Taxi a Paris
...
—¡Oh, no! —Protestó.
—¡Oh, sí! —Me mantuve firme en mi propósito—. Te voy a llevar a que te hagan radiografías. Le prometí a la doctora que lo haría. Si alguna vez me la encuentro por ahí y descubre que no cumplí mi promesa, me linchará.
—Venga ya, no será tan mala —dijo, con la intención de hacerme cambiar de idea.
Sin embargo, yo quería tener pruebas de que estaba bien. El hecho de que el día anterior se hubiera desmayado me preocupaba mucho.— Pues sí, es muy mala. Tú no tuviste oportunidad de hablar con ella, pero yo sí.
No le quedó más remedio que darme la razón.
—Sí, eso es verdad —suspiró, resignada —. Me parece que no tengo nada que hacer con vosotras dos. ¿Cuándo vamos?
—En cuanto hayamos desayunado — contesté, enérgicamente.
No quería darle la oportunidad de pensárselo mejor.
Cuando la recogí en la consulta del doctor, me dio el parte médico:
—Todo está bien. Se supone que tengo que tomarme las cosas con calma durante una semana. ¿Estás satisfecha?
—Sí —dije—, eso es todo lo que quería saber —la miré—.
¿No te han preguntado nada más? —Nada especial —se encogió
distraídamente de hombros—.
Siempre se tragan la historia de la escalera.
«Dios mío», pensé. ¿Cuántas veces había pasado ya por aquella experiencia? De repente, tuve la sensación de que me había pasado la vida entera en una caja de cristal que me protegía del lado sórdido del mundo.
Había muchas cosas que daba por sentadas: la consideración hacia los demás, por ejemplo, y el respeto mutuo hacia la idea de que las personas no deberían hacerse daño unas a otras intencionadamente, o de que todo el mundo tenía derecho a la autoestima.
No le pregunté nada más. ¿Cómo poner en duda su estilo de vida, cuando yo disfrutaba sin pensar de cosas que para ella eran obviamente un lujo, cosas que sólo muy de vez en cuando podía experimentar en París? Lo mejor era que me asegurara de que aquel viaje le resultara lo más agradable y placentero posible.
—¿Qué quieres de premio por haber sido tan valiente? —bromeé.
—¿Puedo elegir? —Dijo, haciendo un mohín—. Vaya, eso es nuevo.
La abracé con fuerza, le pasé un brazo alrededor del cuello, la atraje hacia mí y la besé delicadamente en los labios.
—Claro que puedes elegir —dije, con ternura—. Lo que tú quieras, cariño.
Se quedó demasiado sorprendida como para poder reaccionar de inmediato. Además, la palabra «cariño» también había sido una
sorpresa para ella.
—Pensaba que no hacías estas cosas en público —dijo al fin.
—Bueno —me reí—, tampoco dije que no las hiciera por principios. Lo que pasa es que hasta ahora nunca había sentido la necesidad. —La miré—. Si te molesta, no lo haré más.
Me observó con una expresión indescifrable. Después se inclinó hacia mí y me besó fugazmente.
—No me molesta. —Se le iluminó el rostro—. De hecho, creo que hasta puede llegar a gustarme. —Me pasó un brazo por la cintura y caminamos un rato así.
—Bueno —volví a preguntarle—, entonces, ¿qué quieres?
—No lo sé —dijo, al mismo tiempo que se detenía—. No quiero cometer el mismo error que cometí ayer.
—No fue un error —le dije en tono cariñoso—. Ver a todas aquellas personas te hizo mucho bien.
—Sí —admitió—, pero fue demasiado agotador. Hoy no quiero ver a nadie. —Me pregunté si eso también me incluía a mí.
La observé con un gesto interrogante.
—¿Quieres quedarte en el apartamento?
—No —dijo, mientras negaba con la cabeza—, eso tampoco.
No sabía qué otras alternativas estaba sopesando, así que me limité a quedarme allí y esperar su respuesta.
—¿Te gusta el campo? —me preguntó de repente.
—Depende —contesté, un tanto vacilante. Era una descripción demasiado vaga.
—Me gustaría ir en coche por ahí. No muy lejos —me miró con una expresión de incertidumbre—. Si quieres.
—Si tú quieres. —Puse énfasis en mi respuesta—. No conozco los alrededores de París, sólo he estado en la ciudad. —Le sonreí de forma incitante—. ¿Te gustaría mostrarme los rincones más bonitos del paisaje?
Fue en ese momento cuando comprendí lo importante que era este viaje para ella.
—Sí, me encantaría. —Su rostro resplandeció.
La verdad es que no era fácil hacer realidad sus deseos. Cuando por fin encontré mi coche, nos dirigimos hacia la parte sur de la ciudad. Al principio no veíamos nada más que campos a derecha e izquierda, pero de repente me indicó una carretera de tierra.
—Aparca ahí —dijo— y vamos andando.
Seguí sus instrucciones y fuimos caminando hasta un pequeño bosque. Fue como si la ciudad de París hubiera desaparecido, a pesar de que estaba muy cerca. Se quedó muy quieta y llenó sus pulmones de todo lo que nos rodeaba. El aspecto que tenía en ese momento me fascinó: encajaba a la perfección en aquel paisaje, igual que en el restaurante de París o en el apartamento.
Desplegaba todo su encanto y toda su belleza en cada situación.
Me pregunté qué podía ofrecerle yo. Ella me daba muchísimas cosas, pero yo... Yo podía cuidarla cuando estaba enferma, pero no siempre iba a estar enferma.
Se volvió para mirarme, muy sonriente.
—Es maravilloso, ¿verdad? —Estaba muy relajada.
Apenas se notaban ya los moretones.
Obviamente, había vuelto a maquilarse, pero eso no lo explicaba todo: allí, en el bosque, nadie la amenazaba. Allí era ella misma.
El amor que sentía por ella me hacía daño. En cuanto me asegurara de que se había repuesto del todo, tendría que separarme de ella. Le devolví la sonrisa.
—Precioso —dije, y no me refería sólo al paisaje.
—Ven —me pidió—, vamos a dar un paseo.—
Pero no muy lejos —advertí.
—Te prometo que no me voy a desmayar —se burló de mi preocupación—.
Iré con cuidado.
Caminamos en silencio, la una junto a la otra. Recogió una rama del suelo y la olió.
Luego se inclinó para observar unas flores que crecían bajo el sotobosque.
—Veo que te gusta estar en plena naturaleza —comenté.
—Sí —explicó, con naturalidad—. Me crié en el campo.
—¿En el campo? ¿Tú? —pregunté, perpleja.
Me observó desde su posición, en cuclillas.
—Pensabas que era una chica de ciudad, ¿eh?
—Para serte sincera, sí. Jamás se me habría ocurrido pensar lo contrario.
Su aspecto externo, pensé, tampoco hacía pensar en la idea de que se hubiera criado en el campo. ¡Una mujer como ella!
—Ahora lo soy, en realidad —dijo con pesar, mientras echaba un vistazo a su alrededor. Se puso en pie y se limpió la tierra de las manos en los pantalones.
—No del todo —dije. Me reí y señalé sus pantalones sucios—.
No creo que eso le sucediera a una mujer de ciudad. —Sin embargo, aún la hacía más adorable, pensé.
Se miró y también se echó a reír.
—Seguramente no. Cuando estoy aquí, nunca pienso en esas cosas —suspiró y miró hacia el lindero del bosque—. Por desgracia, no vengo aquí tan a menudo como quisiera.
Me acerqué y le rodeé la cintura con los brazos.—
Pero ahora estás aquí. —La miré—. Disfrutémoslo. ¿Dónde están los rincones más bonitos?
Dejó vagar su mirada hacia la izquierda y luego extendió un brazo.
—Hay un claro más atrás, totalmente oculto en medio del bosque. A veces me paso un día entero allí, cuando tengo tiempo.
Tuve la sensación de que aquel era su rincón más privado.
—Pero es tu espacio —protesté.
Me sonrió de una forma encantadora.
—Quiero enseñártelo.
Caminamos muy despacio hacia el lugar.
El terreno blando crujía bajo nuestros pies a cada paso que dábamos. Se podía pasear por allí durante horas sin cansarse. De repente, me pareció que el asfalto de la gran ciudad producía una sensación completamente malsana.
Jamás habría adivinado dónde se halaba el claro. Si una no sabía exactamente dónde buscar, era muy fácil pasárselo de largo una y otra vez sin ni siquiera darse cuenta de que estaba allí.
—Parece que vayamos en busca de los tesoros de la Atlántida —dije, fascinada—.
¡Toda una aventura!
—Yo tuve una sensación muy parecida la primera vez que estuve aquí. Lo encontré por pura casualidad. Y hasta el día de hoy, no me he encontrado con nadie.
Apartó la última rama y nos halamos en el centro de lo que parecía una pequeña habitación natural. Cuando miré hacia el cielo, vi las ramas de los árboles meciéndose allá en lo alto, iluminadas por el sol. Los rayos de sol legaban hasta el suelo formando miles de columnas de luz dorada.
—Había visto sitios así en fotos — murmuré, fascinada—, pero nunca en la naturaleza.
Ella también miró hacia el cielo.
—Es como si fuera un mundo aparte, con su propio sol y su propia luz. Y sin gente.
—Bajó de nuevo la cabeza y me miró—.
Excepto tú y yo.
Percibí la tensión que había surgido de repente y quise eliminar un poco de aquella familiaridad.
—Como Eva y Eva —bromeé—, sin Adán.« ¿Cómo terminará todo esto?», me pregunté. Aún estaba muy débil aunque, al parecer, ella no compartía esa opinión. Dio unos pasos hacia mí y después se apoyó en uno de los árboles más grandes. Si la serpiente fue así de seductora con Eva en el Paraíso, no me extraña que se comiera la manzana...
Extendió los brazos.
—Ven... —dijo en un susurro.
No pude resistirme. En todos esos días, no había hecho otra cosa que morirme por tocarla. Se dejó resbalar un poco por el tronco del árbol, para quedar a mi altura. Me sentí como si me hubiera hipnotizado con la boca.
La abracé y la besé.
Al principio, para mí supuso un gran alivio poder tocarla, poder besarla por fin, pero después me di cuenta de que sus besos no eran como siempre. Me devolvía el beso, sí, pero con más experiencia que pasión... y tenía tanta experiencia que era difícil ver la diferencia. Me aparté.
—Te duele —le dije.
—No —replicó al instante. Trató de abrazarme de nuevo, pero yo me apoyé en el tronco del árbol.
—Sí —repetí—, normalmente tus besos no son así.
Colocó su cara junto a la mía y me acarició los labios con la boca.
—¿No te gusta?
«Cuidado —me dije—, esto no está yendo en la dirección adecuada». Sin embargo, no podía resistirme. Estaba tan cerca que me sentía completamente indefensa.
—No lo hagas —le supliqué. Ella se limitó a mirarme. Me dejé caer hacia delante y volví a besarla. Quise ir despacio, pero no me lo permitió. Sabía que no podía resistirme a sus besos, pues yo misma se lo había dicho.
Muy lentamente, dejó que su cuerpo resbalara por el tronco del árbol. El suelo mullido del bosque era más acogedor que cualquier cama.
Se tumbó junto a mí. Le acaricié las piernas, llegué hasta su trasero y dejé la mano allí, mientras ella empezaba a desnudarme.
Cuando empecé a acariciarla de nuevo, se puso a gemir, lo cual me recordó algo y me hizo apartarme suavemente.
—Estás fingiendo —dije, en tono tajante.
—No —protestó de inmediato—. Te deseo —deslizó de nuevo las manos bajo mi camisa, con la intención de convencerme—.
Por favor, no seas así. Tú también quieres.
El contacto de su mano en mi piel era suficiente para hacerme arder de deseo, pero traté de no pensar en ello.
—Yo también quiero —admití—, ya lo sé. Pero también sé que tú no tienes ganas.
Apartó la mano.
—Eso es lo malo —me explicó, desanimada—, que sí tengo ganas. Pero sólo en mi cabeza. Mi cuerpo no siente nada.
—0 sea, que te duele —lo sabía.
—Sí —admitió, en tono vacilante—, pero tampoco me duele tanto. —Me miró—. Tienes que creerme, por favor. Te deseo.
Cuando me miraba de aquella forma, habría sido capaz de creerme cualquier cosa que ella dijera.
—Te creo —dije con sinceridad—, pero precisamente por eso no es necesario que finjas. Lo único que tenemos que hacer es esperar.
—Pero no quiero que tú esperes —de nuevo, volvió a acariciarme la piel bajo la camisa— por mi culpa. —Acercó la mano a mis pechos y fue como si acabara de recibir una descarga eléctrica. Se me escapó un gemido—. No notarás la diferencia —me aseguró.
Aquellas palabras me hicieron volver a la realidad y me enfadé.
Sin embargo, sabía que ella no podía evitarlo, sólo quería hacer algo agradable por mí. Conseguí no perder el control. Apoyé las manos en sus hombros y la mantuve a una distancia prudencial.
—Sí, ya lo sé —dije—. Eres una profesional. —Me observó con tristeza—. No lo digo en el mal sentido de la palabra —dije, para apaciguarla—. Sé que posees la suficiente experiencia y aptitudes como para proporcionarme un placer infinito, aunque tú no disfrutes.
—Me encantaría —dijo con sinceridad.
—Lo sé —dije, sonriendo—, pero para mí es cosa de dos. —La observé con una mirada comprensiva—. Esperaré.
—Me dijiste que me deseabas muchísimo. Y yo lo noté —dejó caer la cabeza—. Sólo quería que...
—Ya lo sé —la interrumpí—, pero de todas formas prefiero esperar. —Me eché a reír afablemente—. ¡Me servirá de entrenamiento!
—Pero yo también te deseo —dijo, enfadada—. ¡Es mi cuerpo el que no me deja hacer nada! —Se dio un puñetazo en la pierna y al instante gritó de dolor. Quiso golpearse otra vez, pero le sujeté el brazo.
—¡Para! ¿Qué estás haciendo?
Me lanzó una mirada centelleante.
—¿Cuánto tiempo quieres esperar? ¡A lo mejor nunca vuelvo a sentir nada!
Seguí sujetándole el brazo. ¿Por qué estaba tan enfadada?
Aquella reacción era completamente natural. Trató de soltarse.
—¡Ella tiene la culpa! —gritó, rabiosa—. ¡Ella tiene la culpa de todo!
Yo estaba demasiado sorprendida como para pensar con rapidez.
—¿Quién? —pregunté automáticamente.
—¡Ella! —Lo dijo entre dientes, con toda la rabia del mundo—.
¡Ya la viste un día!
En ese momento, estaba demasiado preocupada como para sentir vergüenza al recordar nuestro último encuentro. Ya hablaríamos de eso en otro momento.
—¿Ella? —pregunté, aterrorizada—. ¿Ella te hizo todo esto?
Se echó a reír con amargura.
—Sola no, claro. Sabía muy bien que jamás podría hacerlo sola.
—Ya no podía frenarla. Las palabras fluyeron de su interior como un torrente de bilis y vitriolo—. Aquella noche volvió a presentarse, también sin avisar. De hecho, yo ya había terminado la jornada. —Se sentó y colocó los brazos en torno a las rodillas—.
Vete a saber por qué le abrí la puerta —me miró—. Tengo una clienta que a veces llega a esa hora y pensé que tal vez era ella. —Su vista se perdió de nuevo más allá de sus rodillas—. Al principio, trataron de convencerme para que lo hiciera. Querían un trío especial... Muy especial. Pero yo rechacé la proposición y ellas fueron más directas. Me amenazaron, aunque mi experiencia me dice que por lo general las amenazas no pasan de ahí. Soy demasiado alta y eso las asusta, así que al principio no me lo tomé muy en serio.
De repente, una de ellas sacó unas esposas y la otra me sujetó. A partir de ahí, ya no pude hacer nada.
Tuvo que hacer una pausa, pues era obvio que estaba reviviendo la escena. Apoyó la cabeza en las rodillas y habló hacia su regazo.—
Me hicieron todo lo que yo no quise hacer con ella la última vez. Me pegaron, me violaron... —Su voz se fue apagando hasta desaparecer por completo.
Me quedé paralizada. Yo había visto a la otra mujer, sabía qué aspecto tenía... pero ahora me resultaba muy duro oír sus palabras e imaginar ante mí a aquella grandulona vestida de cuero y propinándole golpes. ¿Y la violación? ¿Era la causa de que ahora no sintiera nada? Por eso estaba tan enfadada.
Me incorporé un poco y la abracé.
Estaba hecha un ovillo, pero empecé a mecerla muy despacio, con mucha suavidad, entre mis brazos. Noté cómo temblaba. Seguí meciéndola, hacia atrás y hacia delante, hacia atrás y hacia delante, igual que un péndulo.
Cada vez temblaba con más violencia, pero yo no podía hacer otra cosa más que abrazarla.
De repente, gritó, y luego siguió hablando en susurros lastimeros.
—Me dolió mucho... Me dolió muchísimo.
Volví a mecerla y entonces noté súbitamente las lágrimas. Estaba llorando...
¡por fin! La dejé llorar hasta que ya no le quedaron más lágrimas. Estaba agotada. Me tumbé en el suelo junto a ella y dejé que la calidez de la tierra del bosque hiciera el resto.
Al cabo de unos momentos se durmió, completamente rendida.
Transcurrida una hora empezó a hacer demasiado frío para seguir en el suelo y la desperté con cuidado. Tardó unos segundos en orientarse: echó un vistazo a su alrededor, desubicada, y luego me miró. Fue entonces cuando lo recordó todo. Se incorporó un poco y se apoyó en el tronco del árbol, lejos de mí.
—¿Qué te he contado? —De nuevo, se había puesto a la defensiva, pero no podía culparla de nada, pues estaba muy asustada.
—Todo —dije muy despacio.
Se tapó la cara con las manos.
—¡No, no, eso no! —gimió, horrorizada.
Me puse en pie y después me acuclillé a su lado. Le cogí las muñecas y le aparté las manos muy despacio, mientras ella dejaba caer la cabeza. Le besé la muñeca izquierda; las marcas aún se veían. Las esposas se le habían clavado tan profundamente que ni el mejor maquillaje podría disimular las heridas.
Me di cuenta de que no sólo la habían esposado, sino que también la habían atado con algo. Noté su desesperación casi en mi propia piel y, en ese momento, también yo estuve a punto de echarme a llorar. Instantes después me recobré. Al fin y al cabo, no me habían pegado a mí, por no hablar ya de lo otro. Era ella quien había tenido que vivirlo. Le besé la otra muñeca y después la palma de la mano.
—Vamos —traté de convencerla, con un tono de voz muy dulce—, vamos a casa.
No levantó la mirada. Seguía con la cabeza inclinada, pegada al pecho. Me senté junto a ella y la miré desde abajo: en ese momento, me di cuenta de lo que estaba pensando.
—¡No! —insistí, apenada—. No me digas que estás avergonzada.
—No tendría que habértelo contado — murmuró con tristeza.
Me arrodillé junto a ella.
—¡Pero no es culpa tuya! —Me incliné y la abracé. No me lo impidió, pero tuve la sensación de que era una muñeca fláccida y sin vida—. No es culpa tuya —repetí—, no tienes que avergonzarte de lo que te han hecho.
¿Cómo podía haber pensado algo así?
Seguía sin mirarme.
—Soy lo que soy —susurró, como si quisiera atormentarse a sí misma—. Si se hubiera tratado de otra persona, ni siquiera se les habría ocurrido hacerle todo lo que me hicieron a mí.
—Permíteme que lo dude —repliqué bruscamente. Había que buscar la manera de poner fin a aquella actitud tan contraproducente, tan autodestructiva—. Si ya tenían pensado hacer algo así, hubieran encontrado una víctima. Tú o cualquier otra mujer. No estaba dispuesta a dejarse convencer tan fácilmente, pues tenía la autoestima por los suelos.
—Para eso estoy yo. —Estaba echando mano de todos sus argumentos.
—¡No, tú no estás para eso! —Me puse en pie y tiré de ella.
Gritó de dolor—. Lo siento —me disculpé—, pero tienes que despertar de una vez. —Me observó, angustiada. Todavía tenía los ojos hinchados de tanto llorar—. Lo que me has contado es espantoso, pero tú no tienes la culpa.
Le había hablado con vehemencia, pero permaneció inmóvil, como si ni siquiera me hubiera oído. La zarandeé y se quejó otra vez de dolor. «No puedo seguir soportando esto —pensé—, me horroriza».
—¿Me oyes? —grité, alto y claro—. No fuiste tú. ¡Fueron ellas!
—Fueron ellas —repitió, como una niña obediente. Sin embargo, lo dijo como si todo aquello no tuviera nada que ver con ella.
—Sí —suspiré, un poco aliviada a pesar de todo. La abracé de nuevo—. No fuiste tú.
Fueron ellas.
—Ellas —repitió, en un tono inexpresivo.
Apoyó la cabeza en mi hombro y muy pronto noté sus lágrimas. Por lo menos, habíamos llegado a un punto en el que podía volver a llorar. La dejé descansar un poco y luego dije, en voz baja: —Vamos a casa.
Se mostró apática durante todo el camino de regreso al apartamento. La obligué a sentarse en la cocina y la convencí para que comiera algo. Después hice café y nos fuimos al saloncito.
Parecía agotada otra vez, pero no quería dormir. Probablemente, tenía miedo de sufrir pesadillas ahora que el recuerdo de lo sucedido estaba tan fresco en su memoria.
Nos sentamos y bebimos el café en silencio.
—¿No tienes que volver al trabajo? —me preguntó de repente.
«¿Quiere librarse de mí?», pensé.
—Tengo vacaciones esta semana — contesté de inmediato, esperando su reacción.
Sin embargo, no advertí nada—. Si hace falta que me quede aquí la próxima semana, llamaré al despacho.
—No hace falta que te quedes —me respondió con una voz inexpresiva, como si todo aquello no la afectara en absoluto.
—Pienso quedarme hasta que estés completamente curada. —Ya había tomado esa decisión. Y después, que hiciese lo que le diera la gana.
—Estoy curada —afirmó, todavía sin expresión alguna.
—No me lo creo. —Hacerla feliz no era fácil, como tampoco lo era enfrentarse a su terquedad. Yo también podía ser muy terca.
«A ver quién de las dos gana», me dije.
—El médico dijo que... —empezó.
Yo terminé la frase por ella.
—El médico dijo que te tomaras las cosas con calma durante una semana.
«Si esta batalla con el tormento de sus recuerdos es tomarse las cosas con calma, no quiero saber qué significa para ella hacer un esfuerzo», me dije.
Mientras estaba allí sentada en su sillón, tuve la sensación de que se sentía muy sola.
No me respondió, seguramente porque le parecía inútil. Me acerqué, me arrodillé a su lado y apoyé las manos en su rodilla. Observé su rostro y me di cuenta de que tenía la vista perdida en alguna parte y de que en su mirada no había expresión alguna.
—Eres maravillosa. —Era una simple afirmación, pues ya sabía que con otra discusión no conseguiría absolutamente nada
—. ¿Lo sabías? —Atónita, desvió la mirada hacia mí. La había pillado por sorpresa—.
¿No eres capaz de entender —le expliqué— que me gusta hacer esto por ti?
No, no podía. Era obvio que no podía.
Traté de captar su atención con mi voz.
—Eres la mujer más adorable que he conocido en mi vida.
Haces que me sienta bien conmigo misma, y no sé si alguna vez conseguiré devolverte el favor. —Mientras le hablaba, observé su expresión. Se había relajado un poco, pero seguía teniendo aquella mirada de perplejidad—. Te quiero y te deseo como nunca antes había deseado a nadie.
¡Ajá! Mis últimas palabras le habían proporcionado una pista y se aferró a ella, aunque no acabara de entender lo que yo le estaba diciendo.
—Pero no quieres acostarte conmigo porque yo ahora mismo no siento nada. —Me dedicó una mirada sincera. Aquel terreno le resultaba familiar—. Aunque me desees.
Por la expresión de su cara, parecía como si el hecho de que yo hubiera decidido contener mi deseo le resultara incomprensible.
Y también como si aquello le pareciese motivo suficiente como para que yo la abandonara.
—¿Tan importante es para ti?
Me pregunté cómo podía conseguir que viera la situación a través de mis ojos, cómo podía conseguir que lo que era obvio para mí lo fuera también para ella.
—Pero si no puedes acostarte conmigo... —objetó, aunque no demasiado segura.
Sonreí. Estaba tan acostumbrada, que era incapaz de imaginar que las cosas pudieran ser de otra manera.
—Entonces... ¿qué queda? —pregunté, con una ingenuidad intencionada.
En su mente, no había dudas respecto a las consecuencias.
—Bueno, entonces tampoco puedes...
—¿Tampoco puedo quererte? —Terminé la frase por ella—.
¿Crees que el amor que siento por ti depende de la disponibilidad de tu cuerpo?
—Sí, claro. —Estaba absolutamente convencida de lo que decía y, de hecho, lo soltó a bocajarro. Apenas había terminado de decirlo cuando apareció su conciencia profesional—. ¿No te gusta acostarte conmigo? —Me resultaba absolutamente irresistible cuando me observaba con aquella mirada de arrepentimiento. Tragué saliva—. ¿He hecho algo...?—
No, no has hecho nada mal —suspiré, resignada. De momento, no me costaba mucho seguir sus razonamientos respecto a ese tema, pero tenía que existir alguna manera de convencerla—. Me encanta acostarme contigo. —«¿Por qué me pregunta eso?», quise saber—. ¿Por qué no me iba a gustar? Acostarse contigo es maravilloso, para mí es una experiencia nueva y distinta cada vez.
—Tengo mucha experiencia —apuntó, en un tono un tanto misterioso.
—Sí —afirmé. Bueno, si quiere entrar en ese terreno...—. Ya lo sé. —Decidí insistir en el tema y me eché a reír, un tanto avergonzada, cuando una idea cruzó por mi mente—. Estaba tan celosa que no quería saber con cuántas mujeres lo has hecho. Me imagino que con cientos.
—Cientos, sí —dicho por ella, parecía casi indecente. La miré y le sujeté la cara con las manos. Ahora no le quedaba más remedio que mirarme. Intenté convencerla casi suplicando.
—Se trata precisamente de eso. De que jamás me he sentido como la número cien. De hecho, siempre me he sentido como la primera.
En cuanto se ponía el chip profesional, era muy difícil sacarla de ahí.
—Pues sí que soy buena —insistió, con frialdad.
—Decir lo contrario sería una mentira como una catedral —afirmé alegremente. En realidad, mostré más alegría de la que sentía
—. A pesar de eso, me sentí como la primera.
—No podía dejar las cosas a medias—. O tal vez precisamente por eso. Pero no sólo me sentí como si fuera la primera, me sentí como si fuera la única.
—La miré de nuevo a los ojos, con sinceridad—. Me sentí como la mujer a quien amas. Aquello sí que fue un duro golpe para ella. Se había con vencido a sí misma de que podía ocultar sus verdaderos sentimientos tras la fachada de su experiencia, pero ahora esos sentimientos habían surgido a la luz.
—Te acostaste conmigo —repetí— como con una mujer a quien amas.
—No. —Lo negó casi de forma automática, pero no la creí—. Yo...
Decidí provocarla un poco más.
—Dilo —la desafié—. Di que no me amas. Si no puedes decir lo contrario, entonces te resultará fácil.
La dejé en paz, pues no quería obligarla a decir nada más y ella lo sabía. Sin embargo, ahora no le quedaba más remedio que decidir qué sentía por mí, pues sólo entonces entendería que yo sentía lo mismo por ella y estaba dispuesta a anteponer sus necesidades a mis deseos.
Me observó en silencio, con una mirada de desesperación en los ojos. Era incapaz de expresar lo que sentía, pero le habría gustado poder hacerlo. Con su silencio, sin embargo, decía mucho más de lo que yo hubiera imaginado jamás.
—No puedo —afirmó, al cabo de un rato.
Sonreí y apoyé la cabeza en su regazo.
—Yo también te amo —dije alegremente.
Me quedé allí sentada durante largo rato sin pensar en nada más.
De repente, noté que algo me rozaba el pello: me estaba acariciando. Sus caricias eran vacilantes, como si nunca antes hubiera hecho algo así. Y tal vez fuera cierto. Estaba prácticamente segura de que hacía muchos años que no acariciaba a una mujer sin intenciones eróticas y supuse que para ella era una sensación extraña. Me gustaba, aunque yo sentía más bien lo contrario, es decir, yo sí tenía intenciones eróticas. Sin embargo, era mi problema.
Me acarició la espalda con las manos, hasta la cintura. Sentí un cosquilleo por todo el cuerpo, pero traté de permanecer inmóvil.
Después del discurso que le había soltado, tenía que ser coherente con lo que había dicho. No, no tenía intención de cometer ese error.
Dejó las manos donde estaban e inclinó el torso sobre mi espalda. Se quedó así, sin moverse. La notaba, notaba su presencia por todo el cuerpo, desde la cabeza a los dedos de los pies. Me resultaba casi insoportable, pero entonces recordé lo que estaba soportando ella y me tranquilicé un poco. Después empezó de nuevo el cosquilleo y yo me pregunté si tal vez le había prometido más de lo que podía cumplir. No se me había ocurrido pensar que me costaría tanto.
Respiraba pausadamente y, desde luego, en sus movimientos no había intención erótica alguna. Aunque no lo hubiese dicho, estaba claro que me creía, y a mí me correspondía proteger la confianza que había depositado en mí. Tomé aire con fuerza, pero no me bastó.
Aunque me encantaba descansar en su regazo, ya no lo soportaba más. Me aparté muy despacio y me senté a su lado. Ella se irguió.
—Lo siento —en esta ocasión, la arrepentida era yo—, pero ya no podía respirar.
Sonrió y me acarició la cara, de nuevo sin erotismo alguno. Se inclinó y me dio un beso fugaz en los labios, también sin intenciones eróticas... al menos, desde su punto de vista.
—Ha sido muy bonito —comentó sosegadamente. Me puse en pie y sacudí las piernas.
—¡Se me han dormido! —dije entre risas. De hecho era cierto, pero sabía
perfectamente que el cosquilleo tenía también otros motivos. Estiré los brazos hacia lo alto, para desentumecerlos—.
Creo que me voy a dormir —dije. El autocontrol me resultaba agotador. Admiré lo bien que lo levaba ella.
Se puso en pie y se desperezó lentamente. Seguramente, aún tenía los músculos agarrotados y le dolían. Su cara se contrajo en una mueca de dolor.
—¿No quieres dormir conmigo? —Me preguntó, con toda la inocencia del mundo—.
La cama es más cómoda que la chaise longue.
—No lo dudo —sabía cómo tentarme—, pero tendrás que perdonarme. —«No esperará que duerma con ella», me dije—. Ya me cuesta bastante resistirme a tus encantos y me temo que dormir a tu lado es más de lo que puedo soportar. Quiero mantener mis promesas.
—Ah —dijo—, no había pensado en eso.
—Su ingenuidad parecía auténtica.
—Ya. —Me acerqué y la rodeé con un brazo, pues no parecía un gesto demasiado peligroso—. Y supongo que también se te habrá olvidado que eres una mujer increíblemente atractiva, ¿verdad?
La miré con un gesto interrogante, pero evitó mi mirada, como para confirmar mis palabras. Me reí involuntariamente. La mayoría de las mujeres hermosas están tan obsesionadas con su belleza que no se olvidan ni por un momento, pero ella... ella era asombrosa, sin duda.
Me incliné hacia ella y aspiré con fuerza su perfume, mezclado ahora con otras muchas cosas... Pero su perfume seguía estando allí y yo lo habría reconocido en cualquier sitio. Me aparté a regañadientes.
—Me voy a mi chaise longue —le dije, con tanta naturalidad como pude—. Por favor, no te enfades conmigo.
—No me enfado —dijo—, pero lo lamento.
—Yo también. —Exageré un poco mi pesar con una mueca.
Maldije en ese momento mi vena heroica, que me condenaba a mantener todas mis promesas y, en este caso, a hacer un gran esfuerzo por contenerme. Todo eso estaba muy bien, pero... ¿tenía que ser precisamente ahora?
Recorrimos juntas el pasillo y pasé ante su cama con un gesto de absoluto desprecio.
La habitación en la que yo dormía no tenía una puerta que diera al pasillo principal.
—Buenas noches —me dijo.
—Que duermas bien —le contesté, sin volverme. Cuando apagó la luz, cerré la puerta que separaba nuestras habitaciones, por miedo a caminar sonámbula durante la noche.