo una chiquilla delgada, se hallaba una mujer esbelta y con curvas, tan elegante, que parecía salida de una película de cine. Le costaba admitirlo, pero, a pesar de la mala vida que el imaginaba que había llevado, su hijita parecía haberse convertido en toda una refinada señora.

Fue tan mal educado que ni se acercó a saludar a Eduardo. En su interior había germinado la idea de que, si lo hacía, rompería una absurda penitencia personal que se había autoimpuesto.

Su nuevo yerno le parecía todo un señor: elegante, alto, educado… Su aspecto fornido y su cabeza rapada era algo que le confería un aspecto menos distinguido, pero que, al padre de Débora, le inculcaba un mayor respeto; el mismo que le infundieran los patrones de la fábrica en la que estuvo empleado durante más de cuarenta años y a los que nunca tuvo valor de replicar, por muy nefastas que llegaran a ser las condiciones bajo las que le obligaban a trabajar.

A Eduardo le hubiera gustado poder comprender porque su esposa había acudido con tanta premura a visitar a su familia. Es como si confiara que su padre, en un alarde compresión que no había demostrado nunca, le abriera su corazón, o que al menos sus dos hermanas dejaran de mostrarse tan distante con ella y acudieran al reencuentro.

Más, como él se temía, nada de eso había ocurrido e ignoraba que le daba más rabia, si no haber sabido inculcarle la mala idea que era aquella visita o lo mucho que terminó sufriendo su mujer por el desplante de algunas de las personas con las que se crio. Disimular la frustración y su dolor delante de los pocos asistentes, fue una actuación digna de un Oscar.

Las horas que pasó en la casa que antaño fuera el hogar de su esposa, se fueron convirtiendo para él en un martirio y cada vez le costaba más disfrazar su incomodidad ante los presentes. A pesar de que su cuñado, su suegra y demás estuvieron de lo más agradable, la mirada inquisidora del anciano que a ratos parecía ver la televisión, a ratos parecía vigilarlos estrechamente, no le permitió  bajar la guardia  y no pudo relajarse lo más mínimo en ningún momento.

Sobre las nueve de la noche decidieron regresar al chalet que habían alquilado. Durante el camino Débora permaneció en un absoluto mutismo. Su marido, que la conocía bien, no quiso decir nada, pues sabía que, según su terapeuta, era ella quien, sin ayuda de nadie, debía resolver sus conflictos internos. Ella había decidido ir a ver a su familia de aquel modo repentino y ella era quien debía enfrentar las consecuencias de sus actos, del modo que considerara oportuno.

En el momento que su marido cogió el desvió que llevaba a su eventual residencia, Débora dejó de darle vueltas a su cabecita y rompió el molesto silencio.

—Cariño, ahora cuando lleguemos al chalet, no metas el carro en la cochera y apárcalo fuera.

—¿Y eso?

—Después de cenar, me voy arreglar para dar una vuelta —Responde dejando claro que no quiere que su marido la acompañe y que no admite discusión al respecto.

—¡No mames! ¿Crees que es una buena idea? —Vuelve a preguntar Eduardo, entre sorprendido y contrariado.

—Sí, hemos venido con el cometido de rodar la maldita película y cuanto antes comience a contactar con los posibles participantes mejor.

—Entonces, ¿lo que platicamos de esperar a mañana para contactar con Antonio?

—Prefiero hacerlo ahora, después de lo sucedido en casa de mis padres, no me voy a poder quedar dormida sin saber si todo este maldito viaje y si todo el tiempo y dinero que hemos invertido en él, ha merecido la pena o no.

La firmeza de la que empapó sus palabras era algo inusual en ella, Eduardo llevaba unos meses conviviendo con una persona distinta a la que se casó. Donde en un primer momento había dudas e incertidumbre, después se encontró con decisión y certeza. No le podía gustar más esa versión nueva y renovada de la mujer de la que se enamoró. Todo aquel tremendo cambio a mejor, se debía al inmejorable trabajo de Gloria, su terapeuta.

Cuando ambos decidieron retirarse de actuar en el cine para adultos y él montó la productora, el exceso de tiempo libre sacó a relucir los monstruos del pasado de Débora. De ser una mujer divertida y jovial, se fue convirtiendo, poco a poco, en un ser amargado y depresivo.

Su estado anímico cada día iba a peor y cualquier cosa que hacía para alegrarle la vida tenía poco éxito, pues su esposa sonreía con los labios, pero una tristeza de lo más desconsoladora no paraba de navegar a la deriva en el fondo de su mirada.

Desesperado, le buscó ayuda profesional, como no quiso atiborrarla de fármacos que terminaran por inhibir del todo o en parte la personalidad de la mujer que amaba, decidió contar con los servicios de una psicóloga de renombre y bastante cara. Una profesional cuyos innovadores métodos habían demostrado ser bastante efectivos con pacientes con psicopatías de lo más complicadas.

Nunca había creído demasiado en la psicología como ciencia curativa y siempre la había considerado un caprichito de gente adinerada, sin embargo, no tuvo más remedio que admitir que las sesiones con su psicoanalista estaban siendo muy beneficiosas para Débora.

Según determinó Gloria, la génesis de todos sus problemas anímicos estaba en el día que participó en una orgía con tres chicos de su pandilla y su mejor amiga Vanesa.

Aquello que podía haber sido una simple travesura, se convirtió en un antes y un después en su vida. La otra chica, con la única intención de hacer daño, pregonó lo sucedido entre sus amistades y la noticia no llegó solo a los oídos de las novias de los participantes, sino que sus padres, al igual que toda la gente del pueblo, también terminaron por enterarse.

Incapaces de comprender en que habían fallado con su pequeña y, con la única intención de quitarla del peligro, la mandaron a vivir a la capital sevillana con sus tíos.

Un lugar lejos de su hábitat natural y de las malas compañías que frecuentaba,    que se terminó convirtiendo en una especie de prisión, una prisión donde tuvo que aguantar la tortura del acoso del marido de su tía, acoso que culminó con ella siendo sometida a la fuerza por aquel malnacido, un malnacido que se limitó a negarlo todo y la culpó de lo ocurrido, alegando que era ella quien   no paraba de insinuársele como una vulgar buscona.

Marcharse a vivir a Madrid fue la peor idea de su vida, comenzó trabajando como camarera y terminó bailando desnuda en un “sexshop”. Aun así tuvo la “suerte” de acabar ejerciendo como actriz porno, periodo en el que llegó a conocer al que es ahora su marido.

Según su psicoanalista, el único tratamiento de choque para su depresión era recrear lo sucedido según los designios de Débora y la mejor manera de conseguir ese objetivo, era rodar una película de ello. Con tal fin, Débora debería asumir el rol de directora. Algo que no había hecho hasta el momento, pero con lo que está bastante entusiasmada.

Los motivos que han traído a Eduardo y a su mujer a Sevilla no ha sido solo los de filmar la orgia, sino buscar la participación  de las personas que intervinieron en ella: Fernando, un guaperas de familia adinerada cuyo negocio familiar se había visto abocado a la ruina, Antonio, un golfo bastante juerguista a quien el desempleo, la pensión de su  ex mujer y las deudas mantenían  en una  bancarrota continua e Iván, un ex de Débora,  quien había montado  por su cuenta recientemente un taller, negocio que no terminaba de arrancar, por lo que podía estar abocado al cierre, sino recibía  la inyección económica necesaria.

Era obvio que los tres antiguos amigos de su esposa estaban pasando una mala racha. Una situación nefasta de la que los antiguos actores pornográficos pensaban sacar partido.

Entre aquellos quienes se asoman al abismo de la desesperación, suele ser más habitual encontrar los que no se cuestionan una ganancia fácil. Si había un dinero que no era complicado de ganar, era los generosos honorarios que le ofrecían por su participación en la película. Eso sí, tendrían que olvidarse de todas los preceptos morales y sociales que les habían inculcado, pues los iban a trasgredir todos y cada uno de ellos.

Con motivo de proponerles su participación en el rodaje, han organizado una especie de casting sorpresa en el que los antiguos amigos de su esposa deberán tener sexo tanto con ella como con él. Sabía que no sería una empresa fácil y podría encontrarse con problemas, primordialmente, tratándose de una gente tan bruta y cerrada a nuevas experiencias, como parecen ser los antiguos amigos de su mujer. No obstante, se ve incapaz de negarle nada a Débora, máxime si es por prescripción facultativa como es el caso.

En principio la pequeña encerrona a su amigo iba a ser al día siguiente, pero Débora se había enfadado tanto con el recibimiento que su familia había dado a su marido y a ella, que necesitaba tener, y lo más pronto posible, la certeza de que no había sido en balde su periplo de América a España.

Habían escogido a Antonio en primer lugar porque era quien se encontraba en peor situación económica. Desde que lo despidieron de la empresa de construcción donde trabajaba como encofrador, no había tenido un empleo decente. Si a eso se le añadía que su mujer lo había dejado por sus constantes infidelidades, tanto con un sexo como con otro. Era la presa idónea para inaugurar las pruebas sorpresas para el insólito rodaje.

Eduardo y su esposa se sentaron a cenar con la incómoda compañía de un tenso silencio. No obstante, él se esforzó por mostrar a la mujer de su vida la mejor de sus sonrisas y esta respondió apretando los labios suavemente.

—¡Cari, no te pongas así!, sabes muy bien lo que debo hacer.

—No me pongo de ninguna manera, pero la neta que me parece muy precipitado y las prisas no son buenas, mi amor.

—¡No te preocupes, cari, veras como todo sale bien!

—Si das con el pendejo, ¿cómo lo sé?

—Ya haré lo posible para llamarte sin que él se entere. Si lo hago, te preparas tal como hablamos.

—OK, OK…

Tras cenar, Débora dio un prologando beso a su marido y se metió en la ducha. Estaba tan empapada de tristeza, que ni un fuerte chorro de agua caliente fue capaz de borrar la desazón que la consumía por dentro.

Mientras se vistió y se maquilló para salir a cazar, a pesar de que la rabia no dejó de palpitar en su cerebro, Débora no pudo reprimir excitarse al pensar en Antonio. Recordó la buena verga que se gastaba el pelirrojo, su modo de comportarse tan rudo, lo morboso y cachondo que era en su juventud. Aunque se acicaló a conciencia para poder seducir mejor a su viejo amigo, pensó que si seguía siendo el mismo salido de siempre, igual le iba a dar que fuera vestida de monja de clausura. Conseguir que cayera en sus redes iba ser pan comido, con tal de meterla en caliente no le iba importar el envoltorio,

Antes de partir, dio dos besos a su marido, cogió su barbilla entre los dedos y, mirándolo a los ojos, le dijo un silencioso: « ¡No te preocupes, todo va a salir bien!».

Con aire majestuoso, se montó en el coche y, tras arrancarlo, se lanzó a la aventura de intentar localizar al amigo de su juventud en los bares y pubs de la noche del pueblo que la vio nacer, Los Palacios y Villafranca.

Aunque habían pasado quince años, seguían abierto todavía la mayoría de los locales de los que ellos frecuentaban en su adolescencia. Algunos habían cambiado de nombre, otros había cambiado su decoración, pero en todos ellos la nostalgia estaba presente de un modo abrumador.

En los dos primeros que visitó, una clientela excesivamente joven y con la que consideró que Antonio tenía poco en común, le llevo a pensar que esa noche le iba a ser imposible encontrar a su amigo. Sin embargo, en el tercero de ellos, de charla con dos chavales de veintipocos años a los que fue incapaz de reconocer, encontró a Antonio.

Aunque el local tenía un cartel en la puerta ahora que ponía “Charlotte” y lucía una estética acorde al siglo XXI, para ella sería siempre el “Palermo”, un refugio de los adolescentes de su juventud, donde podían fumar y beber en absoluta libertad, lejos del yugo paterno. Pese a que la decoración estaba muy cambiada y la clientela era muy distinta, una estridente música noventera que sonaba de fondo sin parar, propició que navegara por un mar de recuerdos y tiempos más felices.

El bar estaba frecuentado mayoritariamente por hombres, por lo que una atractiva desconocida subida a unos tacones de aguja y ataviada con un vestido negro tapándole lo justo e indispensable, no pasó inadvertida.  A Débora le hubiera gustado ser invisible y quedarse contemplando durante unos minutos al hombre en que se había convertido el chaval de su adolescencia, sin embargo, con todas las miradas pendientes de sus movimientos, no era el momento idóneo para ello.

El aspecto de Antonio no había cambiado demasiado, siempre había sido muy maduro y muy atractivo. No había perdido pelo, por lo que seguía luciendo su cabellera pelirroja y risada tal como lo recordaba. Se había dejado una perilla que, a pesar de la ternura que emanaban sus ojos verdes claros, le daba un aspecto de chico duro. Para reforzar su aspecto de malote lucia en uno de sus brazos un tatuaje de un dragón que parecía surgir de su hombro, después de trepar por su espalda. Si de joven poseía una musculatura natural, su físico actual respondía a muchas horas de ejercicio físico. No se le veía tan fuerte como a Eduardo, pero tras su aspecto corpulento se podían ver que existía un más que estricto entrenamiento.

Se acercó a la barra con paso firme y se pidió un gin-tonic. No había pegado ni dos sorbos de su copa cuando fue abordada por su viejo amigo quien la reconoció nada más verla.

—¿Debo? ¡Tú eres Debo, mi amiga!

—¿Antonio? —Dijo haciéndose falsamente la sorprendida.

Se dieron dos sonoros besos que fueron acompañados de un fuerte abrazo. Se cogieron afectuosamente de las manos y se quedaron mirándose atónitos durante unos intensos segundos. En los ojos de ambos brillaba la alegría pues, incluso para Débora que lo traía todo meticulosamente preparado, el reencuentro estaba siendo de lo más emotivo.

La sorpresa inicial fue seguida por una especie de interrogatorio en la que ambos sometieron al otro a una especie de tercer grado para saber que había sido de sus vidas.

—¡No me lo puedo creer Fany y tú os habéis divorciado! —Exclamó ella simulando desconcierto ante algo que conocía de antemano.

—Sí…  Todo culpa mía que no sé tener la churra quieta, terminé pillando algo y se lo pegué.

—¿Algo? No sería nada grave, ¿no?

—No… Bichitos de esos…—Respondió Antonio bajando visiblemente la voz, como si se avergonzara de ello.

—¿Ladillas? ¿Con quién te fuiste para pillar algo así? ¡Qué golfo estás hecho! —Su parrafada concluyó con una frívola y suave bofetada sobre uno de los hombros del fornido treintañero.

Aunque pudiera parecer a simple vista  que la mujer lo juzgaba,  no era así,  usaba un tono de lo más jocoso, con la única intención de coquetear con él del modo más descarado

—¿Quieres saber la verdad o te cuento la mentira que le largo a toermundo ?

Débora sonrió maliciosamente y con cierta picardía le respondió:

—Hombre, creo que después de haberte comido una vez la polla, me merezco estar en el grupo de los que se merecen saber la verdad.

Aquella descarada muestra de sinceridad   por parte de su antigua amiga de la juventud, dejó al pelirrojo un poco cortado. No estaba muy acostumbrado a que las mujeres le hablaran tan a las claras, pero estaba descubriendo que le ponía un montón que lo hiciera.

—¡Qué buenos recuerdos! —Dijo reprimiendo llevarse la mano a la entrepierna en un intento de dejar patente su virilidad. Se quedó unos instantes en silencio, puso cara de circunstancia y prosiguió con un tono de voz muy cercano al susurro—. Lo que te voy a contar, no lo sabe mucha gente… Bueno, creo que Fany sí porque estuvo juroneando por ahí, hasta que se enteró.

—¿De qué se tuvo que enterar? —Insistió la mujer.

—De que… me gusta… petar el culo a mariconcillos.

Débora llegó a la conclusión de que el dicho popular «El cabrón es el último que se entera», tenía su base “científica”, pues sí su hermano Javier, que no era nada cotilla, había averiguado de que a Antonio le iban los culos peludos, estaba claro que lo sabía todo el pueblo y allí estaba, el muy ingenuo, susurrándole aquello como si fuera un secreto de Estado.

La mujer dedicó una mirada al corpulento hombre que tenía ante ella y, guardándose la risa para sí, puso cara de haberse enterado de aquello por primera vez. Con su voz más bobalicona le preguntó:

—¿De verdad que te van los hombres?

El pelirrojo asintió levemente con la cabeza, como si con no pronunciar el “sí” su afición a follarse personas de su mismo sexo, se convirtiera en algo menos cierto.

La mujer, haciendo gala de unas dotes interpretativas dignas de una postulante al Gran Hermano, acercó su rostro al de Antonio de un modo peligrosamente sensual y le dijo:

—¿Te puedo confesar un secreto?

—Sí—Musitó él, quien a cada segundo más que pasaba con la despampanante rubia se iba poniendo más cachondo, pues no solo era que su presencia le trajera recuerdos de una etapa de su vida en la que fue más feliz, sino que también sus voluptuosos pechos parecían tararear cantos de sirenas para sus ojos.

—Me vuelven loca los hombres bi.

—¿Y eso?

—Me parece muy sexy ver como dos tíos lo hacen entre ellos. Creo que a los hombres os pasa igual con las lesbis y no lo consideráis nada raro.

—Sí —Sonrió picaronamente Antonio, acercando ya no su cara, sino todo su tórax a su amiga de la adolescencia. La temperatura entre los dos subió hasta un punto que la conversación comenzó a rozar el peligroso terreno de lo íntimo.

Débora, lejos de dejarse intimidar por la tremenda confianza que se estaba tomando con ella, permitió que se aproximara aún más, dejando que la libido pastara a sus anchas entre el escaso espacio que distaba entre ambos. Consciente de que las cosas estaban saliendo mejor de lo que ella había previsto, siguió tensando la cuerda para que su amigo cayera con mayor facilidad en la trampa que le tenía preparada.

En el momento que consideró que ya habían transgredido unas cuantas leyes del comportamiento   decoroso en un lugar público, le dijo:

—¡Tío, aquí hay mucha gente mirando! Te pego un corte para bienquear y me voy. Te espero en un ratillo en el coche, lo tengo aparcado en la plaza de la Constitución y ya seguimos charlando allí, ¿ok?

—Lo que tú digas, mi reina.

En el momento que notó que el número de gente que lo observaba era mayor, Débora cogió y le pego un pequeño empujón diciéndole:

—¡Pero qué pulpo estás hecho! ¿Quién te has creído que soy?  ¡Ni que yo te hubiera dado esa confianza!

Una vez consiguió que toda la clientela estuviera pendiente de la pequeña bronca, dejó la copa sobre la barra, le pagó al camarero y se marchó visiblemente enfadada.

Antonio se quedó un poco perplejo, miró a sus amigos quienes, mediante gestos, le preguntaban por lo ocurrido. Incapaz de encontrar una respuesta mejor, y con cierta chulería, le respondió:

—Esta tía sigue siendo la misma calienta pollas que ha sido siempre, mucho lerele pero poco lirili .

—¡Es que te crees que to el campo es orégano! —Le contestó riéndose uno de sus colegas.

—¡Lo que pasa es que ya estás muy viejo y  cada vez ligas menos, ya no te clavas como no sea pagando! —Le dijo el otro veinteañero entre risas.

Soportó las bromas y las puyitas durante unos minutos que se le hicieron eternos. Minutos en los que se limitó a dar tiempo para seguirle el juego a su vieja amiga. Una vez se tomó la copa que tenía en la mano, pagó y se despidió.

—¿Ya te vas? —Le preguntó uno de sus colegas.

—Sí, mañana tengo que hacer un chapu —Se excusó con una mentira que improviso sobre la marcha.

—¿Y eso?

—Un amigote mío de Dos hermanas que tiene que cambiar las puertas en el piso y me ha llamao para que se las ponga.

Les supo mal mentirle a sus compañeros de juerga, pero desde que su mujer lo abandonó no ha vuelto a hacer alarde de sus conquistas amorosas. Primero porque no son tantas como a él le gustaría, segundo porque la mayoría son homosexuales que se liga en las zonas de “cruising” a las que va cuando ya está harto de practicar las artes del onanismo delante de la pantalla del ordenador.

Dado el poco dinero que le restaba después de hacer frente a todos los gastos mensuales, el comentario de sus colegas sobre pagar por sexo, no podía ser menos acertado.  Nunca había sido mucho de irse de putas, pero en aquel momento de su vida era un lujo que no se podía permitir bajo ningún concepto.

De camino a la plaza, con el cerebro embotado por las cuatro o cinco cervezas que se había tomado, no pudo evitar darle alguna que otra vuelta a lo sucedido. A pesar de que los recuerdos que conservaba de su amiga pasaban por la noche que se la mamó en la pequeña orgia que organizó Vanesa, no dejaba de ser sorprendente la forma que había tenido de entrarle. Le había faltado decirle « Te espero en el coche para echar un kiki ». A pesar de lo descarado que acostumbraba ser,   las últimas palabras de Débora seguían tintineando en su cabeza. « ¿A qué carajo venía decirme que le gustan los hombres bisexuales? », se preguntó con total desconcierto.

La plaza del pueblo, lugar de la inesperada cita, estaba vacía de viandantes. Los niños solían jugar en su albero y los ancianos que normalmente ocupaban sus bancos, estarían ya en sus casas, refugiados del intenso calor al amparo de un aparato de aire acondicionado o de un ventilador. Antonio notó como transpiraba más de lo normal, no sabía si por la alta temperatura ambiental, por lo nervioso que estaba ante el fortuito encuentro con su pasado o por ambas cosas. Estaba excitado, pero ante todo se sentía vivo. Reencontrarse con su pasado, estaba resultando ser de lo más rejuvenecedor.

Desde la distancia    vio a su amiga de píe junto a un BMW de alta gama azul. Tal como había supuesto, y si se atenía a lo lujoso del vehículo que conducía, a Débora no le iba nada mal. Si los rumores que llegaron al pueblo sobre que se dedicaba a la prostitución eran ciertos, el pelirrojo tenía claro que, para tener un coche tan caro, debía ser de las que vendía su cuerpo a gente de la alta sociedad. Se había convertido en el tipo de mujer a la que la gente del pueblo solía referirse con el apelativo despectivo de “un coño muy merecio ”.

—Creí que ya no venías. ¡Qué de tiempo has tardado!

—¡Estos tíos que son más pesaos que un collar de melones!

—Bueno, no importa… Lo bueno es que ya estás aquí y podemos seguir hablando.

Antonio que tenía bastante claro que Débora no había quedado con él para charlar solamente. Se posiciono frente a ella, se acercó seductoramente, estiró los brazos y   los apoyó sobre el capo del coche, de modo que la mujer quedó ligeramente atrapada entre sus bíceps y su pecho.

—¿Solo quieres hablar? —Dijo con una voz ronca y arrastrando morbosamente las silabas, a la vez que pegaba su rostro al de la mujer de una manera de lo más insinuante.

Durante unos segundos ambos se miraron con deseo y se podía llegar a pensar que la única manera de concluir aquello fuera sumergiéndose en un salvaje beso. Sin embargo, los planes de la despampanante rubia no pasaban por desatar la pasión en un lugar público. Su intención era llevárselo en cuanto antes al chalet que tenía alquilado, pues ya había telefoneado a su marido para que los esperara del modo y forma que habían acordado. Así que aunque, por unos segundos, se encontró  tentada de morderle los labios al atractivo  y varonil individuo, dejó aparcado sus instintos primarios, limitándose a invitarlo con un escueto e insinuante  gesto a que subiera al coche.

Una vez accedió al interior del vehículo, y como si fuera una especie de limosna, antes de arrancar el coche, le acarició el bulto de la entrepierna. Con aquel gesto consiguió matar dos pájaros de un tiro: dejarle claro a su acompañante que iban hacer algo más que charlar y confirmar que los recuerdos que tenía del increíble tamaño de su polla no eran exagerado. A pesar de las cervezas que llevaba encima, su amigo estaba tan cachondo que tenía el miembro viril duro como una piedra.

—¡mmmm!¡Cabrón, hay que ver lo tiesa que se te ha puesto  y eso que solo te he dicho que íbamos a hablar!

El pelirrojo atrapó la muñeca de la mujer y suavemente movió la palma de la mano sobre sus abultados genitales, puso tanta pasión en ello, que Débora no tuvo ninguna duda sobre sus tremendas ganas de marcha.

Cada vez estaba más segura de que su amigo accedería a la proposición de rodar una película para adultos con ella, estaba tan eufórica por cómo se estaban desarrollando los acontecimientos, que la furia que había surgido en su interior por el fallido reencuentro familiar, se fue disipando. En su mente solo había lugar para un pensamiento: recrear la orgia que compartió con sus antiguos amigos del modo y forma que ella había ideado.

Desplegó sus armas de seducción y con una voz que sonó extremadamente melosa le dijo:

—¿De verdad que te gusta estar con otros hombres?

Antonio no daba crédito a lo que estaba sucediendo con su antigua amiga, aunque recordaba que siempre había sido una buena guarrilla, no le entraba en la cabeza que se excitara del modo que lo hacía con la fantasía de ver a dos tíos follando. Como no tenía ni idea de que pretendía con aquello, pensó que con seguirle el rollo no tenía nada que perder y si un buen polvo que ganar. Así que le aclaró sus dudas del modo más explícito.

—¡Pues porque va a ser mujer! No es lo mismo meterla por un coño, que meterla por un culo. Está mucho más estrechito y da mucho más gusto. Como hay tan pocas tías que les guste que le peten el mojino y menos con una cosa tan gruesa como la que yo me gasto. Descubrí que un nabo grande y gordo, no es ningún problema para los mariconcillos, sino todo lo contrario, cuanto más grande mejor y más les gusta.

» Al principio solo les daba de mamar, pero cuando vi que se volvían locos porque les diera jarilla y que aquello me daba el mismo gusto que un chocho, empecé a buscarlos más de lo que me hubiera gustado —En ese momento su voz pareció quebrarse un poco, como si hubiera recordado algo sumamente desagradable y el enorme peso de la culpa descansara sobre sus hombros de un modo casi insoportable.

Su amiga creyó saber de qué se trataba e intentó consolarlo de un modo de lo más afectuoso. Tanto más confiara en ella, más fácil le sería embaucarlo en la empresa que se traía entre manos.

—¿Cómo es que pillaste ladillas? ¿Acaso no tomas precauciones?

—Sí, yo siempre me pongo condón. Pero según me estuvo explicando el médico, que ante esos bichos la única precaución es no tener relaciones con esas personas. De todas maneras, siempre que me pillo un culo desconocido, tengo un spray en casa que me lo hecho y me curo en salud, por si las moscas.

Escuchar al pelirrojo con el descaro y falta de tacto que tocaba aquel tema, le hizo sopesar si sería una buena idea lo del casting. Tanto Eduardo como ella tomarían precauciones, pero aquel botarate parecía no haber escarmentado y seguía frecuentando los mismos lugares sórdidos donde lo habían contagiado. Lo peor, la dejadez con la que hablaba de ello, daba a entender que consideraba una banalidad lo de infectarse de parásitos.

Volvió a pasear la mirada por su fornido cuerpo y llegó a la conclusión de que, por incluir aquel musculoso y dotado pelirrojo en su película, merecía la pena el riesgo. Estaba segura de que pasaría la prueba que Eduardo le había preparado con nota y seguramente sus miedos a que no estuviera sano fueran infundados. Al tío se le veía bien y si no lo estaba ya lo dirían las analíticas previas al rodaje.

Apretó fuertemente los huevos de Antonio entre sus dedos y le dijo:

—¿Te gustaría follarte hoy un culito de hombre?

En dos viernes volveré  con la conclusión de esta historia

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