Taxi a Paris

...

Los días transcurrían como en un sueño.

Lo que sucedió fue que ella se quedó conmigo, sin más. En una ocasión, mientras desayunábamos, le pregunté si no tenía que volver a su apartamento.

—No —me dijo—. Oficialmente estoy en París.

—Pero no has... —Ni había llamado por teléfono, me había salido de mi casa en ningún momento.

—No hacía falta que se lo dijera a nadie. Ya estaba programado —me observó con una mirada pícara— antes de que me secuestraras.

—Me avergoncé al recordarlo y me puse roja.

Ella me dio un beso en los labios, con toda confianza, y me miró directamente a los ojos —. Lo cual te agradezco muchísimo. —

Gratitud no era precisamente lo que yo buscaba, pero... Sin necesidad de que yo la animara, hizo otro comentario gracioso—. Y por lo que veo, no necesitamos ropa, ¿verdad?

Verdad. De nuevo me sentí incómoda.

Nos pasábamos prácticamente las veinticuatro horas del día en la cama. Me estremecí de placer al pensarlo.

—Es una lástima, pero mañana tengo que volver al trabajo —dije, con pesar.

Ella mordisqueó un bollito.

—Yo también tengo que ir a trabajar el lunes —dijo, sin mala intención. Aun así, me sentí como si acabara de recibir un puñetazo en el estómago. Durante todo el tiempo que había estado allí conmigo, yo no había pensado ni una sola vez en ese tema.

—¿Tienes que ir a trabajar? Me miró sin pensar.—

Pues claro. A mí también se me han acabado las vacaciones.

—Me había pillado por sorpresa, pero claro, ella tenía su profesión y yo la mía. Y ambas nos habíamos tomado unas vacaciones

—. No pongas esa cara triste —me dijo, en tono cariñoso—. Tienes las tardes libres y yo, por lo general, también.

Justo lo que yo pensaba: su especialidad era el amor matinal.

Hice un esfuerzo para recobrar la compostura. Sabía que, tarde o temprano, sucedería: la culpa era mía por haber pretendido olvidarlo.

—Claro —dije, aunque a regañadientes —, podemos vernos por las tardes. —Se acercó a mí y me dedicó una mirada muy tierna—. Pero si acabamos de... —dije, aunque me estaba entrando mucho calor por la forma en que me miraba.

—Sí —dijo, junto a mi boca—, pero tengo que recuperar dos años de mi vida. — Me eché a reír, pues aún me costaba creerlo.

Sus besos eran apremiantes y yo quise levantarme—. No, quédate en la silla —me dijo.

Volví a sentarme y ella se inclinó sobre mí. Apoyó suavemente una mano en mi hombro y me besó con toda la ternura del mundo.

Sus besos eran absolutamente maravillosos, pero no me parecía que se tratara de una deformación profesional. Más bien era un don que tenía, pues esas cosas no se aprenden.

—Me encanta cuando me besas así — dije, aprovechando un momento en que ella se apartó un poco—. A veces, quisiera que el momento durara eternamente. Nunca he sido una entusiasta de los besos, pero gracias a ti me he vuelto una auténtica adicta.

Esa clase de cumplidos siempre la ponían un poco nerviosa y el comentario que acababa de hacerle no fue una excepción.

—Si eso es lo que quieres, sólo nos besamos, sin hacer nada más.

La idea no le parecía precisamente atractiva, pero estaba dispuesta a llevarla a cabo. «Tendré que medir un poco mis palabras —me dije—, pues en cuanto diga algo que suene a deseo sincero, se apresurará a satisfacerme». ¡Oh, la mujer de mis sueños más perversos! Había descubierto que encontrarla podía ser fatal.

En esa ocasión, sin embargo, decidí tomarle un poco el pelo.

—Sí —acepté—, me parece buena idea.

Pareció un poco decepcionada pero, como siempre, apartó sus propios deseos a un lado.

—De acuerdo —dijo.

Le dediqué un inocente pestañeo.

—¿Puedo elegir yo el sitio?

Transcurrieron unos instantes antes de que captara la broma.

—¡Zorra mentirosa! —gruñó, en tono casi cariñoso, mientras volvía a inclinarse sobre mí.

Describir la dulzura de sus besos sería imposible. Cuando ya no pude soportar más la tensión, la obligué a deslizar las manos por mi cuerpo y a enterrarlas entre mis piernas. Y allí las dejó, inmóviles.

—¿Quieres hacerlo ahora? —me preguntó, en un tono de lo más sensual.

—Sí —gemí, al borde de la locura. Sin embargo, no hizo nada—. ¡Por favor! —le supliqué desesperada.

—¿De verdad quieres hacerlo? —me preguntó. Algo se despertó en alguna parte de mi mente, pero ya no tenía fuerzas para pensar, ni para tratar de adivinar qué se traía ella entre manos. Las caricias de su lengua en mi boca acabaron por eliminar cualquier pensamiento consciente.

—Sí —gemí de nuevo—. Por favor.

Introdujo dos dedos dentro de mí.

Sorprendida, grité y arqueé todo el cuerpo.

Sus dedos, inmóviles, permanecieron en el interior de mi cuerpo.

—Estás muy mojada —dijo—. No te dolerá. —Empezó a mover los dedos muy despacio, con mucho cuidado, sin seguir ritmo alguno—. Todo lo contrario: te gustará. —Hacía todo lo que podía para que yo perdiera el miedo y consiguió tranquilizarme.

Y tenía razón. Al principio no sentí absolutamente nada, pero después ella acarició un punto justo por encima del orificio y una intensa oleada de calor recorrió todo mi cuerpo. El miedo había hecho desaparecer la excitación, pero ella siguió acariciándome hasta excitarme de nuevo. Cuando empecé a frotar mi cuerpo contra sus dedos, impulsada por un deseo cada vez más urgente, sacó lentamente los dedos. Tensé de nuevo el cuerpo, pero sólo durante un instante. Ella repitió el movimiento hasta que yo volví a adaptarme y entonces experimenté el deseo más intenso del mundo.

Empujé el cuerpo hacia su mano, con la intención de que entrara aún más dentro de mí, y ella siguió mi ritmo. Tuve la sensación de que toda ella estaba dentro de mí, de que sabía mucho mejor que yo lo que yo deseaba.

Cuando finalmente me corrí entre sus dedos, suspiró.

—Sabía que lo conseguirías. —La miré una vez más a los ojos y luego me quedé dormida.

Un poco más tarde, cuando me desperté, estaba en la cama. Me había llevado hasta allí, pero yo no recordaba nada. Desde luego, ya me había dado cuenta de lo fuerte que era, aunque al principio de nuestra relación no me había parecido algo precisamente positivo... Y ahora que volvía a pensar en esa cuestión, me parecía del todo improbable que se tratara de la misma mujer.

Entró en la habitación y se sentó en la cama, junto a mí.

—He hecho café —dijo—. ¿Quieres un poco?

—¿Qué si quiero que? —la provoqué.

Se apartó de mí y se alejó un poco hacia el borde de la cama.

—No, no —dijo, mientras trataba de esquivarme—, yo no estoy en el menú.

Algunas veces se comportaba así, distante, lo cual contrastaba con su buena disposición como profesional. Dejarse seducir por ella era muy fácil, pero seducirla era otra historia y, desde luego, ya me había causado algún que otro quebradero de cabeza. Lo primero y más importante de todo era no darle a entender que deseaba algo, porque entonces cambiaba de forma automática al chip «profesional». Ahora bien, si yo le daba a entender que la idea había sido suya y que el hecho de que ella también obtuviera alguna satisfacción era puramente «accidental», entonces no había ningún problema. Yo lo entendía a la perfección, pero el resultado era que a veces todo se volvía un poco agotador.

Por ese motivo, dejé de provocarla y me limité a hacer una pregunta: —¿Por qué has hecho lo que has hecho?

Por su rostro cruzó una expresión, entre prudente y nerviosa, de alarma.

—¿Te he hecho daño?

—No, claro que no. Ya lo habrías notado. —La miré y el amor que sentí por ella hizo que me empezara a dar vueltas la cabeza —. Has sido de lo más delicada. —Sonreí.

Se relajó de nuevo. Cuando una madre se comporta así, la llaman «sobreprotectora» y me pregunté si los amantes pueden hacer lo mismo. Me incliné hacia ella y la besé con dulzura, para que no me malinterpretara.

—Has sido muy tierna —la tranquilicé—. Y me ha gustado mucho.

—A mí también. —Sonrió de nuevo y después respondió a mi pregunta—: Pensé que no debías renunciar a nada sin probarlo antes.

Si no te hubiera gustado, al menos ahora sabrías por qué. —«Pragmática hasta la médula», pensé.

—¿Me traes el café a la cama, o tengo que ponerme de pie? Me tiemblan las piernas —bromeé, para pensar en otra cosa que no fuera hacer el amor con ella.

Me siguió el juego.

—¿Tan terrible ha sido? —dijo para devolverme la broma.

—Peor —filosofé, con la cara más seria y aburrida que conseguí poner—. He redefinido la palabra «orgasmo». Tendrán que cambiar el diccionario.

Se echó a reír otra vez, complacida, y yo volví a sentirme feliz.

—Bueno, pues si de verdad es así, no me quedará más remedio que traerte el café. —Se puso en pie y se alejó con su habitual andar garboso.

Tuve que enfrentarme a la siniestra idea de que aquel era nuestro último día juntas y, de repente, me di cuenta de que no tenía ni idea de lo que hacía ella durante los fines de semana. Pensé que a lo mejor tenía tiempo libre el sábado y el domingo, pero también pensé que no me bastaba con eso: la quería siempre a mi lado.

Volvió con el café.

—¿Tienes fiesta los fines de semana? — le pregunté como quien no quiere la cosa.

Se echó a reír sin inmutarse.

—¿Cómo los trabajadores normales, quieres decir?

No me quedó más remedio que echarme a reír ante aquella imagen.

—Sí, más o menos.

Me contestó como si le hubiera preguntado qué día tenía hora con el dentista.

—Normalmente no —dijo—, pero por lo general no estoy ocupada todo el día. Sólo en ocasiones excepcionales.

Aquello de «ocasiones excepcionales» no me gustó nada de nada, pero... ¿qué podía hacer? Traté de pensar en los aspectos positivos de la situación.

—0 sea, que de vez en cuando a lo mejor podemos pasar juntas el fin de semana.

Era la primera vez que hablábamos sobre el futuro y detecté cierta vacilación por su parte: estaba claro que no quería comprometerse a nada.

—Claro —dijo, no muy convencida—, de vez en cuando sí.

—Bien —dije. En realidad, no era lo que pensaba, pero a lo mejor con el tiempo conseguía convencerla de que se tomara libres los fines de semana.

¿Con el tiempo? «¿En qué estás pensando? —Me pregunté—.

¿En una relación estable con una...?». Ni siquiera en mis pensamientos era capaz de pronunciar la palabra. ¿Existía alguna posibilidad de que aquello saliera bien? De todas formas... ¿qué relación viene con un certificado de garantía? Y además, como ella había dicho antes, no rechaces las cosas sin probarlas antes.

Le dediqué una mirada de adoración y me pregunté qué debía hacer a partir de ese momento. Estaba segura de que trataría de eludir cualquier intento de acercamiento por mi parte, o bien respondería con su rutina profesional.

—Trae tu café —le dije, en el tono más inofensivo posible—, no me gusta tomarlo sola.

Me miró con cautela, pero supongo que no le parecí demasiado peligrosa. Tal vez interpretó que aún me sentía muy débil, pero...

¡Se equivocó! Cogió su taza y se sentó en la cama junto a mí. Me aparté a un lado para hacerle sitio.

—Ven aquí —le dije—. Quiero apoyarme en ti, grandulona.

Se vio en un dilema: por un lado, yo acababa de expresar un deseo; y por el otro, sabía perfectamente que si hacía lo que yo le había pedido, estaría a mi merced. Como solía ocurrir en la mayoría de las ocasiones, satisfizo mi deseo y se sentó junto a mí. Sin embargo, aquello no resolvía del todo el problema: si empezaba a comportarme de forma cariñosa, se alejaría inmediatamente, o de la cama o de su yo personal. Aun así, la deseaba tanto que mis dedos se morían por acariciar su cuerpo. Me limité a sostener la taza de café con ambas manos, para no levantar sus sospechas.

—¿Puedo? —le pregunté antes de apoyarme en ella. Eso siempre la tranquilizaba.

Terminé mi café muy despacio. Puesto que estaba sentada a mi lado, tuve que inclinarme sobre ella para poder dejar la taza vacía sobre la mesilla de noche. Un gesto de lo más inocente. Al volver a mi sitio, dejé caer la mano —de forma totalmente accidental, por supuesto— sobre su pierna. Me acerqué un poquito más a ella y apoyé la cabeza en su pecho. Iba vestida con una de las largas camisas de hombre que yo usaba. Me hubiera gustado más desnudarla, pero eso habría sido un auténtico suicidio y ella se habría convertido en un bloque de hielo.

—¿Tú también estás cansada? —dije, bostezando.

Eso la convenció por fin de que yo no quería nada. Moví la mano sobre su pierna, como si estuviera buscando la posición más cómoda para dormir, y al hacerlo rocé una de sus zonas erógenas, también por casualidad, claro. Empezó a ponerse nerviosa.

Acomodé la cabeza en su pecho y le rocé accidentalmente un pezón. Su nerviosismo aumentó. Seguí moviendo muy despacio la mano que había apoyado en su pierna y traté de respirar profundamente, como si me estuviera quedando dormida.

Se retorció un poco en la cama, después dejó la taza de café y por último me rodeó con un brazo. Muy despacio, empezó a acariciarme un pecho con la mano y yo me alegré por dentro, aunque también tuve que apretar los dientes para no reaccionar de inmediato a sus caricias. Al cabo de un rato,fingí que acababa de despertarme.

—¿Qué haces? —le pregunté muy despacio.

—¿No te gusta? —dijo, sonriente.

«Ya te tengo», pensé.

Me volví un poco para poder mirarla y deslicé una mano bajo su camisa, con aire distraído.

—Sí —murmuré, fingiendo que aún estaba medio adormilada—Sigue.

Me moría de ganas de besarla, pero tenía que esperar a que fuera ella quien se acercara a mí. Tardó un poco, pero por fin se tumbó junto a mí y me hizo tenderme de espaldas. Cuando me besó me di cuenta de que ya estaba excitada. Al notar sus labios junto a los míos me incorporé un poco y rodamos juntas hasta que ella quedó debajo de mí. Acababa de cruzar el punto crítico, lo cual significaba que podía seguir adelante. La quería tanto...

«Tendremos que trabajar un poco esta cuestión», pensé.

La besé durante largo rato y ella gimió entre mis labios. «Ya he aprendido unas cuantas cosas de ella», me dije. Lentamente, le subí la camisa con ambas manos y, al ver sus pechos, me maravillé una vez más de lo hermosos que eran. Acaricié una y otra vez su piel aterciopelada, una piel increíble y extraordinaria. Seguí con los dedos el rastro de mis labios sobre todo su cuerpo.

—Deja que me quite esto. —Me pareció que su voz sonaba un poco forzada, pero no quería distraerme.

—No importa.

—Por favor —su voz se volvió apremiante—, deja que me la quite.

Entendí entonces lo que ocurría. Ella acababa de recordar que a muchas mujeres les gustaba que estuviera completamente vestida cuando se acostaban con ella. «Otra cosa que tendrás que tener en cuenta de cara al futuro», me dije. Tuve que dejar que lo hiciera ella misma, así que me senté en cuclillas.

—Vale, quítatela —dije.

Se quitó la camisa por la cabeza, sin desabrocharla, y después se tumbó de nuevo.

No me quedó más remedio que volver a empezar casi desde el principio, pues ella se había acordado de su trabajo.

Era imprescindible que yo no me comportara como se comportaban sus clientas. Me acomodé entre sus brazos y le acaricié suavemente el estómago.

—¿Estás bien? —le pregunté, mientras con los dedos trazaba dibujos sobre su piel.

No me contestó de inmediato, lo cual era la confirmación de que no me había equivocado al interpretar la situación.

—Hace mucho tiempo —dijo, al cabo de unos instantes— que no me sentía tan bien con alguien como me siento contigo.

Era la primera vez que me decía algo así y lo cierto es que, hasta entonces, sólo muy de vez en cuando creía haber detectado esos sentimientos. El hecho de que lo dijera en voz alta fue toda una inyección de confianza.

—Me hace muy feliz lo que dices —dije, completamente satisfecha. Me apoyé en un codo y la miré. De nuevo me invadió la ternura—. Espero que sea siempre así. —La observé con una mirada cargada de amor y sinceridad. Ella me devolvió la mirada en silencio. Muy despacio, dirigí la mano hacia sus pechos y sostuve su mirada—. Eres tan hermosa —dije—, que todavía me cuesta creerlo. Cada vez que te miro es como un regalo.

Esa clase de cumplidos, los que hablaban de su aspecto, no le molestaban. Sonrió, mucho más relajada.

—No he sido yo quien lo ha elegido... — se limitó a decir.

Toqué uno de sus pechos y empecé a acariciarlo. El pezón se puso duro de inmediato y a su alrededor se tensó la piel. La deseaba de una forma casi dolorosa, pero era necesario proceder con calma. Le sonreí, me incliné y la besé suavemente, sin expectativas.

Le acaricié los labios con la lengua y luego fui bajando muy despacio hasta llegar a sus pechos. Apoyé los labios sobre uno de sus pezones y lo mordisqueé. Sus pezones eran menos sensibles que los míos, pero al cabo de un rato empezó a reaccionar ante mis caricias: se movía, inquieta, y gemía con suavidad. Me tumbé sobre ella y la besé de nuevo, esta vez con más pasión. Me devolvió un beso tan apasionado como el mío.

Dejé resbalar una mano hasta sus piernas y la obligué a separarlas. Cuando la acaricié en el centro exacto, jadeó y yo —que no podía aguantar más— me deslicé por su cuerpo y le separé aún más las piernas. Se revolvió en la cama, impaciente. Con la lengua, busqué hasta encontrar la entrada de su cuerpo. Mientras ella levantaba las caderas para acercarse más a mí, introduje la lengua en su interior y gritó.

—¡Cariño! —Aquella era la palabra que reservaba para los momentos de más pasión.

De otra manera, jamás se la habría oído pronunciar.

Tracé círculos con la lengua en el interior de su cuerpo. Gritaba cada vez más y se entregaba por completo. Busqué el clítoris con la lengua y se lo acaricié, al mismo tiempo que le introducía un dedo.

Lanzó las caderas hacia mí con tanta fuerza que pensé que no podría sujetarla. De repente, y cuando tenía las caderas en el punto más alto, se paró y le tembló todo el cuerpo. Seguí acariciándola con la lengua hasta que se dejó caer hacia atrás. Respiraba con dificultad.

Muy despacio, empecé a subir y le acaricié de nuevo todo el cuerpo. Ella buscaba ardientemente el contacto de mi mano y suspiraba de placer. Cuando legué a su altura me tomé unos segundos para observar todo su cuerpo y me invadió una increíble sensación de ternura.

—Te quiero —le dije.

Me miró, relajada y satisfecha. Sus ojos me dieron a entender muchas cosas, pero no dijo nada.

—Lo sé —se limitó a murmurar, y yo me pregunté si alguna vez la había oído pronunciar esas palabras.