Taxi a Paris
Me di cuenta del efecto que me producía su magia, y ni siquiera tuve la impresión de que lo estuviera haciendo a propósito.
Me di cuenta del efecto que me producía
su magia, y ni siquiera tuve la impresión de
que lo estuviera haciendo a propósito. Poseía
un encanto natural y su exquisita educación
sólo servía para realzarlo aún más. También
sabía, sin embargo, que era capaz de dejar
ambas cosas a un lado si le apetecía. Tal vez
eso formara parte de su atractivo.
Un encuentro mágico, una atracción
singular en un bar de Berlín cambiará el
rumbo de dos mujeres. La protagonista, un
prostituta lesbiana (que tiene por clientas a las
mujeres más exquisitas de la burguesía
alemana) se ve obligada a replantearse sus
relaciones cuando conoce a una ejecutiva
sensual y apasionada. Este encuentro casual
será el inicio de una intensa historia de amor
cuyo núcleo argumental se centra en las
relaciones sexuales fuera de la pareja. Una
historia que explora los límites del amor y del
deseo, los recovecos de la pasión y del
compromiso.
TAXI A PARIS
— ¡Me gusta que las chicas se defiendan!
—En su mirada apareció un destello del placer
que adivinaba en la batalla, en la conquista, en
el sitio. No quería entregarme a ella y, sin
embargo, mi cuerpo entero se moría por
acariciarla y por recibir sus caricias—.
¡Vamos, dime otra vez que no quieres, que
me odias! —Se echó a reír. Su risa era cínica
y provocativa.
— ¡Te odio! —grité.
Era la verdad, pero eso no impedía que
me consumiera de deseo. Y me odiaba a mí
misma por obedecer su voluntad. Lo que
menos deseaba era complacerla. Su deseo era
cada vez más y más intenso. Cuando se
acercó a mí, sus ojos centellearon. Separó los
labios y vi el brillo de sus dientes. Sacudí la
cabeza de un lado a otro, con la intención de
zafarme de ella, pero la mujer me empujó
contra la pared y me sujetó las muñecas con
fuerza. —
¡No, no quiero, así no!
No me soltó, pero inclinó la cabeza hacia
atrás y se echó a reír.
—Eso es, defiéndete. Me encanta. —En
su voz ronca se adivinaba la excitación.
Tensé el cuerpo y ella, rápida como el
rayo, aprovechó la ocasión para plantarme un
beso en los labios e intentar abrirse camino
con la lengua entre mis dientes apretados. Me
empujaba contra la pared con todo el cuerpo.
No me quedó más remedio que abrir la boca
para coger aire y fue entonces cuando ella me
penetró con la lengua, cuando se apoderó de
mí. La pasión y el placer casi me hicieron
perder el conocimiento, aunque también noté
las náuseas que me subían desde el estómago
hasta la garganta.
Le di un mordisco y ella apartó
rápidamente la cabeza, pero no me soltó las
muñecas. Sus manos me apretaban con la
misma fuerza que unas esposas. Tuve la
sensación de que no era la primera vez que
hacía aquello, de que ya estaba acostumbrada.
Me observó con una mirada feroz, mientras se
limpiaba con la lengua una gota de sangre del
labio. Me resultaba imposible librarme de
aquella mirada.
—Eres una gatita muy mala... A ver si al
final va a resultar que me he equivocado
contigo. Pensaba que eras una burguesita
aburrida, de esas que lo único que hacen es
tumbarse y abrirse de piernas...
Vi un destello de esperanza.
— ¡Sí, sí, eso es lo que soy, un burguesita
aburrida! —A lo mejor así conseguía que me
dejará en paz, pensé.
—No, no, no. —Se echó a reír de nuevo,
con la voz ronca por el deseo—. Ahora ya es
demasiado tarde. Te he calado. Lo estás
deseando. Quieres sentir miedo y dolor porque
eso te excita.
¡Admítelo! —Seguía sujetándome las
muñecas con fuerza. Me estaba haciendo
daño y grité—. ¡Eso es, grita! ¡Grita todo lo
que quieras! —Su voz era un jadeo ronco y
apasionado.
Tuve miedo. El dolor no me había
despejado, como yo esperaba, sino todo lo
contrario: lo noté entre las piernas,
exactamente como ella había dicho. Me
pregunté si realmente era aquello lo que yo
buscaba. Ella se dio cuenta de mi indecisión y
me besó de nuevo, pero esta vez no traté de
escapar: me metió la lengua casi hasta la
garganta con una fuerza brutal. Pensé que iba
a vomitar pero justo antes de llegar a ese
extremo, ella retiró la lengua. Desde luego, era
toda una experta. «¿Con cuántas mujeres lo
habrá hecho?», me pregunté. Tal vez había
más mujeres aficionadas a estos juegos de lo
que yo creía. «¿Y yo? —me pregunté—. ¿Yo
también soy así? ¿A mí también me gusta?».
Ella atacó de nuevo. Sentí que me vencía
la necesidad de contraatacar, de participar, de
no mantener una actitud pasiva y permitir que
me utilizara. Pero no, nunca, eso era
justamente lo que ella quería, y yo debía
defenderme. Eso era lo que me decía mí
cabeza, aunque el traidor de mi cuerpo
opinara otra cosa. Ya casi no podía soportar el
deseo, que cada vez era más fuerte. Me
temblaban las rodillas; ella se dio cuenta y
aflojó un poco la presión en mis muñecas.
Busqué su lengua con la mía. Ella se
apartó durante apenas un segundo y me
contempló sorprendida. Después metió la
lengua otra vez en mi boca, tan a fondo y con
tanta fuerza que casi me ahogó.
De repente, me soltó las muñecas y
apoyó las manos en mi cintura.
Tensé el cuerpo, a la espera de que
volviera a hacerme daño. Me sacó la camisa
de los pantalones y casi de inmediato empezó
a acariciarme la espalda. Sentí un cosquilleo
por todo el cuerpo.
Ahora que ya no había ningún obstáculo,
me clavó las uñas en los hombros y yo gemí
de dolor. Muy despacio, dejó resbalar las uñas
por mi espalda hasta llegar a la cintura. Me
sentí como si me estuvieran arrancando la piel
a tiras, aunque el dolor no era tan intenso
como para no poder soportarlo. Gemí de
nuevo, un poco más alto esta vez, aunque no
sé si de dolor o de placer.
—Vamos, dímelo, dime que te gusta —
murmuró junto a mis labios.
Me empujó con las caderas hacia la
pared y me inmovilizó.
Intenté arquear el cuerpo para rozar sus
caderas, para restregarme contra su cuerpo,
pero... «¡No!», me dije. «¡Esta no soy yo, es
mi pelvis, que se ha independizado de mí!
¡Traidora!», gritó una voz en mi interior. El
deseo era cada vez más intenso.
—Te gusta... ¡dilo! —insistió. Noté su
aliento cálido junto a mi boca.
—¡No! —Giré la cabeza hacia un lado y
traté de soltarme.
Ella me empujó de nuevo, se inclinó un
poco hacia atrás y me arrancó la camisa. Me
hervía la sangre. ¡No, aquello era intolerable!
Dejó caer la camisa al suelo, a mi lado, y se
inclinó sobre mí una vez más. Pensé que se
proponía besarme otra vez (¿besarme?, ¿se
podía llamar beso a aquella especie de
estrangulamiento brutal?) y aparté la cabeza a
un lado. Ella no siguió mi movimiento, sino
que apoyó la cabeza en mi hombro y, de
inmediato, noté un dolor muy agudo. Volví a
gritar, aunque tenía los labios apretados y me
había propuesto no hacerlo.
—Oh, sí, grita, vamos, grita —insistió,
con voz ronca. Inclinó de nuevo la cabeza
hacia mi hombro.
—No... por favor —le supliqué. Ella
volvió a morderme y noté un dolor mucho
más agudo que la primera vez. Las rodillas ya
no me aguantaban, pero ella me sujetó con
fuerza y me empujó hacia la pared como
antes. Me acarició un pecho con la mano y me
frotó el pezón, que estaba duro como una
piedra, con la palma. Se me escapó otro
gemido, pero esta vez de deseo.
—Es muy sensible —dijo, con una
sonrisa más que obvia.
Me invadió de nuevo el pánico.
—Por favor, no hagas eso —susurré,
temblando de miedo.
Levanté las manos en actitud defensiva y
traté de apartarla de mí, pero ella me las
sujetó de nuevo con fuerza y las condenó a la
inactividad. Se echó a reír, excitada, y
forcejeó medio en broma conmigo. Poco a
poco, bajó la cabeza hacia mi pecho y se pasó
la lengua por los labios. Tensé el cuerpo una
vez más, aunque estaba temblando de pies a
cabeza. Mi cuerpo entero era como un arco
tensado que se preparaba para el dolor. Apoyé
la cabeza en la pared y cerré los ojos. Tenía
los pezones tan sensibles que sabía que no
podría resistirme a sus caricias.
Me chupó el pecho y me acarició el
pezón con la lengua, una y otra vez. Ni el
miedo que tenía en ese momento impidió que
sus caricias me excitaran. De nuevo quise
empujarla con las caderas, pero un sudor frío
me cubrió la piel. Ella me miró y sonrió.
—Tienes miedo —dijo, satisfecha.
—Sí —respondí. De todas formas, no
tenía mucho sentido negarlo—. Me vas a
hacer daño. —Traté de que mi voz sonara lo
más tranquila posible.
Y cuando menos me lo esperaba, me
soltó. Sin dejar de mirarme, dio un pequeño
paso hacia atrás, me agarró por la cinturilla del
pantalón y me desabrochó el botón. Acto
seguido, y con un gesto rápido, me bajó la
cremallera. Me apoyé contra la pared, como si
estuviera paralizada, y ella se dio cuenta de
que ya no tenía intenciones de defenderme.
En su rostro apareció un gesto de decepción.
—Oh, venga, no me estropees la
diversión.
—¿Diversión? —Monté en cólera—.
¡Pues será para ti!
¡Mierda, aquello era exactamente lo
contrario a la verdad! En sus ojos apareció de
nuevo una mirada de deseo contenido.
—Así está mucho mejor. —Se acercó y
colocó una mano a cada lado de mi cabeza,
pero sin llegar a tocarme—. Eres una gatita
muy mala —me susurró al oído. Después me
mordisqueó el lóbulo de la oreja y yo volví a
tensar el cuerpo, a la espera de que me
mordiera con fuerza en cualquier momento.
Dejó resbalar los labios por mi cuello y yo
experimenté sucesivas oleadas de placer,
miedo y deseo que me recorrieron todo el
cuerpo. Ella se rió en voz baja, satisfecha.
Noté su aliento cálido sobre mi piel—. Sí, así
está mucho mejor. Tienes miedo, pero te
gusta. La rabia me hizo cometer un error.
—Sí, me gusta. —Recobré las fuerzas y
la aparté de un empujón. Ella saltó ágilmente
hacia atrás y yo le lancé una mirada furibunda
—. Pero no quiero que me lo hagas a la
fuerza. No quiero dolor: quiero deseo, ternura,
pasión, excitación y todo eso, pero nada de
fuerza brutal, porque es...
—Busqué una palabra que transmitiera lo
que sentía.
Ella arqueó las cejas, con un gesto
burlón.—¿Perverso? —dijo.
—Sí... ¡Sí, perverso! —le grité, furiosa
con ella y con— migo misma y con aquella
palabra que nunca antes había empleado.
Siempre me había dado rabia que los
petulantes burgueses utilizaran esa palabra
para afirmar su propia «normalidad» y
desacreditar a los demás. Todo aquel que
fuese distinto a ellos (daba lo mismo el
motivo: homosexuales, comunistas, lo que
fuera) era difamado indiscriminadamente. Mi
rabia, sin embargo, sólo duró unos instantes,
pues dio paso de inmediato a otra sensación: la
de que todo aquello no tenía sentido. Crucé
los brazos a la espalda y me apoyé en la pared
—. Y ahora, por lo que a mí respecta, ya
puedes ir a buscar tu látigo o lo que sea y
pegarme —dije.
Dejó resbalar su mirada por mi rostro.
—Estás preciosa cuando te enfadas —me
dijo, con voz muy suave.
Quise protestar por aquel tópico, que
parecía sacado de una pésima peli porno de
los setenta, pero no me dio tiempo porque su
boca ya había sellado la mía. Esperé la
penetración violenta de su lengua, pero se
limitó a acariciar con ella mis labios cerrados.
El cosquilleo era ya insoportable. Cuando abrí
la boca, jugueteó dulcemente con mi lengua y
me acarició la punta hasta que el deseo casi
me hizo gritar. La boca era la única parte de
su cuerpo que me tocaba y tuve la sensación
de que el aire que había entre nosotras
crepitaba.
Levanté las manos. No, no quería
tocarla. Mientras ella seguía besándome, me
empezaron a temblar los brazos, hasta que
finalmente suspiré, dejé caer las manos sobre
sus hombros y la atraje hacia mí. Noté en mí
piel el frío de los botones de su blusa.
Ella suspiró de placer entre mis labios y
me rodeó con los brazos.
Sus gestos eran suaves y delicados y me
pregunté qué había motivado aquella repentina
transformación. Me empujó de nuevo hacia la
pared y colocó una pierna entre las mías. A
pesar de la ropa, aquel roce me hizo
enloquecer. Gemí y empecé a frotarme contra
ella, pero al instante me reprimí. Habíamos
legado de nuevo al punto en que ella me haría
daño, es decir, me había sometido de nuevo a
su voluntad. Me quedé muy quieta. Ella se dio
cuenta, dejó de besarme y se apartó un poco
para mirarme.
—Estás confundida. —Lo afirmó sin
entonación alguna, pero no le respondí. Me
pregunté qué pensaba hacer a continuación.
Levantó una mano y me acarició la cara.
Yo no me moví y ella dejó caer la mano, que
resbaló por mi brazo y por mi costado hasta la
cintura. La mano se quedó allí, mientras ella
me devoraba con la mirada. De nuevo me
observó con su poder hipnótico—. No te voy
a hacer daño —afirmó, categóricamente.
Metió la mano por debajo de mi ropa y yo
noté un escalofrío por todo el cuerpo—. Te
deseo —dijo—, te deseo tal y como eres. —
Siguió acariciándome, cada vez más abajo,
con una lentitud insoportable. Mi cuerpo
entero ardía de deseo—. Quiero oír tus
gemidos y tus gritos, pero no de dolor. —
Rozó con los dedos el inicio de mi vello
púbico y siguió bajando, torturándome con sus
caricias, sin dejar de mirarme. Tensé los
músculos de los hombros y me apoyé en la
pared. Ella me rodeó con el otro brazo y me
sujetó con fuerza. Su mano permaneció
inmóvil entre mis piernas y yo, gimiendo de
placer, traté de frotar mi cuerpo contra esa
mano. El interior de mi cuerpo era como un
volcán en erupción y notaba mi propia
humedad acumulándose entre sus dedos.
Estaba tan excitada que balanceaba mi cuerpo
hacia delante y hacia atrás.
Ella retiró la mano y yo expulsé de golpe
el aire que había en mis pulmones.
—No —gemí—, has prometido que no
me ibas a torturar... Por favor...
Ella soltó una alegre carcajada.
—He prometido que no te haría daño. Y
no te voy a hacer daño.
Pero esto es completamente distinto.
Acarició mi entrepierna por encima de la
ropa y yo gemí de nuevo, sin poder ocultar mí
impaciencia, mientras arqueaba el cuerpo.
Apoyó las manos en mis caderas y me
empezó a bajar el pantalón, muy despacio. La
verdad es que se tomó su tiempo.
Durante lo que me pareció una eternidad,
me acarició con las manos, primero hacia
arriba y luego hacia abajo. Cuando por fin me
hubo desnudado, se inclinó sobre mí y me
acarició el pecho con los labios. Allí donde me
tocaba, mi piel era puro fuego. Finalmente se
acercó al pezón y yo tensé el cuerpo una vez
más. Ella reaccionó de inmediato.
—Te lo he prometido —murmuró, antes
de mirarme—. No haré nada que tú no
quieras.
—Sin embargo, yo no podía
aterciopeladame, pues el miedo estaba
demasiado arraigado en mí. Ella volvió a
acariciarme el pecho con los labios y después,
con una ternura infinita, lo lamió con la
lengua.
La sensación que me produjo acabó con
todas mis reticencias.
—Oh, sí —suspiré.
Alternó las manos y la lengua para
acariciarme los pezones, duros y erectos. Al
llegar a ese punto yo ya no podía contener mí
deseo y, desde luego, no habría sido capaz de
impedir que me hiciera cualquier cosa, fuese
lo que fuese. De repente, su cara estaba
delante de la mía: recorrió mis labios sin
prisas, casi sin tocarme. Yo quise retenerla,
pero ella sonrió y se apartó. Dejó resbalar la
mano por mi pecho y por mi estómago y por
último la introdujo entre mis piernas. Con dos
dedos, me acarició suavemente la parte
interior de los muslos: los movió desde atrás
hacia delante, de un lado a otro, hasta que
tocaron el centro. Me agarré a su brazo y ella
empezó a frotarme con más fuerza, mientras
buscaba con movimientos circulares el punto
más sensible. Me sentía a punto de explotar.
Ella apretaba cada vez con más fuerza, hasta
que encontró el orificio.
—¡No! —Aparté mis labios de los suyos.
Se detuvo de inmediato y volvió a rodearme
con sus brazos.
—¿Qué te ocurre?
—No me... no me gusta. —Tragué saliva
con dificultad—.
Prometiste que...
Se echó a reír con ganas.
—No lo he olvidado. No hace falta que
me lo recuerdes todo el rato.
—Lo siento, tengo mucha sensibilidad...
en esa zona.
—Sí, la verdad es que tienes mucha
sensibilidad, ya me he dado cuenta. —Tuve la
sensación de que no me hacía caso, pero de
repente noté preocupación en su tono de voz
—. ¿Te duele?
No me quedó más remedio que
responder.
—En realidad... no, no mucho. Yo...
bueno, la verdad es que no lo sé.
—¿Que no lo sabes?
Fijé la vista en el suelo, tras ella.
—No —afirmé, con actitud desafiante.
Se echó hacia atrás y me contempló
desde cierta distancia. Por la forma en que me
ardía la cara, supongo que estaba roja como
un tomate. Me puso un dedo bajo la barbilla y
me obligó a levantar la cabeza.
—Pero yo no soy la primera mujer con la
que te acuestas, ¿verdad?
—No... —Me observó con atención.
Obviamente, esperaba que aquel gesto fuera
más eficaz a la hora de hacerme hablar que las
preguntas directas—. Quiero decir... he estado
con muchísimas mujeres, pero así no. ¡Es que
no puedo! —enfaticé, en un tono desafiante.
Me di la vuelta y me quedé de cara a la pared.
—¿Y ese es el único motivo?
La pared me protegía, al menos de su
mirada directa, pero aun así tuve la sensación
de que me estaba perforando la espalda con
los ojos.
—¿No te parece motivo suficiente?
—¿No has estado nunca con un
hombre...?
Apenas la dejé terminar.
—¡Pues no! —dije. Me di la vuelta para
mirarla—. ¿Debo estar avergonzada?
Seguía observándome atentamente.
—No, claro que no. ¿Qué es lo que estás
pensando? Quería decir en contra de tu... —
Se interrumpió.
—¿En contra de mi...? Ah. —Entonces
lo entendí—. No, no me han violado. —
Suspiró, aliviada, pero yo estaba más
enfadada que nunca. ¿Por qué de repente se
mostraba tan preocupada?—. Y hasta esta
noche, nadie lo había intentado —dije entre
dientes, furiosa.
Se volvió y cogió aire. Después me miró
de nuevo. En su rostro impenetrable no se
movía ni un solo músculo.
—Pues entonces, no hay ningún
problema.
Yo estaba que echaba chispas. O sea,
que ahora pensaba que no había ningún
problema. Ella volvió a suspirar.
—Lo de antes ha sido un... —hizo una
pausa para reflexionar— un malentendido. —
Y como si con eso se arreglara todo, se acercó
lentamente hacia mí, con una sonrisa en los
labios. Según ella, el intento de violación era
un malentendido. Quise creer que no me
consideraba tan estúpida y, desde luego, ella
tampoco lo era. Había seguido con mucha
atención las expresiones de mi cara. Suspiró
de nuevo, pero esta vez pareció resignada—.
Sí, ya sé lo que estás pensando, pero a
muchas mujeres —prosiguió— les gusta así.
Y por eso me eligen a mí. —Me observó con
una mirada triste—.
Evidentemente, tú no lo sabías y yo he
pensado que... —Se echó a reír, pero su risa
era amarga—. Como he dicho antes, un
malentendido.
Para entonces, yo estaba más que
confundida.
—¿Qué es lo que no sabía? —En alguna
parte de aquel caos tenía que haber una pista
que me ayudara a desentrañar el misterio.
Me observó abiertamente, con una mano
apoyada en la cadera.
—¡Soy una puta, cielo! —Me quedé
perpleja. Obviamente, ese era uno de los
efectos que ella buscaba. El otro era hacerme
sentir asco, pero no le salió bien.
Se alejó unos cuantos pasos de mí y se
dedicó a contemplar por la ventana el
parpadeo de un rótulo de neón.
—Ahora puedes irte si quieres, no te
retendré. —Habló en mitad de la oscuridad.
Tenía la espalda recta como una tabla.
Me acerqué hacia donde estaba mi ropa,
pero luego me detuve.
No quería irme, eso lo tenía muy claro,
pero... ¿qué otra cosa podía obtener allí?
Aquella mujer era una prostituta, y esperaba
que yo le pagara por un «servicio» que yo ni
siquiera sabía que estaba recibiendo. Se ajustó
a mis deseos cuando se dio cuenta de que yo
quería algo diferente: para prestar un buen
servicio, hay que adaptarse a los gustos del
cliente. ¿El cliente? De repente, me vi a mí
misma con muy malos ojos.
Se volvió y me observó con frialdad.
—¿Quieres que me vaya? —Su tono de
voz era glacial. De repente, me di cuenta de
que estaba desnuda. Cogí la blusa y me la
puse a toda prisa.
—No, eso sería absurdo.
—Muchas mujeres quieren quedarse
solas después —dijo, encogiéndose de
hombros—. A mí me da lo mismo. —Su voz
era glacial y dulcificante al mismo tiempo, lo
cual es una contradicción en sí misma. Sin
embargo, esa es la impresión que tuve.
Me abroché la camisa sin dejar de
mirarla. Estaba allí plantada, con los brazos
cruzados, las piernas separadas y el aspecto de
una fortaleza imponente. Me acerqué a ella.
Siguió mi avance con la mirada, pero no se
movió. Me quedé parada delante de ella y alcé
los ojos hacia su rostro. Madre mía, pensé,
por lo menos mide metro ochenta y cinco.
—No quiero quedarme sola y tampoco
quiero irme—. La observé sin inmutarme.
Arrugó los labios en un gesto burlón y me
miró.
—¡Ah, la señorita le está cogiendo el
gusto a esto! —Se echó a reír, pero su risa me
sonó muy sentimental. Se inclinó un poco—.
Hasta hace un momento no lo sabías y
estabas enfadada. Ahora lo sabes y ya... —
chasqueó los dedos— te excita. Hasta hace un
momento, no era más que una aventura
exótica, algo fuera de lo habitual. ¿Me
equivoco? Pero ahora... ¡qué oportunidad!
¿Cómo será acostarse con una mujer que lo
hace por dinero? Te gustaría saberlo,
¿verdad? ¿Por qué no probarlo, ya que
estamos aquí? —Me dio la espalda y se
desabrochó los puños de la camisa—.
Espero que te hayas traído el talonario —
añadió, por encima del hombro—, porque soy
muy cara.
Se quitó la camisa con un gesto rápido y
la dejó caer sobre una silla. Me fijé en su
espalda tersa y oí el chirrido de la cremallera.
Se quitó las botas de una sacudida y, un
instante después, los pantalones fueron a parar
al mismo sitio que la camisa. Estaba
completamente desnuda. Con un movimiento
enérgico, se dio la vuelta y mantuvo los brazos
alzados durante unos segundos.
—Aquí me tienes —dijo—, a tu
disposición.
Finalmente tenía la oportunidad de volver
a mirarla y confirmar una vez más lo que ya
había advertido a primera vista: que era
increíblemente hermosa. Me acerqué y la
toqué. Su piel irradiaba frío, como si fuera una
estatua de mármol.
—No —negué con la cabeza—, no, no
pienso hacerlo. No te voy a tratar como a una
puta sólo para que puedas librarte más
fácilmente de mí —dije, mientras retrocedía.
—Pero cielo. —Arqueó las cejas, como
si quisiera expresar perplejidad por el hecho de
que, obviamente, yo desconocía las reglas—.
Tú me pagas y yo soy una puta. Ven aquí. —
Sonrió con mucha profesionalidad y se acercó
a mí. Alargó la mano hasta mi oreja y me
acarició con el pulgar una zona muy sensible,
justo debajo del lóbulo. Cerré los ojos—. Eso
está mucho mejor —ronroneó. Quise olvidar,
dejarme llevar por la placentera sensación que
me producían sus caricias, pero no pude. Abrí
los ojos y me di cuenta de que ella seguía
sonriendo con mucha profesionalidad—.
¿Qué te gustaría hacer? Dímelo, aunque
no sea muy habitual. Haré realidad todos tus
deseos. Déjate de inhibiciones.
Interpretaba su papel como si fueran los
créditos iniciales de una película. De repente,
sonrió con aires de complicidad. Dejó de
acariciarme tras la oreja y deslizó las manos
por mi cuerpo hasta llegar a las nalgas. Se
arrodilló y entonces comprendí lo que le
rondaba por la cabeza: hasta entonces no me
había dado cuenta porque había estado
demasiado pendiente de su interpretación y de
mis sensaciones. Le aparté la cabeza.
—¡No hagas eso!
Se le borró la sonrisa del rostro. Se puso
de pie con una expresión de indiferencia y me
observó con frialdad.
—Como quieras. Es tu dinero. Si lo
prefieres, puedes pegarme por el mismo
precio.
En toda mi vida, nunca había estado en
una situación íntima con una mujer capaz de
desconectar con tanta rapidez. Me ponía
nerviosa. Quería saber qué sentía en realidad,
pero me daba rabia que me dominara de
aquella manera. Y jamás se me ha dado muy
bien ocultar la rabia... Le lancé una mirada
cargada de indignación.
Ella volvió a sonreír de inmediato y trató
de apaciguarme.
—Seguro que hay muchas cosas que
jamás te has atrevido a preguntarle a una
mujer. Me puso otra vez la mano detrás de la
oreja. Podría haber resultado un gesto de una
ternura maravillosa, si no fuera porque le
había salido de forma mecánica. Aun así,
disfruté de aquel momento de paz. Se inclinó
y me dio un delicado beso en los labios. Por
un momento, quise creer —o mejor dicho,
imaginar— que ella veía en mí a la mujer
amada, no sólo a la clienta.
Mientras me besaba con cuidado —sí,
esas son exactamente las palabras, con
cuidado; no se le olvidaba nada importante—,
dejó resbalar la mano derecha por mi cuerpo.
Deslizó la mano izquierda bajo mi camisa y
jugueteó con uno de mis pezones hasta que se
me puso duro. Me sentí mal al darme cuenta
de que lo único que hacía era seguir una rutina
mecánica, algo que probablemente había
hecho miles de veces exactamente de la
misma forma.
Quise apartarla de mí, pero mis manos
fueron a parar justo sobre sus pechos, que
eran increíblemente suaves. Su piel
aterciopelada se estremeció al entrar en
contacto con mis dedos. Le acaricié los
pechos y ella empezó a gemir de inmediato,
mientras se acercaba más a mí. Al principio
me quedé un poco sorprendida, pero de
repente entendí qué estaba haciendo. Lamenté
mucho tener que separarme de sus pechos de
terciopelo, pero la aparté de mí. Ella me
observó con una mirada serena, en la que no
había rastro alguno de excitación.
—¿No te gustaba? —me preguntó, con
un interés profesional.
Traté de observarla fijamente, pero ella
me rehuyó y su mirada se perdió más allá de
mi hombro—. Lo siento, necesito un poco de
tiempo para adaptarme a ti. Mis clientas no
suelen hacer peticiones tan... excéntricas.
No pude evitar una sonrisa. En aquel
momento parecía indefensa, y eso me gustó
mucho más que la seguridad en sí misma de la
que había hecho gala hasta aquel momento.
Le dediqué una mirada llena de cariño.
—Eres preciosa. —Vi un leve parpadeo
en su mirada, pero después su rostro se volvió
impenetrable una vez más.
—¿Y entonces por qué no me deseas? —
me preguntó en tono glacial—. Pagas por
hacerlo. Las otras... Dime qué quieres que
haga, o si hay algo que no quieres que haga...
—Abrió la mano, en un gesto de
impotencia.
Por mi mente cruzó una idea: no
deseaba, bajo ningún concepto, entrar en su
juego, pero ya que estaba dispuesta a
escucharme...
Siguió observándome con una mirada
gélida, mientras esperaba.
—Túmbate —le ordené, en el tono más
autoritario que pude. En su rostro apareció un
destello fugaz de sorpresa, pero se esfumó de
inmediato. Se giró y dio un paso; después
permaneció inmóvil.
—¿Dónde? —preguntó en tono cansado,
como si le hablara al aire. Su espalda, ya de
por sí rígida, estaba más recta que nunca.
—En la cama —dije, con decisión.
Se puso en marcha y se dirigió con garbo
hacia la cama.
Después de tumbarse, me tendió los
brazos.—
Ven —dijo. Obviamente, había
decidido prescindir de su actitud profesional,
pues en su rostro había una expresión de
auténtica y deliberada indiferencia.
Atravesé la habitación y me detuve cerca
de la cama.
—Así no —objeté—. Date la vuelta.
Vaciló, mientras yo esperaba. Después se
tumbó boca abajo muy lentamente, al mismo
tiempo que me observaba de reojo con cierta
curiosidad. Me fijé en la delicada curva que
formaba su espalda y concluí que realmente
era una mujer muy hermosa. ¿Por qué habría
decidido dedicarse a...? Bueno, era una
reflexión absurda, sus motivos tendría. Noté
un cosquilleo en los dedos, que se morían por
tocarla, pero me limité a dibujar en el aire el
perfil de su cuerpo. Me incliné y deposité un
beso entre sus omóplatos. Ella dio un brinco.
—Ni se te ocurra gemir —le advertí—,
ya me conozco tu numerito.
—A las otras les gusta, a veces —replicó,
mientras se encogía de hombros, con su voz
fría e indiferente.
—Pero a mí no, así que olvídate.
No le veía la cara, pero habría jurado que
en ese momento estaba sonriendo.
—Como te he dicho antes, eres un
tanto... excéntrica.
Volví a besarla entre los omóplatos y
noté cómo tensaba el cuerpo. Intentó reprimir
un escalofrío y yo sonreí: no estaba mal, para
empezar. Empecé a cubrirle el cuerpo de
besos: despacio, con mucha ternura, mis
labios avanzaron desde el cuello hasta los
hombros, luego hacia los brazos y después de
nuevo hacia los omóplatos. Recorrí sus
costillas con la boca y me entretuve unos
instantes en el hueco al final de su espalda.
Aunque estaba disfrutando al máximo de
aquella actividad, al mismo tiempo trataba de
observarla. Al principio, ella dejó reposar las
manos junto a la cabeza. Parecía tranquila y
relajada, pero después de los primeros besos,
se le puso la piel de gallina y empezó a hundir
las manos en la almohada. Tenía los puños tan
apretados que los nudillos se le habían
quedado blancos. A medida que yo me
acercaba a la zona baja de su espalda, la piel
se le cubrió de temblorosas gotas de sudor,
que resplandecían como gotas de lluvia.
Respiraba con dificultad, pero seguía con la
cabeza enterrada en la almohada.
Muy despacio, suavemente, recorrí con
los dedos el camino que iba desde su cuello
hasta su culo. Se estremeció en varias
ocasiones. Su respiración era cada vez más
agitada, pues le empezaba a faltar el aire.
Levantó la cabeza de la almohada y la dejó
caer de lado, mientras cogía aire.
Aunque yo estaba convencida de que su
reacción era auténtica, un diablillo se posó
sobre mi hombro. Tal vez la curiosa dinámica
de aquel juego al que yo jamás había jugado
se había adueñado de mi mente y había
anulado mis mecanismos de control, que
normalmente siempre están alerta. En
cualquier caso, decidí no pensar más en ello.
Aun sabiendo que cometía un grave error, la
reprendí.
—No quiero que actúes para mí... ¡ya te
lo he advertido!
Se suponía que sólo era una broma, y yo
estaba plenamente convencida de que ella se
daría cuenta. Sin embargo, tensó el cuerpo de
inmediato. Seguía boqueando, en busca de
aire. Tras inspirar profundamente varias
veces, se echó a temblar y acercó lentamente
las manos a la cabeza.
—No, por favor —susurró
apagadamente. En su voz ronca se adivinaba
el miedo. «¿Qué pasa?», me pregunté. Le
acaricié la espalda con dulzura, pero ella se
encogió como si acabara de recibir un latigazo
y se cubrió la cabeza con las manos—. No —
susurró con voz grave, casi inaudible—, no
me pegues, por favor.
Me quedé estupefacta durante unos
instantes. ¿Y aquella era la mujer alta y fuerte
que me había dado tanto miedo? Luego me
recuperé de la sorpresa y la agarré por el
hombro. Ella gritó, aterrorizada, pero yo la
sacudí con fuerza.
—¡Jamás! ¿Me oyes? ¡Jamás! ¡Yo jamás
te pegaría! Mírame, por favor. —Dejó caer
las manos, inclinó la cabeza a un lado y bajó
la mirada. Estaba despertando de una
pesadilla. En cuanto me reconoció, volvió la
cabeza hacia el otro lado.
—Por favor, vete. —Hablaba mirando
hacia la pared—. No tienes ninguna obligación
conmigo. —Hizo una pausa—. Por supuesto,
no hace falta que me pagues. —Detecté
amargura en su tono de voz—. Y por
supuesto, no puedo evitar que le cuentes esto
a alguien. —Suspiró profundamente.
Al principio, quise protestar
enérgicamente, pero después me controlé,
porque no era bueno para ninguna de las dos.
Cogí la manta y cubrí su cuerpo desnudo.
Sorprendida, se dio la vuelta y apoyó la
cabeza en una mano.
—Gracias —dijo, en un tono de voz
neutro. Dejó que su mirada glacial resbalara
por mi cuerpo—. Y ahora, sería mejor que te
marcharas.
Me senté muy despacio en el borde de la
cama.—
Pues yo creo que no.
Le levé la contraria sólo porque todo
había sucedido demasiado rápido y porque no
me gusta salir del cine sin haber entendido la
película, pero su reacción fue un tanto
exagerada. Entornó los ojos hasta convertirlos
en dos ranuras que brillaban como hielo puro.
—Ya entiendo —dijo, como si estuviera
muy cansada—, no eres de las que se
conforman con la mitad del pastel si se lo
pueden comer entero, ¿verdad? —Con un
movimiento rápido, me cogió y me arrastró
hacia la enorme cama—. Pues ven, que te voy
a dar la otra mitad. Yo siempre cumplo mis
promesas. Y encima, como antes te he dicho
que no hacía falta que me pagaras, es gratis.
—Se echó a reír con desdén—. Te aseguro
que jamás volverás a encontrar una prostituta
con tanta clase como yo por este precio.
No se lo discutí. La desesperación que
había visto en ella me había dejado
completamente indefensa, y lo único que
deseaba era que no me hiciera mucho daño,
pues nunca he sido capaz de soportar el dolor.
Y en lo que iba de día, ya había tenido
ocasión de comprobar que, efectivamente, mi
capacidad de resistencia al dolor no había
aumentado en lo más mínimo.
Ella advirtió mi miedo.
—Ah, o sea que estás asustada... —Para
enfatizar sus palabras hizo un gesto desdeñoso
con la mano—. ¿No te he dicho que yo
siempre cumplo mis promesas?
Asentí, para evitar que volviera a
enfadarse, pero tenía mis dudas de que yo, en
su estado, hubiese podido mantener una
promesa así.
Me agarró del brazo y yo reprimí un
gesto de dolor. «Me va a salir un buen
morado», pensé. Me empujó hacia atrás en la
cama y se tumbó a medias sobre mí. Su
lengua penetró en mi boca sin piedad, como al
principio, pero cumplió lo que había
prometido y no me sujetó las manos. Las
levanté muy despacio y empecé a acariciarle la
espalda; ella soltó un gemido gutural. Ahora ya
no me cabía ninguna duda de que la reacción
de antes había sido auténtica. Le acaricié la
espalda un poco más y ella jadeó entre mis
labios. Era obvio que estaba a punto de perder
el control, pero primero se apartó de mis
labios y me separó las piernas con un
movimiento brusco. ¡Dos morados más!
Se dejó caer entre mis piernas y me las
levantó en el aire. Se empeñó en separarlas
más y en subirlas más. Me dolía, pero se
podía aguantar. Me entró con la misma
brusquedad que había utilizado al penetrarme
la boca con la lengua: ni preliminares, ni
preparación, ni una triste caricia. Más bien
todo lo contrario: los movimientos de su
lengua eran más bruscos y más exigentes que
antes. Cuando me separó aún más las piernas.
—Dios mío, a este paso no tardaría mucho en
gritar de puro dolor—, apreté los dientes y
esperé a que se quedara satisfecha. En mitad
de una búsqueda frenética, su lengua encontró
el centro neurológico de todas las sensaciones
y a mí se me escapó un gemido. De no haber
sido por lo mucho que me dolían las piernas,
creo que hasta me habría gustado.
Suspiré, mientras ella se tomaba un breve
respiro para descansar. Después empezó otra
vez: muy lentamente, trazaba círculos con la
lengua alrededor de mi clítoris. Se acercaba y
se alejaba, como el aleteo de una mariposa, y
yo me estremecía una y otra vez. Mis
sensaciones ganaron en intensidad de forma
gradual.
Estaba convencida de que no tardaría
mucho en pararse, pues lo único que buscaba
era su propia satisfacción... y era yo quien
debía proporcionársela. Cuando empecé a
gemir y a levantar las caderas hacia ella, se
detuvo. «Ya está», pensé, mientras trataba de
contener mi excitación. Y de repente grité,
pues me había penetrado hasta el fondo con la
lengua como ninguna otra mujer me había
hecho antes. Aquella lengua larga, que tantos
problemas me había causado en la boca, me
proporcionaba allí abajo auténtico e
intensísimo placer. La metía y la sacaba y,
entre una cosa y otra, jugueteaba en la entrada
del orificio. Desde luego, conocía todos los
rincones. De repente, me importó muy poco
que me dolieran las piernas, que con cada
movimiento de la pelvis tuviera la sensación
de que me estaban clavando agujas al rojo
vivo hasta en la punta de los dedos de los pies.
—Córrete —murmuró, casi
inaudiblemente, entre mis muslos.
Me metió la lengua entera de nuevo,
después la sacó y reanudó la danza de la
mariposa alrededor de mi perla erecta—.
Córrete —volvió a susurrar, casi en tono
autoritario. Y de repente, me dejé arrastrar
por mil oleadas de placer enloquecedor. Me oí
gritar, pero era como si mi grito no terminara
nunca, mientras las oleadas de placer venían y
se iban, venían y se iban. Intenté contarlas,
pero eran demasiadas. Tras lo que me pareció
una eternidad, me derrumbé, exhausta, y
luché por recuperar el aliento. Estaba segura
de que jamás podría volver a respirar con
normalidad. Ella se incorporó y me
mordisqueó los pechos. Aún no había
recuperado el aliento cuando ella se apoyó
junto a mis hombros y colocó las piernas entre
las mías. Después de tenerlas separadas
durante tanto rato, me dolía todo. Gruñí de
dolor sin poder contenerme y ella se quedó
quieta de inmediato. Levanté una mano y le
aparté un mechón sudado de la frente. Ella me
sonrió, un poco tensa.
—Sigue —dije en voz baja—, no me
haces daño.
—¿De verdad? —preguntó, confusa.
—No. —Le aparté una vez más el
mechón de la frente—. De verdad que no.
Empezó a moverse de nuevo, con mucho
cuidado. Luego se movió más rápido y al cabo
de pocos segundos jadeaba de nuevo,
excitada. Noté cómo tensaba todos los
músculos del cuerpo. Noté una vibración entre
mis piernas y ella se corrió entre rápidas
sacudidas, gimiendo sin parar. Tenía los ojos
cerrados. Alargué el brazo y coloqué la mano
entre sus piernas. Cuando ella se dio cuenta,
abrió los ojos de golpe.
—No quiero...
—Sí que quieres.
Con la otra mano, la sujeté con fuerza
junto a mí. De todas formas, no costó mucho
conseguir que cambiara de opinión.
Empezó a gemir en cuanto la toqué. Le
metí los dedos muy despacio.
—Sí. —De su garganta brotó un sonido
bastante rudimentario.
Se frotaba contra mi mano como si
quisiera metérsela toda dentro.
De repente arqueó el cuerpo y de sus
labios se escapó un grito.
Completamente agotada, se dejó caer
hacia atrás en la cama y con la respiración aún
agitada, se hizo a un lado y se tumbó junto a
mí—. No hacía falta que... lo hicieras... —
consiguió decir, con voz entrecortada.
Me apoyé en un codo y le sonreí.
—Sí que hacía falta. En realidad, me
parece que aún quieres más.
Apretó los labios y sacudió la cabeza de
un lado a otro.
Seguramente, hacía mucho tiempo que
no necesitaba oponer resistencia. Me puse
sobre ella de inmediato; protestó débilmente y
trató de mantener las piernas juntas, pero aún
no se había recobrado del último esfuerzo. Le
separé las piernas con ambas manos y me
tumbé entre ellas.
Aquella parte de su cuerpo era tan
hermosa como el resto, y lo dije en voz alta
para que pudiera oírme.
—¡Vuelve aquí inmediatamente! —dijo
ella, entre dientes, a modo de respuesta.
—¡Ni hablar!
Me reí de su enfado. Muy lentamente,
empecé a trazar un amplio círculo con la
lengua. Suspiró y noté cómo se le ponían
rígidas las piernas. Procedí a trazar un círculo
más pequeño al mismo tiempo que presionaba
más y más con la lengua. Ella capturó mí
lengua entre sus caderas.
—Me vuelves loca —susurró, en voz tan
baja que apenas entendí lo que decía.
Proseguí con lo que estaba haciendo, mientras
ella me clavaba las manos en el pelo y me
sujetaba—. No puedo más... Por favor... —
No aparté la boca—. ¡No puedo más! Por
favor... déjame... —En su voz ronca había un
tono suplicante.
Seguí acariciándola con la lengua y
permití que ella buscara su propio ritmo. En
esta ocasión se corrió entre convulsiones, con
un grito prolongado y constante que parecía
no terminar nunca.
Cuando culminó el orgasmo, se dejó caer
como si estuviera muerta.
Me puse otra vez sobre ella y la besé;
tenía el cuerpo empapado de sudor.
Cuando por fin fue capaz de hablar, me
sonrió casi sin fuerzas.
—¿Qué me has hecho?
—¿Yo? ¿Que qué te he hecho? Nada. —
La inocencia de una moza de pueblo no era
nada comparada con la mía.
Se echó a reír.
—Pues no me lo ha parecido.
Tanteó la mesilla de noche y cogió un
cigarrillo largo y delgado de un paquete
también largo y delgado. Para encenderlo
utilizó un mechero de plata con hermosos
adornos y aspiró con fuerza. «Igual que en las
películas», pensé.
Me miró y dijo:
—Oh, disculpa, ¿quieres uno? —Tanteó
de nuevo en la mesilla de noche.
—No, gracias —dije, haciendo un mohín
—. Detesto intoxicarme en una nube de humo
después de hacerlo.
—Yo tampoco suelo fumar después de
hacerlo, pero hoy... es culpa tuya. Si no me
hubieras dejado tan agotada... —Alargó una
mano, la colocó bajo uno de mis pechos, se
inclinó y lo besó—.
Hmm... —murmuró, en tono de
admiración—, es dulce como el champán. —
Volvió a mirarme, esta vez atentamente—.
Igual que el resto de tu cuerpo —añadió.
Después se apoyó en la almohada y siguió
fumando.
Así pues, había decidido —por lo menos
de momento— que yo le gustaba... ¿o quizás
sólo que me soportaba? La observé de reojo:
allí estaba aquella mujer increíblemente
hermosa, relajada y sosteniendo el cigarrillo
con una elegancia para mí inimaginable. El
humo se elevaba en círculos hacia el techo
con la misma elegancia, como si se sintiera
obligado por los modales de ella.
Aparentemente, no me prestaba atención.
Por lo menos, se comportaba como si yo no
estuviera allí. ¿Qué era lo que esperaba de mí?
Obviamente, nuestra relación de trabajo había
finalizado.
Me reprendí en silencio. No quería
pensar, pero no me quedaba más remedio que
hacerlo. ¿Qué se suponía que debía hacer en
una situación así? ¿Marcharme y ya está?
Pero eso era justamente lo que no me apetecía
hacer. Quería quedarme con ella, conocerla un
poco mejor, pues me había legado al alma: su
vulnerabilidad, que ella había tratado de
esconder tras innumerables muros de
protección; su miedo, y el hecho de que
hubiera elegido aquella profesión en
concreto...
La observé con una expresión
interrogante. Ella apagó el cigarrillo y se volvió
para mirarme. Cuando advirtió mi expresión,
torció un poco la boca.
—No hace falta que te reprimas.
—¿De qué? —le pregunté, un poco
enfadada.
Tiró de la manta y se cubrió los pechos.
—Quieres saber cómo y por qué he
llegado hasta aquí, por qué soy lo que soy,
¿verdad?
En cualquier otra situación, aquella
mirada gélida y centelleante me habría hecho
huir de la habitación. Tal y como la había
planteado ella, parecía una pregunta obscena
que yo jamás me habría atrevido a formular.
Guardé silencio. Ella arqueó las cejas: «Si
vuelve a hacer eso —pensé—, no me quedará
más remedio que besarla, aunque tenga que
pagar».—
Todo el mundo quiere saber lo mismo,
no creo que seas una excepción. —Miró por la
ventana—. Casi cada vez que estoy con una
clienta nueva, me hace la misma pregunta.
Me estremecí. La verdad es que no me
gustaba mucho lo de ser una «clienta nueva».
Y tampoco me sentía como una clienta. Ella
me observó con indiferencia.
—¿De verdad no quieres saberlo? —
Negué con la cabeza—.
Bueno, da igual, porque nunca contesto a
la pregunta.
Era obvio que quería librarse de mí, pues
empezaba a estar inquieta. En cualquier
momento encontraría la forma más rápida de
conseguir que me marchara. De hecho, ya la
había encontrado.
—Bueno, ¿has encontrado lo que
buscabas? —dijo, observándome con una
mirada muy profesional. En realidad, casi
esperaba que me preguntara: «¿La señora
desea algo más?».
No me quedó más remedio que sonreír.
De forma instintiva —¿o quizás lo tenía todo
ensayado?—, ella había elegido el tema que
más miedo me daba en circunstancias
normales. Pero... ¿había algo que se pudiese
considerar «circunstancias normales» en una
relación con una mujer como ella? La tarde y
lo que levábamos de noche hasta ese
momento no se parecían a nada de lo que yo
había vivido hasta entonces. Y, desde luego,
no se iba a librar de mí tan fácilmente.
—¿Te has quedado satisfecha? —
Empezaba a perder la paciencia, y me lanzó
una mirada escrutadora—. ¿O he hecho algo
mal? —Mi silencio la ponía nerviosa—. Ya sé
que no todo ha ido como tú imaginabas. —En
su rostro apareció una expresión de
arrepentimiento. Desde luego, no se le daba
mal: estoy segura de que la mayoría de las
mujeres se derretían cuando las miraba así.
Cogió una agenda que había en la mesilla
de noche—. Si quieres, concertamos una cita
cuando a ti te vaya bien y me cuentas lo que
no te ha gustado. —Desabrochó la tira negra
de piel y empezó a pasar las páginas.
Aquello era absolutamente increíble: ¡me
estaba ofreciendo la posibilidad de introducir
mejoras!
—¿De qué tienes miedo? —le pregunté.
Se quedó paralizada. En su mirada vi,
mucho más claramente que en su reacción o
que en cualquier palabra que pudiera haber
dicho, que acababa de poner el dedo en la
llaga. Se encerró en sus propios pensamientos
con la intención de recuperar la compostura.
—Bueno, ¿concertamos una cita o no?
—preguntó, mientras pasaba las páginas de la
agenda sin prestar atención. Se volvió para
mirarme una vez más: en sus ojos había una
mirada que quería decir: «No tengo ni idea de
lo que quieres». Me recordaron los
limpiaparabrisas de los faros de un coche de
lujo: tienes los faros sucios, les das una
pasadita, y hala, ya están limpios.
Me dedicó una sonrisa de complicidad.
—Si tienes motivos de queja, es mala
publicidad. Y la mala publicidad es mala para
el negocio. —Me recordó una conversación
que había mantenido recientemente con un
vendedor de coches, que se presentó
exactamente de la misma manera. Sin
embargo, aquel hombre quería venderme un
coche, no su cuerpo—. Llámame cuando
quieras —dijo, mientras cogía una tarjeta.
—¡Oh, no! —me lamenté—. Lo que me
faltaba, que encima me des tu tarjeta de visita.
Se echó a reír, encantada, y me pareció
que su risa era sincera.
—Sabía que te molestaría —dijo. Cogió
un lápiz, escribió algo en la tarjeta y me la dio.
Era una tarjeta blanca, muy elegante, escrita a
mano y sin inscripción alguna, a excepción de
los caracteres grandes e inclinados que había
en el centro. Ni nombre ni dirección, sólo los
números. Realmente, aquella tarjeta era el
colmo de la discreción.
La miré: en las comisuras de sus ojos
aparecieron delicadas arrugas provocadas por
la risa.—
Las tarjetas de visita no son muy
habituales en mi trabajo —me aclaró, entre
risas—. Lamento decepcionarte.
Y allí estábamos: dos mujeres que
acaban de acostarse juntas y descansan
desnudas en la misma cama, como si
estuvieran tomando café en una cafetería de
lujo. Imaginé una escena un tanto surrealista:
«¿Quieres un poco más de azúcar?», «No,
gracias, prefiero otro orgasmo. Pero que no
sea brutal, que esta tarde tengo hora en la
peluquería».
Ya no tenía motivos para quedarme, por
mucho que me costara admitirlo. Sin embargo,
quería volver a verla. ¿Cómo? ¿Cómo clienta?
¡Jamás! Y en ese caso... ¿existía la más
remota posibilidad de que volviéramos a
vernos? Me quedé mirando la tarjeta que tenía
en la mano y, poco a poco, me di cuenta de
que me sentía incómoda en aquella cama. Sin
embargo, la noche podría haber sido muy
agradable: dormirnos juntas, despertarnos
juntas, unos cuantos mimos, un poco de
sexo... Noté de nuevo un cosquilleo por todo
el cuerpo.
Me observó y yo le devolví la mirada por
el rabilo del ojo. No, estaba claro que ella
jamás haría algo así. Y también estaba claro
que yo tenía que salir de allí lo antes posible.
Ella, sin embargo, siguió observándome
atentamente y antes de que yo tuviera tiempo
de pensar en mi próximo movimiento, me dijo:
—Voy a ducharme. ¿Prefieres ir tú
primero...?
Su tono profesional, educado y atento me
dolió. Sin duda, aquella era la despedida
definitiva. Negué con la cabeza en silencio, sin
mirarla. Ella se puso en pie y yo la miré
mientras se alejaba: me fijé en su andar
garboso y saboreé todos y cada uno de sus
movimientos.
Cuando cerró la puerta tras ella, me
levanté de la cama y me vestí a toda prisa. Ya
en la puerta, me giré por última vez. Oí el
rumor del agua y contemplé la cama: estaba
segura de que pasaría mucho tiempo antes de
que olvidara aquella noche.