Taxi a Paris

...

A las ocho en punto del día siguiente, justo cuando me disponía a salir para ir a la oficina, sonó el teléfono. Me pareció muy raro que sonara a aquellas horas porque, por lo general, yo ya estaba trabajando. Lo cogí.

—¡Buenos días! —me dijo. Era evidente que estaba de buen humor. El masaje le había sentado bien, según parecía.

—Buenos días —farfullé. Desde luego, no nos parecíamos mucho a primera hora de la mañana.

—¡Oh! —bromeó alegremente—. ¿Aún no estás despierta? —La verdad es que parecía de muy buen humor.

—¿A estas horas? Se echó a reír. —Ya, ya me acuerdo. ¿Te apetece venir a tomar un café antes de ir a trabajar?

Me quedé prácticamente sin habla.

—Es que ya se me está haciendo tarde —objeté.

—Sí, ya lo sé —reconoció—. Pero... ¿no puedes hacerme un hueco? Sólo un ratito. — Su voz parecía apremiante. «¿Qué querrá?», me pregunté.

—Vale —accedí, aunque un poco contrariada—, pero sólo media hora... —Si hubiera estado del todo despierta, me habría encantado verla, pero en ese momento...

—Con eso me basta —dijo, complacida —. ¡Voy a poner la cafetera en marcha ahora mismo! —dijo, con una voz de lo más alegre, antes de colgar.

Me quedé con el auricular en la mano, preguntándome qué querría de mí, para qué querría verme durante media hora.

El paseo de cinco minutos desde mi casa a la suya no sirvió para despertarme. El aire fresco de la mañana me hacía cosquillas en la nariz y el sol brillaba con fuerza, pero no sirvió de nada: yo era el típico caso de «desfase de sueño». Hay muchas personas que sufren un desfase temporal o jet—lag tras un largo vuelo con cambios horarios: pues bien, a mí me sucedía lo mismo cada mañana y necesitaba por lo menos un par de horas, o un par de tazas de café, para recuperarme.

Llegué a su casa y llamé al timbre.

Cuando me abrió la puerta, me fijé en que iba completamente vestida: en realidad, esperaba que me recibiera con su bata de seda, pero en lugar de eso levaba unos vaqueros y una camisa azul que la favorecían tanto, que hasta yo, a pesar de lo atontada que estaba por la mañana, me di cuenta.

Me arrastró al interior del apartamento sin decir una palabra, me abrazó y me besó.

Me entró el vértigo de inmediato. A esas horas de la mañana y sin haber tomado café.

Dejó de besarme, aflojó un poco la presión de su abrazo y me miró directamente a los ojos.

—Sólo quería darte las gracias —me dijo, en un tono malicioso.

—¿Por qué? —«Pero si acabo de levantarme», pensé.

—Por lo de ayer —contestó ella con dulzura.

—Ah, por eso —dije, sin darle importancia. Todavía no estaba del todo despierta—. ¿Y no podías haber esperado hasta esta noche?

—Ya veo que por la mañana no sirves para nada. —Se echó a reír y me cogió de la mano—. Ven —me ordenó, mientras me conducía a la cocina—, el café está listo.

Me encaramé al taburete que había frente a la barra de la cocina.

Ella estaba atareada con la cafetera y, al mismo tiempo, tarareaba una cancioncilla popular. Después dejó frente a mí una taza de café y me observó en silencio. Me bebí el café y, poco a poco, empecé a despertarme.

—¿Por qué no te quedaste? —me preguntó muy despacio.

Aparté la vista de mi taza de café y la miré.

—Porque no quería molestarte cuando te despertaras. Supuse que querías estar sola.

—Bueno, en algún momento yo también lo pensé —reconoció, muy sonriente.

Le devolví la sonrisa.

—Este café está muy bueno. ¿Puedo tomarme otro? Cogió la taza y la volvió a colocar bajo la máquina. Se oyó el ruido del molinillo al triturar los granos de café y luego el líquido empezó a caer en la taza, mientras yo observaba el proceso fascinada.

—Si no tuviera cafetera... ¿también vendrías a verme? —bromeó, en un tono de lo más cariñoso.

Regresé de golpe a la realidad y me la quedé mirando. En realidad, me había olvidado por completo de ella durante unos segundos.

—Perdona —le dije, un tanto avergonzada—, pero ya sabes que por la mañana no estoy para nadie.

—Sí, ya lo sé. —Estaba demasiado alegre como para criticarme por una tontería así. Dejó de nuevo la taza de café frente a mí y me observó fijamente a los ojos—. No tengo nada que perdonarte. —Me lanzó otra mirada, aún más penetrante que la anterior—.

Absolutamente nada.

Una mirada así podía despertar hasta a los muertos.

Desde luego, a mí me despertó y empecé a notar un ligero cosquilleo. Me bajé del taburete.

—Tengo que irme a trabajar —dije, cuando ya estaba a mitad de camino de la puerta. No quería que volviera a besarme, porque si lo hacía, yo ya no saldría de allí en todo el día. Adivinó mis pensamientos y se echó a reír con picardía, aunque sin moverse del otro lado de la barra.

—Que tengas un buen día en la oficina —me dijo, cuando yo ya me iba.

La verdad es que no lo tuve. A mediodía me llamó.

—¿Ya has comido?

—No —respondí, sorprendida—, todavía no.

—¿Quieres que comamos juntas? —Me pregunté qué estaría planeando.

—Quieres decir... ¿ir a comer a algún sitio? —insistí, aún más sorprendida. El recuerdo de nuestro último intento en ese sentido seguía fresco en mi memoria.

—No, quería decir en mi casa. «¿Qué está pasando aquí?», me pregunté.

—¿Vas a cocinar? —le dije, más perdida que nunca.

—Bueno, en realidad no. —De repente, su voz había cambiado y me pareció casi desesperada—. La verdad es que ni siquiera había pensado en la comida. —Hizo una pausa, mientras yo me preguntaba adónde pretendía llegar con tanto misterio. ¿O lo único que quería era confundirme?—. Quiero acostarme contigo —susurró de repente, sin que viniera a cuento. Lo dijo en un tono seductor, tentador, erótico, y el auricular casi se derritió en mi mano por culpa de su voz sensual. De no haber estado sentada, creo que me habría caído al suelo.

—¿Estás loca? —Susurré cuando conseguí recobrar la compostura, aunque fuera sólo a medias—. ¡No estoy sola!

—¿De verdad? Si lo hubiera sabido, te habría llamado antes. —A través del teléfono me legó su risa delicada.

Al parecer, la situación le parecía muy divertida, aunque a mí no me lo parecía tanto.

De hecho, me estaba volviendo loca con aquella voz: tuve la sensación de que su voz salía del teléfono y acariciaba todas y cada una de mis zonas erógenas.

—¿Qué significa todo esto? —pregunté, víctima de una tortura espantosa—. ¿Sexo telefónico? —¡Demasiado tarde! Recé para que no me malinterpretara, pero lo cierto es que no se ofendió en lo más mínimo. Su voz era como una pluma que me acariciaba.

—Bueno, normalmente no ofrezco ese servicio —dijo, entre risas—, pero si es contigo, supongo que podría acostumbrarme.

—¡Basta! —le dije, al borde de la locura. —Ven. —No se rendía. Su voz era puro deseo.—

¡No puedo! —casi grité—. Tengo una comida de trabajo —por lo menos, eso tendría que entenderlo.

—Pues ven después —me tentó, con una voz que prometía muchas cosas.

—Después tengo dos reuniones y no puedo cancelarlas. —«¿Es que hoy no tiene clientas?», me pregunté. Una vez más, la mañana había terminado. ¿Cómo se me había ocurrido pensar algo así?

¡Me sacaba de quicio!—. No terminaré antes de las cuatro.

—Lástima. —Por el tono de su voz, me quedó claro que la había decepcionado. Un segundo después, se echó a reír—.

Aunque siempre puedo ir a tu oficina... —dijo.—

¡No! —Esta vez no pude reprimir un grito y todo el mundo me miró. Tras hacer un gran esfuerzo, conseguí bajar la voz—. No — susurré, muy nerviosa—, ¡ni se te ocurra!

Soltó una carcajada escandalosa.

Supongo que jugar conmigo de aquella manera la ayudaba a reponerse de la decepción.

—De acuerdo —aceptó—, no iré, pero más vale que estés en casa a las cuatro en punto. —Detecté en su voz la severidad de una madre.

—¿En tu casa o en la mía? —pregunté, completamente indefensa.

—Ven a buscarme a mi casa —dijo, sin vacilar.

Colgué. Mis colegas me observaban con una mezcla de preocupación y aguda curiosidad.

—Un problema logístico —les dije un tanto molesta, desde el otro extremo de la sala. Y en cierta manera, eso era, si es que se le puede llamar así.

Ya debía de estar esperándome junto a la puerta cuando legué, pues abrió de inmediato, salió y cerró con lave desde fuera.

—Vamos —dijo. No me besó ni me tocó, ni siquiera me dijo «hola» y yo volví a preguntarme si había pasado algo. No tenía muy claro durante cuánto tiempo podría soportar aquella especie de montaña rusa emocional, pues lo cierto es que una nunca sabía muy bien a qué atenerse con ella.

Ya en la calle, caminó junto a mí, pero sin mirarme ni una sola vez. Avanzaba a grandes zancadas y, como siempre, a mí me tocaba trotar para poder seguir su paso. La parte buena era que, mientras tanto, me iba poniendo en forma para los Juegos Olímpicos.

—¿Qué ha ocurrido? —le pregunté, al mismo tiempo que intentaba cogerle la mano y ella se apartaba a un lado.

—¡No me toques! —me advirtió con firmeza.

—¿Qué te pasa? —Desde luego, fuera lo que fuera, no podía tener nada que ver conmigo. Me pregunté una vez más qué habría ocurrido desde nuestra conversación telefónica. Dirigió la vista al frente una vez más y luego habló entre dientes.

—Si te toco ahora, tendré que hacerte el amor aquí, en mitad de la calle. ¿Es eso lo que quieres?

«Así que es eso», me dije... Sonreí y saboreé el momento. La conversación telefónica me había excitado tanto que durante toda la tarde había tenido la sensación de estar sentada sobre brasas calientes, pero ella lo había pasado igual de mal que yo, o eso parecía. La miré, mientras avanzaba a toda máquina junto a mí. No, igual de mal, no: mucho peor.

Llegamos a mi edificio y subió los cuatro pisos como si la persiguiera un fantasma invisible. De verdad que jamás la había visto así: si aquel era el resultado de un simple masaje, en el futuro tendría que ir con un poco más de cuidado. Y sin embargo... ¿por qué? ¿Qué podía perder? Nada: más bien todo lo contrario.

Me esperó al final de la escalera con una expresión de impaciencia. Mientras yo giraba la llave en la cerradura, me agarró por el culo y me empujó contra la pared. Eso ya lo habíamos hecho antes, pero esta vez se trataba de algo completamente distinto: se abalanzó sobre mí, me sujetó con ambas manos y pegó sus ingles a las mías. Noté de inmediato el calor que emanaba de entre sus piernas.

«¡Madre mía —me dije—, pero si es puro fuego!». Qué casualidad: yo me sentía exactamente igual.

—¡Por favor! —le supliqué—. Vamos dentro, por lo menos, ya que hemos subido hasta aquí... ¿no?

Se apartó un poco y yo aproveché para terminar de girar la llave y abrir la puerta. Un poco más y nos caemos dentro. Saqué la llave de la cerradura en el último momento y cerré la puerta de golpe.

Para entonces, ya me estaba besando y acariciando los pechos, o más bien todo el cuerpo. Nos dejamos caer al suelo, me sacó la camisa de los pantalones y me bajó la cremallera. Un instante después, me metió la mano justo entre las piernas.

—¡Estás muy mojada! —Lo dijo como si estuviera muy sorprendida.

—¡Ja! ¡Qué graciosa! Después de la llamada de esta tarde y después de esto... —A veces me preguntaba de dónde salía su ingenuidad, teniendo en cuenta su experiencia.

—¿Te ha excitado lo del teléfono? —me preguntó, muy sonriente.

—No, la verdad es que no —respondí, fingiendo indiferencia—.

Cada día me llaman varias mujeres al despacho y prácticamente me hacen llegar al orgasmo.

Me obligó a ponerme sobre ella.

—Entonces, lo mejor será que la próxima vez vaya a verte en persona.

—¡Compórtate! —respondí, en tono amenazador. Sin embargo, cualquier otro intento de protesta por mi parte quedó anulado cuando selló mi boca con sus labios.

La presión que ejercía entre mis piernas me hacía enloquecer. Su mano, inmovilizada por la tela de mis pantalones, estaba justo en el centro. Empecé a frotarme lentamente contra sus dedos y ella siguió mi ritmo como pudo. Apenas había empezado a mover la mano cuando tuve el primer orgasmo. Me sujetó para que no me cayera al suelo.

—¡Madre mía! —comentó—. ¡Y eso que la que estaba excitada era yo!

—Espero que lo estés —dije, jadeando.

Me tumbé en el suelo, a su lado—. Porque ahora te toca a ti.

—Esto... —dijo—. Vale, pero... ¿qué tal si nos vamos a la cama? Me van a salir morados por todo el cuerpo.

Me di la vuelta y me puse en pie. Ella se levantó con su habitual elegancia. Mientras daba media vuelta, muy sonriente, para dirigirse a la habitación, empezó a desabrocharse los puños de la camisa.

—¡Espera! —dije. Se detuvo y yo la adelanté para poder mirarla a los ojos. Me  observó con un gesto interrogante—. Me gustaría... Por favor, ¿puedo desnudarte yo?

—Su reacción no fue visible, pero algo acababa de cambiar: había alzado un muro entre ambas—. Vale —dije—, sólo era una pregunta. Pensaba que...

—«Pensaba que confiabas en mí», quise decir, pero eso sólo habría servido para que ella se apresurara a satisfacer mis deseos. Y dado que era una gran actriz, yo jamás habría sabido si lo hacía en contra de su voluntad. Di un paso adelante y la abracé—. Perdona —le dije—, siempre te pido demasiado de golpe.

Ella también me abrazó.

—Qué raro es todo esto —dijo—. Hubo una época en que jamás lo hubiera permitido, pero ahora... En realidad, creo que a mí también me gustaría. —Por su tono de voz, tuve la sensación de que hasta ella misma estaba sorprendida de sus palabras.

—¿Estás segura? —dije, mirándola a los ojos.

—No —dijo, con una sonrisa encantadora—, pero podemos intentarlo.

Fuimos juntas hasta la habitación y se sentó a los pies de la cama. Me incliné sobre ella y la besé; mientras lo hacía, le saqué lentamente la camisa de los pantalones y después me acuclillé frente a ella. Apoyé las manos en su cintura y la miré: ¿había en su mirada alguna señal de inquietud? ¿Se había puesto a la defensiva? Sostuve su mirada y, poco a poco, permití que mis manos exploraran la parte delantera de su cuerpo.

Seguía observándome en silencio. Le desabroché el botón del pantalón y esperé.

Después me incliné de nuevo y volví a besarla.

Si antes no había ocultado su excitación, ahora se mostraba muy reservada. Acaricié su cuerpo por debajo de la camisa hasta que noté la redondez aterciopelada de sus pechos, cuya suavidad me emocionó.

—Te quiero mucho —le susurré, mientras le mordisqueaba cariñosamente la oreja con los labios.

En esta ocasión sí reaccionó. Me rodeó con los brazos y me obligó a acercarme más.

Me apoyé en su cuerpo y se dejó caer lentamente hacia atrás, sobre la cama. Muy despacio, empecé a desabrocharle la camisa, aunque ella seguía sin dar muestras de estar excitada. Dejé resbalar la camisa por sus hombros.

—Si quieres que pare, dímelo — murmuré para tranquilizarla.

Busqué su mirada, pero tenía los ojos cerrados.

—No —respondió, con voz ronca. Me sujetó la cabeza y me obligó a bajarla hasta sus pechos—. ¡Por favor, hazme el amor! — dijo, con la voz aún más ronca que antes.

Le besé los pechos y seguí bajando. Se estremeció, aunque no supe muy bien si por la excitación o por el miedo. Deseé que fuera por la excitación. La oí respirar agitadamente por encima de mi cabeza. Le bajé la cremallera de los pantalones y metí una mano dentro. Ella gimió y yo la miré, pero en su rostro había una expresión impenetrable. Muy despacio, le bajé los pantalones hasta las caderas y coloqué la mano entre sus piernas. Empezó a balancearse de inmediato, con gestos muy sensuales.

—Oh, sí.

Busqué el centro y empecé a frotárselo con suavidad, mientras ella alzaba las caderas y las sacudía desesperadamente hacia delante.

Le besé los pechos una vez más, le introduje un dedo y empecé a moverlo muy despacio dentro de su cuerpo. Me incorporé un poco y la miré a los ojos: sacudía la cabeza de un lado a otro, excitadísima.

—Por favor... —susurró, con los ojos todavía cerrados—, levo todo el día esperándote.

Me coloqué rápidamente entre sus piernas y le metí la lengua.

Arqueó el cuerpo de forma automática y gritó. Jamás la había oído gritar así. Después se dejó caer hacia atrás. Me incorporé de nuevo y la abracé: respiraba con dificultad, como si acabara de escalar no una, sino varias montañas y, de repente, tuve la sensación de que aquella era la primera vez que se entregaba de verdad a mí, que ese día había decidido confiar por completo en mí.

Le aparté el pello de la cara.

—Cariño —le dije. Se movió un poco y luego se quedó quieta.

Seguía con los ojos cerrados, en silencio, y pensé que se había quedado dormida. La dejé con cuidado sobre la cama y me dispuse a ponerme en pie.

—No te vayas —dijo en voz baja.

—Pensaba que estabas durmiendo.

—No, sólo estaba... —Abrió los ojos y me miró—. No quiero pasar otro día como el de hoy —dijo, con un estremecimiento—. Ha sido espantoso.

Por la forma en que lo decía, tuve la sensación de que lo había pasado mal de verdad.—

Es culpa tuya —me reí—. Si te dedicas a hacer esa clase de llamadas telefónicas...

—Es que ni yo lo entiendo. No te lo vas a creer, pero nunca lo había hecho.

—¿Nunca? Pero cuando acabas de... —

Mierda, ya estábamos otra vez. La gente que acaba de enamorarse hace cosas así.

¿Acaso ella lo estaba? Yo sí, de eso no tenía dudas, pero... ¿ella?

Para ella, el amor seguía siendo sólo un deber. No, mejor no decirlo—. Cuando dos personas se conocen desde hace poco, sienten la necesidad de hacer esas cosas —afirmé.

—¿Ah, sí? —Lo dijo como si aquella fuera una idea completamente nueva, pero a mí me costaba muchísimo creer que nunca hubiera vivido una experiencia así.

—Sí —declaré, entre risas.

Me puse en pie. Ella alargó una mano hacia mí.

—Por favor, quédate.

—Nada me haría más feliz que quedarme —juré—, pero todavía tengo que hacer las maletas.

—¿Las maletas? —Preguntó, absolutamente perpleja—. ¿Te vas?

—Sólo una semana. —Ahora me parecía que una semana era muchísimo tiempo—. En viaje de negocios.

—Una semana... —repitió con tristeza. Intenté animarla un poco.

—Podemos hablar cada día por teléfono —propuse, en un tono que pretendía ser seductor y alegre al mismo tiempo—. Oír tu voz por teléfono es casi lo mismo que...

—Casi. —No parecía en absoluto convencida.

—Bueno, bueno —dije, para consolarla, y también para consolarme a mí misma—.

Pasará muy rápido, ya lo verás. —Por lo menos, le quedaba la posibilidad de imaginar que al cabo de una semana volvería a estar conmigo, lo cual ya era mucho—. Vamos a pensar en lo que haremos cuando vuelva, ¿vale? Conservó la expresión triste unos momentos más, pero después empezó a sonreír maliciosamente.

—¿Tienes alguna duda? —dijo.

—Corta el rollo —respondí—. Lo que quieres es convencerme para que vuelva a la cama. —En realidad, me había vuelto a entrar calor: verla en la cama era bastante tentador.

Se fijó en mi expresión y se desperezó. Por lo general, no habría sido capaz de resistir la imagen de ella tumbada en la cama delante de mí, con las piernas separadas de aquella forma, así que no me quedó más remedio que recurrir a mi autocontrol—. Sé razonable —le pedí, al borde de la desesperación—. No sólo tengo que hacer las maletas, también tengo que revisar unos cuantos documentos. Si no lo hago, mañana cuando legue a la presentación me quedaré allí como una tonta sin saber qué decir. ¿Eso es lo que quieres? —Apelé a su compasión, cosa que en el pasado siempre me había funcionado.

En esta ocasión, también funcionó.

Suspiró, dándose por vencida, y dijo:

—Eres cruel. —El brillo de sus ojos me dio a entender que mentía como una bellaca.

Después se acurrucó en la cama y se tapó con la manta—. No quiero volver a verte nunca más. —Se giró hacia el otro lado.

Su representación teatral me hizo reír.

Realmente, actuar se le daba muy bien.

Bueno, había otra cosa que se le daba mejor.

—Te recompensaré cuando vuelva, te lo aseguro. —Me volví hacia el armario para coger la maleta.

—Eso es lo que dicen todas —murmuró, resignada, aunque en voz lo suficientemente alta como para que yo oyera su comentario.

—Lo sé —dije, entre risas—. La vida es dura, chica.

—Ja, ja, ja —contestó, con desdén. No pude dejar de reír mientras sacaba la maleta del armario y empezaba a guardar la ropa.

Jamás había pensado en lo larga que puede hacerse una semana, y eso sin tener en cuenta el hecho de que la mañana en que me marché «me había convencido» una vez más.

Resistirse a sus encantos más de una vez requería una fuerza sobrehumana y, desde luego, yo no la tenía.

Y ahora, último día de mi ausencia, ya estaba pensando en ella y me moría de deseo.

Las llamadas telefónicas sólo habían servido para incrementar esa sensación, como yo ya suponía. En cuanto oía su voz, un incendio se desataba en el interior de mi cuerpo y, desde luego, ella hacía todo lo posible para que no se extinguieran las lamas.

Me llamó.

—Estaba a punto de salir ahora mismo —dije, en respuesta a su pregunta.

—¿Cuánto dura el viaje? —En su voz había una urgencia inconfundible.

—Si el tren sale según el horario previsto, unas cuatro horas.

Calculo que llegaré hacia las ocho.

Durante el viaje, apenas pensé en nada que no fuera ella.

Empecé a imaginar cómo me recibiría, qué aspecto tendría, qué se habría puesto...

Bueno, esto último no hacía falta que me lo preguntara: se pondría la bata, pues sabía lo mucho que me gustaba. Y yo se la quitaría...

Dejé mis cosas en casa a toda prisa y luego me dirigí silbando a su apartamento. Ya en el ascensor, cerré los ojos y me imaginé su cara. Sus labios estaban cada vez más cerca.

En ese momento, el ascensor se detuvo.

Cuando estaba a punto de llegar a su puerta, alguien la abrió.

«Ajá —pensé—, me ha oído llegar».

Casi tropecé con alguien, y entonces me di cuenta de que una mujer alta vestida de cuero acababa de salir de su apartamento. Una mujer alta vestida de cuero. Ella también tuvo que pararse: al principio, me miró sorprendida, pero luego sonrió lascivamente.

—Hoy está en buena forma —me dijo—. Aprovéchalo si puedes. —Se rió de forma maliciosa y después pasó de largo.

Me quedé atónita. Fue como si una bomba hubiera explotado justo a mi lado y yo ni siquiera me hubiera enterado de que estaba muerta. La otra mujer había dejado la puerta abierta: entré, todavía aturdida, y después la cerré. Ella estaba frente a la cama y me daba la espalda.

—Por última vez, ¡no! —dijo muy enfadada cuando oyó la puerta al cerrarse—. ¡Vete!—Pero si acabo de llegar. —Estaba tan perpleja que contesté sin pensar a su estallido de rabia, como si me estuviera hablando a mí.

Se volvió de golpe.

—¿Tú? —dijo, aterrorizada. Estaba hecha una furia. Era obvio que había querido abrocharse el chaleco, pero no le había dado tiempo de terminar: los dos botones superiores seguían desabrochados y sus pechos sobresalían por la parte superior de la prenda de una forma casi obscena.

Aquella no era la mujer que yo esperaba.

Sabía que yo estaba a punto de llegar y, sin embargo, eso no le había impedido «trabajar» hasta el último momento. El rolo del teléfono, y también lo de antes, no había sido más que una farsa. Sólo quería tenerme a sus pies el mayor tiempo posible. Yo no era más que una tonta enamorada dispuesta a hacer cualquier cosa por ella, sólo era una agradable distracción de su rutina diaria.

—Sí, yo —dije, todavía aturdida. Sin embargo, empezaba a notar la rabia que brotaba de mi interior—. Teníamos una cita, pero parece ser que se te ha olvidado.

Se quedó sin habla. Claro que estaba aterrorizada: evidentemente, yo acababa de descubrir el juego que había puesto en práctica conmigo. Di un paso hacia atrás.

—No tiene sentido que me quede —dije, cuando empecé a dar media vuelta.

—Espera —me pidió, casi sin voz—. Todo esto es un malentendido.

—¿Un malentendido? Me parece que ya tuvimos uno hace tiempo, ¿o me equivoco? — Me reí, con todo el desprecio que pude—. Puede que sea tonta, pero no tanto como para que puedas engañarme dos veces con el mismo truco.

Di media vuelta. Ya casi había puesto la mano en el pomo de la puerta cuando ella dijo:

—No es ningún truco. —Por su voz, parecía completamente abatida, pero yo ya me había acostumbrado a sus dotes de actriz y no estaba dispuesta a tragarme el cuento otra vez.

Quería tenerme en un puño y, si yo cedía, sería capaz de hacerme creer cualquier cosa.

Pues no, no pensaba ceder. Giré el pomo y, en ese mismo instante, noté su mano en mi hombro—. Por favor, no te vayas —me suplicó.

Sí, se le daba muy bien: siempre usaba el tono de voz adecuado para cada situación.

—¿Y por qué iba a quedarme? —le pregunté con amargura.

—Quiero explicártelo...

—Ya hemos tenido bastantes explicaciones por hoy, ¿no te parece? —Tuve la sensación de que ‘todo mi cuerpo quería alejarse de ella. Aparté su mano de mi hombro y me volví. Se había puesto una bata, una especie de kimono negro que me pareció especialmente sórdido—. No es porque te hayas acostado con otra mujer. Ya sé que es tu... trabajo. —En ese momento, no me costó ningún esfuerzo imaginar lo bien que hacía su trabajo—. Pero tú sabías que yo estaba a punto de llegar. No hace ni —miré mi reloj cinco horas que hemos hablado por teléfono.

Y me has dicho una mentira, algo así como

«Te estaré esperando». ¿Se te estaba haciendo demasiado larga la espera? —estaba tan rabiosa que no podía parar. Sin embargo, aún tenía curiosidad por saber cómo pretendía aclarar aquella situación.

—No te he mentido —replicó, casi sin fuerzas—. Te he estado esperando toda la tarde. —Trató de mirarme directamente a los ojos, pero yo eludí su mirada—. Sola — prosiguió, con una expresión muy seria.

—¡Qué amable! —contesté, en un tono hiriente.

Retrocedió, dolida, pero aún no estaba dispuesta a rendirse.

—Esa —dijo, señalando hacia la puerta — se ha presentado aquí hace una hora, sin avisar. Ya había estado aquí antes, pero no me gustó, así que le dije que no le daría ninguna cita más. —Me quedé de piedra. «¿Esas cosas también pasan?», me dije—. No quería irse. Lo ha intentado... lo ha intentado por la fuerza. —Dio media vuelta y se alejó unos pasos. Después se volvió para mirarme —. Sí, yo también soy fuerte, y no se ha salido con la suya. Aun así, no quería marcharse. ¿Qué podía hacer yo? ¿Llamar a la policía?

Entonces lo entendí: todo aquello no era más que una excusa para justificar que había calculado mal el tiempo.

—0 sea, que has hecho lo que ella quería.—

No todo —puntualizó.

—Claro. —Me había enfriado por completo—. ¿Por qué ibas a dejar pasar una oportunidad así? Lo que te pagan no es precisamente calderilla, ¿verdad?

Sus ojos centellearon. ¿Estaba furiosa?

¿Iba a pegarme también a mí, visto el éxito que había tenido el recurso de la violencia con la última mujer?

—Sigue siendo mi trabajo —dijo, con una calma espantosa.

—Ah, claro —contesté sarcásticamente —, se me había olvidado. —Un pensamiento cruzó por mi mente y lo pronuncié en voz alta —: Y supongo que te ha dado una generosa propina por la calidad de tus servicios, ¿verdad?

Se estremeció, pero siguió contemplándome sin parpadear.

—Me ha pagado más del precio habitual —admitió—, eso es cierto. —Pues vale —me burlé—. Por lo menos, ha valido la pena molestarse.

No contestó. En su rostro había una expresión impenetrable y no fui capaz de adivinar qué estaba pensando. Sin embargo, tampoco me importaba, ahora que todo había terminado entre nosotras. Me marché y la dejé allí.