Taxi a Paris

...

Desde que nos habíamos conocido, no había pensado en nada que no fuera ella. Por lo menos, había dedicado el menor tiempo posible a pensar en otras cosas, y ahora me daba cuenta.

Trabajaba hasta muy tarde y mis compañeros empezaron a hacer bromas y a decirme que no estaría mal que pusiera una cama en el despacho, ya que de todas formas no me marchaba nunca. Yo lo prefería así.

Reprimía cualquier síntoma de arrepentimiento, por mínimo que fuera. Si de repente me descubría pensando en ella, aniquilaba de inmediato esas ideas. Cuando hacía falta, me consolaba recordándome que una relación con una prostituta —ahora ya podía pronunciar la palabra— estaba condenada al fracaso desde el principio. Sí, claro, aún estaba enamorada de ella, pero...

¿cómo habría sido nuestra relación al cabo de uno o dos años? Jamás había insinuado ni por casualidad que tuviera intención de dejar su profesión y dedicarse a otra cosa. Y yo me había empeñado en negar que estaba celosa de todas y cada una de sus clientas. La quería para mí sola.

¿Y? Es normal, ¿no? Una relación con una mujer que, desde luego, no vivía en el mundo «normal» —signifique lo que signifique—, que vendía su cuerpo como quien vende una mercancía, era una contradicción en sí misma. Desde el principio habíamos tenido visiones distintas del mundo.

¿Seguro? Y entonces... ¿de qué nos habíamos reído juntas? Oh, eso no eran más que cosas sin importancia, cosas de las que se reiría todo el mundo.

A medida que transcurrían los días, me iba convirtiendo en una ermitaña. Estaba muy poco en casa y cuando estaba, no respondía al teléfono. De hecho, ya hacía tiempo que lo había descolgado. Iba a comprar a otra ciudad o, por lo menos, a otra parte de la ciudad.

Teniendo en cuenta que vivíamos muy cerca la una de la otra, el peligro de encontrármela por casualidad aumentaba considerablemente si realizaba ese tipo de actividades en mi barrio.

Antes había hecho casi lo imposible por encontrármela y no había funcionado. Ahora que era mejor que no nos viésemos —por lo menos, para mí era mejor no verla— estaba segura de que acabaríamos encontrándonos.

Al cabo de unos días, una ex novia me llamó al trabajo.

—Bueno —dijo, cuando contesté—, menos mal que por lo menos te encuentro en el despacho. Parece que no tienes teléfono en casa. ¿O es que ya no vives allí?

—Ah, hola, Karin —la saludé, aunque sin demasiado entusiasmo.

—Y me parece que las cosas tampoco te van muy bien. —En eso tenía razón—. ¿Estás enamorada? —me preguntó, con curiosidad.

Me conocía demasiado bien.

—No —negué, en un tono que desaprobaba su pregunta.

—Ajá... —Hacía demasiado tiempo que Karin me conocía como para quedarse satisfecha con esa respuesta—. ¿Te ha dejado?

—¿Qué si me ha dejado? —Me reí desdeñosamente—. Yo la he dejado a ella.

—Pues no pareces muy contenta. —No era una pregunta. Se había limitado a establecer un hecho.

—Pues sí —repliqué, en un tono un tanto desafiante—. Sí, estoy muy contenta.

—Ajá —prosiguió Karin—, es peor de lo que pensaba.

—No pasa nada —insistí, tozuda como una mula—, estoy muy bien.

—Ya, ya lo veo —dijo Karin, sin utilizar ningún tono en particular—. ¿Todavía te quedan días de vacaciones? —prosiguió, cambiando radicalmente de tema.

—Me deben un montón de días — contesté, sorprendida—. ¿Por qué?

—El motivo por el cual te he llamado es que quiero irme fuera un par de días y busco una mujer que me acompañe. Tú eres la primera en quien he pensado.

—Pero Corinna...

—Corinna no tiene tiempo. Está con los exámenes finales y la verdad es que si estoy por ahí la molesto y no puede estudiar. Por eso quiero irme unos días, para que pueda estudiar con tranquilidad. —Todo aquello parecía muy lógico.

—Sí, pero... —Karin siempre había tenido la virtud de pillarme desprevenida con ideas como aquella. En esta ocasión, sin embargo, la sorpresa fue mayor de lo habitual.

—A Corinna no le importa que tú me acompañes. Sabe perfectamente que entre nosotras dos ya no hay nada. —No parecía en absoluto que estuviera tratando de convencerme de algo, sino que se limitaba a enumerar un hecho tras otro. Siempre me había maravillado su capacidad lógica. Todo aquello iba demasiado rápido para mí.

—Ya, pero...

—¡No quiero excusas! ¡Nos vamos a la montaña! ¿Te acuerdas de la cabaña?

Me acordaba muy bien. La cabaña había sido nuestro primer nidito de amor y allí habíamos pasado juntas los mejores momentos de nuestra relación. Cuando pensé en la cabaña, casi se me escapó una lágrima.

—Sí —dije, tragando saliva.

Ella, sin embargo, hizo caso omiso de mi nostalgia.

—¿Cuándo crees que puedes cogerte esos días libres? Le eché un vistazo a mi mesa.—

Bueno... la verdad es que... la verdad es que tengo muchas cosas que hacer. Voy un poco atrasada.

Se echó a reír.

—Lo entiendo —dijo, como si pensara en voz alta—, tú siempre has sido así.

—¿Qué quieres decir con eso? —le pregunté, muy ofendida.

—Bueno, dime —dijo, pasando por alto mi pregunta—, ¿cuándo puedes irte? ¿Mañana, pasado mañana? —Las palabras «la próxima semana» o «el mes que viene» no parecían formar parte de su vocabulario.

Finalmente, me rendí, pues sabía que cuando Karin quería algo, lo conseguía. A fin de cuentas, yo también la conocía bastante bien.

—Dentro de un par de días —supuse— creo que habré terminado o bien delegado la mayor parte del trabajo.

—Muy bien —afirmó, como si ya lo supiera de antemano—, pues entonces el miércoles. Te recogeré a las ocho de la mañana. —Por lo visto, ya lo tenía todo planeado.

—¿A las ocho? —repetí.

—Ya sé que a esas horas no estás despierta, pero se tarda dos horas en llegar allí. Conduciré yo. Y después hay que caminar media hora más montaña arriba. — Sonaba a itinerario estricto.

«No se aceptan cambios», pensé. En realidad, la cabaña estaba bastante apartada. Allí arriba no había carreteras asfaltadas, ni siquiera una pista decente de tierra.—

Vale —acepté mi derrota—, si conduces tú...

Karin se echó a reír.

—¿Acaso no conducía yo siempre? — Esperó un momento, pare ver si yo tenía algo más que decir—. Bueno, pues entonces hasta el miércoles. Y sé puntual. Si no, te sacaré a rastras de la cama. —Todavía se reía cuando colgó. Tras aquella llamada, empecé a sentir una especie de vértigo. Me había acostumbrado tanto a mi solitario estado de melancolía, que de repente me sentí como si me hubieran lanzado desde una catapulta.

El miércoles salimos casi a la hora prevista, aunque lo cierto es que Karin armó bastante bula para sacarme de la cama a las ocho en punto de la mañana. Hasta me prohibió que tomara mi café matutino —a pesar de mis contundentes protestas— y me obligó a partir en cuanto me hube puesto algo decente encima. Me pasé un rato refunfuñando porque no me había dejado tomar café, pero después me quedé dormida en el coche. Cuando desperté, prácticamente estábamos atravesando ya el puerto de montaña.

—Ya casi hemos legado, ¿lo ves? —me dijo, cuando se dio cuenta de que estaba despierta—·—. Mira que te gusta dormir, ¿eh?

—Sí, sí —farfullé. Karin tenía tanta energía que me ponía nerviosa. Me recordaba a... ¡Basta! No se hablaba más de ese tema.

Aparcó el coche junto a la entrada del sendero y cargamos las mochilas.

—Pensaba que sólo nos íbamos a quedar un par de días —protesté, al notar cómo pesaba la mochila que Karin me acababa de dar.

—Supongo que no se te habrá olvidado que tenemos que subir todo lo que necesitemos para los dos días —me explicó alegremente, mientras me entregaba otra bolsa

—. Y luego volver a bajarlo, claro. Allí arriba no hay supermercados ni servicio de recogida de basuras.

—Eso siempre me daba rabia — refunfuñé otra vez.

Me lanzó una mirada coqueta.

—Pues yo no recuerdo que en aquella época te quejaras. —Entonces era completamente diferente —dije, sin hacer demasiado caso de su comentario.

—Cuanto más tardemos en subir, más tardarás en tomarte un buen café —insistió, dispuesta a no abandonar su buen humor—.

Por cierto, que lo llevas tú en la mochila.

—Por eso pesa tanto —suspiré.

—¡Pues hala, vamos! —dijo, y echó a andar, tan contenta que parecía la jefa de una tropa de exploradoras. Yo me arrastré tras sus pasos. Una vez arriba, teníamos que acondicionar un poco la cabaña antes de poder empezar a usarla. Era obvio que hacía tiempo que no se utilizaba. Y eso significaba ponerlo todo en marcha: el calentador, la caldera, el gas... Cuando por fin pude tomarme un café, ya había transcurrido otra hora.

Finalmente nos sentamos, momento que Karin aprovechó para acorralarme.

—Bueno, y ahora me lo cuentas todo — hablaba muy en seno.

—No tengo nada que contar —dije, desviando bruscamente la conversación.

—Pues yo creo que sí —insistió, muy tranquila—. Si no tuvieras nada que contar, no te mostrarías tan reservada.

—Sólo ha sido una aventura —dije, encogiéndome de hombros—, y bastante breve, por cierto. No tiene importancia.

—Claro, y como no tiene importancia, por eso has levado últimamente una vida de ermitaña. ¿O es que tenías pensando meterte a monja? —Me miró. Lo sabía. Me conocía demasiado bien y no estaba dispuesta a creerse cualquier cosa que yo me inventara—.

No hace mucho tiempo, te enamoraste de una mujer... —Dijo, para facilitarme un poco las cosas.—

¡De una mujer! —me burlé, con todo mi desprecio—. Es una... —No supe cómo explicárselo.

Karin pareció un poco enfadada.

—Bueno, pues claro que es una mujer, y no importa qué más sea, ¿o sí?

—Vale —era incapaz de defenderme ante su lógica—. Sí, desde luego es una mujer. ¡Y qué mujer! —añadí, con otro gesto de desdén.

—¿Y qué te hizo para que estés tan enfadada contigo misma?

Al principio, no presté mucha atención a sus palabras, pero después me di cuenta de lo que había dicho.

—¿Qué estoy enfadada conmigo misma? ¡Como mucho, estaré enfadada con ella! — ¿Qué pintaba yo? Si yo no había hecho nada malo... ¿verdad?

—No, no te creo. Sé cómo te comportas cuando estás enfadada con alguien. No estás tan rabiosa como ahora. Sólo te comportas así cuando sabes que has cometido un error imperdonable —Karin hizo su diagnóstico.

No me quedó más remedio que admitir, aunque de mala gana, que tenía razón.

—Lo que sí es un error imperdonable es enamorarse de una mujer que... —No fui capaz de decirlo en voz alta. Podía pensarlo, pero no decirlo.

—Estás celosa —afirmó Karin, sin necesidad de que yo añadiera nada más—. ¿Te ha engañado con otra mujer?

—Si sólo fuera con una... —Me eché a reír con amargura. Karin me observó con repentino interés.

—Tal y como lo has dicho, parece que estés hablando de una ninfómana.

—No es una ninfómana. —La verdad, esa idea ni siquiera se me había ocurrido—. Es una prostituta. —Por fin había conseguido decirlo.—

Oh. —Pareció sorprendida, pero no horrorizada—. Eso es nuevo.

—¿No tienes nada más que decir? — Acababa de confesarle mi desesperación y todo lo que se le ocurría era decir que «eso es nuevo».

Karin me observó sin parpadear.

—Pero acabas de decirme que te engañó con otras mujeres.

¿No se acuesta con hombres? —Vaciló, pues para ella todo aquello también era «nuevo»—. Quiero decir... ¿por trabajo?

Aunque yo creía haberme acostumbrado ya, lo cierto es que, en ese contexto, la palabra adquirió una nueva dimensión, me pareció mucho más obscena.

—No —contesté, con cierto desdén—.

Que yo sepa, no. Karin sumó dos y dos.

—0 sea, que... ¿es una prostituta para mujeres?

—Sí. —Mientras ella pensaba, yo ya me había vuelto a acostumbrar al tema—. Eso es justamente lo que es: una prostituta para mujeres.

Karin silbó.

—Había oído hablar de esa clase de prostitutas, pero la verdad es que no acababa de creer que existieran de verdad. Quiero decir, que hubiera tanta demanda... —Hablaba sobre el tema como si fuera un ejercicio de economía, una simple cuestión de oferta y demanda.

—Ah, sí —afirmé, con amargura—, te aseguro que la demanda es mucho mayor de lo que crees.

—Discúlpame, por favor —volvió a observarme con cariño—, estoy tratando esta cuestión como si fuera un problema abstracto, pero entiendo perfectamente que para ti es un problema concreto.

—No, no lo es. —Me empeñé en negarlo —. Ya no.

Karin me sonrió, comprensiva.

—0 sea, que en realidad te estás preocupando por una tontería, ¿verdad?

—Es que si tú supieras... —resoplé—. ¡Lo que te he contado no es nada!

—Vale —dijo, mientras se recostaba cómodamente en el sillón—. Pues entonces cuéntamelo todo.

Al principio, no me apetecía mucho.

Había tantas cosas que ni yo misma entendía... Pero después, la mirada comprensiva de Karin empezó a relajarme y terminé por contárselo todo. Me escuchó en silencio mientras yo hablaba, sin hacer preguntas, como si quisiera esperar antes de poner en duda mis argumentos.

—Bueno —dijo, cuando terminé—, pues estás metida en un buen lío.

Aunque sus palabras no me sirvieron precisamente de ayuda en ese momento, lo cierto es que me tranquilizaron de inmediato y consiguieron que me resultara más fácil entender por qué estaba enfadada conmigo misma.

Karin se acercó a la cocina y regresó con dos tazas de café recién hecho. Lo hizo en silencio y supuse que estaba pensando.

—Sigues enamorada de ella —dijo después de sentarse.

Antes de que yo pudiera abrir la boca, levantó una mano para impedir mis protestas

—. Y si no me equivoco, puesto que te conozco muy bien, me atrevería incluso a decir que la quieres de verdad.

Estaba tan confusa que fui incapaz de pronunciar palabra.

¿Cómo podía afirmarlo con tanta seguridad, cómo podía estar tan convencida de algo que era completamente falso? Me dedicó una sonrisa comprensiva.

—Recuerdo muy bien tu vena celosa. Te vuelve una persona absolutamente irracional. Después de todo lo que me has contado de ella, no creo que sea tal y como la describes. Por supuesto, no la conozco y mi experiencia con prostitutas es más bien limitada —se rió —, pero al fin y al cabo no tengo motivos para defenderla. Y después del enfrentamiento que habéis tenido, no creo que vuelva a hablarte. —Sus conclusiones eran tan lógicas como verosímiles. No me quedaba ningún argumento para rebatirlas.

—Yo tampoco, pero la verdad es que una relación así no tenía ningún futuro —dije.

Para mí, aquello era irrevocablemente cierto.

—Puede que tengas razón. —Karin reflexionó durante unos instantes y luego prosiguió—: Es más, yo creo que hasta es probable que sea como tú dices, pero eso no justifica que te hayas comportado como un elefante en una cacharrería —me observó con una mirada levemente reprobatoria—, por decirlo con suavidad.

Me sentí avergonzada y todo me empezó a dar vueltas. De repente, los recuerdos — especialmente los buenos— se agolparon en mi mente. Sin embargo, aún no estaba preparada para hacerles frente y los ahuyenté como pude.

Los días que pasé con Karin me ayudaron a recuperarme emocionalmente. Me conocía bien, sabía cómo reaccionaba yo ante una relación y en otros tiempos, cuando aún salíamos juntas, también le había tocado librar unas cuantas batallas contra mis celos.

Me sentí como si ella me protegiera con su preocupación y su cariño. A medida que mi cuerpo se iba relajando, empecé a darme cuenta de lo mucho que lo había maltratado.

La falta de sueño era más que evidente, hasta el punto de que a veces dormía toda la noche y buena parte del día. También me ayudó el hecho de estar en un lugar tan aislado como aquella cabaña: no había teléfono, ni radio ni conexión alguna con el mundo exterior, a excepción de lo que habíamos subido a cuestas y de lo que veíamos delante de nuestros ojos.

La última noche abrimos la última botella de vino que con tanto esfuerzo habíamos subido hasta la cabaña. Karin lo había planificado todo tan bien, que al día siguiente descenderíamos por la colina con las mochilas

prácticamente vacías.

Yo seguía sin tomar una decisión.

—Sé perfectamente —dije— que no soportaría estar preguntándome a cada momento qué estará haciendo. Pero tampoco puedo hacer ver que no me importa.

Karin sacudió la cabeza, un poco molesta por mi obstinación.

—Pero una relación no se basa en eso, no se basa en saber con quién o con cuántas personas se acuesta una. —Me observó con una mirada penetrante—. Y mucho menos en este caso, pues está claro que para ella no significa nada.

—Ya lo sé —dije—, eso ya me lo dijiste entonces. Pero no puedo cambiar, soy muy celosa. No puedo separar el amor del sexo. —

Apoyé la cabeza en las manos y miré a Karin

—. Tenía que pasarme a mí: conocer a una mujer cuya profesión es precisamente esa.

Karin se echó a reír.

—Te lo mereces. Me acuerdo de cómo me ponías de los nervios en aquella época...

¡Ni siquiera podía mirar a otra mujer!

—Pero... ¿por qué tienes que hacerlo cuando estás conmigo, eh? —Me pregunté por qué siempre me tocaba repetir cosas tan obvias y fáciles de entender.

—¿Y cuándo querías que lo hiciera, si estábamos juntas casi todo el tiempo? —Karin me observó afablemente—. Estoy segura de que ella no mira a otras mujeres por la calle.

Me refiero a que no lo hace por cuestiones profesionales. ¿O sí?

—No —dije con desdén—. En realidad, ni siquiera le gusta salir.

—Lo entiendo —asintió Karin. De repente, se echó a reír, como si se le acabara de ocurrir una idea—. Eso me suena a relación más bien «casera», ¿verdad? ¡Lo que siempre habías deseado!

No estaba dispuesta a dejarme convencer tan fácilmente.

—Sí, pero...

—¡Nada de «sí, pero»! —a Karin se le escapó un gruñido involuntario—. Se acuesta con otras mujeres y seguirá haciéndolo, porque así es como se gana la vida. —Me estremecí. Karin lo advirtió y prosiguió en un tono más cariñoso—: Pero lo importante es que habléis, que os riáis juntas, que os sentéis a ver la tele juntas mientras coméis cacahuetes... Esas son las cosas que unen a las personas, las cosas más sencillas del mundo: hablar de lo que haréis para cenar, ir de compras juntas, pasaros un fin de semana entero sin hacer nada excepto disfrutar del hecho de estar juntas. —Me observó de nuevo con aire interrogante—. Para mí, esa es la diferencia entre una aventurilla y una relación de verdad. Por supuesto, ambas cosas tienen una base en común y es que tiene que existir atracción sexual, pero... ¿hasta qué punto es importante el sexo en una relación?

Puede que el cinco por ciento, pero el otro noventa y cinco lo tienes que llenar con otras cosas. —Solté un enérgico gruñido de protesta y Karin se echó a reír alegremente—.

Sí, ya lo sé, al principio es más, mucho más. Todavía me acuerdo de las primeras semanas que pasamos juntas. —Sonrió, pero luego se puso seria—. Llenar las noches es muy fácil; lo difícil es llenar los días. —Se inclinó sobre mí y me apartó el pello de los ojos—.

¿Quieres acostarte conmigo esta noche? —me propuso cordialmente.

La miré, asombrada. Hasta ese momento, ni siquiera se me había ocurrido que fuera eso lo que buscaba. Vacilé. Me había ayudado mucho a lo largo de los últimos días, pero no me imaginaba a mí misma agradeciéndoselo de esa forma. A pesar de todo, no quería herirla.

—No creo que sea una buena idea — dije, mirándola. Recé para que no me malinterpretara.

—Ah, no te preocupes —dijo. Me había entendido perfectamente—. No era un ofrecimiento sexual —matizó, con un grado de confianza en sí misma que yo soy incapaz de alcanzar en estos asuntos—, pero he pensado que unos cuantos mimos no nos harían daño.

Sabía que aquello no era normal en ella.

—No me digas que ahora eres monógama —exclamé, sin acabar de

creérmelo.

Karin soltó una carcajada.

—No te lo creerías, ¿verdad? —Se serenó—. Y harías bien.

No, no soy monógama. Pero eso no significa —prosiguió, al advertir mi reacción— que me pase el día pensando en el sexo o que me dedique a perseguir a toda mujer que se cruce en mi camino... especialmente si se trata de una ex novia con la cual rompí porque era demasiado celosa y pretendía que yo fuera monógama.

Tragué saliva.

—Aun así... —dije, aunque la idea de dejarme mimar por ella un ratito me parecía de lo más apetecible.

—Aun así —repitió, muy seria—, le eres fiel. —Sentí como si me estallara la cabeza.

¡Ni siquiera había pensado en eso! Karin prosiguió, más seria que antes—. Dices que la odias y que no quieres volver a verla en tu vida, pero eres incapaz de engañarla. —Se acercó a mí y me dio un beso en la mejilla—.

La quieres —concluyó, en tono comprensivo.

Me quedé allí sentada, incapaz de moverme. Ella se alejó hacia la puerta y luego se volvió.

—Mi oferta sigue en pie —dijo, con una sonrisa—. Y te juro por lo más sagrado que no tengo intención de robarle nada.