Taxi a Paris

Casi final...

Durante un tiempo, me convertí de nuevo en una ermitaña y compensé mi frustración con el trabajo. Sin embargo, esta vez todo era distinto, pues sabía que se había terminado, que no había vuelta atrás. No estaba enfadada con ella, ni siquiera conmigo misma. No nos habíamos separado tras una discusión. Simplemente, me sentía vacía.

Me reía si alguien me contaba un chiste, reprendía a mis colegas cuando tomaban decisiones de gerencia poco adecuadas, decía palabrotas cuando un proyecto no salía como yo había planeado, pero en realidad nada me afectaba. Parecía como si mis emociones estuvieran encerradas en una cajita, como si entre el mundo exterior y yo hubiera un muro impenetrable, un muro que no se podía escalar. Tal vez no fuera tan malo. La mayor parte del tiempo, tenía la sensación de que tanto mi cuerpo como mi mente estaban envueltos en espuma de poliestireno.

Por las tardes, cuando volvía a casa, limpiaba mi apartamento sin pensar. Jamás había estado tan limpio. Cada cosa estaba en su sitio: no había libros mal colocados, no había ropa sucia, no había ningún CD fuera de su funda ni en el equipo de música.

No leía ni escuchaba música. Después de guardar la compra y el trapo del polvo, me quedaba sentada hasta que me entraba sueño.

Entonces me iba a la cama y dormía toda la noche sin soñar. No me cabía ninguna duda de que podía seguir así eternamente y ni siquiera sentía la necesidad de desear algo mejor. Mi vida era sencillamente monótona, pero... ¿acaso no había sido siempre así?

Pocos días después de mi regreso, me sorprendí de repente pensando en ella.

¿Habría vuelto de París? Existían muchas posibilidades, pero... ¿qué cambiaba eso?

Arrojé mis pensamientos a un pozo oscuro y cerré la puerta tras ellos.

Días más tarde estaba en mi despacho, peleándome con el informe de un proyecto, cuando sonó el teléfono. Descolgué y dije, en tono ausente:

—¿Sí?

—No aguanto más —dijo ella.

Me senté tiesa como un palo en la silla.

—No sigas —susurré, ya a la defensiva.

—Te echo tanto de menos... —Me hablaba con voz entrecortada—. No puedo dormir. Y tampoco puedo... ¡Necesito verte!

—Es imposible —dije—, eso sólo empeoraría la situación. —Me di cuenta de que había conseguido derribar el muro de un solo golpe.

—No puede ser peor de lo que ya es — dijo, en tono cansino.

—Sí, sí puede ser peor —grité, con una voluntad férrea, aunque me habría gustado más salir corriendo hacia su casa—. Por favor, no me lames más. Lo único que conseguimos así es atormentarnos aún más.

—Colgué sin esperar su respuesta.

Me costó bastante rato recuperarme de su llamada y la tarde transcurrió casi sin que me diera cuenta. Ya hacia la noche, había conseguido auto convencerme de que nada había cambiado. Estaba segura de que no volvería a llamarme, pues no era su estilo.

Tendría que vivir con su dolor, igual que hacía yo.

Fui a hacer la compra y luego regresé a casa. Cuando legué, me la encontré sentada en la escalera, frente a mi apartamento. Quise dar media vuelta y salir huyendo, con la compra en una mano y las llaves en la otra, pero...

¿hacia dónde? Subí el último tramo de escalones. Se puso en pie. Estaba dos escalones más arriba y me sacaba más de medio cuerpo.

La miré.

—Esto no tiene ningún sentido —le dije, débilmente.

—Por favor. —No hablaba, sino que suplicaba.

Pasé de largo y abrí la puerta. No se movió. Me volví y la miré.

—Pasa —dije—, pero bajo tu propia responsabilidad.

Me siguió y cerró la puerta después de entrar. Me dirigí a la cocina.

—¿Te apetece una taza de café? —Dije en dirección al recibidor, mientras ponía a calentar agua—. Ya que estás aquí...

Se acercó y se quedó en la entrada de la cocina. La puerta la enmarcaba como si se tratara de un retrato. No parecía muy dispuesta a contestarme, así que le señalé la mecedora.

—Por favor, siéntate. Me pone nerviosa que estés por aquí pululando. —Tenía los nervios a flor de piel y mi serenidad pendía de un hilo. De hecho, se aguantaba gracias a una tarea tan cotidiana como hacer café.

Hizo lo que le había pedido y yo traté de comportarme como si aquella fuera una visita normal y corriente. Me senté frente a ella, al otro lado de la mesa, aunque estaba prácticamente segura de que aquella distancia dejaría de ser suficiente al cabo de poco. Su atractivo me estaba hechizando.

—¿Qué se supone que significa esto? — le pregunté, con tanta serenidad como pude. Inclinó la cabeza.

—No lo sé —dijo, con voz apenas audible. Levantó la vista y durante un segundo me pareció ver lágrimas en sus ojos, que estaban muy enrojecidos y borrosos—. Lo único que sé es que te necesito. —Que me necesitaba, no que me amaba. Ni siquiera ahora era capaz de decirlo en voz alta.

Apoyé la barbilla en las manos.

—Sabes que no funcionará. Que nos haremos mucho daño la una a la otra.

—¿Y qué estamos haciendo ahora? —

Tenía mucha razón, pero su voz seguía sonando muy débil.

Lo cierto es que ambas habíamos legado a la misma conclusión tras analizar la situación y no tuve más remedio que darle la razón.

—Sí, tienes razón. Pero ya se nos pasará, sólo es cuestión de tiempo.

—¿Cuánto, en tu opinión?

Me pregunté si trataba de convencerme a mí o a sí misma.

¿Cuánto tiempo debía transcurrir hasta que estuviéramos tan vacías que ya no sintiéramos deseo o, tal vez, hasta que no sintiéramos absolutamente nada?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —Me invadió una desesperación insondable.

—Te he echado tanto de menos...

La ternura de su voz me dejó completamente indefensa y oculté la cara entre las manos.

—Por favor —le supliqué—, no me hagas esto. —Se puso en pie y se acercó—.

No —dije.

Se detuvo detrás de mí silla y se inclinó hacia delante. Apoyó las manos en mis hombros y pude notar la presión de sus pechos en mi espalda. Suspiró.

—Tenía tantas ganas de tocarte —me susurró junto al oído.

Traté de apartar mi deseo.

—No debemos hacerlo, porque entonces todo volverá a empezar desde el principio.

—Desde el principio, no —me corrigió —. Desde ahora.

—¿Y cuál es la diferencia? —pregunté con resignación. No dijo nada. Deslizó las manos hacia mi vientre y me desabrochó el botón de los pantalones. Me incliné hacia atrás.

—No sigas —le rogué—, sé razonable.

—Lo soy —susurró—. ¿Qué tiene de irracional lo que estoy haciendo? —me besó en el cuello y se me escapó un gemido.

—Todo. Todo esto es irracional.

Volvió a besarme y recorrió con la lengua el hueco entre mi cuello y mi clavícula, lo cual casi consiguió derretirme. Quería hacerlo, la deseaba tanto...

—¡No quiero! —Me puse en pie de un salto—. ¡No quiero pasar otra vez por lo mismo!

Al ponerme en pie de un salto, la empujé hacia atrás y a punto estuvo de perder el equilibrio. Le di la espalda, pero se acercó de nuevo a mí y me abrazó por detrás. Tensé todo el cuerpo, con la pretensión de resistirme, pero era inútil. Me acariciaba con la voz, cosa que sabía hacer increíblemente bien.

—No pienses tanto —me hablaba como le hablaría a un animal enfermo— y déjate llevar. De repente, empezó a acariciarme también con las manos y me bajó la cremallera de los pantalones, sin que yo se lo impidiera.

—¿Qué estás haciendo ahí abajo? — susurré, con las últimas fuerzas que me quedaban.

Se rió en voz baja.

—¿Tú qué crees? —me preguntó, mientras me acariciaba el vientre bajo la ropa.

—Por favor. —Me estaba derritiendo por dentro pero aun así, supliqué—. Piénsalo bien.

Me apoyé en ella y ya no pude decir nada. Me bajó los pantalones por debajo de las caderas con ambas manos. Una vez eliminado el obstáculo, colocó las manos en mis piernas y empezó a seguir el camino hacia el centro. La empujé con las caderas, mientras sus manos se perdían entre mis piernas. Me temblaban las rodillas. Levanté los brazos y los enrosqué alrededor de su cuello, con el cuerpo tenso como un arco. Estaba segura de que no aguantaría mucho rato en aquella postura.

—No puedo —jadeé, haciendo un gran esfuerzo—. De pie no puedo.

Hizo caso omiso de mis protestas.

—Yo te aguanto.

Sus palabras tranquilizadoras me arrullaron y me sumergieron en una agradable sensación de seguridad. Dejó una mano donde estaba, mientras con la otra subía por mi muslo y me acariciaba entre las piernas desde atrás. En ese momento empezó a frotarme, desde los dos lados.

—¡Madre mía! —gemí, pero no dejó que mi exclamación la distrajera.

¿Por qué teníamos que hacerlo de pie?

Había otras muchas opciones, y mucho más cómodas. Sus caricias me habrían enloquecido igualmente en cualquier otro sitio. Se me escapó otro gemido. Siguió acariciándome por delante, al mismo tiempo que me introducía los dedos desde atrás, lo cual no me pareció muy agradable.

—Para —le ordené—, no me gusta.

—Te gustará —afirmó con mucha seguridad.

Entró aún más dentro de mí, lo cual me sorprendió, pues ni siquiera ella podía tener unos dedos tan largos. Tuve la sensación de que me estaba ensanchando por dentro.

—Me vas a hacer daño —dije, muy nerviosa—. Soy muy estrecha.

Prosiguió con lo que estaba haciendo.

—No es verdad —susurró muy excitada —. Espera un poco.

Creía que iba a desgarrarme por dentro y estaba segura de que aquello acabaría mal.

Noté algo que me tocaba por dentro, en un sitio donde nunca antes había sentido nada.

Era como si estuviera tocando el interior de mi vientre. Grité cuando legó la explosión de placer. La tensión entre mis piernas aumentó la sensación hasta el punto de que resultaba casi insoportable: aquello no era un orgasmo, era una erupción volcánica. Sacó los dedos muy despacio. Yo me caí hacia atrás, pero me sujetó, como en aquel juego de confianza al que jugaba cuando era niña. Me di la vuelta hacia ella y le cogí las manos.

—¡Increíble! —jadeé, agotada.

—¿Y? ¿Te ha dolido?

—Al principio era un poco... desagradable —admití con sinceridad—, pero después... bueno, ha sido absolutamente increíble.

—No tendría que haberlo hecho —dijo de repente. ¿Por qué no? Ahora ya habíamos terminado y, además, tenía mi consentimiento —. Jamás se lo había hecho a una mujer que no hubiera tenido relaciones con hombres.

Ah, era verdad, yo se lo había contado.

Empecé a desconfiar.

—Sólo me has metido los dedos, ¿no?

—No, te he metido la mano. —Parecía un tanto cohibida.

—¡Oh, no! —Sorprendida, abrí unos ojos como platos—. ¡Si lo hubiera sabido!

—Te habrías puesto muy tensa. —

Apartó muy despacio las manos y me abrazó

—. Sólo era parte de la mano, no la mano entera —aclaró, para tranquilizarme. Poco a poco, me soltó.

Me sentía tan satisfecha y agotada que sólo se me ocurría un sitio donde me apeteciese estar con ella. Apoyé las manos en su cintura y la cabeza en su hombro.

—Vamos a la cama.

—No. —De repente, se había puesto a la defensiva—. Eso tampoco cambiaría nada. —

Intentó escapar de entre mis brazos.

—¿Qué es lo que tiene que cambiar?

—El hecho de que te he utilizado. —Fue como si lo admitiera en contra de su propia voluntad.

—¿Utilizarme? ¿Para qué? —No entendía nada de lo que estaba diciendo.

—Para lo que acabo de hacerte.

Bueno, yo no me sentía como si me hubieran utilizado, sino que más bien me sentía satisfecha.

—Ya te lo he dicho, ha sido increíble. Si es para eso —bromeé, para quitarle hierro al asunto—, puedes utilizarme todas las veces que quieras.

—¡A mí no me parece divertido! —

Estaba enfadada.

—Bueno, pues entonces dime por qué te parece triste. Yo no tenía forma de saberlo, no podía recurrir a ninguna fuente directa.

Se irguió y desvió la mirada hacia la derecha, hacia la ventana desde la cual se veían los tejados más próximos. Su barbilla y su cuello formaron un ángulo recto casi perfecto. Me fijé en que se estaba mordisqueando la parte interior de las mejillas.

—Volví hace una semana —así que tampoco se había quedado mucho en París— y me puse a trabajar de inmediato. —No era necesario que me lo dijera, pues yo ya lo había dado por hecho—.

Durante los primeros días, todo fue muy bien. No estaba demasiado ocupada, así que hacía todo lo que mis clientas me pedían pero, obviamente, no era suficiente. —Se echó a reír, con cierta timidez—. ¡Profesional hasta la tumba!

Tampoco había dudado jamás de sus aptitudes en ese terreno.

Después de los días que habíamos pasado en París, durante los cuales se había convertido en una persona completamente distinta, me resultó doblemente doloroso pensar en la vida que llevaba aquí y en lo perjudicial que era para su dignidad.

—Hasta ayer —prosiguió—, pensaba que podía continuar así.

«Igual que yo», pensé. De repente, sin embargo, me asusté.

—¿Qué pasó ayer? —Le miré los brazos, pero no parecía que la hubieran golpeado otra vez. El miedo que detectó en mi voz la puso un poco nerviosa.

—No es lo que estás pensando —me tranquilizó—. Ayer vinieron dos mujeres, son pareja. Hace mucho que las conozco.

Vienen de vez en cuando, no demasiado a menudo, y la verdad es que son muy agradables y siempre me han tratado muy bien.

Bueno, por lo menos tenía una pareja de clientas que la trataban bien. Imaginé qué habría sucedido si Karin y yo hubiéramos acudido a ella como pareja, y la verdad es que me resultó muy raro. A mí jamás se me habría ocurrido algo así, pero estaba segura de que había muchísimas otras cosas que tampoco había probado.

Casi me sonrojé. Me acordé en ese momento de lo que acababa de hacerme, pero ese no era el tema que nos ocupaba.

—Y precisamente porque me trataron tan bien —prosiguió— fue espantoso—. Hablaba como si estuviera relatando un sueño—.

Con las otras, me resultaba fácil evadirme: estaba allí, pero era como si no estuviera. Sin embargo, con esas dos... —Le temblaron un poco los hombros—. Las vi, vi lo mucho que se querían y sentí ganas de huir.

Me pidieron que me uniera a ellas, como siempre. —Se estremeció de nuevo—. Me acariciaron con ternura, querían que lo hiciera con ellas. Otras veces me había gustado, aunque fueran clientas, pero esta vez... no pude. Tampoco pude satisfacerlas, aunque lo deseaba. —Guardó silencio durante unos instantes. Pensé que había terminado, pero entonces prosiguió—: Les pedí que se marcharan. Me disculpé y no quise aceptar el dinero, aunque estaban dispuestas a pagar.

Pensé que era porque se trataba de una pareja y me había afectado ver la ternura que había entre ellas... —¡no me costó mucho imaginarlo!—. Pero no era así. —Todavía no había terminado de hablar—. Con la siguiente clienta, no pude concentrarme, me sentí incapaz de tocarla... y ella se quejó de la calidad del servicio.

«Bonita forma de expresarlo», pensé.

Se echó a reír, animada por el recuerdo de lo sucedido.

—La eché. De todas formas, nunca me había gustado. Sin embargo, nunca había hecho algo así. —«Vamos progresando», me dije—. Unas cuantas horas más tarde tenía otra cita. Era una mujer con la que jamás había tenido problemas, que siempre había sido muy correcta conmigo, así que pensé que no me costaría hacerlo —guardó silencio y luego estalló—. ¡Pero no pude! No pude hacerlo. —Estaba más sorprendida que consternada. Era una mancha en su conciencia y en su ética profesional—. Intenté halagarla y le supliqué que me perdonara. La mujer fue muy comprensiva.

—«¿Es que tenía otra opción?», me pregunté—. Y entonces...

—¿Qué? ¿Otra más? ¿No lo había intentado ya lo suficiente?—.

Y entonces pensé en ti. No podía hacer nada más. —Se echó a reír, aunque con tristeza—. La cafetera exprés estuvo en marcha toda la noche. —En ese momento, me pareció absolutamente encantadora—. Bebí litros y litros de café. El resto ya lo sabes —

concluyó, en voz baja—. Te llamé.

Me avergoncé al recordar mi reacción.

—Yo...

—No podías hacer nada más. Ya lo sabía, pero necesitaba verte, de verdad. Por eso he venido. —Irguió la espalda y su rostro se endureció—. Y te he utilizado para saber si aún podía llevar a una mujer hasta el orgasmo.

Desde luego, aquello era lo último que estaba dispuesta a creerme.

—Ajá. —Me comporté como si estuviera reflexionando sobre la posibilidad de que aquello fuera exactamente lo que había sucedido—. Y sólo has venido aquí a follarme. —No era mi estilo, pero tal vez decirlo de forma tan grosera la haría reflexionar.

—Sí —contestó, sin pestañear ni moverse—. Sólo a eso.

—¿No has pensado en nada más? —La recordé sentada frente a mi puerta, hecha un ovillo, y la recordé cuando hablaba de deseo.

Eso sí era creíble; lo que me estaba diciendo ahora, no.

—No. —No estaba dispuesta a admitirlo.

—Cuéntaselo a tu abuela —repliqué con tranquilidad.

—Pero no tengo... —Se interrumpió de golpe—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Exactamente lo que he dicho. Por lo que a mí respecta, puedes contárselo a la mía, que yo sí que tengo abuela, pero ni siquiera ella te creería. —Más claro ya no se lo podía decir. Estaba harta de tanto rodeo.

Se volvió para mirarme.

—¿Por qué no me crees? —Estaba enfadada.

Suspiré.

—No soporto tener que repetirme tanto, pero si insistes. —Enumeré los motivos—: Uno: te quiero. ¡Quieta ahí! —La agarré por la manga cuando trataba de huir—. Dos: tú también me quieres, aunque te niegues a admitirlo. —Negó con la cabeza y apretó los labios, pero no le hice caso—. Tres: ese es el motivo por el cual ya no puedes acostarte con otras mujeres. Cuatro: quieres acostarte conmigo precisamente por eso. Es muy normal. Quod erat demonstrandum. —Por fin me servía para algo la estúpida clase de latín del instituto. Me aproveché de su momento de confusión—. Así que vamos a la cama —le dije. Le cogí la mano y la guié hasta mi habitación.

Se detuvo frente a la cama y, cuando la solté, contempló la cama como si fuera la primera que veía en su vida.

—Es mi cama —señalé—. ¿Te acuerdas?

No dijo nada y le acaricié suavemente el brazo.—

Vamos, desnúdate. Te voy a dar un masaje y te sentirás mucho mejor. —Di media vuelta—. Voy a buscar la bolsa de agua caliente y el aceite.

Aunque aún parecía bastante escéptica, empezó a desabrocharse la camisa. Se le podría haber ordenado cuando estaba profundamente dormida que se desnudara y lo habría hecho, como casi todo lo que le pedían sus clientas. «¿Qué futuro tiene esta historia?», me pregunté.

De momento, el futuro es un masaje. Me dirigí al baño y recogí los artículos necesarios, llené la bolsa con agua caliente y regresé a la habitación. Seguía sobre la cama, exactamente en la misma posición en que la había dejado antes: la única diferencia es que ahora estaba desnuda.

¿Había sido una buena idea lo del masaje? ¿No sería que en lugar de eso buscaba otra cosa? Disfruté durante unos momentos de la imagen de su hermoso cuerpo desnudo. Me acerqué, la besé entre los omóplatos. No la besé en ninguna otra parte.

Ella dio un gritito de sorpresa; después se estremeció de los pies a la cabeza y se le puso la carne de gallina. Alzó un poco la cabeza pero, por lo demás, permaneció inmóvil.

—Más —susurró.

Menos mal que tenía las manos ocupadas, porque de lo contrario no habría sido capaz de controlarme. Me tragué el deseo que sentía.

—Enseguida, pero primero el masaje — le dije. Siguió sin moverse—. Por favor, túmbate. —Jamás había pensado que un día tendría que ordenarle que lo hiciera—. Boca abajo. —«A ver si así se enfría un poco», me dije.

Sin embargo, ya no parecía que esa postura le diera miedo, al menos no mientras estaba conmigo. Se tumbó en la cama con una tranquilidad absoluta y se relajó, a la expectativa de lo que pudiera ocurrir. Metí la bolsa de agua caliente bajo la manta, aunque lo cierto es que ella no necesitaba ya más calor.

Me eché un poco de aceite entre las manos.—

Hmm... qué bien huele —murmuró, muy relajada.

—Canela y clavo.

—Y un toque de almizcle —afirmó, como si fuera una experta en la materia.

Sonreí.

—Creo que probablemente ese es tu perfume.

—Podría ser —contestó—, pero es que la mezcla que resulta es tan agradable. Ya casi nunca lo huello.

Aquello la hacía oler aún mejor. Me legó su fragancia y pensé que la combinación era realmente maravillosa. Empecé el masaje: primero le di unas friegas suaves, durante varios minutos, en los talones; después le apreté con los dedos, sin hacerle daño, en las plantas de los pies. Muy despacio, desplacé las manos hacia la parte posterior de sus rodillas y se las froté con delicadeza. Desde allí, procedí a acariciarle de arriba abajo las pantorrillas, hasta los tobillos. Hice una pausa para subir a la cama y colocarme junto a ella.

—Esto no tiene nada que ver con la otra vez —dijo.

Había advertido la diferencia y parecía un tanto desconcertada.

—Sí —afirmé. Sabía lo que estaba sintiendo en esos momentos, y también sabía que aún iba a sentir muchas más cosas.

Reseguí su columna vertebral, desde el cuello hasta el inicio de las piernas y luego de nuevo hasta la base de la espalda. Una vez allí, apoyé la palma de la mano sobre su piel y apreté un poco.

—¿Qué estás haciendo ahí arriba? —

Movía las caderas de un lado a otro, visiblemente inquieta. Noté en la mano la sangre que corría por sus venas y supuse que, en esos momentos, ella notaba exactamente lo mismo en las ingles. Su reacción sirvió para confirmármelo—. ¿Puedo darme la vuelta? — me preguntó con impaciencia.

—Sí —accedí.

Se tumbó boca arriba y me habló con voz ronca.

—Me arden los pechos. —Me lanzó una mirada de excitación—. Quiero que me los toques.

Nada me habría gustado más, pero no le toqué los pechos.

—Luego —le prometí.

Protestó con un mohín, decepcionada, mientras yo proseguía con las friegas: apoyé las palmas de las manos en sus caderas y presioné hacia abajo, contra las sábanas. Ella sacudió la cabeza. Le masajeé las piernas de arriba abajo, hasta los tobillos.

—Quiero besarte... —gimió—. Por favor.

—Aún no. —Necesité una voluntad férrea para negarle aquella petición.

Le cogí el dedo corazón, me lo metí en la boca y se lo chupé.

Acaricié con la lengua el nacimiento de la uña, mientras ella enterraba la otra mano en mi pello. Me libré de sus manos y empecé a acariciarle las piernas una vez más: desde los tobillos hasta los muslos —pero no más allá —, por la cara interna de las piernas.

Repetí esta operación unas doce veces y después le di un masaje en la parte superior de ambos muslos, también por la cara interna.

Cada vez que la tocaba, gemía de placer, y tardó muy poco en empezar a jadear excitadísima.

No quería hacerla esperar más. Le acaricié la perla muy despacio, muy suavemente, con los dedos. Se corrió en cuestión de segundos, con una intensidad que reflejaba lo excitada que estaba.

Cuando se relajó, me desnudé y me tumbé a su lado.

Volvió la cabeza para mirarme y me sonrió.—

Eso no ha sido un masaje.

—Sí que era un masaje —protesté—. Un masaje erótico.

—Ya me lo había parecido. Yo también había tocado esos puntos en alguna ocasión, pero no tenía ni idea de que fuera tan intenso.

O sea, que había hecho algo parecido por sus clientas, pero sin saber nada de nada o, por lo menos, sólo la teoría. Apartó un poco la cabeza.—

Tengo una sensación maravillosa y muy agradable en el vientre, como si la tensión hubiese desaparecido. —Debería ser así.

De momento, me sentía completamente satisfecha. Me acurruqué junto a ella y eché la manta —muy calentita gracias a la bolsa de agua— por encima de nosotras.

Me pasó un brazo bajo la cabeza y me estrechó con fuerza.

—Cuando me estabas acariciando la pierna por milésima vez y te has parado junto antes de llegar a la mejor parte, me han entrado ganas de matarte. —Se echó a reír.

—No han sido mil veces. Doce como mucho —corregí.

—Eso es demasiado para mí. Con mis clientas, lo hago tres veces como máximo. Y ya es mucho. —Me hablaba en un tono tranquilo y relajado.

La miré. En ese momento, podíamos hablar de cualquier cosa, lo cual era fantástico, pero yo quería hacer otras cosas aparte de hablar. Me incliné sobre ella y la besé; me devolvió el beso de una forma distinta a otras veces: había erotismo, sí, pero también confianza, como si hiciera años que nos conociéramos y no necesitáramos ningún otro medio de comunicación.

En ese momento sonó el teléfono. Estaba tan cómoda tumbada a su lado que no me apetecía responder, así que lo dejé sonar. Ella interrumpió el beso.

—¿No piensas contestar? —me preguntó.

—¿Por qué? —le contesté, muy alegre

—. No puedes ser tú, porque ya estás aquí.

Sonrió.

—Bueno, a lo mejor hay otras personas en el mundo con las que te apetece hablar de vez en cuando.

—En este momento, no. —Seguí haciendo caso omiso del teléfono y busqué sus labios, pero me esquivó—. Lo siento —dijo —, pero es que me pone nerviosa.

Empezó a levantarse. Su teléfono sólo sonaba por un motivo y fue entonces cuando entendí por qué estaba nerviosa. De repente, me di cuenta de que prácticamente tenía el auricular en la mano.

—¡No! —grité, y ella me miró dolida—. Podría ser mi madre —aclaré— y siempre se enfada mucho cuando una mujer desconocida responde al teléfono. —Asintió con la cabeza, descolgó y me pasó el auricular.

—¡Ah, Karin! —Desde luego, me alivió mucho descubrir quién estaba al otro lado de la línea, pues no me sentía capaz de soportar en ese preciso instante una conversación telefónica de una hora con mi madre.

—Me he enterado de que ya hace tiempo que has vuelto y ni siquiera me has llamado. —Como mejor amiga que era, tenía todo el derecho del mundo a quejarse por mi silencio.

Su tono de reproche era auténtico, pero yo sabía que no estaba muy enfadada conmigo.

—Sólo hace ocho días que he vuelto. —

Sabía que aquello no era una excusa y menos ante Karin.

—Diez —me susurró ella desde atrás.

Me giré a toda prisa y le indiqué con un gesto brusco que guardara silencio.

—Eso no es una excusa —me reprendió Karin, tal y como yo esperaba—. Después de todo, en ocho días pueden pasar muchas cosas.—

Eso es verdad —admití. Solté un grito cuando me dio un beso en el culo y me volví indignada.

—¿Qué pasa? —me preguntó Karin, un tanto preocupada. Al fin y al cabo, nuestra última conversación telefónica había sido sobre cuestiones muy graves.

—Nada —afirmé rápidamente—. Me acabo de pellizcar el dedo con el teléfono.

—¿Con el teléfono? —Karin se estaba empezando a enfadar.

En ese momento, no pude decir nada, pues me estaba besando la nuca al mismo tiempo que me acariciaba el estómago. ¡Lo estaba haciendo sólo para fastidiarme!

—Sí —quise proseguir, casi sin aire—. Tengo uno nuevo, con un montón de timbres y sonidos.

No me dejaba en paz. Había empezado a acariciarme las piernas y tuve que jadear para recuperar el aliento.

Karin se echó a reír.

—Ahora lo entiendo. No estás sola.

—No —confirmé. No podía decir nada más, pues me estaba mordisqueando los pechos con los labios.

—¿Ella está ahí? —preguntó Karin, muy interesada. Al parecer, quería proseguir con la conversación.

—Sí —jadeé, a modo de respuesta. Uno de mis pezones estaba ya en su boca y lo acariciaba con la lengua.

Karin se echó a reír de nuevo.

—No me parece que os estéis peleando.

—En absoluto —le dije a Karin—. Pero no tardaremos mucho —dije entre dientes, mirándola a ella. Arqueó las cejas en un gesto inocente, soltó mi pecho unos segundos y esperó.—

Te he llamado porque... —prosiguió

Karin, sin hacerme caso.

En ese mismo momento, ella se llevó mi otro pezón a la boca y empezó a chuparlo. Se me escapó un gemido—. Veo que estás muy bien, ¿no? —preguntó Karin. Sabía exactamente cómo estaba yo y la situación le parecía diabólicamente divertida.

—Sois tal para cual —farfullé, con los dientes apretados.

Karin soltó otra carcajada.

—Quería preguntarte si nos vemos en el pub esta noche —era evidente que estaba tratando de contener la risa—. Puedes venir con ella... cuando os hayáis vestido, claro.

—¡Karin!

—Bueno, en otros tiempos siempre te desnudabas antes de hacerlo —replicó, en un tono de lo más inocente—.

¿Ahora ya no?

—¡Basta! —dije, dirigiéndome a las dos a la vez. Ella, sin embargo, colocó una mano entre mis piernas. No aguantaba más—. Nos vemos en el pub. —No me quedaba más remedio que aceptar, pues estaba a punto de perder el control.

—A las ocho —puntualizó Karin. Se echó a reír—. Y pásatela bien hasta entonces.

—Acto seguido, colgó.

Dejé caer el auricular y me derrumbé sobre la cama. Ella retiró la mano y se echó a reír. Se reía con ganas, muy contenta, como una niña al descubrir que ese día la escuela está cerrada porque ha nevado mucho.

—¡Eres muy mala! —dije, rabiosa.

—Eso es verdad. —Seguía riéndose, aunque hacía visibles esfuerzos por contener la risa—. ¡Pero ha sido tan divertido!

—¡Para ti! —me enfadé—. O mejor dicho, ¡para vosotras!

—¿Se ha dado cuenta? —me preguntó, sonriendo para sus adentros.

—¡Pues claro! —estallé—. Me conoce muy bien.

—Ah, ya —comentó muy tranquila—.

Estoy segura de que es capaz de reconocer todos tus ruiditos.

Levantó las manos y se tapó la cara para protegerse de la almohada que acababa de lanzarle. Me volví y le di la espalda, pero noté cómo se acercaba muy despacio por detrás y me rodeaba con sus brazos.

—No te enfades conmigo —me susurró al oído—. Cuando hablas por teléfono estás tan sexy...

—Te encanta, ¿verdad? Te encanta ponerme nerviosa cuando estoy hablando por teléfono —la reñí como si fuera una mascota traviesa.

—Lo he descubierto contigo. ¡Y la verdad es que lo haces muy bien! —se burló.

—¿Y yo qué gano? —Traté de hablarle en un tono muy serio, pero la verdad es que ya la había perdonado.

Se apoyó contra mí.

—Espero que mucho. —Si existe una voz sensual en el mundo, no había duda de que era la suya.

Empezó a acariciarme el cuerpo con las manos. Más tarde, no me quedó más remedio que admitir que tenía razón: al parecer, yo también ganaba mucho.

La noche se acercaba y ella aún no sabía nada de la invitación de Karin, pero yo ya había aceptado. Era comprensible dadas las circunstancias, pero lo cierto es que ya no estábamos en París y no estaba muy segura de poder convencerla para que me acompañara.

Estábamos tumbadas en la cama, sin hacer nada más que descansar y recuperarnos.

Me giré y le acaricié la mejilla. Volvió su hermoso rostro hacia mí y apenas pude mirarla, pues cada vez que lo hacía me dejaba sin aliento. Sonrió, mientras yo le acariciaba el pelo.

—Eres tan hermosa —comenté, por enésima vez desde que nos conocíamos.

—Eso tampoco ayuda mucho —replicó. No hablaba en un tono triste, sólo realista—. Además, es un defecto que se corrige con la edad. —Se rió.

Me invadió una gran ternura.

—Cuando tengas ochenta años, seguirás siendo hermosa.

Arqueó las cejas.

—Bueno, si vivo hasta esa edad, podremos comprobar si tu predicción era acertada —bromeó.

Seguí jugueteando con su melena.

—¿Tienes planes para esta noche? —le pregunté, sin mala intención.

Me observó perpleja.

—¿Por qué has pensado eso?

—Podría ser —dije, encogiéndome de hombros.

—¿Te refieres a citas? —Parecía un poco enfadada. En su rostro apareció una expresión impenetrable. «¿Es que siempre tengo que meter la pata?», me dije.

—No —me apresuré a rectificar—. Ni siquiera había pensado en eso. Me refiero a otra cosa. —Ella había adoptado una expresión muy reservada. Suspiré—. Karin me ha preguntado antes si queríamos quedar con ella esta noche, en el pub. —La diplomacia no era lo mío. Al parecer estaba condenada a decir siempre las cosas de manera directa.

—¿Queríamos? —Había captado al instante el elemento clave.

—Sí —respondí, como si fuera lo más obvio del mundo—. Y le he dicho que sí. —

Empezó a negar con la cabeza, así que me apresuré a seguir hablando—. Tú también tienes parte de culpa, porque no me has dejado pensar en ese momento.

Sonrió al recordarlo. «Algo es algo», me dije.

—Ya, pero... —Se mostraba muy prudente y en su rostro había aparecido de nuevo una expresión grave.

Estaba claro que sus reflexiones eran las mismas que la última vez que la había invitado a cenar y, como yo misma había tenido ocasión de comprobar, sus motivos no eran infundados.

—En ese pub no te encontrarás a nadie —dije, para tranquilizarla.

—¿Por qué estás tan segura? —replicó, aún a la defensiva.

Me eché a reír.

—La gente que va allí no tiene dinero ni para pagarse una pizza.

«Mierda —me dije—, ¿en qué estás pensando? En nada, ese es el problema».

Reaccionó de la forma que yo esperaba.

—¿Quieres decir que esas mujeres no tienen dinero para pagarme a mí?

Si las cosas seguían por ese camino, jamás la convencería para que me acompañara.

—Perdóname, por favor —le supliqué—.

Lo he dicho sin pensar. No me refería a eso.

No parecía muy dispuesta a dejarse tranquilizar.

—Supongo que tienes razón —comentó en un tono áspero.

Me acerqué más a ella y le rocé la mejilla. No me lo impidió, pero tampoco pareció muy emocionada.

—Por favor... No quiero que discutamos por eso ahora. Ya sé que he cometido un error, pero no quiero estropear la noche.

Se negó a ceder y su expresión no cambió ni un ápice. Me incliné y la besé suavemente en los labios, que me parecieron fríos e inaccesibles.

—¿Me perdonas una vez más? —

Susurré junto a su boca—. Te prometo que a partir de ahora me portaré mejor.

Curvó un poco las comisuras de los labios.—

Pero sólo esta vez.

¡Por fin, menos mal!

La abracé y rodamos juntas sobre la cama. Ahora era ella la que estaba encima de mí. Le acaricié las nalgas, mientras pensaba en lo mucho que me gustaría que toda ella estuviera dentro de mí.

—¿Me acompañarás? —le pregunté con naturalidad.

—No.

Le apreté un poco más el trasero y la atraje hacia mí.

—¿En serio? —pregunté otra vez.

—No —insistió.

Coloqué una pierna entre las suyas y la levanté un poco, al mismo tiempo que la sujetaba con fuerza y empezaba a moverme muy despacio bajo su cuerpo.

—Te arrepentirás —la advertí.

—Ya me estoy arrepintiendo —dijo.

Le introduje una mano entre las piernas desde atrás, a lo cual respondió con un gemido. Daba la sensación de que, muy a su pesar, le gustaba.

—Por favor, di que sí —le supliqué—. Karin se llevará una decepción si no vienes.

—Sólo quieres lucirme —replicó, aunque con cierto esfuerzo.

Había empezado a seguir con las caderas el ritmo de mis movimientos.

—Sí, en eso tienes parte de razón — admití—. Quiero lucirte.

No conozco a ninguna mujer que se pueda comparar contigo.

—¿En qué terreno? —me preguntó, un tanto recelosa. Su voz sonaba un poco forzada.

—En todos. —Me quedé quieta—. No quiero obligarte a hacer nada —le expliqué con dulzura—. Quiero que lo hagas por voluntad propia.

Ella también se quedó quieta, aunque su respiración aún era un poco fatigosa.

—Por voluntad propia —repitió, como si tuviera que reflexionar sobre el significado de esas palabras. Esperé—. Por mi propia voluntad —dijo, alterando un poco la forma de la expresión. Le acaricié la espalda y, poco a poco, se fue relajando sobre mi cuerpo—.

Sería bonito —filosofó, completamente absorta en sus pensamientos— hacer algo por mi propia voluntad.

Casi me hizo llorar cuando pronunció sus reflexiones en voz alta.

—Me parece que te acompañaré — decidió finalmente—, por mi propia voluntad —añadió, poniendo un énfasis especial en esas últimas palabras.

La obligué a inclinar la cabeza y la besé.

—Me alegro mucho.