Taxi a Paris

...

Ella ya estaba allí cuando yo llegué, aunque contrariamente a mi costumbre habitual, fui muy puntual. Me había pasado todo el día mirando el reloj, y había tenido una seria discusión conmigo misma para no llegar antes de la hora.

Estaba sentada bajo uno de esos tilos que hacían del patio un rincón precioso e interesante y que, seguramente, lo convertirían en un lugar conocido y frecuentado dentro de muy poco. Ahora, sin embargo, estaba relativamente poco concurrido. La vi nada más entrar, antes de que ella me viera a mí.

Me pareció que había elegido un atuendo un tanto discreto, aunque para mi gusto muy atractivo. Me pregunté si eso tendría algún significado: ¿se vestía así para salir a cenar, había tenido una cita justo antes que exigía un conjunto como aquel o se había vestido así para mí? Y si fuera cierto lo último, ¿qué debía esperar yo?

Desde luego, quedándome en la entrada no resolvería el misterio, así que entré en el patio de adoquines y caminé sin prisas —algo que me exigió un considerable esfuerzo hacia la mesa. Ella miraba en otra dirección, con lo cual me ofrecía una buena panorámica de su perfil clásico. Su belleza me dio miedo, pues la simetría de sus facciones era casi irreal. Jamás había visto nada parecido en ninguna otra mujer. Advirtió mi presencia cuando ya estaba lo bastante cerca como para que ella pudiera oír mis pasos sobre el suelo de piedra.

Levantó la mirada casi sobresaltada, como si hubiera estado pensando en algo muy distinto y no esperase verme allí. Me sentí como una alborotadora y la obsequié deliberadamente con una sonrisa amable para conseguir que aquella situación tan íntima se volviera un poco menos incómoda.

—Hola. Perdona si llego tarde.

Ella me devolvió la misma sonrisa amable.

—No llegas tarde. Me gusta esperar tranquilamente a la gente.

Para mí, decir «tranquilamente» y «esperar» en la misma frase era toda una contradicción. Detestaba esperar y trataba de evitarlo siempre que me resultaba posible. En ese sentido, al parecer, éramos muy distintas, pero tenía la esperanza de que no fuera así en todo.

—¿Hace mucho que has llegado? —Un poco de charla informal no nos haría daño a ninguna de las dos. Después de todo, aquella situación era muy distinta a todos nuestros encuentros anteriores.

—Una media hora. —Al parecer, para ella era normal, pero a mí me parecía una eternidad. Seguramente, yo me habría muerto de impaciencia.

—Espero que no te hayas aburrido. —

Seguía sin poder entender qué gracia tenía llegar una hora antes intencionadamente.

—¿Aburrirme? No, yo no me aburro nunca. Me maravilló la forma en que daba por sentada aquella declaración y suspiré con discreción.

—Pues yo no puedo decir lo mismo. Más bien todo lo contrario.

Se echó a reír suavemente.

—Yo no sé qué es eso.

Me oí hablar a mí misma y tuve la sensación de estar charlando y tomando el té en un salón con la reina Victoria, una situación que sí me habría aburrido. Cogí la carta, que estaba sobre la mesa.

—¿Ya has pedido?

Me miró y sonrió.

—¿Y qué quieres que pida? Aquí no tienen comida china, ni italiana.

Se me encogió el estómago.

—¿Prefieres que vayamos a otro sitio?

Mierda, no había elegido el restaurante apropiado, lo cual significaba que la velada estaba sentenciada. Me miró directamente y tuve la sensación de que me estaba perforando con los ojos. Era de lo más incómodo, la verdad. Traté de sostenerle la mirada y no apartar la vista.

—Eres demasiado seria para tu edad — manifestó ella, a modo de conclusión.

—¿Para mi edad? ¡Pero si acabo de cumplir treinta y dos! —farfullé, muy sorprendida por lo que acababa de decirme.

Se echó a reír, satisfecha. Era obvio que se lo estaba pasando bomba.

—¡Gracias! —Dijo, con una ligera inclinación de cabeza y cierto retintín en la voz—. Eso era lo que quería saber.

Al principio tuve que contenerme, pero luego a mí también me empezó a parecer divertido.

—Y supongo que si yo te pregunto a ti cuántos años tienes, no me contestarás porque es de mala educación preguntarle la edad a una mujer.

Me guiñó un ojo.

—Exacto.

Vaya con la putita... Ya no estaba tan segura de estar preparada para ella. Era realmente difícil adivinar su edad: estaba entre los veinticinco y los treinta y cinco, o por lo menos eso me pareció.

Decidí abandonar la idea, pues seguramente es imposible arrancarle ese secreto a una mujer como ella. Sin embargo, y aunque no sé muy bien por qué, legué a la conclusión de que era más joven que yo.

¿Qué más daba? Estaba coqueteando conmigo, y eso era lo que importaba. Era toda una experta en eso del coqueteo.

Me di cuenta del efecto que me producía su magia, y ni siquiera tuve la impresión de que lo estuviera haciendo a propósito. Poseía un encanto natural y su exquisita educación sólo servía para realzarlo aún más. También sabía, sin embargo, que era capaz de dejar ambas cosas a un lado si le apetecía. Tal vez eso formara parte de su atractivo. Después del esfuerzo y los nervios que me había costado que aceptara salir a cenar conmigo, y la frialdad y precisión con las que ella había organizado la cita, me sorprendió lo relajada que estaba. Se rió de mis bromas y se mostró increíblemente encantadora. Me fascinó por completo. Cuando estaba tan relajada y tranquila, parecía como si el mundo entero girase a su alrededor. Jamás la había visto así y tuve la sensación de que se estaba convirtiendo en la personificación de mis sueños. ¿De verdad existía una mujer así?

Imaginé cómo sería una relación con ella.

Nuestras rutinas cotidianas no acababan de encajar, eso era cierto. Cuando yo me fuera a trabajar, ella aún estaría durmiendo. Cuando yo quisiera dormir, ella estaría trabajando.

¿Trabajando? Bueno, ¿qué era si no? La idea de lo que hacía para ganarse la vida no era precisamente de las que elevan el espíritu... y eso me hizo volver a la realidad. De repente, se me ocurrió algo.

—¡Pero si no tienes los ojos azules! —

Para mí, fue toda una sorpresa, pues siempre había vivido engañada por la presunción de que cualquier mujer de la que yo me enamorara tenía que ser rubia y de ojos azules.— No, son grises —dijo ella, un poco desanimada. Hasta ese momento, el gris siempre me había parecido un color apagado, pero sus ojos resplandecían como diamantes.

La observé, embelesada. Apenas podía dejar de mirarla—. ¿Es un problema? —me preguntó, arrugando la frente.

La situación era tan incómoda que no me quedó más remedio que echarme a reír.

—No, claro que no. Es que siempre había creído que tenías los ojos azules. No sé, tengo una especie de fijación con eso, pero según parece, hasta ahora no te había mirado muy bien.

Ella también se echó a reír.

—Pues yo más bien diría otra cosa, la verdad. —De repente, se quedó muy seria—. Aunque quizás no son mis ojos lo que más te interesa de mí. —Jugueteó un poco con su ensalada y después, con una precisión asombrosa, eligió una única hoja.

Mierda otra vez. Me estaba comportando como un auténtico elefante en una cacharrería. El clima relajado de antes casi había desparecido, pero aun así, traté de salvar la situación.

—Tienes los ojos muy bonitos. —¿Qué otra cosa podía decir?

Era un hecho, pero... ¿qué mujer no se ofendería si su ligue no se daba cuenta? Yo, por ejemplo, siempre me lo tomaba bastante mal—. Me di cuenta enseguida. Sólo que... por desgracia, toda tú eres increíblemente preciosa.

Dejó de juguetear con la ensalada y miró en mi dirección, aunque en realidad no me miró a mí.

—Hmm... gracias —dijo.

Probablemente, no sabía cómo reaccionar ante un cumplido tan extravagante. Y en caso de que me preguntara qué quería decir, tampoco me sentía capaz de explicárselo. Sin embargo, no lo hizo: un movimiento cerca de la entrada del patio distrajo su atención—. Sabía que esto era un error —suspiró. Parecía como si en lugar de hablar conmigo, hablara consigo misma.

—¿Un error? ¿El qué? —dije. Ahora sí estaba enfadada.

—Salir. —Se estaba cerrando a una velocidad increíble. No entendí su reacción, que para mí no tenía ni pies ni cabeza. Lo único que podía suponer era...—. Tendría que habérmelo imaginado —dijo, mientras dejaba el tenedor sobre la mesa y colocaba al lado la servilleta. Su gesto parecía definitivo. Se echó a reír y miró más o menos hacía donde estaba yo, como si quisiera disculparse—. No tiene nada que ver contigo.

Aquello no me tranquilizó mucho, la verdad, pues todos y cada uno de sus gestos indicaban que estaba a punto de irse, lo cual significaba un final mucho más precipitado y mucho más abrupto de lo que yo había previsto o imaginado para la noche. Mientras no tuviera ni idea de lo que había motivado su cambio de actitud, difícilmente podría impedir que levara a cabo sus intenciones. Así pues, lo único que podía hacer era intentar descubrirlo.

—¿Qué es lo que tendrías que haber imaginado?

Arqueó una ceja con frialdad, como si yo acabara de formularle una pregunta de lo más indecente.

—Eso no importa —dijo. Alzó una mano para indicarle al camarero que quería pagar.

«Dios mío, todo está sucediendo demasiado deprisa», me dije.

No sabía qué hacer, ni ante qué debía reaccionar antes.

—Bueno, a mí me parece que para ti es motivo suficiente para marcharte —dije, muy nerviosa. Eché una mirada a mi alrededor con la esperanza de descubrir lo que había visto ella, pero sólo vi a una pareja que acababa de entrar: una pareja de mediana edad que se dirigía a una mesa en el otro extremo del jardín. La mujer era delgada y menuda y caminaba bastante tiesa detrás de su marido.

Aparte de la pareja, no vi a nadie más.

De repente, la mujer se volvió y lanzó una mirada glacial en nuestra dirección. Duró un único instante y después, nada. Me volví de nuevo hacia la mesa. El camarero estaba ya junto a ella.

—Espera —protesté—, he sido yo quien te ha invitado. —¡Todo estaba sucediendo demasiado deprisa!

—Déjalo —replicó ella, con firmeza—. Teniendo en cuenta lo que vas a pagar, creo que no has obtenido gran cosa.

¿Qué? ¿Qué quería decir con eso? De nuevo había conseguido confundirme, pero antes de que tuviera tiempo de buscar mi monedero, el camarero ya se había ido y ella se había puesto en pie con la misma velocidad.

—Por favor, quédate y termina de cenar —me dijo—. Lo siento mucho. ¿Y qué se supone que hago yo aquí sola?, me pregunté. Al parecer, ni siquiera se planteaba el hecho de que yo no había ido hasta allí para cenar sola. Me puse en pie de un salto justo cuando ella daba media vuelta para irse.

—Espera —dije otra vez, apresuradamente.

Se detuvo un momento y se volvió a medias para mirarme.

—Por favor, quédate —dijo—. Me sentiría muy culpable si además te mueres de hambre. —Me dedicó una sonrisa forzada.

—¿Qué significa todo esto? —Mientras yo hacía la pregunta, ella se giró de nuevo y se dirigió a la salida. La seguí y traté de retenerla

—. ¿Por qué no me dices cuál es el problema?

—Siguió caminando, como si yo no hubiera dicho nada. De hecho, no me hizo ni caso, así que no me quedó más remedio que provocarla para obtener una respuesta—. ¿Qué pasa con esa mujer? ¿Quién es?

Se detuvo bruscamente.

—No es asunto tuyo —me recriminó, enfadada.

«O sea, que he dado en el clavo», me dije. El motivo era aquella mujer.

—Puede que no —dije. No estaba preparada para discutir con ella—, pero lo que sí es asunto mío es que ahora estoy aquí fuera, en lugar de estar tranquilamente sentada a una mesa cenando contigo. Creo que me merezco una explicación, aunque todo este asunto no tenga nada que ver conmigo. —Me di cuenta de que ella estaba bastante alterada y, probablemente, yo no hacía más que contribuir a su enfado, pero dejar que se marchara sin más no era mi estilo. Yo prefería enfrentarme a la tormenta.

—Mira que eres... —No dijo lo que pensaba que era yo, sino que se limitó a aspirar aire con fuerza—. Vale, tienes razón. No es justo, lo reconozco. ¿Tienes bastante con eso?

De repente, se había vuelto otra vez fría y calculadora. Con esa actitud, no conseguiría nada de ella.

—¿Quieres ir a otro sitio? —le pregunté, por segunda vez aquella noche.

—No —me contestó de inmediato—. Ese era el error. Mi error —dijo, poniendo énfasis en sus palabras—. No suelo salir. —

Aquello me sorprendió, teniendo en cuenta nuestro primer encuentro. Ella también se acordó y corrigió sus palabras—.Bueno, casi nunca. Y cuando salgo, no frecuento sitios como este —dijo, echando un vistazo a su alrededor.

—¿Estás buscando algo en concreto? —

Yo había dado por sentado que se dirigía a su coche, pero se había quedado junto al aparcamiento, que en realidad no era más que una explanada en la carretera frente al restaurante, bajo un par de árboles.

—Una cabina. —Su voz sonaba muy distante.

—¿Aquí? ¿En medio del bosque? ¿Para qué? —Me estaba empezando a cansar de hacerle tantas preguntas, pues ella sólo estaba dispuesta a facilitarme los datos indispensables. Me resultaba de lo más aburrido.

—Para llamar un taxi.

—¿No has venido en coche? —

Probablemente, había legado volando con sus invisibles alas de ángel. Me estaba volviendo un poco sarcástica, porque se me acababa la paciencia. Por lo menos, en esta ocasión me contestó.

—No tengo coche.

No pude evitar echarme a reír. De repente, me acordé del anuncio de una marca italiana de café, en el que un hombre muy atractivo trata de seducir a su vecina con un cappuccino bien caliente, hasta que ella descubre que el hombre no tiene coche y pasa de él. Me fijé en la forma en que ella me estaba mirando y dejé de reírme. A ella no le parecía divertido.

—Perdona —dije, más serena—, es que me acabo de acordar de una cosa que... —

Reflexioné un momento sobre si ella aceptaría que la levara. Cabía dentro de lo posible, sí.

Pero luego, claro, estaba la cuestión de dónde llevarla. A cualquier otra mujer, la habría invitado a tomar café en mi apartamento, pero... ¿a ella?

Desde luego, ir a su casa era impensable.

—¿Me dejas que te haga de taxi? —me arriesgué a preguntarle.

—¿Tú? —Apartó la mirada del árbol que levaba rato contemplando y se volvió hacia mí.

Bueno, vale, seguramente yo no había nacido para taxista pero, en cualquier caso, ella me observó con incredulidad.

—Sí, yo. Tengo un coche. —Pensé otra vez en el italiano y sonreí, pues el chico lo hacía muy bien—. Y además, por muy difícil que resulte de creer, lo tengo aquí.

Me observó con frialdad.

—No quiero que te desvíes por mi culpa.

¿Desviarme? Ah, claro, ella no lo sabía...

—Vivo muy cerca de tu casa, en la esquina, si te refieres a eso —le expliqué. Era obvio que quería irse a casa, así que no valía la pena perder el tiempo con alguna otra proposición.

—¿Ah, sí? —No pareció que aquel dato le interesara gran cosa, pero yo ya no soportaba más aquella situación: si no me quedaba más remedio que dejarla marchar, quería terminar con todo aquello de una vez.

—Tengo el coche allí. —Le señalé con el brazo un coche que estaba a la izquierda y eché a andar sin esperar su respuesta.

Cuando abrí la puerta del conductor, eché un vistazo por encima del hombro y la vi a tres pasos de distancia. Rodeé el coche y abrí la otra puerta. Me miró y me sonrió con amabilidad.

—Qué galante —comentó. Por lo menos, parecía que empezaba a tomarme en serio otra vez. Sin embargo, sabía que estaba perdida si ella empezaba a coquetear de nuevo. Cerré la puerta rápidamente una vez ella se hubo sentado.

Cuando subí al coche, me di cuenta de que al hacerle la oferta de llevarla se me había olvidado prestar atención a dos aspectos: uno, la inevitable proximidad física dentro de un coche; y dos, su magnetismo erótico. Ya en el patio del restaurante, un espacio abierto, había empezado a notar el efecto que ella producía en mí, pero dentro del coche, separadas tan sólo por unos centímetros, noté la calidez de sus muslos... Puse la marcha atrás y me comporté como si nada, pero el corazón me latía en la garganta. Pensé en todos los ardientes besos de despedida que a lo largo de mi vida había dado en el interior de coches, y me pregunté si ella también me obsequiaría con uno.

Para poder retroceder, tuve que poner el brazo sobre el respaldo de su asiento. Traté de no tocarla, pero noté cómo me invadía el calor de su cuerpo. La cosa se estaba poniendo interesante... Menos mal que el trayecto no era muy largo. Conduje concentrada por completo en la sinuosa carretera que atravesaba los bosques de la ladera de la montaña. Todo estaba muy tranquilo y oscuro. Sólo los faros del coche iluminaban la noche, frente a nosotras.

Cuando ya casi habíamos legado, ella se aclaró la garganta.

—Creo que tengo que explicarte algo — dijo.

—No tienes que explicarme nada. —

Quería mostrarme indiferente, para mantener la distancia. Si se me acercaba un poco, me lanzaría sobre ella.

—Ya lo sé. —Al parecer, había legado a una conclusión, aunque no le resultaba fácil—. Como te he dicho antes, salgo muy poco. De vez en cuando voy al Bella, cuando... —Ya estábamos otra vez. Había cosas de las que no quería hablar—. Pero nunca en un lugar público —prosiguió, sin haber terminado la frase—. Así que, para empezar, jamás tendría que haber aceptado tu invitación. —Por lo menos, eso explicaba por qué le había costado tanto decidirse. Pensé que aquello era todo lo que quería decir, pero después añadió algo más—. Pero eres tan tozuda... —Oí su sonrisa, aunque no podía mirarla porque tenía que concentrarme en la carretera.

Acabábamos de entrar en la ciudad y circulábamos por una calle relativamente recta. Frente a nosotras había otro restaurante.

En realidad, aquella era una zona turística.

—Por favor, para aquí —dijo.

Probablemente, se había dado cuenta de que prefería recorrer a pie el resto del camino antes que abrirse un poco más conmigo. Era bastante difícil entenderla.

Encontré un sitio para aparcar y me detuve. Esperaba que ella saliera del coche, pero no se movió. No me atrevía a mirarla, pero la necesidad de tocarla crecía en mi interior. Haciendo un gran esfuerzo, me dediqué a mirar a través del parabrisas, al tiempo que apretaba los dientes. «Oh, qué más da —me dije—. Puede irse cuando quiera».

—Me gustaría besarte —dije, contemplando el reflejo de los faros frente a mí. De repente, vi su mano junto al volante.

Un instante después, apagó los faros.

—Pues hazlo —dijo. Me quedé paralizada. Me rozó levemente la pierna, apenas un instante, al apartar la mano del volante, y noté cómo me ardía la piel allí donde ella me había tocado.

—¿Me creerás si te digo que ese no es el motivo por el cual te invité a salir? —dije, volviéndome hacia ella.

—No —en su voz aún se detectaba el rastro de una sonrisa—, pero da igual.

¡No, a mí no me daba igual! Sin embargo, su proximidad y su buena disposición anularon por completo mi autocontrol. Me incliné sobre ella y busqué su garganta con los labios. Ella apoyó una mano en mi hombro y lo acarició muy despacio.

Mientras saboreaba la textura sedosa de su piel, deslicé poco a poco la mano hasta encontrar su pecho. Ella gimió en voz baja.

Busqué su boca y me di cuenta de que me estaba esperando. Nuestras lenguas se encontraron y ella me abrazó; me atrajo tanto como pudo en un espacio tan reducido como era el interior del coche. Después apartó un brazo y tanteó en busca de la palanca para reclinar el asiento. Dejé de besarla de inmediato.

—No pretenderás... —dije—. ¿Aquí?

—¿Por qué no? —Seguramente, lo hacía en esas condiciones mucho más a menudo que yo. En cualquier caso, a mí me parecía de lo más incómodo. Aún notaba en los labios el calor de sus besos y supuse que ella tenía recursos más que suficientes para hacerme olvidar dónde nos hallábamos. Al mismo tiempo, sin embargo, me di cuenta de que no me había creído. Volví a sentarme en mi asiento.

—En serio, este no es el motivo por el cual te invité a salir —refunfuñé, mientras ponía el coche en marcha. Antes de que ella pudiera reaccionar, estábamos ya circulando de nuevo por la calle.

—Me parece que ni tú te lo crees — contestó.

Tenía razón, pero yo no estaba dispuesta a admitirlo. En lugar de eso, lo que hice fue tratar de averiguar algo más sobre ella.

—¿Por qué no me crees? ¿Por qué piensas que lo único que quiere la gente es acostarse contigo? —La verdad es que no sabía muy bien adónde pretendía llegar con esas preguntas, pero al menos servirían para distraerme de mis pensamientos lujuriosos. Sin embargo, su respuesta me dejó perpleja.

—Porque es la verdad —dijo. Pronunció esas palabras con una calma y una naturalidad espantosas. Si realmente estaba convencida de lo que decía... ¿qué efecto debía de tener eso en su autoestima, o en su concepción de la vida? De repente, sentí frío. Me habría sentido más tranquila si hubiera tenido la impresión de que lo que decía hacía referencia únicamente a sus clientas. En ese caso, su afirmación habría estado plenamente justificada, pero a mí me sonó como una observación en general, una observación referida a todas sus relaciones y no sólo a las profesionales. Por eso me resultó tan preocupante.

Desvié la vista de la carretera unos instantes para mirarla a ella.

—Eres una mujer muy deseable, de eso no me cabe ninguna duda —afirmé finalmente —, pero también posees otras cualidades.

Soltó una breve y sonora carcajada.

—¿Ah, sí? ¿Cuáles? —me piló totalmente por sorpresa. Yo sabía lo que sentía por ella, pero aún me faltaba averiguar qué había más allá de mis sentimientos, así que tuve que pensar un poco—. ¿Lo ves? —dijo—. A ti tampoco se te ocurre ninguna. —Por un lado, parecía complacida, pues yo acababa de demostrar lo que ella sabía perfectamente. Por el otro, en su diagnóstico se detectaba cierta resignación.

Tal vez en cierta manera había deseado que yo fuera capaz de mostrarle una alternativa que ella pudiera tener en cuenta, pero yo había fracasado.

—Eso es una tontería —protesté, más preocupada por mi falta de aplomo que por la confirmación de su autoevaluación.

—Bueno, bueno. —Parecía más interesada por tranquilizarme a mí que por tranquilizarse a sí misma—. No te preocupes. —Estaba tan desilusionada que me invadió una profunda emoción. Sin embargo, y como me sucedía con la mayoría de causas perdidas, mi espíritu luchador salió a relucir.

—Pues la verdad es que me gustaría preocuparme —le expliqué, muy despacio.

Era consciente del riesgo que suponía acercarme tanto, pues podía sentirse incómoda. De ser así, me apartaría definitivamente y me impediría volver a acercarme.

Soltó otra carcajada irónica.

—¿Por qué? —me preguntó, en tono de desdén.

—Porque creo que vale la pena.

No dijo nada y yo no pude sacar ninguna conclusión de su reacción, excepto que no me había contestado, claro. Seguí conduciendo en silencio a través de la oscuridad, interrumpida sólo de vez en cuando por el débil resplandor de alguna que otra farola.

Me habría encantado mirarla, pero tenía que seguir prestando atención a la carretera.

Al cabo de poco tiempo, legamos a las cercanías de su apartamento. Encontré un sitio para aparcar justo delante de la entrada de la calle peatonal.

—Bueno —dije, mientras apagaba el motor—. Lo siento, señora, pero no puedo acercar más el vehículo, porque es una zona peatonal —bromeé para evitar permanecer allí sentada y tener que soportar aquel espantoso silencio. Jamás he podido soportar esa clase de silencios tensos. A lo mejor teníamos algo en común...

Como ella no dijo nada y tampoco parecía tener intención alguna de salir del coche, volví a intentarlo—. Tienen unas costumbres muy misteriosas a la hora de levarse los vehículos no autorizados —me estremecí—, como por ejemplo la Tortura de la Grúa.

—¿Por qué haces esto? —me preguntó.

Ahora que no estaba conduciendo, me di cuenta de que ella tenía la cabeza baja. No levantó la vista, ni siquiera para responder a mi comentario.

En realidad, no sabía muy bien a qué se refería y, por algún motivo, empecé a temer por mi propio valor. ¿Y si con mi actitud lo había estropeado todo? No me quedó más remedio que preguntárselo.

—¿Qué quieres decir?

—Tú también me dejarás algún día — dijo, en voz baja. Su dramatismo me hizo reír.

—Gracias por la pista, Pitonisa. —Lo dije con tanta amabilidad que mi miedo quedó disimulado. La conocía tan poco, sabía tan poco acerca de ella, que cualquier destello fugaz de su forma de ser era como un viaje hacia la oscuridad del universo. La verdad es que todo aquello apuntaba hacia una gran catástrofe. Y lo único que podía hacer era tratar de ahuyentar el miedo, como un niño que baja a un sótano oscuro.

Ella permaneció inmóvil.

—¿Quieres... —la voz se me estaba empezando a poner ronca, así que tuve que aclararme la garganta— quieres que nos quedemos aquí fuera?

Se sobresaltó ligeramente, como si acabara de despertarse de un sueño.

—No, no, claro que no. Discúlpame, por favor. Estoy segura de que quieres irte a casa.

Yo no estaba tan segura. Más bien todo lo contrario. Ella se volvió hacia la puerta y la abrió. Yo salí a toda prisa y rodeé el coche.

—Ah —dijo ella, con cara de asombro —. Se me había olvidado lo galante que eres. —Sonrió discretamente.

—Más que galante, bien educada, o sea, que no tiene ningún mérito. —En realidad, no tenía intención alguna de iniciar un debate sobre mis modales.

Se recostó en el coche y me miró. Con uno de sus característicos movimientos ingrávidos, se apartó del coche, se acercó a mí y yo sentí, de repente, la necesidad de huir.

Puro instinto, como los animales salvajes, pero demasiado tarde, porque ella ya había llegado hasta donde estaba yo. Se dejó caer sobre mí y noté la suavidad de sus pechos, la irresistible presión de su cuerpo contra el mío.

—Da igual, a mí me gusta —me susurró al oído—. Hacía mucho tiempo que no me trataban tan bien.

La rodeé con mis brazos y ella se acurrucó aún más contra mi cuerpo.

—Ven conmigo —jadeó, junto a mí oído. Yo aún no estaba dispuesta a admitir que aquel era el final que había soñado para la noche pues, en realidad, estaba segura de que ella deseaba justo lo contrario. Sin embargo, ella era capaz de leerme la mente—. Te creo —me susurró, con una dulzura increíble.

Y yo deseaba creer que me creía. Me aparté suavemente de ella y cerré el coche.

Ella ya estaba junto a la puerta de entrada del edificio, a pocos metros de mí. Mientras esperábamos el ascensor, me puso una mano en la nuca y me dio un besito de lo más provocativo. Sus labios rozaron los míos fugazmente, apenas los acarició con la punta de la lengua. Antes de que yo tuviera tiempo de separarlos para proseguir con el beso, ya se había apartado de mí.

—Oh, eres muy mala —protesté.

Me obsequió con una risa seductora.

—Sí, ya lo sé. Pero eso aumenta la excitación, ¿no?

—«Como si fuera necesario», pensé.

Cuando legamos a su apartamento, dio unos cuantos pasos hacia el interior y luego se volvió para mirarme.

—Me gustaría cambiarme de ropa y ponerme algo más cómodo.

¿Te importa?

Fue como si de repente se hubiera alzado un muro entre nosotras. Me sentí incapaz de tocarla, aunque estaba justo frente a mí.

Pero... ¿es que yo era tonta o qué? Tendría que habérmelo imaginado. En cuanto entraba en aquella habitación... Todo lo que tuviera que ver con el sexo, para ella era sólo trabajo, aunque hubiera empezado como un juego. Y yo ya estaba harta de jugar al gato y al ratón.

¿Es que no había otra manera de hacer las cosas?.— ¿Por qué me preguntas eso? — repliqué—. ¿Qué más da lo que yo diga, qué tiene que ver con lo que tú finalmente decidas hacer?

El hecho de haberme desnudado al instante no le habría causado más sorpresa que mis palabras. En realidad, hubiera sido un comportamiento mucho más normal por mi parte. Aunque esa noche ella ya había aprendido unas cuantas cosas sobre mí que no acababan de encajar con su patrón habitual, parecía dispuesta a seguir adelante con la misma rutina de siempre. En cualquier caso, me observó como si mi reacción la hubiera pilado con la guardia baja.

—¿Prefieres que me quede como estoy?

¡Otra vez no! En parte, ese era el motivo de todos nuestros problemas. El otro motivo era yo, eso estaba claro. Sencillamente, nuestras sensibilidades no acababan de encajar bien, lo cual complicaba bastante la comunicación entre nosotras.

Llevaba un encantador vestido veraniego de crepé de China que hacía un conjunto perfecto con sus ojos —sí, ahora ya lo sabía — grises. Se trataba de esa clase de vestido que sólo les queda bien a las mujeres que miden metro ochenta. Siempre me habían dado mucha envidia las mujeres altas, desde que iba al colegio. Sin embargo, que se lo quitara o se lo dejara puesto, que se pusiera otra cosa o no... bueno, no era yo quien debía decidirlo. En cualquier caso, no en ese momento.

—No me has escuchado —afirmé.

—Sí que te he escuchado. —Estaba visiblemente nerviosa, aunque hacía esfuerzos por mantener el control—. Pero no me lo estás poniendo fácil.

—Esa no es la cuestión. —Finalmente, había encontrado un plano en el que el entendimiento mutuo parecía posible—. Me gustaría que las cosas fueran distintas, créeme.

—¿Y qué es lo que quieres, entonces? —

Ahora parecía bastante enfadada, tal vez incluso muy cansada, aunque no era muy tarde. Quién sabe cómo le había ido la  semana. Quizás había sido mucho más estresante de lo que yo podía llegar a imaginar en mis peores pesadillas. Suavicé un poco el tono de mi voz, pero después recordé qué clase de actividades podían haber causado ese estrés y mis buenos modales desaparecieron de nuevo.

—Esa es una buena pregunta, y la verdad es que me la he hecho muchas veces. Si supiera la respuesta, probablemente ahora no estaría aquí. —¿Por qué tenía yo que ponerle las cosas fáciles, si ella no me las ponía a mí?

Se acercó al sofá y dejó caer el bolso.

Después se quitó los finos guantes de verano que llevaba y los dejó caer también. Mientras lo hacía, se volvió a medias hacia mí y me observó de reojo. Parecía una escena sacada de una película.

—Muy bien —dijo. Se sentó en el sofá y cruzó las piernas—. ¿Y ahora qué?

—Me gustaría mantener una conversación contigo —dije, con tanta naturalidad, que parecía como si en ningún momento hubiese deseado otra cosa.

—Una conversación. —Ni siquiera una bandada de cuervos sobrealimentados a los que alguien arrojara un único grano se habrían comportado de forma tan desdeñosa.

—¿Tan extraño es? —Su reacción me había vuelto a poner nerviosa, pues tenía la costumbre de dudar de todo lo que yo daba por sentado, por ejemplo, la idea de que las personas charlasen antes de acostarse juntas.

Sin embargo, no quería demostrarle que me ponía nerviosa, así que me limité a esperar su respuesta.

No me contestó inmediatamente.

—Un poco sí —dijo por fin.

—Lo cual nos leva de nuevo al tema de antes —contesté, en tono alegre. Pero en realidad me sentía muy triste. No sabía que poseía tanto talento para la interpretación. Ella se había rodeado de un muro alto e impenetrable, en el cual no había ninguna grieta que me permitiese entrever su yo interior.

—¿Al tema de antes? —dijo, arrugando la frente.

—Ajá. Desde el principio, tú has pensado que esta cita era bastante rara. Y al parecer, en algún momento también has pensado que yo misma soy un poco rara. —Aquella obstinación suya no podía durar mucho más, o acabaría conmigo antes de poder ver la luz al final del túnel.

—Tienes razón. En algún momento lo he pensado. —Me obsequió con una sonrisa tan seductora, que a su lado la Mona Lisa no era más que una monjita risueña.

—¿Por qué crees que te he invitado a salir?

—Oh, por favor —suspiró, con cara de aburrimiento—, otra vez no.

—Sí, otra vez sí. Ese el quid de la cuestión —dije, sin piedad—. Así que... ¿por qué?

Suspiró de nuevo.

—¿Qué quieres oír? —Por su tono de voz, adiviné que estaba dispuesta a decirme lo que fuera con tal de que yo cambiara de tema.

—Algo convincente —dije—. Algo que sea verdad.

—¡Madre mía! —Se echó a reír, aunque su risa era sarcástica—. ¿Y no tienes ningún otro deseo? —Se inclinó un poco hacia mí—. ¿Algún deseo que yo pueda hacer realidad? —

Adoptó un tono muy sugerente.

—Estás intentando distraerme — contesté, un tanto inquieta. Me di cuenta de que sus técnicas producían efecto a una velocidad asombrosa, por mucho que yo tratara de refugiarme tras mis defensasmentales.

—¿Y por qué no? —Había detectado al momento mi vacilación.

Acentuó un poquito más sus técnicas de seducción. Se puso en pie y se acercó a mí—. Hay miles de cosas que podríamos hacer para divertirnos.

Retrocedí hacia la puerta y alcé un brazo.

—Cuidado —dije—, si das otro paso, me marcho. A lo mejor es eso lo que quieres; si no lo es, será mejor que te quedes donde estás. —Cuando estudiaba Teoría de la Comunicación en la universidad, no me enseñaron a enfrentarme a situaciones como la que estaba viviendo en esos momentos. Una vez más, mi educación no me había servido para obtener información práctica. Las cosas importantes de la vida las había aprendido a través de la experiencia.

Se echó a reír y se quedó quieta.

—Muy bien, como quieras —aceptó, en tono alegre—. Pero así no vamos a llegar a ninguna parte. —Me observó mientras en su rostro aparecía una sonrisa burlona.

—Eso depende de adónde queramos llegar —dije. Traté de reprimir un suspiro de alivio.—

Yo también empiezo a preguntármelo. —Su tono de voz era distinto, parecía más serio. Dio medio vuelta y se alejó hacia el sofá, pero después cambió de idea y se sentó en uno de los dos sillones que se halaban a ambos lados de la mesita de centro. Se puso cómoda y me indicó el otro sillón—. En estos momentos, no soy peligrosa. —Me sonrió—. Siéntate.

Yo no estaba segura de sí podía creerla o no, pues su «no soy peligrosa» a mí me parecía una bomba atómica desactivada, pero estaba agotada de tanto dar vueltas en torno a la posibilidad de alcanzar el entendimiento mutuo. Sin embargo, me alegré de poder sentarme y obedecí. Los dos sillones se halaban a una distancia prudencial el uno del otro, y estaban separados por la mesa. De esta forma, podía mirarla directamente a los ojos sin tener que hacer grandes esfuerzos. Ella me observó con una mirada interrogante, dispuesta a no asumir el control. A aquellas alturas, probablemente se había dado cuenta de que ya no poseía el mando.

—Me gustaría saber algo más sobre ti — empecé a decir, .aunque con voz entrecortada.

Sin embargo, no me dio tiempo a proseguir, ya que me interrumpió con un gesto vago.

—No tengo nada interesante que contar, te lo aseguro. Si eso es lo único que quieres... —de repente, se puso en pie—. ¿Te apetece una copa de vino? A mí sí. —Esperó mi respuesta.

—Pues... Sí, claro, ¿por qué no? —Por lo menos, eso me daría otra oportunidad para charlar con ella, aunque no creía que el alcohol la volviera más comunicativa, pues no era de ese tipo de personas. Seguramente, y si legaba el caso, su autocontrol le impediría beber más de lo conveniente.

Regresó con una botella de Cabernet Sauvignon y dos copas de vino muy bonitas.

Después de servir el vino, me dio mi copa, brindó conmigo, me sonrió y volvió a sentarse en su sillón. No intentó acercarse a mí. Se dedicó a girar la copa en la mano, con expresión pensativa.

—No sé si me has entendido —dijo—, pero lo que no quiero son líos. —Bebió un sorbo de vino y lo paladeó.

Me sentí un poco abatida. ¿Qué significaban aquellas palabras?

¿Qué se iba a meter en líos por mi culpa y que, precisamente por eso, no quería saber nada de mí? Se me hizo un nudo en el estómago, pues me di cuenta de que aquella mujer era impenetrable. Mi intuición me decía que me mantuviera alejada de ella pero, al mismo tiempo, yo sabía que no quería separarme de ella ni un solo minuto.

—¿Tienes pareja? —Me preguntó de repente, en un tono de afable interés.

Si la tuviera... ¿por qué iba a estar allí, en su casa? Me limité a mirarla, sin responder.

¿Cómo podía imaginar algo así?

—Ah, ¿te parece que no tiene sentido?

—Fue como si me hubiera leído la mente. Prosiguió sin inmutarse—: La mayoría de mis clientas —me lanzó una mirada, como si quisiera observar mi reacción ante aquella palabra— están casadas.

Me quedé perpleja.

—Yo creía que eran lesbianas...

—Bueno, sí, eso es lo que son... si es que se las puede llamar así —dijo, con cierto desdén—, aunque por supuesto jamás lo admitirán en público. Las más atrevidas se definen como bi —su expresión se volvió aún más desdeñosa—, pero ni siquiera esas serían capaces de admitir que frecuentan a una prostituta.

Por mucho que tratara de impedirlo, no conseguía evitar sentirme fascinada por su estilo de vida. Me resultaba tan extraño, tan nuevo, tan desconocido... Y sin embargo... ¿qué preguntas podía hacerle sin parecer una vulgar reportera de una revista sensacionalista?

—No es necesario que me cuentes todo eso —dije, avergonzada por mi propia curiosidad.

—Ah, no me molesta —dijo, sin emoción alguna—, no te preocupes. —Cogió su vaso y bebió otro sorbo de vino.

—Lo siento —dije, impresionada por su indiferencia y por el dolor que intuía tras ella — pero supongo que tú también disfrutas.

—¡Mierda! Me mordí la lengua. Estaba un poco confusa y había tratado de decir algo agradable, pero había metido la pata.

—¿Tú crees que yo...? —Me observó con una expresión un tanto compasiva—. Creo que te has formado una idea equivocada de lo que hago. Yo no obtengo satisfacción alguna, lo que hago es satisfacer a otras mujeres. A veces ni siquiera me preocupo de desnudarme.

—Yo... no quería decir... Lo siento.

Me movía torpemente en la oscuridad y no acababa de encontrar la forma de salir. ¡Qué lío! Yo pensaba que... «Sí, pensar es cuestión de suerte, jovencita. Y ahora, insúltame también». Por fortuna, ella se mostró comprensiva conmigo, cosa que yo no era capaz de hacer.

—Si quieres saber la verdad —prosiguió —, la semana pasada tuve mi primer orgasmo en dos años. —La observé, perpleja, y ella se echó a reír—. Increíble, ¿no? —Pues sí, la verdad.—

Quieres decir con alguien, ¿verdad? —No —dijo—, mi primer orgasmo en total. —Me quedé sin palabras—. Te aseguro —prosiguió, como si charlar de todo aquello fuera de lo más natural— que cuando te lo haces con diez mujeres seguidas, no te quedan muchas ganas de hacerlo sola.

—¿Diez? —Sólo de pensarlo, me quedé sin habla.

—Bueno, no todos los días. Pero algunos días sí. —Se echó a reír cuando se dio cuenta de que yo todavía estaba boquiabierta por la sorpresa—. Me parece que ni en tus peores pesadillas serías capaz de imaginar una jornada así, ¿verdad? —De repente, se tranquilizó—. Bueno, creo que por hoy ya has tenido suficiente.

Sus palabras me sonaron tan definitivas que no me atreví a replicar, aunque tenía la sensación de que si ella proseguía, la charla se podía poner muy interesante. Sin embargo, pensé que sería difícil volver a pillarla, al menos a corto plazo, de tan buen humor.

—Será mejor que te vayas —dijo, mientras se ponía en pie. A mí no me apetecía en absoluto, pero no me dejó opción. Me sentí muy desgraciada, pero... ¿acaso no era culpa mía?

—Bueno, pues parece que lo de la cena no ha sido una gran idea —apunté.

Ella negó con la cabeza.

—Oh, no, yo no diría eso. Por lo general, mis clientas ni siquiera me saludan por la calle. Y la verdad es que yo me comporto como si no las hubiera visto en mi vida, así que tú eres un paso adelante.

Me sentí como si alguien acabara de golpear un gong gigantesco junto a mi oído.

Así era como me veía: como un paso adelante en la calidad de su clientela. Me miró un tanto aturdida y se acercó un poco a mí.

—Disculpa —dijo—, no quería decir eso. —Me puso una mano bajo la barbilla y me obligó con suavidad a levantar la cara—. Es que paso muy poco tiempo con gente que... —Como era incapaz de decirlo en voz alta, me besó. Ese idioma sí que lo dominaba a la perfección. El beso que me dio era muy prudente, pues se suponía que sólo era un beso de despedida. A lo largo de la noche, sin embargo, se me habían acumulado tantas cosas dentro que mi deseo despertó de golpe y con fuerzas renovadas en el momento en que rozó mis labios con los suyos. Volvió a apartarse de mí y dio un paso hacia atrás.

¿Había llegado el momento de irse? Suspiré de nuevo.

—Te admiro —dije—. Siempre consigues conservar la calma.

—No es verdad. —De repente, se volvió muy audaz. Se plantó de nuevo frente a mí y volvió a besarme, esta vez en serio—. Quiero que te quedes —me susurró al oído. En un momento, me excitó hasta un extremo impensable y, desde luego, no se me ocurría nada más agradable que lo que me acababa de proponer, pero aún así vacilé. Si decidía quedarme, las consecuencias podían ser desastrosas—. Sólo si tú quieres, claro — añadió rápidamente, al notar mi vacilación.

Me recobré al instante. De todas formas, ¿quién es capaz de prever lo que puede dar de sí una situación determinada?

—Yo también quiero quedarme — reconocí.

No exteriorizó ninguna reacción en concreto, a excepción, quizá, de una sonrisa fugaz.

—Vuelvo enseguida —dijo, mientras daba media vuelta y se alejaba de mí. Dicho lo cual, desapareció en su habitación y me dejó a solas con el fuego que me devoraba las entrañas.

Me senté en el sofá, un poco tensa. Con el objetivo de pensar en otra cosa, me dediqué a pensar en nuestra relación —si se podía llamar así— hasta ese momento. Al menos, desde mi perspectiva.

A lo mejor, lo que yo sentía era amor de verdad y no una locura pasajera. A veces me sentía muy a gusto con ella, pero luego... No conseguía entenderla. Cada vez que creía haber encontrado un punto de apoyo, ella se escurría como un fantasma. Y eso, claro está, sólo servía para aumentar mi deseo de descubrir quién era realmente. «No pienso abandonar tan fácilmente», me dije.

Cuando regresó de la habitación, llevaba puesta su bata de seda.

Se sentó junto a mí en el sofá y me sonrió de forma bastante sensual. Olía a algo distinto, una fragancia no muy fuerte pero sí embriagadora.

—¿Qué es? —le pregunté, mientras enterraba la cara en su pello y permitía que aquella fragancia inundara mis pulmones.

—Es mi perfume —dije—. Me lo preparan en París.

—¿En París?

—Parece un lujo, pero en realidad no lo es tanto. Hay miles de mujeres que hacen lo mismo. A veces cojo un avión y me voy a París, cuando quiero... —vaciló un instante, en busca de las palabras adecuadas— cuando quiero estar sola. —Después de la escenita del restaurante, entendí perfectamente a qué se refería—.

Ven aquí —me susurró, sin titubear. Se inclinó sobre mí y las dos nos dejamos caer en el sofá. La fragancia de su perfume y de su cuerpo se colaba por todos mis poros. Me empezó a dar vueltas la cabeza y casi me quedé sin aliento.

—¿Qué leva tu perfume? —le pregunté, un poco atontada.

—Es un secreto. —No estaba dispuesta a darme más información.

—Si quieres seducirme, no necesitas ninguna ayuda —dije, aún aturdida—. Estoy loca por ti.

—Ya lo sé. —Me acariciaba muy despacio, con ternura y amor—. Pero así es aún mucho mejor.

Seguramente, sabía lo que hacía mucho mejor que yo, así que confié plenamente en ella. Sus manos recorrieron todo mi cuerpo, su fragancia acarició cada centímetro de mi piel y su boca... bueno, no sé dónde estaba, pero me excitaba y me torturaba al mismo tiempo. De repente, el sofá me pareció muy estrecho y así se lo hice saber cuándo ella levantó la cabeza, entre beso y beso, para respirar.

Sonrió y pasó el brazo por detrás de mí.

—Eso tiene solución —dijo, y empujó hacia atrás el respaldo del sofá. Contuve la respiración al empezar a caer de espaldas, pero la tapicería paró el golpe.

—¡Cielos! —jadeé, casi sin habla.

—Ajá —prometió, satisfecha—. Ahí es donde vas a llegar muy pronto, espero.

Se inclinó de nuevo sobre mí y noté sus manos por todo mi cuerpo, seguidas muy de cerca por su boca. Me retorcí de placer.

¡Menos mal que el sofá ahora sí era lo bastante grande! Me desnudó hábilmente y sin perder tiempo. La rodeé con los brazos y la atraje hacia mí. La seda de su bata, fresca y suave, contribuyó a excitarme aún más... ¿o era de nuevo su perfume?

Al cabo de un rato, deshizo el nudo de su cinturón y se tumbó desnuda sobre mí. La bata de seda cayó sobre nosotras, como si fuera una tienda de campaña. Acaricié sus pechos y su piel como si fueran los míos, sólo que con mucha más pasión.

—Es maravilloso —dije, entre gemidos.

Ella seguía sobre mí, y me tapaba con su adorable cuerpo como si fuera una manta cálida y suave.

Siguió subiendo hasta llegar a la altura de mi boca y me besó.

—Sí —murmuró— y así es como debe ser. Quiero que sea una experiencia única para ti. —Me besó, cada vez más excitada. Su lengua era puro fuego en mi boca. Me costaba un gran esfuerzo respirar y, sin embargo, lo único que quería era que me abrasara con su fuego. Muy despacio y con mucho cuidado, se alejó de mi boca.

—¡Oh, no! —protesté, aunque débilmente. Ella acercó los labios a mi oreja. —Sólo tengo una lengua, cariño —me susurró, en un tono de lo más sensual.

Después empezó a descender por mi cuerpo, tan despacio que se me antojó una tortura.

Sobre mi piel se iban formando lagos de lava ardiente. Y de repente, una idea cruzó por mi cabeza. ¿Cariño? ¿Me había llamado «cariño»? Antes de eso, sólo me había llamado (si es que me había llamado algo) «cielo» y, seguramente, era lo mismo que les decía a todas. Desde luego, no sonaba ni tierno ni cariñoso. Pero ahora... ¿Cariño?

Me erguí un poco y gemí en voz alta. Su lengua me convertía en un simple objeto de deseo, sin capacidad alguna de decisión. Se adueñó completamente de mí y yo me sentí incapaz de aguantar un minuto más.

—Por favor —dije—, no puedo más... —ella siguió acariciándome y besándome en distintos sitios al mismo tiempo.

«¿Cómo lo hace?», me pregunté, antes de entregarme por completo a ella. En ese momento, habría hecho cualquier cosa que ella me hubiera pedido, pues me estaba llevando a un cielo de lujurioso placer. No sabría decir cuánto tiempo duró. Mientras permanecía allí inmóvil, tratando de recuperar la respiración, detecté a través de mis párpados entrecerrados la forma en que ella me estaba observando. No encontré las palabras para definirla.

Con cualquier otra mujer, habría pensado que... Pero ella no era cualquier otra mujer.

Ella era ella. «Habrá sido la pasión del momento —pensé—. Es lo normal: en momentos así, una siempre es propensa a dejarse llevar por la imaginación. Seguramente, será sólo eso».

Me desperté con la mente llena de pensamientos agradables. En todas y cada una de las fibras de mi cuerpo quedaban aún rescoldos de la pasión de la noche anterior. Me ardían los pechos y entre las piernas seguía notando palpitaciones.

Había oído hablar de sustancias que potenciaban la excitación sexual, pero tanto...

¡Y sólo con un perfume! Sin embargo, esa no era la causa; la causa era ella, que había despertado en mí tantos sentimientos. Lo único que tenía que hacer era pensar en ella y me entraba un cosquilleo.

Me di la vuelta y me desperecé a mis anchas. Estaba sola en el sofá cama y ella me había tapado. Noté una pequeña punzada de resentimiento: en cierta manera, me habría gustado encontrarla a mi lado al despertar. Y sin embargo... ¿por qué iba a estar allí? El sol brillaba intensamente a través de los cristales de la ventana y proyectaba sombras sobre el suelo de linóleo. Así pues, no era precisamente temprano.

«¿Dónde estará?», me pregunté. El apartamento permanecía en silencio, no se oía ni un solo ruido. Eché un vistazo a mi alrededor, un poco enfadada. ¿Acaso también «acudía a domicilio»? A pesar de los celos, me eché a reír, pues me costaba imaginarlo. Y en el caso de que acudiera a domicilio, seguramente no lo haría tan temprano. Aun así, me quedó un rastro de incertidumbre.

Oí el ruido de la lave en la cerradura. Un segundo después, entró y de inmediato dirigió la vista hacia el sofá. Cuando vio que yo seguía allí, me sonrió con dulzura.

—Hola —dijo, con una voz sedosa que le había oído en muy pocas ocasiones. De hecho, sólo se la había oído en la cama y cada vez que me hablaba con esa voz, yo me convertía en una romántica incorregible con la columna vertebral hecha de gelatina. Bueno, probablemente ya era una romántica incorregible. Esta vez también funcionó la voz y de inmediato me invadió una cálida sensación de ternura. Llevaba una bolsa de papel entre los brazos y se dirigió a la cocina.

—He ido a hacer la compra —dijo mientras se alejaba, hablando en mi dirección.

Sonrió a modo de disculpa—. Para empezar, no soy una gran cocinera, pero la verdad es que no tenía nada de nada en casa.

De repente se me ocurrió que jamás había pensado en ella como en alguien que también dedica tiempo a actividades tan cotidianas como hacer la compra, pero claro, hasta ella tendría que hacer de vez en cuando cosas «normales». Ni siquiera ella podía pasarse todo el día tumbada en la cama. Esa idea me provocó otra oleada de excitación sexual. «No es justo —pensé—, tampoco es que se pase la mayor parte del tiempo tumbada». «¡Y esa idea es bastante frívola!», cacareó una vocecita interior, desde alguna parte. «¡Ah, eres tú otra vez! —le dije—. Pensaba que ya me había librado de ti». No me contestó.

Regresó de la cocina y se detuvo a pocos pasos del sofá.

—¿Quieres algo? —me preguntó, convertida en la anfitriona perfecta—. «¿Para recuperar las fuerzas?», estuve a punto de preguntar, pero luego me contuve. La miré.

—Sí —dije, sin mala intención—, a ti. —

Ella bajó la vista. «¿Me he pasado?», pensé.

Pero entonces entreví su cara desde abajo—. ¡Te has ruborizado! —Estaba tan sorprendida que se me escapó.

—Sí. —Ella levantó la vista—. ¿Es que no puedo? —Se había puesto ligeramente a la defensiva.

—¡Sí, claro que sí! —Dije, tratando de reparar mi error—, es sólo que me resulta... —me tragué la emoción que sentía— encantador.

Sonrió, mucho más tranquila.

—Hacía mucho tiempo que no me decían algo así —confesó, con dulzura.

El nudo que se me había hecho en la garganta se resistía a bajar.

¿Cómo era posible que ella estuviera allí, frente a mí, y fuera capaz de poner mi mundo patas arriba? La deseaba, quería que fuese mía para siempre. Y esa era la trampa. Me despejé de golpe, me envolví con la manta y me puse en pie.

—¿Te importa si me ducho aquí? —le pregunté. Se dio cuenta del cambio que se había producido.

—No, claro que no —dijo, con un leve titubeo—. Está todo a tu disposición.

Decirlo de aquella manera complicaba aún más las cosas. Eso era exactamente lo que me había dicho la última vez, cuando... No, no quería pensar en eso. Me arrebujé en la manta y me dirigí al baño. Cuando pasé junto a ella, me sonrió de nuevo, con un gesto un tanto risueño. Seguramente, lo que tendría que haber hecho era pasar desnuda a su lado, pero no me sentí capaz.

La ducha me fue bien. Bajo el chorro caliente olvidé, momentáneamente, mi nerviosismo. Al cabo de un rato, cerré el grifo, aunque a regañadientes. No me había traído la ropa, lo cual significaba que tendría que volver a buscarla. ¡Qué ridículo, por favor! ¿Qué tenía que hacer ahora? ¿Pasearme desnuda delante de ella?

Me envolví otra vez en la manta y regresé a la habitación.

Acababa de encender un cigarrillo y estaba mirando por la ventana.

Cuando me oyó, se giró. Estaba muy seria, pero en su rostro apareció una expresión risueña al verme otra vez envuelta en la manta. Recogí la ropa y me dirigí de nuevo hacia el cuarto de baño.

—Si quieres, me doy la vuelta — comentó, en un tono ciertamente alegre.

—Bueno, vale —repliqué, desalentada—. Si quieres mirar, mira. —Dejé caer la manta a un lado y empecé a vestirme. No la miré, pero habría jurado que se portó bien. Cuando terminé, miré de nuevo hacia donde estaba ella—. ¿Ya estás contenta?

—Sí —dijo—, totalmente. —Parecía como si le hubiera costado un gran esfuerzo controlarse y, evidentemente, mi comportamiento le parecía de lo más divertido. Yo no lo veía de la misma manera, la verdad.

—Si lo que quieres es reírte de mí, lo mejor será que me vaya —gruñí, un poco enfadada.

—No me estoy riendo de ti —prosiguió, con seriedad—, pero no acabo de entender qué está pasando.

Y yo no era capaz de explicárselo, pues bastante trabajo me costaba a mí entenderlo.

—Bueno, no me hagas caso... — repliqué, en un tono desenfadado—, a veces me comporto como una tonta.

—¿De verdad? No me había dado cuenta —comentó, con aire burlón. Si yo a veces no era capaz de entenderla, tal vez a ella le sucedía lo mismo.

Me acerqué a ella, que seguía junto a la ventana.

—Te he echado de menos —dije con ternura. Ahora que se me había pasado el enfado, su presencia y su infinita dulzura se apoderaban otra vez de mí. Se volvió para mirar por la ventana.

¿Me estaba acercando demasiado? No tenía ni idea. De todas formas, ella debía de estar acostumbrada a recibir piropos de cualquier clase... ¿O quizás no? ¿Cómo no iba estarlo, con tantas mujeres a su alrededor? Sin embargo, no era esa cuestión la que más me apetecía analizar en esos momentos. La rodeé con los brazos y ella se apoyó en mí suavemente. Estuvimos un rato mirando por la ventana y pensé que eso era todo lo que quería de ella: que estuviera allí.

No sé cuánto tiempo permanecimos allí abrazadas, pero en toda mi vida jamás había deseado hacer otra cosa. En un momento determinado dejé caer la cabeza, que ya empezaba a pesarme un poco, y la apoyé en su espalda.

—Me gustaría besarte en la nuca — susurré, en tono romántico—, pero eres demasiado alta.

Ella suspiró.

—Sí, siempre ha sido un problema. —La agilidad y flexibilidad de su cuerpo se volvieron, de repente, tirantez. Me imaginé lo que estaba a punto de suceder... «¿Es que no aprenderé nunca a mantener la boquita cerrada?», me dije—. Si quieres, me pongo de rodillas —se ofreció. Era justo lo que yo esperaba. Sencillamente, no era capaz de superarlo.

—¿Te gustaría hacerlo? ¿Te parece divertido? —le pregunté, en tono solemne.

—¿Divertido? —Parecía muy confundida. Evidentemente, no se le había ocurrido la idea de que aquello pudiera ser divertido. Al menos, para ella no lo era.

—Sí, divertirse, ya sabes, ese motivo tan tonto por el cual una persona charla con otra, sale con ella, se acuesta con ella... ¡Para divertirse! Y se divierten las dos, no te creas.

—Sí, claro —me miró como me miraría un niño a quien acabara de proponerle algo que no hubiese entendido del todo.

—¿Y entonces? ¿Te habría divertido arrodillarte delante de mí?

Incómoda, no sabía dónde meterse.

—No —dijo en voz baja, como si esperará que yo le diera una bofetada por haber contestado así. Su dominio había desaparecido por completo.

—Entonces... ¿por qué te has ofrecido? —le pregunté, tan amablemente como pude.

—Porque yo pensaba que te... — respondió, como si fuera facilísimo de entender.

—¡Exacto! —dije—. Porque pensabas que me gustaría.

—Pero has dicho que...

—He dicho que me gustaría besarte en la nuca, y todavía quiero hacerlo. De vez en cuando me dan estos ataques con las mujeres a las que... —Me mordí la lengua justo a tiempo— aprecio. Pero puedo subirme a una silla, o esperar a ver si crezco unos cuantos centímetros más.

—¿Todavía no has terminado de crecer? —preguntó. Era obvio que no podía seguir mis razonamientos.

—Sí, soy un prodigio de la genética — suspiré, agotada—. Sí, claro que he terminado de crecer. Sólo quería demostrarte que hay otras formas de hacer esta clase de cosas.

—Ah, vale, ya lo entiendo —dijo—. Sí, claro. —Dio tres pasos a la izquierda, hacia la otra ventana—. Discúlpame. —Enfatizó la insignificancia de aquel error con un ademán despreocupado—. Es que estoy tan acostumbrada...

—¡Pues eso es lo malo! —exclamé—.

Estás tan acostumbrada a obedecer los deseos de otras personas que te has olvidado de los tuyos. —Eso sí que lo entendió a la primera, no me cabe duda.

Intentar entrever algo más detrás de la fachada tras la cual se protegía era bastante difícil, pero al menos estaba completamente segura de que me había entendido.

—Sí, sí. —No se tomó muy en serio mi observación—. Pero no es exactamente así, tampoco hace falta que exageres. — ¿Exagerar? ¿Yo?—. Ya sé lo que quieres decir. —Me miró y prosiguió con tranquilidad, seguramente en un intento de dar por finalizada aquella conversación—. Pero en mi trabajo, mis deseos son lo último que se tiene en cuenta.

Era una explicación sencilla que, aparentemente, le bastaba. La había aceptado y vivía de acuerdo con ella. Y sus clientas también la habían aceptado. Un hecho consumado. ¿Acaso no tenía otros deseos? ¿Y sus clientas? ¿No había entre ellas ninguna que, como yo, quisiera saber más, que quisiera conocer las penas y alegrías de la mujer que se ocultaba tras la máscara, y que se lo preguntara?

Había legado de nuevo a ese punto en el que me daba cuenta de lo extraño que me resultaba su mundo.

—¿Nunca te preguntan...? —Lo inusual de la situación me había impulsado a formular la pregunta.

Se echó a reír con desdén.

—Claro que sí, de vez en cuando. Pero en realidad no quieren saberlo. Y sólo preguntan de vez en cuando, sobre todo al principio.

—¿Y tú no les hablas de esas cosas?

—No, por supuesto que no. Ninguna prostituta lo hace. —Sí, exacto, ese era el motivo: que yo aún no la veía como a una prostituta.

Me encogí de hombros, en un gesto de resignación.

—Lo siento —dije—, no pretendía... —

Yo era igual que las demás. En lugar de buscar los motivos, lo único que hacía era descargar sobre ella mis frustraciones. Sin embargo, ¿cómo iba a saber ella lo que yo quería?—. Es que no lo entiendo, me resulta muy extraño. Después de todo, son mujeres...

¿No te dicen nunca nada un poco... —¿cómo expresar, sin decirlo directamente, lo que para mí era tan fácil de entender? Las palabras cariñosas no me levarían a ninguna parte, porque ella se aislaría igualmente— un poco alentador? —concluí vagamente.

—Ah, sí, claro. —Se echó a reír con amargura—. Eso sí que lo hacen.

Ahora sí que ya no entendía nada. O sea, que sí.— ¿Pero qué?

—¿Qué me dicen? —Me obsequió con una sonrisa glacial—. A veces me dicen «Eres muy buena».

La observé sin entender y ella me respondió en consecuencia.

—¿Te parece que no está bien? Es cierto. —Dio unos pasos más hacia mí, cruzó los brazos y me devolvió la mirada—. ¿Quieres oír más cosas? —En realidad no quería, pero estaba claro que se trataba de una pregunta retórica—. A veces —prosiguió, sin darme un respiro— también me dicen: «He disfrutado muchísimo contigo».

No quería seguir escuchando, pues ella me estaba convirtiendo en una especie de voyeur. Sin embargo, ahora que había empezado no parecía dispuesta a calar.

—A veces hacen comparaciones y me dicen cosas como: «Tú follas mejor», o me meten mano entre las piernas a la hora de pagar y me dicen: «Eres una cachonda...».

—¡Basta! —no lo soportaba más. Ella siguió contemplándome con frialdad.

—Pues eso no es nada. ¿Te parece lo bastante alentador?

—Dios mío —dije—, son mujeres.

—Sí —dijo, con indiferencia—, son mujeres. Pero me pagan y, simplemente por eso, esperan divertirse un poco, ¿no? —Me hablaba con tanta amargura que sus palabras casi me producían dolor físico.

Poco a poco, empecé a entender. Tantas humillaciones, tanto desprecio... ¿Cuánto tiempo hacía que lo soportaba? En realidad, daba lo mismo. A mí no me habría gustado tener que soportarlo ni una sola vez y, seguramente, no habría podido. De ahí era de donde procedían su insensibilidad y su indiferencia. Ahora había vuelto a encerrarse en sí misma y parecía una auténtica fortaleza de piedra.

Todo era culpa de las otras mujeres. La rabia me asaltó con tanta violencia que sentí ganas de vomitar, pero entonces noté el frío en mi interior. No, no era culpa de ellas, era culpa mía. Yo le había preguntado, así que yo no era mejor que ellas, sino todo lo contrario: era la peor de todas, pues ella había confiado en mí, al menos hasta cierto punto. Por lo menos, podría haberme esforzado en no hacerle más daño, pero ahora ya era demasiado tarde y lo único que podía hacer era marcharme. No podía ayudarla, y quedándome sólo empeoraba las cosas. La soga que llevaba al cuello me apretaba cada vez más, me costaba tragar y me sentía paralizada.

Allí estaba ella, de pie, como una montaña de helado desprecio.

Tenía miedo de dejarla sola. Pero tenía que irme. Quedarme sólo serviría para seguir recordándole el dolor y los insultos. Me obligué a tomar una decisión.

—Tengo que irme —dije. La miré, pero ella tenía la vista perdida en el espacio. Ni conseguí que se despidiera de mí, ni fui capaz de decirle nada. Di media vuelta y me dirigí a la puerta con paso vacilante, primero un pie y luego el otro. Cuando legué, apoyé la mano en el pomo. Ella seguía sin decir nada. Abrí la puerta y me giré. Seguía allí, inmóvil, como si ya no tuviera vida. No me miró, y yo cerré la puerta después de salir.