Taxi a Paris
...
Los siguientes días transcurrieron con relativa tranquilidad. Llamé al despacho y me cogí otra semana de vacaciones. Sabía que, después de eso, no podría seguir afirmando que ella todavía me necesitaba.
Se la veía muy activa y alegre. Iba cada día al restaurante y a veces hasta se iba de compras en metro y volvía a casa contenta y cargada de paquetes. Compraba casi exclusivamente bobadas, pero se notaba que también llevaba mucho tiempo sin hacerlo y disfrutaba sinceramente de esa actividad.
Cuando yo no la acompañaba, me traía un regalito: así era como había conseguido un pijama de seda, aunque todavía no me lo había puesto excepto para probármelo y porque ella me lo pidió.
Aunque habría preferido no perderla de vista, me obligué a dejarla salir sola cada vez con más frecuencia. No le gustaba, pero yo quería acostumbrarme a no estar todo el día a su lado, pues dentro de poco ni siquiera podría estar con ella. En cierta manera, lo que quería era suavizar un poco el golpe. Ella se limitaba a asumir que, de vez en cuando, yo necesitaba estar sola.
Cuando estábamos las dos en el apartamento, se mostraba muy cariñosa conmigo y también muy receptiva a aceptar mi cariño. Por lo general, no me dejaba sentarme a solas en ninguna parte: siempre se acercaba y me acariciaba o se acurrucaba a mi lado. A veces me parecía una gatita grande y suave. Mis argumentos parecían haberla convencido por completo y ya no me pedía que me acostara con ella o que durmiera a su lado.
Una vez, mientras leía sentada en el sillón —yo también me había buscado una lectura más ligera—, se acercó y se sentó encima de mí. Tensé todos los músculos y me costó un gran esfuerzo no abrazarla y empezar a besarla allí mismo.
—¿Sí? —Le sonreí. Era importante que no notara la tensión.
—¿Te molesto? —«Bueno —pensé—, esa no exactamente la palabra».
Era encantadora. Cuanto más tiempo pasaba en París, más se relajaba. Allí no existían las humillaciones cotidianas que por lo general la hacían ser tan reservada. Era una persona completamente distinta.
—No —dije, con una sonrisa afable—. ¿Quieres algo en particular?
—En realidad, no. —Suspiró y se apoyó en mí. Estaba a punto de reanudar la lectura cuando ella empezó a balancearse hacia detrás y hacia delante—. Bueno, sí, en realidad sí quiero algo —dijo, sonriendo con una encantadora expresión de vacilación.
Arqueé las cejas, en un gesto interrogante.
—Bueno, ¿y qué es?
—Es que no sé si te gustará... —se mostraba cohibida y un tanto incómoda.
—¿Tan malo es? —me burlé.
—No, no. —Sacudió bruscamente la cabeza—. No es en absoluto... ¿Te gusta ir a bailar? —Pronunció la frase de golpe, como si llevara largo tiempo reprimiéndose. Después volvió a observarme con la misma expresión de vacilación.
Me eché a reír, sorprendida.
—¿Bailar? ¿Eso es todo?
—Sí —dijo. Parecía como si aquello fuese muy importante para ella.
—¿Quieres ir a bailar? —le pregunté una vez más.
—Sí —dijo—, me gustaría mucho. Pero sólo si a ti te apetece.
Todavía no se había acostumbrado a la idea de ante poner sus deseos.
—Perfecto —dije—. ¿Cuándo quieres ir?
—¡Esta noche! —Lo soltó a bocajarro, como si hubiera estado esperando ese momento, y se le iluminó la cara.
Le di un beso y la abracé. Me alegraba verla feliz, pero era imprescindible que se levantara de mis rodillas o yo no respondería de mí misma. No hizo falta que me preocupara en exceso por esa cuestión, pues se puso en pie de un salto y se concentró en sus pensamientos.
—¿Qué me pongo?
Aquella era una pregunta que yo raras veces me había formulado a lo largo de mi vida. Siempre me había parecido algo muy trivial, así que le pregunté:
—¿A qué clase de sitio piensas llevarme?
Por lo que a mí respecta, puedes ir con la ropa que levas ahora mismo.
Me miró y soltó una carcajada.
—¿Con la ropa que levo? —En mi opinión, tenía un aspecto más que aceptable.
Sin embargo, yo tampoco iba mucho a las discotecas. Ella seguía riéndose, ahora con aires de misterio—.
Más bien estaba pensando en algo así como un vestido de noche.
Casi me caigo de la silla.
—¿Tienes un vestido de noche?
—Tengo más de uno —dijo. Me tendió una mano—. Ven, te los enseño.
Me llevó a su habitación y abrió uno de los enormes armarios empotrados. Era cierto: tenía más de un vestido de noche. Me quedé absolutamente pasmada ante aquel repertorio de tejidos y colores.
—¡Madre mía! —dije—. ¿Y cuándo te los pones?
—Por desgracia —suspiró—, muy de vez en cuando.
Rebuscó entre toda aquella seda suave — ¿qué otra cosa, si no?
—Y eligió un vestido. Se lo ciñó al cuerpo y de inmediato pensé que estaba irreconocible. Y eso que aún no se lo había puesto.—
¿Qué te parece? —me preguntó, un tanto insegura.
—Es... precioso —tartamudeé. Me aclaré la garganta—. Sólo que... ¿qué me pongo yo?
No sabía que íbamos a un baile.
Suspiró una vez más.
—Tienes razón. No vamos a un baile.
Me parece que lo del vestido de noche no ha sido una gran idea. —Volvió a colgarlo en el armario y, muy a su pesar, dejó resbalar la mano por la seda una vez más—. Me hubiera gustado volver a ponerme uno de estos vestidos.
—Seguro que te sientan muy bien. —
Todavía estaba maravillada ante aquella extensa colección de prendas—. La verdad es que hasta ahora no había conocido a ninguna mujer que levara vestidos de noche.
Sonrió.
—Es una sensación muy excitante.
Lástima que últimamente no hay muchas ocasiones para ponérselos. —Sonrió—. ¿Quieres probarte uno?
—¿Yo? —protesté airadamente—. Me parece que no es lo más adecuado para mí.
Me sentiría como si levara un disfraz.
—Puede que tengas razón —dijo, entre risas.
La miré casi embobada. Estaba segura de que aquellos vestidos le sentaban a la perfección.
—Estoy convencida de que estás guapísima con un vestido de noche. Espero tener la ocasión de verte vestida así algún día.
Me miró, pero no dijo nada. Después cerró el armario y se volvió.
—Bueno, pues nada —suspiró—, pero ahora volvemos a la misma pregunta de antes.
Una hora más tarde, por fin había decidido qué ponerse. Como siempre, estaba impresionante, pero tuve la sensación de que había elegido una ropa que no me dejara en ridículo a mí. Desde luego, yo jamás podría competir con ella en cuanto a elegancia. Se había maquilado un poco más de lo habitual, pero eso era todo.
Tenía mucha curiosidad por saber qué me aguardaba y, cuando entramos en el local, me levé una buena sorpresa. A diferencia de todos los bares similares que yo conocía, allí tuve la sensación de que era un local muy exclusivo. Las francesas iban muy bien vestidas y el local tenía un sabor indiscutiblemente femenino. A la entrada de la sala había una barra larga, frente a la cual varias mujeres se sentaban en taburetes.
Apenas había asientos libres.
Tras la barra, había un espacio amplio amueblado con mesas y reservados. La pista de baile estaba un poco más allá. En general, el lugar era bastante imponente, pero al mismo tiempo íntimo. Fuera de la pista, las luces eran tenues.
Como en casi todos los bares de lesbianas del mundo, todas las miradas se clavaron en nosotras en cuanto entramos en el local.
Aunque la mayoría de las mujeres levaban ropa muy cara e iban muy acicaladas, ella destacaba: en primer lugar, por su estatura —que allí, en Francia, aún resultaba más espectacular—, y en segundo lugar, por su hermosura y su elegancia. Noté las miradas en mi espalda mientras nos dirigíamos al otro lado de la barra, hacia la parte de atrás de la sala.
Durante el trayecto a la discoteca me asaltó la duda de saber si ella conocía a muchas mujeres en la discoteca en cuestión y, en ese caso, si las conocía bien. La verdad es que no podía apartar esa idea de mi mente. Lo que sabía acerca de su vida en París era menos de lo que sabía acerca de su vida en su «lugar de trabajo».
Siguió caminando hacia la parte de atrás de la sala, haciendo caso omiso de las miradas, y encontró un reservado.
—¡Qué suerte hemos tenido! —Se rió—.
No me gustaba mucho la idea de tener que pasarme toda la noche de pie.
Una camarera se acercó a nuestra mesa para tomar nota. Me pareció que iba un poco ligera de ropa. Pedimos bebidas y, cuando la camarera nos las trajo, me recosté en mi asiento y me dediqué a observar a las mujeres que bailaban en la pista. La música estaba muy acorde con el ambiente. En ese momento sonaban canciones de los años cincuenta: primero un rock and roll, luego una lenta...
Al parecer, todas las mujeres eran excelentes bailarinas, lo cual también suponía una diferencia respecto a los bares que yo conocía.
Estaba tan fascinada por el vaivén y el balanceo, por los movimientos de las bailarinas, que casi no me di cuenta de que otra mujer se había acercado a nuestra mesa y había saludado a mi amiga. Charlaban como si se conocieran y era obvio que la otra mujer se alegraba de verla. Durante un segundo, cruzó por mi mente, como si fuera un relámpago, la idea de que aquella mujer era clienta suya, pero su comportamiento indicaba lo contrario.
Negó con la cabeza, con un gesto risueño y afable pero firme a la vez. La otra mujer se encogió de hombros a regañadientes y le acarició la mejilla con el dorso de la mano.
Después se volvió hacia mí y me pidió disculpas. Un instante después, se despidió y se marchó.
Me quedé bastante perpleja. Ella me miró y empezó a reírse en voz baja.
—Seguramente te pareceré un poco tonta —así era como me sentía exactamente—, pero... ¿por qué me ha pedido perdón?
Siguió riéndose, pues al parecer le resultaba muy divertido.
—Porque me ha tocado sin tu permiso —me explicó, muy puesta en el tema.
—¿Sin mi permiso? ¿Y para qué tenía que darle permiso? —No entendía qué tenía que ver una cosa con otra.
—Es obvio que yo soy tu acompañante —afirmó, como si aquello lo explicara todo.
—Sí —afirmé, todavía un poco molesta —, y yo la tuya.
—En mi vida había visto nada igual.
—No —me corrigió—, eso no es del todo cierto. Tú me has invitado a salir, no al revés. —Eso no acababa de ser del todo verdad, y supongo que mi rostro expresó la confusión. Se echó a reír de nuevo, complacida—. Tienes derecho a decidir con qué mujeres puede bailar tu acompañante y quién puede tocarla, como siempre.
—¿Qué yo tengo derecho? Será una broma, ¿no? Eres adulta.
—Estaba absolutamente escandalizada aunque, al parecer, a ella le resultaba muy divertida mi indignación.
—Ya hace bastante tiempo, sí —afirmó —, pero esa es la costumbre aquí.
—¿La costumbre? —Todo aquello no le molestaba en absoluto, más bien todo lo contrario—. Me da la sensación de que te parece muy divertido —seguí rezongando.
—Tú sí que me pareces divertida. — Hacía esfuerzos para contener la risa—. Porque veo que este tema te pone nerviosa.
—¿Y no piensas que está mal? —dije con vehemencia.
Controló un poco sus carcajadas.
—Todo lo contrario —susurró—, lo encuentro encantador. —Me observó durante largos segundos—. Y tú también me pareces encantadora. —Yo estaba muerta de vergüenza, cosa que al parecer a ella le divertía enormemente—. Sólo me ha tocado porque ya nos conocemos. De no haber sido así, primero te habría pedido permiso. —Me observó con fingida inocencia, a la espera de mi reacción.
Todo aquello era demasiado para mí. El hecho de que se estuviera divirtiendo y al mismo tiempo me estuviera dejando en ridículo no tenía ninguna gracia. Me alegraba muchísimo verla de buen humor, pero me habría gustado más compartir sus risas que ser la causa de ellas. Preferí no responder, aunque tenía curiosidad por saber de qué conocía a la otra mujer. Obviamente, y teniendo en cuenta que era muy lista, leyó mis pensamientos.
—Sólo he bailado con ella —explicó, sin que nadie se lo pidiera—. Nada más.
—No me interesa saberlo —contesté, enfadada.
—¿Ah, no? —me preguntó entre risas.
La verdad es que estaba de un humor excelente.
Otra mujer se acercó a nuestra mesa y, en esta ocasión, siguió al pie de la letra el convencionalismo imperante: me preguntó si podía bailar con ella. Casi me hizo montar en cólera, pero no quería empezar a discutir, y menos en francés.
—Por favor, dile que si quiere bailar contigo, tendría que preguntártelo a ti —dije, con los dientes apretados. La mujer pareció un poco molesta, pues no acababa de entender qué significaba mi reacción.
Mi acompañante se inclinó descaradamente hacia la mesa.
—¿Te importa que baile con ella? —dijo.
—No —dije entre dientes, con tanta calma como pude. Soltó una carcajada de lo más sensual y casi consiguió que me derritiera por dentro, pero no estaba dispuesta a dejar que se me notara.
—En realidad, te había reservado a ti el primer baile —afirmó, con todo su encanto.
—Yo no sé bailar —le contesté, ya un poco más calmada.
—No me lo creo. —Sonrió y se puso en pie. La mujer que quería bailar con ella seguía junto a nuestra mesa, aunque no parecía precisamente contenta—. No quiero parecer maleducada, así que ahora voy a bailar con ella. Pero el próximo baile te toca a ti.
—No —repliqué.
—Sí —dijo ella con firmeza. Después obsequió con una encantadora sonrisa a la pobre mujer que llevaba tanto rato esperando y le dijo algo. La mujer, satisfecha, la acompañó a la pista de baile.
No le quité la vista de encima. Ya tendría que habérmelo imaginado, pero cuando la vi bailar me quedé pasmada: bailaba extraordinariamente bien. Teniendo en cuenta su estatura, pensaba que sería ella quien llevase, pero no: seguía tan bien a su pareja de baile, que la diferencia de estatura apenas se notaba. Me pregunté cómo lo conseguía, pero lo cierto es que aparentaban tener la misma estatura.
Sus movimientos resultaban más gráciles que nunca.
Seguramente, pensé, ya no le duele nada.
Cuando terminó el baile, su pareja intentó convencerla para bailar otra canción o, por lo menos, esa es la impresión que tuve. Sin embargo, declinó la oferta, aunque no volvió sola a la mesa, sino que la mujer que la había sacado a bailar me la devolvió. Esa fue la sensación que me produjo, cosa que de nuevo hizo brotar automáticamente mi indignación.
—¡Es increíble! —refunfuñé, cuando la otra mujer se alejó.
—La pobre no podía hacer otra cosa — me explicó, sin dejar de sonreír abiertamente.
—Ya, ya, porque esa es la costumbre de aquí —gruñí muy rabiosa.
—Eso también —me guiñó un ojo con picardía—, pero además le he dicho que no te gusta que te hagan enfadar. —Ahora se reía a carcajadas—. Y lo que le harías si te hacía enfadar.
—¡Eres...! —La verdad es que no sabía qué hacer con ella, pero la velada se estaba poniendo de lo más interesante.
—Vamos —me pidió, cuando empezó a sonar otra canción, que además era una lenta.
—Ya te he dicho que no sé bailar. —Me di cuenta de que había varias mujeres que la estaban mirando, es decir, que parejas de baile no le iban a faltar—. Hay unas cuantas mujeres que estarían encantadas de sacarte a bailar.
—En estos momentos, no me interesa especialmente —decidió, dispuesta a llevarme la contraria—. Quiero bailar contigo.
—Pero es que será un desastre —dije, en el tono más razonable del mundo—. ¿Por qué quieres aburrirte? Tú sabes bailar muy bien.
—¿Y por qué no lo pruebas tú también?
—Trataba de convencerme con delicadeza—.
Yo puedo enseñarte.
Levanté las manos en un gesto defensivo.
—¡Soy incapaz de dejarme llevar! ¡Lo intenté una vez y fracasé estrepitosamente!
—Pues entonces lleva tú. —Se acercó a mí y apoyó las manos en mis hombros. El contacto sirvió para ablandarme un poco, pero aún no estaba dispuesta a ceder.
—Yo...
—Vamos —me ordenó, en un tono de voz tan autoritario que ya no supe cómo defenderme.
Me puse en pie y la seguí ciegamente.
Una vez en la pista, me sentí perdida. Me cogió un brazo y lo colocó alrededor de su cintura; después me levantó el otro y lo alzó hasta la altura de sus hombros. Por último, apoyó la mano libre en mi hombro. Parecía una posición de baile muy correcta, pero...
¿qué se suponía que debía hacer yo?
Empezó a moverse sin más. Dio un paso hacia atrás y la seguí.
Daba la sensación de que yo la levaba, aunque eso no se ajustaba del todo a la verdad. Durante los primeros pasos di unos cuantos traspiés, pero después me di cuenta de que ella se movía de forma que a mí todo me resultase mucho más fácil. Probé a dar un paso en la otra dirección y ella ya estaba allí, como si lo hubiera previsto con antelación.
Presté atención a la música. La canción era tan lenta que hasta yo imaginaba lo que venía a continuación: poco a poco, me fui envalentonando y me permitió llevar el paso, aunque desde luego ella lo hacía cientos de veces mejor que yo. Estaba entre mis brazos, ágil y entusiasmada, y de repente se apoyó en mí, de forma que noté todo su cuerpo en contacto con el mío. Empecé a notar un calor que el baile lento, por sí solo, no podía justificar y me aparté rápidamente en cuanto la canción terminó.
—¿Lo ves? —me dijo, con una mirada resplandeciente y triunfal.
Se me pasó un poco el calor.
—Sí —dije, todavía sorprendida—, me ha salido bastante bien.
Empezó la siguiente canción y, esta vez, fui yo quien llevó el paso desde el principio.
Me seguía con tanta elegancia que me sentí como si en mi vida no hubiera hecho nada más que bailar con ella, aunque yo nunca había sabido bailar. Sin embargo, estaba convencida de que no soportaría un baile más, pues todo mi cuerpo ardía de deseo y, por eso mismo, me mantuve firme cuando insistió en seguir bailando.
Fingí estar agotada.
—No puedo —le aseguré—, no estoy acostumbrada. Cuando resultó evidente que no iba a seguir bailando con ella, aparecieron sustitutas por todas partes. De hecho, casi se pelearon por ella. Se la entregué a la mujer que estaba más cerca y regresé a la mesa.
Ahora bailaba un rock and roll, y lo bailaba de forma alocada, desenfrenada.
Varias de las mujeres que había en la pista empezaron a dar palmas al ritmo de la música.
Apenas había terminado la canción cuando empezó la siguiente y me pregunté si tendría aguante para seguir bailando. ¿Cuánto tiempo resistiría así?
Sin embargo, se la veía muy en forma, como si su cuerpo no hubiese experimentado el martirio de las dos semanas previas.
Había llegado el momento de descubrirlo.
Me gustaba verla así y traté de no preocuparme mucho. Tenía fascinadas a las otras mujeres. No hubo pausa, pero en esta ocasión pusieron un vals para dar un respiro a las bailarinas. Ella fue quien levó: se movía con su pareja por la pista como si ni siquiera tocara el suelo y ahora sí que aparentaba su estatura real.
Al cabo de un rato, pidió disculpas a sus admiradoras y volvió a la mesa. Estaba un poco acalorada, lo cual aún la volvía más deseable. De lejos, no me había costado mucho controlar mi excitación, pero ahora que la tenía tan cerca, el deseo resurgió con una fuerza imparable. Se sentó a mi lado. Lo que faltaba, pensé.
—Dentro de un momento, voy a bailar otra vez contigo —vaticinó, rebosante de energía.
—Déjame quedarme aquí —imploré—.
Prefiero mirarte, que me gusta más.
Reflexionó unos momentos, confusa, pero se impuso su voluntad de satisfacer mis deseos.—
Vale —dijo. Se inclinó y me abrazó, muy cariñosa. Traté de no prestar demasiada atención al calor cada vez más intenso que notaba entre las piernas y también en el resto del cuerpo. Se contuvo una vez más y yo respiré hondo, con la esperanza de que no se diera cuenta.
No pasó mucho tiempo antes de que apareciera otra mujer y le pidiera un baile.
Incapaz de soportar otra vez aquel ritual, me limité a decir que sí. Mientras la miraba, no me di cuenta de lo rápido que pasaba el tiempo. De vez en cuando, me sacaba a bailar un vals y yo me sentía como si me deslizara por el suelo, exactamente como había visto moverse a la otra mujer. ¿Por qué siempre me había costado tanto dejarme llevar? Con ella, era todo un placer, además de facilísimo.
Seguía teniendo miedo de que se excediera, así que trataba de convencerla de que se tomara pequeños descansos, aunque no conseguí que permaneciera sentada más de una canción seguida, pues enseguida empezaba a ponerse nerviosa y no me quedaba más remedio que dejarla marchar.
Las otras mujeres me miraban como si yo fuera una aguafiestas.
Finalmente, me empecé a cansar. Se me cerraban los ojos, aunque quería mantenerlos abiertos para seguir sus evoluciones en la pista de baile. Se acercó a la mesa.
—El tango de despedida —dijo, compungida. Después me dedicó una sonrisa sensual—. Tienes que bailarlo conmigo.
—Estoy muy cansada —protesté, sin convicción.
Ella, sin embargo, tiró de mí.
—Nada de excusas. Es el último baile, no puedes decirme que no.
Nunca había bailado un tango, ni siquiera en broma, pero al bailarlo con ella me sentí como si levara toda la vida haciéndolo.
Cuando me hizo inclinar el cuerpo casi hasta el suelo y me miró con los labios entreabiertos de forma seductora, entendí por qué el tango es un baile erótico. La deseaba: allí mismo, en ese momento...
Y no podía tenerla.
Me ayudó a incorporarme y se echó a reír.
—Lástima —dijo con tristeza—, tenemos que irnos.
La idea me habría sonado muy bien, de no ser por mi promesa y por los motivos que hacían que ella no sintiera nada. Cuando se encendieron las luces fluorescentes, salimos finalmente del bar y al llegar a la puerta me di cuenta de que ya casi era de día. Las calles de París estaban envueltas en un vello gris: los noctámbulos que ya se retiraban se cruzaban con los madrugadores que iban a trabajar.
Los camiones del departamento de limpieza rociaban París con agua y eliminaban la suciedad de las calles. Mientras nos dirigíamos a la parada de taxis, tuvimos que saltar unos cuantos riachuelos que se precipitaban hacia las alcantarillas. Ella saltaba alegremente de un charco a otro y me arrastraba también a mí, pero yo apenas podía seguirla. Gritaba como una niña cada vez que pisaba un charco y, entre salto y salto, me besaba en la boca. Estaba muy recuperada, pero yo no, yo estaba agotada, lo cual sería de gran ayuda cuando legáramos a su apartamento. La notaba muy animada, como si no supiera qué significaba tener sueño.
Aunque yo quise irme directamente a la cama nada más entrar en el apartamento, no lo conseguí.
—Por favor, baila conmigo una vez más —me dedicó una caída de ojos y, claro, no pude decir que no. Me llevó al salón grande.
Apenas lo habíamos usado desde que yo estaba allí pero, obviamente, el suelo de parqué era perfecto para bailar.
—Pero sólo un vals o algo así — especifiqué—. Estoy demasiado cansada para un baile más movido.
—No hay problema —puso un CD y la música de un vals llenó de repente la habitación—. Vuelvo enseguida —dijo, mientras se alejaba hacia la puerta.
Respondí con un gesto vago de la mano.
Me senté en una de las sillas estilo Luis XV y estiré las piernas.
«Cuando vuelva —pensé—, le diré que me voy a la cama».
Estaba muerta de cansancio. Tardó bastante en volver y yo estaba a punto de rendirme e irme a dormir, de no haber sido porque le había prometido bailar con ella.
Oí un susurro junto a la puerta, me volví y la vi: ¡se había puesto un vestido de noche!
Desde luego, ni la más hermosa escena de una película me habría impresionado tanto, como tampoco había una actriz en el mundo entero que supiera levar con tanta elegancia un vestido así. Me quedé completamente paralizada. ¡Vaya ocurrencia, ponerse un vestido de noche justo en ese momento!
Se acercó a mí con su andar garboso.
Sus hombros, desnudos, eran maravillosos y su forma de andar era pura seducción. Pensé en salir huyendo hacia mi cama antes de que el fuego que había ido creciendo en mi interior acabara por arrasarlo todo. Si incumplía la promesa que le había hecho, jamás podría volver a mirarme en un espejo. «¿Es eso posible? —me pregunté—. ¿Un mundo sin espejos?».
Los pensamientos que cruzaban por mi mente eran un auténtico embrollo: el erotismo del baile, mi cansancio, y ahora verla con un vestido que parecía hecho para seducir... Me puse en pie a toda prisa, antes de que tuviera tiempo de llegar hasta mí. Menos mal que la habitación era bastante amplia.
Se quedó muy quieta y me sonrió.
—¿Te gusta?
Tuve que hacer un gran esfuerzo para apartar la mirada de sus hombros y del escote de su vestido y me pareció increíble que fuera legal llevar vestidos como aquel en público.
Tenía la sensación de que había cosas mucho más inofensivas que sí estaban prohibidas.
Le sonreí.
—Me has dejado completamente KO con ese vestido, dame tiempo a recuperarme.
Estás sencillamente... —no se me ocurría ninguna palabra que transmitiera la abrumadora impresión que me había causado — fantástica.
—Gracias. —Aceptó el cumplido con sus habituales buenos modales—. Es decir, que ha sido buena idea que me cambiara de ropa.
—Pues sí. —Todavía tenía problemas para expresarme con cierta fluidez.
—¿Te importaría levar el paso? —Dijo, mientras se acercaba—.
Con este vestido...
Entendí lo que me estaba diciendo: que no era apropiado. Quería saborear la sensación.
—Si no te importa que me estampe contra los muebles... —bromeé, para ocultar mi inseguridad.
Me obsequió de nuevo con su risa sensual.
—Confío en ti —dijo.
En ese momento, empezó el siguiente vals. Esta vez no hizo nada, se limitó a dejar que fuera yo quien actuara. La tomé entre mis brazos y cogí aire. ¡Ya no había barreras entre nosotras! Yo no estaba acostumbrada al vestido: empecé a bailar con ella y, como siempre, me siguió a la perfección. El vestido revoloteaba a su alrededor y acentuaba sus movimientos. Sentí que mi voluntad empezaba a desmoronarse y supe que no podía seguir bailando de aquella manera, pues sólo nos conduciría a una cosa... Sin embargo, tampoco quería separarme de ella. Un baile, sólo uno.
Giré con ella y me siguió gustosamente.
De hecho, la levé casi hasta los muebles, a pesar de que la sala era grande. En ese momento entendí por qué los salones de baile de las antiguas mansiones eran enormes: con esos vestidos, era absolutamente necesario.
Cada vez disfrutaba más del baile. La seda era muy fina, aunque producía un susurro maravilloso. Noté su pierna junto a la mía. El tacto, tal y como ella había dicho, era excitante. Siempre habría pensado que los vestidos eran así, a pesar de los escotes vertiginosos, bastante discretos, pero ahora ya no estaba tan segura: al contrario, ofrecían la combinación perfecta de desnudez encubierta, de fronteras invisibles entre la tela y la piel. De forma indirecta, y precisamente por ello, resultaban doblemente eróticas.
Cuando la música cambió, no pude dejar de bailar. Me dejé llevar —sabía perfectamente que la decisión era más suya que mía— y deseé no tener que apartarme ni un segundo de ella, excepto para una cosa: para ayudarla a quitarse el vestido. La proximidad de su cuerpo y la forma en que nos movíamos juntas mientras bailábamos aumentó aún más mi excitación. Si no dejaba de bailar inmediatamente, no tardaría mucho en llevarla a la cama, con o sin vestido.
El vals terminó. Me detuve y la hice girar. Ella saltó en el aire, entre risas. La sujeté, respirando con dificultad, y después la solté cuando apoyó de nuevo los pies en el suelo.
Jadeó en busca de aire y luego me miró, con una expresión alegre y resplandeciente.
—¿Qué es lo que habías dicho antes? ¿Que no sabías bailar?
—Sabes muy bien —objeté— que tú lo has hecho casi todo.
Por eso me ha resultado tan fácil.
Se rió abiertamente.
—Sí, en algunos momentos me ha costado un poco seguirte. Das siempre un paso intermedio al que no estoy acostumbrada.
—¿Lo ves? —suspiré humildemente—. Y yo ni siquiera me he dado cuenta.
Me miró a los ojos.
—Me gusta que me leves.
Oh, no, pensé. Me está seduciendo con la mirada. En sus ojos habría un brillo de lo más sensual.
—No pienso hacerlo —dije, tratando de convencerme a mí misma.
Se comportó como si no me hubiera entendido.
—¿El qué?
—No pienso acostarme contigo mientras tú no sientas nada. —¿Era necesario que volviera a repetírselo?
—¿Y quién te ha dicho que no siento nada? —Se inclinó y me besó. Con pasión.
Excitada.
Sin embargo, yo no estaba del todo segura. Ya se había delatado una vez y jamás cometía dos veces el mismo error. Por lo menos, no en su trabajo. Se apartó un poco y me miró. Respiraba con dificultad, lo cual se notaba aún más gracias al vestido, pues sus pechos subían y bajaban.
Apoyé las manos en sus hombros desnudos.
—Por favor —imploré—, no te vengues de mí por esta noche.
Así no.
Me miró como si no me entendiera, hasta que comprendió lo que yo estaba diciendo.
—¿Eso es lo que piensas? —No parecía enfadada.
—No lo sé. —Hice una pausa, insegura, y vacilé—. Lo único que sé es que no soportaría que representaras un papel para mí.
—¿Y si no fuera eso lo que estoy haciendo? —Me acarició suavemente la mejilla con los labios.
—Eso es lo que no sé —contesté muy seria, aunque sus caricias eran como descargas eléctricas por todo mi cuerpo—. Siempre me sales con las ideas más raras cuando quieres darme las gracias por algo.
Se detuvo y se echó a reír discretamente.
—¿Raras?
—Bueno, sí. —Ella sabía perfectamente a qué me refería. La observé con una mirada de impotencia—. No quiero que lo hagas por mí. Por favor...
No dijo nada. Se limitó a mirarme directamente a la cara, pero no fui capaz de descifrar su expresión. Muy despacio, se inclinó y acercó sus labios más y más. Me besó con delicadeza y su lengua entró lentamente en mi boca. Acarició la punta de mi lengua con la suya hasta que empecé a gemir. Acarició mis labios por la parte interior una vez y luego se apartó.
—Tú también quieres —concluyó alegremente.
—Por supuesto que sí. —Me temblaban las rodillas. Jadeé en busca de aire, más confusa que nunca—, pero esa no es la cuestión. —Todo dependía de ella.
—Sí —replicó—, para mí sí.
Últimamente te has mostrado muy reservada.
—Te dije que me mantendría reservada —contesté, sin saber muy bien adónde quería ir a parar.
Me sonrió con dulzura.
—Eso de que siempre cumplas tus promesas me empieza a parecer un poco irritante.
—¿Por qué? ¿Para qué sirven las promesas entonces? —Para mí tampoco había sido fácil.
Unió su mejilla a la mía y suspiró.
—Para ti parece muy obvio, pero yo no estoy acostumbrada.
Pensaba que ya no me deseabas, porque no reaccionabas. Ni siquiera esta noche... hasta ahora.
Me eché a reír, perpleja.
—¿Qué no te deseaba? ¡Si lo único que he deseado en todo este tiempo eres tú! Pero no quiero hacer nada si tú no lo disfrutas.
—La observé fijamente—. Sabes que puedes seducirme cuando quieras, ¿verdad?
La única manera de resistirlo es mantener las distancias. —No pude evitar echarme a reír.
Interpuse una mano entre las dos—. Aunque no una distancia como esta, claro. —Aparté de nuevo la mano y le rodeé los hombros con los dos brazos—. Te deseo —dije, mientras la abrazaba—. Te deseo tanto... —susurré junto a su oído.
La seda del vestido produjo un sonido similar a un susurro, el más erótico que había oído en mi vida. Pegó su cuerpo al mío y se quedó inmóvil.
—Yo también te deseo. —De repente, en su voz había aparecido un tono de desesperación—. ¡Si pudiera convencerte!
Me muero por ti... y eso me hace sufrir, pero tú siempre crees que estoy fingiendo.
La quería tanto... ¡y deseaba tanto creer sus palabras! Le besé los hombros desnudos y, muy lentamente, desplacé la boca hacia su cuello. Noté el latido de su corazón en mis labios. Después decidí cambiar el recorrido y bajé hasta sus pechos, mientras su respiración se volvía más agitada. El borde del vestido me impidió seguir bajando, así que volví a subir en busca de su boca. Me estaba esperando.
Apoyé la cabeza en la pared; ella me metió la lengua en la boca y me besó con más desesperación que antes, al mismo tiempo que hundía los dedos en mi pello.
—¡Créeme, por favor! —me susurró junto a la boca.
No podía pensar en otra cosa que no fuera lo mucho que la deseaba: necesitaba sus caricias, sus besos, su cuerpo. Y también su maravillosa entrega. «¿Qué voy a hacer con todo este amor si no puedo dárselo?», me pregunté. No quería más dudas, no quería saber nada más: lo único que quería era encomendarme a sus experimentadas manos y dejar que hiciera realidad todos y cada uno de mis deseos. Finalmente, me rendí.
—Convénceme. —Ya no era capaz de resistirme más al deseo.
—Voy a convencerte, si me dejas.
Me metió de nuevo la lengua en la boca y me besó con una pasión capaz de vencer cualquier resistencia que yo pudiera ofrecer.
Me acarició el cuerpo con las manos. Empecé a gemir y deseé que me desnudara, pero no lo hizo. Le acaricié los hombros y noté cómo se estremecía. Dejé resbalar las manos por su espalda desnuda y esta vez oí sus gemidos.
Cuando legué al borde del vestido me pregunté por qué motivo se habían puesto de moda los vaqueros, pues pasar de su piel a la seda de su vestido era la sensación más erótica que yo había sentido en mi vida. Tanteé su espalda en busca de una cremallera, mientras ella se reía con suavidad junto a mi hombro.
—No tiene cremallera —dijo.
La sorpresa me hizo recuperar mi capacidad de lógica.
—¿Y cómo te lo pones?
—Tiene corchetes —aclaró.
Los busqué con las manos y me di cuenta de que había muchísimos.
—¡Dios mío! —exclamé, mientras pensaba que aquella tarea me levaría horas.
Volvió a reírse con suavidad.
—No hace falta que los desabroches todos, sólo unos cuantos.
No era tan fácil entender el mecanismo de aquellos trastos, pero finalmente lo conseguí y los fui desabrochando uno tras otro. Tanteé bajo la tela del vestido y le acaricié la espalda, a lo cual ella respondió con un gemido. En realidad, aún no quería quitarle el vestido, pues me excitaba pasar de la seda de su piel y después de su piel a la seda. Las diferencias y similitudes entre una cosa y otra me resultaban cada vez más evidentes: su piel era cálida y la seda fría; su cuerpo era suave y el vestido, rígido y vaporoso a la vez.
No quería detenerme, pero sus gemidos eran cada vez más audibles. Desabroché casi todos los corchetes y le acaricié la piel de la espalda desde el cuello hasta la cintura.
—No tendría que habérmelo puesto. —
Su voz sonaba un poco alterada.
Dejé de acariciarla, sorprendida.
—¿Por qué?
Ahora que se había liberado momentáneamente de mis caricias, jadeó en busca de aire.
—Se me había olvidado que eres una fetichista de la seda.
—¿Yo?
«¡Pero bueno! —pensé—. ¿Quién es la que duerme con pijama de seda entre sábanas de seda?».
—Sí, tú —repitió con serenidad, sin moverse—. Sin la bata de seda, no habría tenido la más mínima posibilidad contigo.
«Ahí sí que me has pilado», pensé, mientras me echaba a reír.
—Antes de conocerte, ni siquiera sabía qué sensación producía la seda, especialmente sobre la piel de una mujer.
Se inclinó hacia atrás, todavía entre mis brazos, y me miró a los ojos.
—¿Y no te gustaría saber también qué sensación produce la mujer que está debajo de la seda? —Antes de que pudiera responder, dio un elegante paso hacia atrás y el vestido cayó al suelo.
—¿Nunca te pones nada debajo? —le pregunté sin cortarme, mientras recordaba el inicio de nuestra relación.
Por supuesto, ella también se acordaba.
—¿Contigo? —me preguntó, con una risa sensual—. No serviría de nada, ¿no crees?
Cuando vio mi mirada ardiente echó a correr hacia la habitación, pero yo la perseguí y la atrapé justo delante de la cama. La plaqué y aterrizamos las dos juntas en el centro del colchón. Al mirarla, me di cuenta de que en su desnudez no había nada lascivo, de que su belleza me turbaba una vez más.
—Ni la mismísima Afrodita puede compararse contigo. —Cuando estaba con ella, me sentía casi indefensa.
—¡Venga ya! —Negó con rotundidad—.
Mira que te gusta exagerar, ¿eh?
—La exageración no existe en el amor — dije con seriedad—.
Y yo te quiero.
Habíamos legado de nuevo al punto en el que ella guardaba silencio. Me miró fugazmente y luego se apartó. Me acerqué, la abracé y me acurruqué junto a su cuerpo.
—Cuando digo eso no te estoy pidiendo nada —le dije—. Sólo que lo aceptes.
—No puedo —me contestó, en un tono inexpresivo.
—Pues espero que eso cambie algún día. —Suavemente, la ayudé a tumbarse de espaldas—. Te quiero —repetí. Quise besarla muy despacio, pero no me dejó, sino que me rodeó el cuello con los brazos y me obligó a colocarme sobre su cuerpo. Me besó como si quisiera una prueba de que yo decía la verdad y se la di.
Ya no tenía dudas de que me deseaba. Y yo también la deseaba.
De repente, brotó con toda su fuerza la pasión reprimida a lo largo de las últimas horas. Suspiró entre mis labios y rodamos juntas de un lado a otro de la cama, en algunas ocasiones peligrosamente cerca del borde. Yo aún estaba vestida, aunque ese detalle no parecía importarle en absoluto. A mí me molestaba un poco la ropa, pero no me soltó ni un segundo.
Su desenfrenada pasión me excitaba más y más. La sujeté con fuerza y le mordisqueé los pezones. Se le habían puesto tan duros que al acariciarlos con la lengua tuve la sensación de que eran canicas. Jugueteé primero con uno y luego con el otro, mientras ella se retorcía de placer bajo mi cuerpo. Le acaricié el estómago con las manos y gimió en voz alta, al mismo tiempo que alzaba las caderas.
Me aparté de sus pechos y seguí con la boca el mismo camino que habían seguido mis manos. Ella gritaba de placer. La besé en la parte interior de los muslos, pero ella enterró los dedos entre mi pello, me colocó la cabeza entre sus piernas y la sujetó con fuerza.
Después me soltó y se quedó muy quieta durante unos segundos. Lo único que oía yo era su respiración agitada.
—Por favor... —Su voz era muy débil.
Le acaricié el clítoris con la punta de la lengua, muy despacio, y ella se estremeció—. Por favor... —susurró, casi con desesperación—, no me hagas esperar más.
Tracé círculos con la lengua alrededor de su clítoris y me di cuenta de lo increíblemente excitada que estaba. Cada vez que la tocaba con la lengua, ella levantaba el cuerpo y luego lo dejaba caer. Finalmente, gritó de placer y se quedó inmóvil, completamente agotada.
Me incorporé muy despacio, la miré y después la tapé. Me puse en pie, me desnudé y cuando me metí bajo la manta, pude por fin notar y disfrutar de la calidez de su piel contra mi cuerpo desnudo.
Cuando me acurruqué a su lado me di cuenta de que respiraba acompasadamente: se había quedado dormida. Yo no tardé mucho en hacer lo mismo.
Me desperté al notar que algo me hacía cosquillas y vi que me estaba acariciando con una pluma.
—Oooh... —Un cosquilleo muy agradable recorrió todo mi cuerpo.
—¿Te estoy haciendo cosquillas? —me preguntó, mientras me observaba con atención.
—Te lo diré dentro de un ratito — contesté, con un suspiro de placer.
Ella prosiguió.
—¿Aún no te hace cosquillas? —me preguntó entre risas, al cabo de un rato.
—Mmm... —respondí, como una auténtica entendida en la materia.
—¿Aquí tampoco? —Me acarició descaradamente entre las piernas.
Me retorcí y traté de escapar.
—Oh, sí, ahí sí. —Me reí.
—Perfecto.
Parecía muy satisfecha con el resultado, aunque yo tenía una impresión completamente distinta de la situación. Me mantuve a la expectativa y seguí de cerca sus movimientos.
Prosiguió con las caricias, aunque ahora alternaba la pluma y la mano. Yo buscaba el contacto de su mano y trataba de zafarme de la pluma, mientras ella aumentaba cada vez más el nivel de estimulación. Me picaba todo el cuerpo y no tardé mucho en darme cuenta de que el calor que sentía en mi interior había alcanzado ya el punto de ebullición.
—¿Qué me estás haciendo? —gemí.
Me tocó con la pluma y me estremecí.
Después dejó la pluma a un lado y me introdujo los dedos, a lo cual yo respondí con un sonido gutural. Dejó los dedos donde estaban y se incorporó un poco para besarme, sin dejar de acariciarme por dentro. El placer que me proporcionaban ambas cosas a la vez me llevó rápidamente al clímax y estallé sin previo aviso, mientras ella me observaba y me sonreía con cariño.
—Es una lástima —comentó cuando me quedé inmóvil y satisfecha— que no puedas verte en ese momento. Estás muy guapa.
No supe muy bien qué responder.
—Todas las mujeres están guapas en ese momento —dije.
Se echó a reír.
—¡Te aseguro que no! —Dada su experiencia, yo no era nadie para llevarle la contraria. Me besó suavemente en los labios
—. Pero tú sí lo estás —en su voz había ternura.
—Gracias —dije. Ahora me tocaba a mí ser educada, aunque la verdad es que no se me ocurrió nada más.
—Creo que viene de dentro —murmuró.
La miré. «Creo que viene del hecho de que me quieres», pensé, pero no pronuncié esas palabras en voz alta. «En algún momento, tendrás que enfrentarte a eso... si es que aún estoy aquí».