Taxi a Paris

...

Los siguientes días fueron como unavance de las hogueras del infierno: iba al trabajo, volvía a casa, dormía, iba al trabajo...

Dormir no es precisamente la palabra adecuada para describir las largas horas que pasaba dando vueltas en la cama, y tampoco se puede decir que fueran noches inolvidables.

Después de una semana así, tenía el aspecto de un fantasma. Mis colegas, siempre tan bienintencionados, me mandaron a casa con el convencimiento de que allí podría descansar, pero en realidad sólo sirvió para empeorar las cosas, puesto que ya ni siquiera disponía de esas pocas horas al día en que podía sumergirme en la rutina del trabajo y dejar de pensar en ella.

Empecé a pasear por la ciudad y a mirar los escaparates, aunque no habría sido capaz de decir qué veía en ellos. Frecuenté cafeterías llenas de mujeres mayores que se atiborraban de pastelitos de crema. Al tercer día la vi y me levé un buen sobresalto. Estaba cruzando la calle: sólo le vi la espalda, pero la reconocí de inmediato, lo cual no tenía mucho mérito dado que era mucho más alta de lo normal.

Después de cruzar, echó a andar por la calle principal de la zona de tiendas del área peatonal. Me puse en pie de un salto y dejé sobre la mesa dinero para pagar el café que me había tomado. De reojo, vi cómo la camarera se acercaba a toda prisa, un tanto aturdida, mientras yo salía de la cafetería igual que una velocista de elite. Quién sabe, igual hasta me daban una oportunidad en los Juegos Olímpicos...

Cuando llegué a la zona peatonal ya no la vi. Seguí corriendo un poco más, con los pulmones a punto de estallar. La calle se bifurcaba: seguí corriendo hacia la derecha, pero no estaba allí.

Volví atrás, seguí por el otro camino y la vi a lo lejos, en la otra esquina. Estaba entrando en un supermercado. Por supuesto, ella no iba a las tiendas de toda la vida, donde el trato era demasiado personal. Los supermercados le proporcionaban el anonimato que necesitaba.

Estaba a punto de pararme cuando me di cuenta de que el supermercado tenía dos salidas. Pedí disculpas a mis pobres pulmones y seguí corriendo hasta la esquina. Cuando llegué al supermercado traté de pensar en las cosas que probablemente compraría una mujer como ella: puesto que ella misma había admitido que no cocinaba casi nunca, podía descartar los productos alimenticios y los habituales productos para «amas de casa».

Poco a poco, empecé a respirar con normalidad, mientras recorría con paso vacilante los distintos pasillos.

¡La sección de delicatessen! Apreté de nuevo el paso, doblé la esquina y eché un vistazo: allí estaba, poniendo dos botellas de champán en un carrito. Deduje de inmediato —aunque de hecho no tenía ningún motivo— que esas dos botellas eran para sus clientas.

Supongo que lo deduje porque a mí nunca me había ofrecido. La seguí: cogió unas cuantas cosas más, no demasiadas, y se dirigió a la caja. Después de pagar, lo metió todo en una mochila negra de piel y se dirigió apresuradamente a la salida. Evidentemente, tenía prisa. Me pregunté si siempre se comportaría así cuando iba a hacer la compra: como alguien que vuelve a casa a toda prisa para evitar el peligro.

Sólo entonces me di cuenta del gran regalo que me había hecho al aceptar que la invitara a cenar. Por suerte, de vez en cuando cogía un avión y se marchaba a París, pues nadie podía soportar una vida así durante demasiado tiempo.

Eligió la salida que quedaba más cerca de su apartamento y deduje que se dirigía directamente allí. Si no me doy prisa, pensé, la perderé de vista en cualquier momento. ¡Qué piernas tan largas!

A medida que me iba acercando, iba viendo las reacciones de la gente al cruzarse con ella. Algunos la miraban descaradamente y un par de mujeres le negaron el saludo de una forma tan poco disimulada que deduje al momento que se trataba de clientas suyas.

Caminaba con la espalda muy recta. Cuando estábamos a punto de llegar a su casa, me pregunté qué debía hacer. En cuanto ella entrara en el edificio, yo ya no podría hacer nada. Me metí por un callejón que cruzaba de nuevo la calle principal unos metros más allá y eché a correr. Jadeando, doblé la esquina y coincidí con ella en el momento justo. De hecho, casi tropezamos, lo cual hizo que la mochila se le resbalara de las manos. ¡Mierda, el champán! Intenté sujetar la bolsa y las dos la cogimos a la vez justo antes de que llegara al suelo. Fue en ese momento cuando me reconoció.

—Gracias, señora —me dijo, perpleja.

Ah, o sea que quería comportarse como si no me conociera... Es decir, lo mismo que hacía con las otras clientas. Pues no te vas a librar de mí tan fácilmente.

—De nada —contesté—. ¿Cómo estás?

—En ese momento se estaba incorporando, pero interrumpió el movimiento de golpe y se quedó medio agachada—. Eso es malísimo para la espalda —comenté, amablemente.

Finalmente se incorporó del todo y me miró como si estuviera muy nerviosa. Yo hice como si no me diera cuenta, pues si no quería perder mi última oportunidad tenía que hacer las cosas bien.

—¿Te apetece tomar un café? —le pregunté, como si fuéramos amigas de toda la vida y acabáramos de encontrarnos por casualidad—. ¿En mi casa? —añadí, con entusiasmo. Ella aún parecía muy nerviosa y decidí que aquella era mi oportunidad. Por tanto, actué—: Perfecto —exclamé, para recobrar la compostura antes de señalar en dirección a mi calle—. Vivo por allí. —Me volví hacia la izquierda—. ¿Vienes?

Aceptó y echó a andar detrás de mí.

Miraba hacia delante, pero en una ocasión desvió la mirada para observarme con el gesto de un ciervo deslumbrado por los faros de un coche. «Si consigo meterla rápidamente en mi apartamento, todo saldrá a la perfección». «Un momento: ¿qué es lo que saldrá a la perfección? Tarde o temprano, volverá a ponerse en guardia. Lo mejor será que te hagas una lobotomía y te olvides de esta historia». «Déjame en paz», protesté en silencio.

Todavía me seguía como un corderito cuando abrí la puerta de la calle. Me volví para mirarla.

—Lo siento, pero no hay ascensor — dije, en tono de disculpa—, es un edificio antiguo.

No me pareció que aquel dato despertara en ella el menor interés. Empecé a subir las escaleras: cuatro pisos. ¿Por qué no me había quedado a vivir en la planta baja?

Cuando llegamos a la cuarta planta, la tensión en mi cuerpo era prácticamente insoportable. Jadeé en busca de aire, y no sólo por el esfuerzo de haber subido tantos escalones. Ella respiraba con normalidad, como si cuatro pisos no fueran nada.

Seguramente, estaba en buena forma.

«Claro, no me extraña. Con ese trabajo, más le vale que esté fuerte...». «¡Ssst! ¡Cállate!».

Una vez estuvimos dentro de mi apartamento y hube cerrado la puerta, suspiré, aliviada. Lo habíamos conseguido.

—A la izquierda —le dije—, hacia la cocina.

Caminó delante de mí. Seguramente, todavía estaba perpleja, pues no la veía muy centrada que digamos. Lo más probable es que hubiese decidido que jamás volveríamos a vernos... o, por lo menos, que tardaríamos aún un poco en volver a vernos.

Me acerqué a la mecedora, el único mueble de la casa que jamás cedía a los invitados.

—Siéntate —le dije, amablemente—, mientras yo hago café.

Se sentó. Llené el hervidor de agua y lo puse en el fuego.

Empezaba a preocuparme un poco.

Tarde o temprano, algo tendría que hacerla reaccionar... Me acerqué y le cogí la mochila, sin que opusiera resistencia.

—Será mejor que ponga el champán en la nevera, ¿no crees? —le pregunté, en tono de complicidad. ¡Mierda! Exacto... Eso fue lo que la hizo reaccionar.

—¿Champán? —dijo—. ¿Cómo sabes que he comprado champán? —Mientras me observaba, en sus ojos apareció un poco de vida. Traté de quitarle importancia al tema—. He mirado en la bolsa —dije, inocentemente.

—No, no has mirado —replicó con firmeza. Al parecer, no se había quedado tan perpleja como para no darse cuenta de algo así.

—Vale. —No me iba a quedar más remedio que confesar. Si decidía levantarse y marcharse, yo no podría hacer nada para impedírselo—. Te he visto en el supermercado.

—Pero yo no te he visto a ti. —

Obviamente, no tenía ni idea de por qué no me había visto y estaba tratando de imaginar por qué se le había pasado por alto ese detalle.

—No —dije.

Su rostro se endureció, como si se hubiera convertido de repente en una máscara.

—Me estabas espiando —concluyó, en tono glacial.

Ay, señor, así no iba a conseguir jamás que me abriera su corazón.

—Ha sido por casualidad, de verdad — dije, para disculparme—. Yo estaba sentada tomando un café y te he visto cruzar la calle.

—Al menos, que no pensara que llevaba tiempo espiándola—.

Luego te he visto entrar en el supermercado...

—Y me has seguido... —terminó, muy seria.

A mí me estaba costando bastante más que a ella mantener la calma.

—¡Vale, pues sí! —estallé—. ¡Quería volver a verte! ¿Tanto te cuesta entenderlo?

—Podías haberme llamado —sugirió, como si fuera lo más obvio del mundo.

—¿Para pedirte una cita? —¡Oh, no, otra vez no! ¿Por qué me resultaba tan difícil mantener la bocaza cerrada?

—Por ejemplo —dijo, subrayando la inequívoca frialdad de sus palabras y con una calma si cabe más desinteresada que antes. No se dejó provocar, sino que se limitó a examinarse las uñas con aire ausente.

Me entraron ganas de ponerme a gritar.

¿Por qué me había comportado así? Sabía perfectamente lo poco que le gustaba ser el centro de atención. Estaba acostumbrada. Se escondía tras un muro y no dejaba que nadie llegara hasta ella. La miré. «No lo soporto más», pensé.

—Yo... —«Te quiero», terminé mentalmente la frase. Me acerqué a ella, me incliné y la besé. Ella entreabrió de inmediato los labios y me permitió besarla. Fue una sensación espantosa y supuse que era así como se comportaba cuando sus clientas querían besarla. Me aparté y me incorporé.

—Esto lo podías haber conseguido igualmente —dijo, sin ningún entusiasmo—.

No hacía falta que me tendieras una emboscada en la calle.

El hervidor empezó a silbar. Me alejé un poco y fui a apagar el fuego, mientras pensaba que lo había hecho todo mal. Ahora, si quería volver a verla, no me quedaría más remedio que acudir a ella como clienta, pues no me permitiría nada más... y estaba por ver si me permitiría ser su clienta. Permanecí allí de pie, dándole la espalda, durante unos instantes. No me atrevía a mirarla. Me apoyé en la cocina.

—Por favor... —dije. Nada, no emitió ni un solo sonido. Me di la vuelta y comprobé que seguía sentada, exactamente igual que antes. De repente, todo lo que sentía por ella pudo más que yo—.

Me muero por tenerte —dije, con desesperación.

—Ya entiendo —respondió ella, sin demasiado interés—.

¿Dónde está la cama?

—No... Por favor, no me hagas eso — quise gritar, pero sólo me salió un susurro ronco.—

¿Hacerte qué? Pensaba que querías acostarte conmigo. —De nuevo, se había convertido en la profesional que actúa con frialdad, en la puta.

Sí, sí, por supuesto que quería, pero con ella, no con aquel cuerpo privado de alma. Me desmoroné.

—No puedo. —Me sentía completamente vacía.

—Pues entonces me voy. —Se puso en pie, cogió su mochila y se dirigió a la puerta.

La seguí. Ella legó a la puerta y giró el pomo.

—Te quiero —dije. Por segunda vez en un mismo día, se detuvo en seco—. Te quiero —repetí.

Muy lentamente, soltó el pomo de la puerta.— No —susurró, apenas audiblemente.

—Sí —insistí, en voz baja—. No puedo evitarlo.

Ya no me importaba nada. Me acerqué a ella, la cogí por detrás y la atraje con fuerza hacia mí.

—Te quiero, te quiero, te quiero. —Me alegraba de poder decirlo al fin, aunque aquella fuera la última vez que se lo decía.

—No puedes —dijo, en el mismo tono apenas audible de antes.

—Sí que puedo —insistí una vez más—. Ni siquiera tú puedes impedírmelo.

Se estremeció entre mis brazos. Pensé que iba a echarse a llorar, pero no me legó ningún sonido. Me acurruqué contra su cuerpo una vez más y luego la solté. Si quería irse, yo no tenía forma de impedírselo. Sin embargo, no se movió. Nos quedamos allí las dos, completamente inmóviles: en el silencio, sólo se oía el tictac del reloj de la cocina.

Me volví para mirarla.

—No puede ser —empezó a decir. En su rostro, se apreciaba la tensión que yo le había obligado a soportar—. Soy una... —a diferencia de lo habitual en ella, no pronunció la palabra en voz alta.

—Ya sé lo que eres, no es ninguna novedad. —Cogí aire con fuerza—. Pero no me importa. —Fuera o no verdad esto último, lo cierto es que no era el momento de comprobarlo—. Y desde luego, no me va a impedir quererte, te guste o no te guste. —

Bueno, pues ya lo había dicho. Ahora le tocaba a ella decidir si se marchaba o se quedaba.

Luchó consigo misma. Sabía que si quería terminar con aquella historia, lo mejor era marcharse en aquel preciso instante. Yo ni siquiera me atrevía a considerar la posibilidad de que ella estuviera enamorada de mí, o de que legase a estarlo alguna vez, pero sí estaba segura de que al menos le gustaba. Por algo se empieza, me dije.

—Yo no puedo permitirme esos sentimientos —me explicó. Se había tranquilizado un poco. Parecía un tanto desconcertada, pero distante al mismo tiempo —. No sabría qué hacer con ellos, así que por favor no me pidas eso.

—No te estoy pidiendo nada —le dije, con tanta serenidad como pude. Sabía que no pretendía ser cruel, que lo único que estaba haciendo era tratar de protegerse—. Pero... ¿tan espantoso es que alguien te quiera?

—Es peligroso —dijo. Durante apenas un instante, me abrió su corazón más de lo que yo esperaba—. Me da miedo.

¿El amor le daba miedo? ¿Por qué?

Gracias a mi experiencia, sabía que esa clase de interés resultaba un tanto asfixiante cuando procedía de ciertas mujeres y es posible que hasta yo hubiera pecado de eso en alguna ocasión. Sin embargo, también sabía que entre nosotras no había ocurrido nada que pudiera hacerle pensar en una situación así. Por tanto, había que buscar los motivos en su pasado.

Por supuesto, yo no podía cambiar nada de su pasado: lo único que podía hacer era tratarla con muchísimo amor y ternura, para demostrarle que las cosas se pueden hacer de otra manera.

Pero para poder demostrárselo, tenía que abrirse un poco más y dejarme llegar hasta su corazón.

—¿Te parezco peligrosa? —le pregunté con sinceridad. Puesto que ella era una maestra de la evasión, me pareció que el único camino posible era la sinceridad. Sin embargo, también temía su respuesta.

—Tú ganas —dijo. Y esa respuesta podía significar cualquier cosa.