Taxi a Paris

...

Me despertó con un beso.

—Me voy —dijo, en voz baja.

Me recobré en un segundo. Aún no estaba del todo despierta y, sin embargo, el día había transcurrido casi por completo. No quería que se marchara, pero sabía que no había nada que hacer. Y a mí también me tocaría volver pronto al trabajo y a la normalidad. De momento, el sueño había terminado.

Tenía una taza de café en la mano.

—Un último café en la cama —dijo—, para despertarte. ¿Había un destello especial en su mirada? ¿Hasta ella lo había notado?

No, la verdad es que me estaba observando con una mirada de lo más inocente.

No entendía cómo podía estar tan despejada a aquellas horas de la mañana.

Después de todo, yo había dormido tanto —o tan poco— como ella, pero estaba muerta.

Ella, en cambio, tenía aspecto de haber pasado un relajante fin de semana en un balneario.

Me incorporé y le cogí la taza. Estaba sentada a los pies de la cama, pero en sus gestos no había ni el más mínimo erotismo.

—Jamás pensé que lamentaría marcharme, después de la forma en que me arrastraste hasta aquí.

—Oh, basta ya —dije, desviando la conversación. ¿Por qué tenía que torturarme de esa forma tan espantosa a primera hora de la mañana?

—No —dijo, con firmeza—. Ha sido maravilloso estar aquí contigo. Quiero que lo sepas. Se comportaba como si aquello fuera una despedida definitiva.

¿Acaso era eso lo que estaba intentando decirme? Noté el miedo hasta en los huesos.

La miré y traté de adivinar sus pensamientos.

En su rostro había una expresión sincera y amistosa, pero también había algo más que yo no acababa de entender. A lo mejor es que ella tampoco estaba del todo despierta.

Extendí un brazo y apoyé mi mano sobre la suya.

—¿Me llamarás esta noche? —Quería estar completamente segura de que no tendría que ser yo quien la llamara, porque eso se parecería demasiado a su trabajo. Le eché un vistazo al despertador—. Estaré en casa a partir de las seis.

—No puedo antes de... —0 cuando tengas un rato —la interrumpí. No quería saber cuánto tiempo estaría ocupada con otras mujeres. Al parecer, ya tenía unas cuantas visitas concertadas desde antes de sus «vacaciones». Desde luego, conocía muy bien el negocio. Serán las «fijas», me dije. No me iba a quedar otro remedio que acostumbrarme. Había sido yo quien la había perseguido, y ahora no podía responsabilizarla de mi aprensión. Le sonreí

—. Estaré esperando.

—Sí —dijo, un poco dubitativa. «Aquí hay algo raro», me dije.

—¿Qué pasa? —le pregunté directamente. Ella negó con la cabeza.

—Nada, nada. Es que no quiero irme todavía.

—Pues quédate un rato —dije. Aún era pronto.—

Por desgracia, no es posible. Tengo que... —Se interrumpió, aunque yo ya había entendido de qué se trataba: tenía una cita a primera hora. Amor matinal. Y por la forma en que lo había dicho, parecía que aquel iba a ser un día de esos de diez clientas. De la mañana hasta la noche. Seguramente, cuando llegara la noche no podría ni tocarla de modo insinuante. «Bonita forma de empezar», me dije.

Se inclinó y me besó en la frente.

—¡Oh! —protesté—. ¿Ni siquiera me vas a dar un auténtico beso de despedida, teniendo en cuenta que no nos vamos a ver en todo el día? ¡A mí me parece una eternidad!

Se echó a reír.

—Sabes cómo convencerme, ¿eh? — dijo, de buen humor.

«Así que ha descubierto mis intenciones», pensé... Sin embargo, no estaba del todo segura.

Se inclinó sobre mí y se apoyó en la cama. Le puse los brazos alrededor del cuello y me besó muy despacio, pero estaba claro que se estaba conteniendo. Sin embargo, su beso prendió fuego en mi interior. Un poquito más y a lo mejor conseguía que se quedara...

La abracé con más fuerza y suspiré entre sus labios. Ella se apartó con cuidado.

—No —me dijo, en tono cariñoso pero firme—. Basta.

—Lástima. —Jamás había hablado tan sinceramente en mi vida.

Sonrió, comprensiva.

—Sí, pero tengo que irme, de verdad.

Me quedé mirando sus hermosos labios y me pregunté en qué momento los besaría la próxima mujer. ¿Y si esa mujer ya la estaba esperando? Me invadieron los celos, pero traté de tranquilizarme, pues no era ni el momento ni el sitio adecuados para una escena.

Después me sentí un tanto avergonzada: ella tenía que complacer puede que a diez mujeres y todas ellas esperaban un auténtico despliegue, y a mí no se me ocurría nada mejor que intentar seducirla.

Extendí un brazo.

—Vale —dije, sin darle a mi voz ningún tono en particular—, pues hasta esta noche.

Me rozó la mano y se marchó.

A lo largo del día no tuve mucho tiempo para pensar en ella.

Durante mi ausencia, se había acumulado tanto trabajo sobre mi mesa que me sentía como si estuviera tratando de excavar una montaña cuyo tamaño no disminuía nunca. A última hora de la tarde vislumbré por fin un pedazo de la superficie de mi mesa.

Cuando abrí la última carpeta de proyectos, su cara apareció de repente entre las páginas. Era la misma cara que tenía cuando se tumbaba relajada en la cama, la misma cara que tenía cuando se inclinaba sobre mí para besarme. La nostalgia se adueñó por completo de mí, igual que un instrumento de tortura. Le eché un vistazo al reloj: en una hora estaría en casa, tal y como había dicho, pero no tenía ni idea de cuándo me llamaría. Y yo no podía llamarla. A saber lo que estaría haciendo en ese momento.

Preferí no imaginarlo, pero por supuesto, no pude evitarlo. Igual que una cascada, las imágenes se sucedieron por voluntad propia ante mí: la vi en la cama con otra mujer, la vi acariciando y besando a otra mujer. «¡No, eres demasiado romántica! ¡Recuerda lo que te dijo! No, por el amor de Dios, ¡no!».

Me puse en pie y arrojé los proyectos sobre la mesa. La idea de seguir trabajando durante el resto de la jornada quedaba descartada. Y tampoco podía pensar en ella sin... Dadas las alternativas, lo mejor era que dejara de pensar cuanto antes.

Ya en casa, esperé con gran inquietud a que sonara el teléfono.

Intenté buscarme alguna distracción: puse un CD, pero al cabo de un rato ya no me gustaba; escogí otro y a los cinco minutos sucedió exactamente lo mismo. La tercera vez, me topé con un CD de Vivaldi.

Contemplé la tapa durante varios minutos, pero no lo puse.

Me dediqué a recorrer el apartamento de un lado a otro, igual que había hecho tras pasar la primera noche con ella. De repente, me paré en seco: ¡ella no había dicho en ningún momento que pensara llamarme! Y lo cierto era que por la mañana se había mostrado considerablemente reservada. ¿Y si no pensaba llamarme esa noche? ¿Y si no pensaba llamarme nunca? ¿Qué pasaría entonces? No la conocía lo suficiente como para saber si lo único que había hecho había sido tomarse unas «vacaciones» conmigo, si yo sólo había sido una aventurilla de verano sin salir de casa.

Y claro, después siempre pasa lo mismo: que tienes números de teléfono que no usas y, al cabo de un tiempo, acabas por tirarlos a la papelera.

Ya aquella mañana había tenido la sensación de que su despedida era excesivamente dramática, teniendo en cuenta que sólo íbamos a estar un día sin vernos...

En ese momento, sonó el teléfono. Me quedé paralizada durante unos segundos por el sobresalto y después me abalancé sobre el aparato.

Respondí. La línea permanecía en silencio, pero estaba segura de que al otro lado había alguien. «Otro psicópata que acosa a las mujeres», me dije, antes de coger aire para soltar mi habitual diatriba contra tales individuos.

—Hola —la oí decir.

El corazón me dio un vuelco y solté de golpe el aire que había almacenado en los pulmones.

—Hola —dije. Mi voz sonó un tanto áspera—. Me alegro de que hayas llamado — añadí, tras aclararme la garganta.

—¿No era eso lo que querías? — preguntó. Oh, no, estaba hecha polvo después de su jornada laboral. Su tono de voz transmitía agotamiento, indiferencia y profesionalidad.

—Sí —afirmé, como si no hubiera detectado nada en su voz—, pero igualmente me alegro. —No quería continuar aquella conversación telefónica, quería verla—. ¿Cómo estás?

—Bien —dijo—, un poco cansada. —«Si sólo está un poco cansada, yo soy la reina de Saba», me dije.

El deseo de estar con ella era cada vez más fuerte, pero no tuve la sensación de que estuviera demasiado interesada en tener más compañía aquella noche, y eso me incluía también a mí. En estos casos, lo mejor era ir al grano.

—No pareces un poco cansada, pareces agotada —dije—. Me gustaría hacer algo por ti.

Al principio, la línea telefónica se quedó de nuevo en silencio.

Seguramente, estaba pensando en lo que yo quería decir con aquella oferta.

—¿Por mí? —dijo, con el mismo tono de voz que emplearía alguien que acaba de descubrir que le ha tocado la lotería, es decir, de absoluta incredulidad.

—Sí —respondí, con toda mi simpatía —. Por ti y sólo por ti. Te juro, y que me muera ahora mismo si no es verdad, que no es ninguna trampa.

Tuvo que dedicar un poco más de tiempo a pensar en la cuestión, pero luego le empezó a picar la curiosidad.

—¿En qué estás pensando? —me preguntó, aunque con cierto escepticismo.

No tenía ninguna intención de discutir ese tema por teléfono.

O confiaba en mí, o no confiaba en mí.

—Si quieres, puedes probarlo, pero no puedo hacerlo por teléfono. —Tal vez eso último había sonado demasiado insinuante.

Volvió a pensar durante unos segundos y luego se rindió.

—Bueno, vale, pásate por aquí. —Un leve suspiro en su voz me indicó que consideraba que aquel era un mal menor comparado con tener que discutir conmigo.

Después de diez mujeres, ¿qué importaba una más? Así era exactamente como sonaba su voz.

Sin embargo, me alegré de haberla convencido. Después de colgar tarareé unos cuantos compases de un vals y me dirigí bailando al armario. De hecho, podría haber ido bailando hasta su casa.

Cuando me abrió la puerta me di cuenta de que el cansancio de su voz se reflejaba también en su cara. Aunque me moría de ganas de rodearla con mis brazos y abrazarla con fuerza, me limité a darle un beso en la mejilla, a modo de saludo. Tuve la sensación de que mi gesto la pilaba un poco por sorpresa, pero no dijo nada.

Llevaba otra vez su bata de seda, aunque en esta ocasión se había puesto debajo un pijama también de seda. Pensé en lo excitante que sería quitárselo... El cosquilleo que sentía en los dedos era tan intenso que tuve la sensación de haberlos metido en un

hormiguero. Pero no: esta noche le tocaba a ella. Sólo a ella.

—¿Tienes una bolsa de agua caliente? — le pregunté, mientras la seguía por la habitación. Se paró en seco y casi chocamos.

—¿Una bolsa de agua caliente? —repitió en tono escéptico, después de volverse para mirarme.

—Sí. O una esterilla eléctrica, aunque va mejor una bolsa de agua caliente.

—¿Va mejor una bolsa de agua caliente? —Ahora estaba completamente convencida de que yo tenía planeada alguna actividad escandalosamente perversa.

Le acaricié la mejilla con el dorso de la mano. Me habría gustado prolongar aquella caricia, pero conseguí controlarme. Me eché a reír.

—Para que estés calentita, cariño. —Ese término afectuoso seguía sonando muy raro, pero por lo menos podía utilizarlo de vez en cuando con ella, aunque en momentos muy escogidos. A lo mejor así conseguía que se fuera a acostumbrando.

—Pero si no tengo frío —protestó, un poco molesta. Era de esperar, me dije, después de una jornada laboral tan ardiente.

—A lo mejor coges frío mientras te hago un masaje. —Ese era el otro momento delicado que podía precipitar su huida—. Eso es lo que había planeado. —Observé su rostro y vi cómo aumentaba el cansancio. Tenía que actuar con rapidez—. Ya te lo he dicho por teléfono y te lo repito ahora: te aseguro que lo único que pretendo es hacerte un masaje. —

Levanté la mano derecha—. Te lo juro por el Gran Manitú. ¡Jau!

Ahora estaba algo más que molesta.

Seguramente, pensé, de pequeña no jugaba a indios y vaqueros... Yo sí.

—¿Has visto alguna vez la escena de Víctor o Victoria en la que Toddy le dice a Victoria que puede meterse en la cama con él porque estará mucho más cómoda que en el sofá —imité la voz de Toddy—, además de «infinitamente más segura»? Es gay —le aclaré. Era obvio que jamás había visto esa escena.—Pero tú no eres... —empezó a decir, al parecer un tanto confusa.

—No, claro que no lo soy —la idea me hizo reír—, pero eso es justamente lo que quería decir. —Me gustaba tanto aquella película que no pude evitarlo e imité de nuevo la voz de Toddy—: Infinitamente más segura. La verdad es que no parecía muy convencida... al menos, de cuál era mi estado mental en ese momento.

—Tengo una esterilla eléctrica —dijo, a pesar de todo.

Seguramente, también era de seda, lo cual explicaba por qué no tenía una bolsa de agua caliente: porque no las hacen de seda.

—Perfecto —dije alegremente, haciendo caso omiso de su confusión—. ¿Puedes traerla? —Un tanto desorientada, echó un vistazo a su alrededor como si fuera la primera vez que veía aquel apartamento, y luego se dirigió a la habitación. Yo la habría seguido, pero esta vez me tocaba esperar a que me invitaran a hacerlo.

Volvió poco después y, efectivamente, traía una esterilla eléctrica. Y no tenía la funda de seda.

—Bueno —dije, mientras miraba a mi alrededor con aire vacilante—, ¿dónde te hago el masaje? —La verdad es que no había muchas opciones.

Tuve la sensación de que la pobre estaba más perdida que nunca. Estaba completamente segura de que, por lo menos hasta ese momento, esperaba algo muy distinto, pero ahora la acosaban de nuevo las dudas. De todas formas, decidió tirarse a la piscina y se volvió hacia la habitación.

—Aquí —dijo.

La seguí, impulsada por la curiosidad. Su habitación era bastante lujosa —como ya había supuesto— pero no era ni recargada ni —como ya tendría que haberme imaginado— sórdida. No puede evitar sonreír para mis adentros cuando me fijé en las sábanas de seda.

—Te gusta la seda, ¿eh?

—Sí, me gusta el contacto de la seda en mi piel.

Para alguien que había vivido sin ternura durante tanto tiempo como ella, supuse que aquello era lo más parecido. Y, además, no tenía riesgos. Pensé en su piel, tan suave como la seda, y sentí un deseo inmediato de acariciarla. Sin embargo, ese día le tocaba a ella marcar el ritmo.

Ahora legaba otro momento delicado: para que yo pudiera hacerle un buen masaje, tenía que tumbarse boca abajo. Lo de ir al grano ya me había salido bien una vez, así que decidí probar de nuevo.

—Evidentemente, puedo darte un masaje en varias partes del cuerpo si te tumbas de espaldas, pero para un masaje verdaderamente relajante, tendrías que tumbarte boca abajo — dije—. ¿Te incomoda? Si te incomoda, lo dejamos.

Estaba frente a mí, a unos tres pasos de distancia, y no me cupo ninguna duda de que jamás se había encontrado en una situación parecida. Es más, nunca se le había ocurrido que podía llegar a encontrarse en una situación así. Ni sabía cómo comportarse, ni sabía qué esperar de todo aquello. Por un lado, yo estaba segura de que ella aún pensaba que todo aquello no era más que una especie de táctica de seducción; y, por el otro, había una serie de cosas que no acababan de encajar en la escena. La bolsa de agua caliente, por ejemplo.

No me costó mucho imaginar su situación: aquella misma mañana, éramos amantes, o al menos algo muy parecido.

Aquella noche, y después del día que había tenido la pobre, cualquier actividad que incluyera la palabra «amor» debía de parecerle menos apetecible de lo normal. Así pues... ¿qué pintaba yo en todo aquello?

Y ahora, esto. Ambas sabíamos perfectamente qué clase de riesgo asumía al colocarse en una posición que, para la mayoría de la gente, no implicaba nada más que absoluto relax. Para ella, sin embargo, estaba claro que iba asociada a una experiencia traumática, y yo aún recordaba con toda claridad las consecuencias.

—¿Qué te parece si primero te tumbas de espaldas? —Sugerí—.

Más tarde, si quieres, te das la vuelta y te tumbas boca abajo. Y si no quieres, no pasa nada.

A pesar de todo el lujo, en su habitación se había creado ahora una atmósfera parecida a la de la consulta de un médico. Nada de lo que se dijera allí parecía insinuante, cosa que en cualquier otra circunstancia me hubiese parecido exactamente lo contrario de lo que yo buscaba. Ese día, sin embargo, era lo adecuado.

Me miró, después se desabrochó muy despacio el cinturón de la bata y por último se la quitó. Bueno, a lo mejor lo de la consulta del médico había sido un pelín precipitado...

Fingí buscar una toma de corriente para enchufar la esterilla. Por lo menos, eso me permitía esconder la cabeza debajo de la cama y tranquilizarme un poco.

Cuando volví a ponerme en pie, ya se había desnudado por completo y se había metido debajo de la manta. Le di la esterilla eléctrica.

—Ya la he enchufado —dije—, se calentará enseguida. Lo mejor sería que te la pusieras debajo de los hombros, que es lo primero que se pone tenso.

Examinó la esterilla —probablemente, era la primera vez que la usaba— y luego la colocó entre su cuerpo y la almohada de la cama. Sujetaba con fuerza la manta para taparse los pechos, lo cual casi me hizo reír.

Acto seguido, empecé. Me siguió con la mirada cuando crucé la habitación. Saqué una botella de aceite para masajes del bolsillo de mi chaqueta, me quité la chaqueta y me subí las mangas. Lo del aceite para masajes la impresionó bastante: de hecho, se quedó más que sorprendida cuando me vio sacarlo del bolsillo. Por su mirada, supe lo que estaba pensando: que aquello aumentaba considerablemente las probabilidades de que yo tuviera intenciones reales de hacerle un masaje. Sonreí.

—Una buena ama de casa —bromeé— siempre tiene una botella de estas a mano. —

Me senté a los pies de la cama y la observé con una mirada profesional—. Creo que voy a empezar por los hombros. ¿Te parece bien?

—Teniendo en cuenta que sus hombros eran la única parte de su cuerpo que había quedado al descubierto, no tendría que soltar la manta para que yo pudiera empezar.

Abrí la botellita y me eché un poco de aceite en las manos.

Había llegado el momento de poner a prueba mi autocontrol. Con mucho cuidado, coloqué las manos sobre sus hombros. Ella no dio un brinco, pero yo sí... ¿o tal vez fuimos las dos a la vez? No es que la suavidad aterciopelada de su piel me pilara desprevenida, pero noté un ligero cosquilleo.

Deseaba tocarla desde que había legado: ahora ella estaba allí tumbada, yo la estaba tocando, y eso era todo. Sin embargo, le había hecho una promesa y, en cualquier caso, quería que por una vez obtuviera lo que de verdad necesitaba.

Empecé a darle un suave masaje en los músculos con los pulgares. Lo de «tensa» era un eufemismo, pues en realidad estaba dura como una piedra. «Menudo día ha tenido», pensé. Cuando aumenté un poco la presión, soltó un gritito y yo aflojé de inmediato.

—Lo siento —dije—, pero es que estás muy tensa. Tendré que seguir un buen rato para que la cosa mejore.

—Me estás dando un masaje. —Estaba de lo más sorprendida.

Me miré las manos, un tanto dubitativa.

—Eh... sí, creo que así es como lo laman.—

Pero me estás dando un masaje de verdad. —Seguía sin poder creérselo.

—Creo que es justo lo que necesitas ahora mismo. ¿Por qué no iba a hacerlo? ¿Cómo podía hacerle entender que tenía un derecho indiscutible e inalienable a ello? No al masaje en sí, sino al hecho de que alguien la cuidara y se preocupara por ella. Sin embargo, le parecía una cosa rarísima.

—Si tuvieras bañera —dije, centrándome en los aspectos prácticos—, primero te habría hecho meter dentro para relajar los músculos.

Así se tarda más. —No quería que pensara en nada, excepto en relajarse.

Cerró los ojos.

—Se tarde lo que se tarde, no me parecerá mucho —murmuró, mientras disfrutaba del masaje.

Seguí trabajando en sus hombros hasta que por fin se ablandaron los músculos.

Después aparté un poco la manta y empecé a darle un masaje en los brazos. Cuando aparté la manta un poquito más, sus pechos quedaron a la vista y yo tragué saliva tan discretamente como pude. Qué ingenua había sido al pensar que podía controlar mis sentimientos ante un cuerpo como el suyo.

Sus pechos subían y bajaban al compás de su respiración. Mis manos se encaminaron directamente hacia ellos por voluntad propia, pero conseguí frenarlas en el último momento.

Por desgracia, allí no había nada que masajear, es decir, que no tenía ninguna excusa para tocarlos.

Suspiré para mis adentros y aparté la manta un poco más. Mientras lo hacía, no dejé de observarla ni un segundo, pues no quería que volviera a ponerse tensa.

Parpadeó rápidamente.

—¿Tienes frío? —le pregunté.

Tardó casi un minuto en reaccionar.

—No —contestó, finalmente. Me pareció que su voz sonaba mucho más relajada que antes—. Es maravilloso.

—Te iría bien hacerte un masaje de vez en cuando —empecé a trabajarle las caderas y a punto estuve de añadir «teniendo en cuenta tu profesión», pero me contuve en el último segundo.

—A lo mejor lo hago —contestó en un tono muy sosegado.

Desplacé las manos hacia sus muslos y empecé a darle un masaje en esa zona. Me esforcé al máximo en mirar sólo sus piernas y, más concretamente, la zona en la que le estaba dando el masaje. Pronto empecé a sudar. Menos mal que no era una cosa demasiado evidente, ni tampoco rara en una actividad así. Siempre podía decir que era a causa del esfuerzo.

—Bueno —dije al cabo de un rato—, por desgracia, ahora tienes que tomar una decisión. ¿Quieres darte la vuelta? —

Conscientemente, utilicé un tono estilo «consulta del médico».

Se puso un poco tensa, aunque era de esperar, y entreabrió los ojos. Parecía como si los párpados le pesaran demasiado para abrirlos del todo. ¡Madre mía, aquella sí que era una mirada sensual en el verdadero sentido de la palabra! Desvié la vista hacia otro lado.

—Lo intentaré —dijo, tras una ligera vacilación.

Me emocionó su confianza. Después de todo, no conservaba recuerdos precisamente agradables de la última vez, y la última vez había sido conmigo. Permití que lo hiciera tan despacio como quisiera y lo cierto es que lo hizo muy despacio. Cuando finalmente se tumbó boca abajo, contemplé sus increíbles curvas y dije, en un tono de lo más alegre:

—Voy a empezar otra vez por los hombros. —Por lo menos, debía darle la oportunidad de estar preparada antes de que la tocara. Cogí un poco más de aceite de la botella y me froté las manos—. Allá voy — insistí, lo cual no impidió que se sobresaltara cuando la toqué. «Dios mío —pensé—, ¿cómo debió de sentirse la última vez?».

Todavía me avergonzaba al recordarlo, aunque no había sido culpa mía porque yo no sabía nada.

A pesar del masaje que le había hecho mientras estaba tumbada boca arriba, los músculos de sus hombros seguían estando tensos.

Estoy segura de que, antes de empezar, su cuerpo era como un arco tensado al máximo.

Empecé el masaje por los hombros y lentamente fui bajando por la espalda hasta llegar al trasero. Admito que me tomé mi tiempo: a ella le fue bien y a mí me dio la oportunidad de disfrutar por lo menos un poco de la calidez y de la suavidad de su piel.

Finalmente, le di un breve masaje en la parte posterior de las piernas.

—Bueno —dije, a modo de conclusión.

No pude evitarlo y, antes de darme cuenta de lo que estaba haciendo, le di una palmadita suave en el culo.

—¡Ay! —exclamó ella, aunque no pareció disgustada ante aquella muestra de afecto. En cualquier caso, ahora sí que estaba relajada.

—Y ahora —proseguí—, nos falta lo mejor de todo.

Volvió a tensar ligeramente el cuerpo, aunque en esa ocasión era justo lo que yo pretendía. Estaba completamente convencida de que ella seguía pensando que todo aquello no era más que un montaje para seducirla, aunque muy largo y placentero. De repente, relajó de nuevo la espalda: estaba dispuesta a permitirlo, si era lo que yo deseaba.

—Para hacer esto, es necesario que vuelvas a tumbarte de espaldas —dije, todavía con aires de misterio. Lo hizo y me miró con cara de expectación. En su rostro apareció exactamente la expresión que yo esperaba.

Cogí la manta y la tapé—. Para que no te enfríes —dije. Su cara de sorpresa me hizo sonreír—. Lo único que quiero son tus pies.

Me desplacé hasta el otro lado de la cama y aparté la manta lo justo para verle los pies.

Por supuesto, me habría gustado ver también el resto de su cuerpo, pero estaba segura de que no me faltarían oportunidades. Le cogí un pie con las manos y le di un masaje suave, mientras ella gemía de placer. Cualquiera habría pensado que le estaba haciendo otra cosa...— Qué sensación tan maravillosa —dijo, complacida.

—Sí —afirmé, con satisfacción—. Y ahora, relájate. Duerme, si quieres.

—Pero no quiero dormir —protestó débilmente.

Sonreí, pues estaba segura de que no lo resistiría, por mucha voluntad que tuviese. Le di un masaje en el otro pie y, al cabo de un rato, la oí respirar profundamente: se había quedado dormida. Di por terminado el masaje y me puse en pie. Me acerqué a la cabecera de la cama y la contemplé: dormía como una niña, completamente relajada. Ni siquiera tras una larga noche de sexo y pasión la había visto dormir así. Me di cuenta entonces de lo mucho que la quería. ¿Cómo me las arreglaba para soportarlo? Sólo había transcurrido un día desde que ella había vuelto al «trabajo».

Cogí la parte superior de su pijama y se la eché por encima. Murmuró algo ante aquella interrupción de su sueño, pero le acaricié la mejilla.— Duerme —le susurré, en un tono apenas audible—, duerme, cariño. —Le di un beso en la frente y me incorporé.

Me gustaría haberme quedado a pasar la noche allí, pero no quería tomar esa decisión mientras ella dormía. Tal vez prefería despertarse sola tras una jornada tan intensa como la que había tenido.

Me puse la chaqueta, dirigí una última mirada a su rostro y sonreí. Tras salir, cerré la puerta con tanto sigilo como pude.