Taxi a Paris

...

El amor que sentía por ella me impedía conciliar el sueño, así que permanecí despierta mientras la observaba dormir a mi lado.

Cuanto más se acercaba la despedida, peor me sentía. Perdida en mis pensamientos, contemplé el reflejo de la luna en su rostro y pensé que la luna seguiría acariciándola mucho después de que me hubiera olvidado a mí. Le rocé suavemente el pelo y ella parpadeó.

—No quería despertarte —dije, en voz baja.

«A lo mejor no está despierta del todo y vuelve a quedarse dormida», pensé.

—Mmm... —murmuró, como si quisiera confirmar mi percepción.

En aquella luz, sus ojos parecían lagos minúsculos y profundos en los que se reflejaban los rayos de la luna. «¿Por qué el amor es tan doloroso?». Me tumbé de espaldas y quise levantar un muro que impidiera el paso de esos sentimientos.

—¿Qué pasa? —No estaba del todo despierta y me hablaba con voz soñolienta.

Hice todo lo posible para no mostrarle lo que sentía en esos momentos.

—Nada. Siento haberte despertado.

Duérmete otra vez.

—Me estabas acariciando —afirmó, con voz más clara.

—Sí —admití, un tanto arrepentida.

Habría jurado que dormía profundamente—.

Lo siento —repetí.

—¿Sientes haberme acariciado?

—No, siento haberte despertado.

¿Por qué no se queda dormida otra vez?, pensé.—Te pasa algo. —Era sorprendente la rapidez con que empezaba a prestar atención y razonar de forma coherente nada más despertarse. Y, al parecer, no sólo era capaz de hacerlo a primera hora de la mañana, sino también en mitad de la noche. No conseguía entender cómo lo hacía.

—Mañana me voy.

Se tumbó de espaldas y colocó las manos detrás de la cabeza.

—Bueno, tenía que pasar un día u otro —dijo, muy despacio.

—Sí, claro.

Su reacción, de una serenidad inesperada, me dejó helada, pues me había preparado para algo completamente diferente.

Sin embargo, si ella era capaz de mantener la calma, yo también. A lo mejor para ella no era tan importante como para mí. Tras aquellos días de amor y ternura —aunque ella no quisiera llamarlo así—, me esperaba otra cosa, pero lo cierto es que ella seguía siendo un misterio para mí en muchos aspectos. Sus sentimientos eran un secreto que guardaba celosamente y que no estaba dispuesta a compartir. Ese era el motivo por el cual me resultaba tan difícil saber cómo se sentía. Lo único que esperaba era que sintiera lo mismo que sentiría yo en esa situación o, por lo menos, algo muy parecido. Sin embargo, necesitaba saber algo.

—¿Quieres...? ¿Te vas a quedar aquí?

—Sí —contestó de inmediato—. Lo más probable es que me quede aún unos cuantos días.

La miré. La luz de la luna iluminaba su cara y hacía destacar el marcado perfil de sus rasgos: su frente, su nariz, su boca... esos labios hermosos y curvos que tan bien sabían cómo besar. La imagen de su rostro me cautivó de una forma mágica.

De repente, sentí miedo y me quedé paralizada. ¿Cómo sería la situación a partir de ahora? Era obvio que no podía volver a su trabajo: el peligro de que volviera a suceder lo mismo, como ya había sucedido antes, era demasiado grande. Sin embargo, estaba segura de que ella ni siquiera tendría en cuenta ese peligro, pues se le daba muy bien negar y minimizar las cosas, especialmente cuando tenían algo que ver con su persona. Eso me dolió y noté la tensión en todo el cuerpo: yo estaría allí, pero no podría protegerla. Y la próxima vez podía ser incluso peor que la última.—

¡No! —Estaba tan angustiada que se me escapó.

—¿No, qué? —dijo, volviendo la cabeza.

Ya no lo soportaba más.

—Tengo miedo. Estoy preocupada por ti —le expliqué, haciendo un gran esfuerzo.

—¿Preocupada? ¿Por qué?

Sabía que lo que iba a decir la haría montar en cólera, pero ahora que lo había dicho tenía que aprovechar la oportunidad y seguir adelante.

—¿Vas a volver a trabajar?

Volvió la cabeza hacia el otro lado y vi cómo su perfil se convertía en una máscara pétrea.—

Sabía que tarde o temprano sacarías ese tema. —Su voz serena me dio a entender que estaba furiosa.

—No en el sentido que tú crees —la corregí rápidamente, aunque no era del todo cierto—. No pretendo impedírtelo, pero...

Desvió la mirada hacia el techo.

—¿Pero...? —Por su tono de voz, no parecía en absoluto interesada, pero yo sabía que no era así.

—Pero... sufro mucho por ti. —Tragué saliva—. Me da miedo que vuelva a pasar algo así. —Después de todo, no podía negar la realidad de lo que ya había sucedido.

Su mirada siguió perdida exactamente en el mismo punto.

—No volverá a pasar. —Le restó importancia al asunto, como justamente yo esperaba—. Tampoco es que pase cada día.

Pues claro que no sucedía cada día, por el amor de Dios.

—Pero el peligro existe —insistí.

¿Cómo podía vivir con ese pensamiento?

¿Cómo podía imaginarse abriendo la puerta sin saber qué le esperaba al otro lado?

—Ya, pero entonces no podría volver a hacer mi trabajo —concluyó con serenidad.

¡Sí, por favor! No me habría importado en absoluto suplicarle que lo dejara... si eso hubiera servido de algo. Ahora, sin embargo...

No dije nada.

—Te encantaría, ¿verdad? —Pronunció en voz alta mis pensamientos, aunque en un tono inexpresivo.

—Lo sabes tan bien como yo —dije en voz baja.

—Sí, lo sé. —Su serenidad resultaba aterradora—. Supe en cuanto te vi que jamás serías capaz de vivir con algo así.

Me apoyé en un codo y la miré a la cara, por lo menos a la parte de la cara que le veía.

—Ojalá pudiera. —Mi desesperación iba en aumento—. Te quiero tanto... —Y ese era precisamente el motivo—. No sé si podré vivir sin ti. —Por fin, ya lo había dicho.

Sin embargo, ella ya sabía lo que yo iba a decir.

—No quieres volver a verme. —Aquella declaración habría sonado muy cruel en cualquier circunstancia pero, dicha por ella, era aún peor. Se mostraba implacable.

—¡No! —casi grité—. Quiero verte.

Cada día, cada minuto, cada segundo... y ese es precisamente el problema.

—No puedes tenerme sólo para ti — afirmó, con la misma calma aterradora de antes. Su serenidad era mucho más espantosa de lo que yo había imaginado, y estaba pronunciando en voz alta las palabras que yo siempre había temido escuchar.

—Lo sé —dije, mientras me dejaba caer de nuevo sobre la cama.

—Y en ese caso, seguramente prefieres no tenerme. —Su voz, inexpresiva, permaneció en el aire.

Si pudiera decirle que no era verdad, que la quería independientemente de las circunstancias... pero no podía hacerlo.

—Ojalá todo fuera distinto, ojalá pudiéramos cambiarnos los papeles...

Se echó a reír, pero su risa me pareció vacía y resignada.

—¡Qué difícil!

Quería tocarla, abrazarla, olvidar que aquella sería la última vez.

Me incliné y le rocé un hombro. Ella volvió la cabeza y me miró.

—Yo... —Se detuvo.

Estaba prácticamente segura de que iba a decir que me quería, pero no lo hizo. Ese era su principal defecto. El mío eran los celos, pero el suyo le impedía hacer las cosas que quería hacer. Giró ligeramente el cuerpo, bañado por la luz de la luna, hacia mí y ese sencillo movimiento me llenó de nostalgia y deseo. Busqué su boca y la besé, y sus labios reaccionaron de inmediato. Tenía el mismo deseo que yo: olvidarse de todo y disfrutar de nuestros últimos momentos juntas. Le acaricié un pecho y gimió: el pezón se le había puesto duro. Recorrí su cuerpo con las manos, hasta las piernas, mientras se retorcía de placer.

—Ponte encima de mí —me susurró con voz ronca—. Quiero sentir todo tu cuerpo.

Me coloqué encima de ella y muy pronto sentí en todo el cuerpo el contacto de su piel, caliente y seca. Movía las caderas como si yo fuera ingrávida. Empecé a notar el calor que emanaba de entre sus piernas.

La estreché con fuerza entre mis brazos, porque me sentía furiosa conmigo misma y porque estaba desesperada. «¿Por qué?», gritó una voz en mi interior. ¿Por qué no podía aceptarla tal y como era, con todo lo que eso suponía? ¿Era amor de verdad lo que yo sentía? Bueno, pues el amor no hace preguntas, ¿verdad? Ya no sabía nada.

Mis movimientos se volvieron cada vez más bruscos y ella me sujetó las caderas.

—Por favor —dijo, casi sin voz—, me estás haciendo daño.

Me detuve al instante y apoyé pesadamente la cabeza sobre la almohada.

Aspiré su fragancia. Sí, era amor, estaba segura. La quería y la deseaba, pero...

—No puedes arreglarlo follando — comentó con sensatez.

Me avergoncé de mí misma, pues me había pilado. Después, muy a mi pesar, sonreí.—

No sabía que usaras esa clase de palabras. En tu vida privada, quiero decir — me apresuré a matizar.

Era evidente que estaba muy contenta de que, al menos de momento, ambas volviéramos a ser las mismas de antes.

—No las uso —bromeó también—, se me habrá escapado.

Deslizó la mano por mi espalda y mis caderas y me estremecí. La vergüenza que me acosaba en esos momentos dio paso a otro sentimiento.

—Aunque —susurré, junto a su oído— no está mal. La verdad es que me pone...

Me entendió a la perfección y se echó a reír, al mismo tiempo que empezaba a mover suavemente las caderas debajo de mí.

—¿... cachonda? —completó la frase. «Ay, madre, ¿cómo terminará todo esto?», me pregunté. Aquello no parecía vida privada ya.

—Sí —dije, un poco molesta—, esa es la palabra, pero será mejor que lo dejemos.

—No es necesario —dijo, en un tono atento y profesional—, puedo decirte lo que quieras oír.

No había forma de conseguir que se le pasara esa manía. Me incorporé un poco y me dejé caer con todo mi peso sobre ella. Se quedó sin respiración.

—¿Era necesario? —jadeó un instante después. Por lo menos, se permitía protestar con indignación.

—Estaba a punto de preguntarte lo mismo.—

¡Vaya! —Estaba ofendida.

—Ajá —exclamé.

—Lo siento. —No parecía muy segura de lo que decía. La miré—. Ha sido culpa mía. He empezado yo.

Empezó a moverse de nuevo bajo mi cuerpo, pero esta vez tuve la sensación de que me deseaba de verdad. Se acercó y me mordisqueó los labios.

—En este momento, lo único que quiero es convertirme en la mujer de tus sueños —de nuevo, acercó sus labios a los míos—.

De todos tus sueños.

Me besó con tanta pasión que deseé que el beso no terminara jamás. Cuando por fin se separó de mí, jadeé en busca de aire.

—Esa era mi venganza —dijo, muy sonriente. Volvía a ser la misma mujer risueña de antes.

¿Por qué teníamos que romper? ¿Por qué tenía que ser así?

«No, tengo que apartar esas ideas», me dije. La miré con seriedad.

—Eres todo lo que deseo. Eres la mujer de mis sueños. Intentó girar el cuerpo, pero yo estaba aún sobre ella, así que no pudo. Me miró.

—No vuelvas a decir eso —dijo entre dientes.

—No creo que tenga ocasión. —La perspectiva de un futuro sin ella me entristeció profundamente—. Jamás volveremos a vernos.

Mis palabras nos devolvieron el deseo a ambas. Ninguna de las dos podía aguantar más. Me pesaba demasiado la cabeza y no podía mantenerla erguida, así que de nuevo la apoyé en la almohada, junto a ella.

—¿Por qué? —pregunté en voz baja.

Me acarició la espalda con las manos.

—Es el destino —concluyó, casi sin ánimos—. No podemos hacer nada para evitarlo. —Deslizó las manos hacia mi trasero y me estrechó contra su cuerpo. De nuevo noté el calor de su piel—. No quiero pensar más en eso. —Respiraba con dificultad—. Te deseo. No tardé mucho en estar otra vez excitada, pues se movía de una forma muy placentera debajo de mi cuerpo. Casi no podía mantener el equilibrio. Coloqué una pierna entre las suyas. La sensación que me producía su entrega se volvía casi insoportable y pronto me acoplé al ritmo de sus movimientos, mientras ella me acariciaba otra vez la espalda.

Notaba un cosquilleo en la piel, como si me hubieran clavado miles de agujas. Buscó mi boca y me besó una vez más.

Las caricias de su lengua me excitaron aún más y gemí en voz alta, entre sus labios. Mi cuerpo ardía por dentro. ¡Ya, casi...! Dejó de besarme y, de repente, se quedó muy quieta.

—¿Qué haces? —jadeé, confusa.

—No tan deprisa —se burló.

Me incorporé un poco y me apoyé junto a ella.—

¿Estás loca? —Aún jadeaba. El calor disminuía poco a poco—. ¡Estaba a punto!

—Sí, ya me he dado cuenta. —Se rió y después permitió que la sonrisa se desvaneciera lentamente de su rostro—.

Quiero darme la vuelta. —De repente, en su voz había un tono brusco y ansioso.

No entendí a qué se refería.

—¿Darte la vuelta? ¿Cómo? ¿Ponerte boca abajo? —No era precisamente su posición favorita. Me pregunté qué intenciones tenía.

—No —respondió con impaciencia—.

Pero primero tienes que apartarte un momento.

Apoyó las manos en mis hombros y me apartó. Eché el cuerpo a un lado y se dio la vuelta, sí, pero no como yo pensaba. Trazó un sendero sobre mi estómago con los labios y, en el mismo momento, su ombligo apareció ante mis ojos. Un ombligo excepcionalmente bonito, como ya había podido comprobar en otras ocasiones, aunque nunca lo había visto desde aquel ángulo. Me tumbé a su lado y mordisqueé con los labios la zona próxima a su triángulo.

Ella ya estaba un poco más abajo y la noté entre mis piernas.

Recorrió la parte interior de mi muslo con la lengua, hasta llegar a la parte posterior de la rodilla, lo cual casi me hizo enloquecer. Gemí de placer.

—No tenía ni idea de que esa también fuera una zona erógena. —Estaba tan excitada que, más que hablar, jadeaba.

—Hay mucha gente que no lo sabe — dijo, con una risa de lo más sensual.

Me concentré de nuevo en su ombligo.

Primero tracé círculos alrededor del centro con la lengua y después, muy despacio, en el interior.

—Eso también es bastante erótico. —

Jadeó, al mismo tiempo que se estremecía.

—En esta postura, todo es erótico —de eso no cabía ninguna duda.

Suspiró, satisfecha, y atacó de nuevo la parte posterior de mis rodillas antes de empezar a subir otra vez por mis muslos. Le sujeté las caderas con fuerza, para que no pudiera subir mucho, pues quería que las zonas más sensibles de su cuerpo quedaran al alcance de mi lengua. Noté cómo se iba acercando cada vez más a mi rincón favorito.

Recorrí con la lengua su monte, mientras ella gemía y trataba de huir de mi boca.

—No es necesario que... —protestó, muy alterada.

—Ajá —murmuré, con la lengua ya casi entre sus piernas. Me aparté un segundo, para decir—: Yo hago el 69 de forma que sólo una de las dos legue al orgasmo.

—Me refería a que... —Siempre la misma discusión, cada vez que ella temía obtener placer.

Acerqué aún más la lengua a su monte de Venus.— Basta —dije, muy excitada—. No hables tanto.

Contrajo las nalgas cuando me acerqué al centro. Ella me estaba haciendo exactamente lo mismo. Quise mantener las piernas inmóviles, pero no pude, de la misma forma que ella tampoco podía controlar sus caderas.

Noté la punta de su lengua junto a mi orificio y las dos entramos al mismo tiempo. Sus gemidos reverberaron por todo mi cuerpo y supongo que ella sintió lo mismo. Tampoco se puede decir que yo estuviera en silencio.

Notar su lengua dentro de mí era tan excitante como saborear al mismo tiempo su cuerpo. Me concentré en ella, pero al cabo de un rato no lo resistí más y tuve que concentrarme en mí misma. Ella interrumpió sus caricias.

—¡Otra vez no! —gemí, desesperada.

—No. —Se echó a reír.

La sensualidad de su voz aumentó aún más mi excitación. Volvió a introducir la lengua dentro de mí, esta vez más profundamente.

Estaba tan excitada que apenas podía moverme, ni respirar. De repente, me invadió un torrente de sensaciones, cuando menos me lo esperaba. En mis pulmones no quedaba bastante aire para gritar, pero aun así grité. No lo soportaba más: seguía acariciándome con la lengua y no me dejaba recuperar el aliento.

—Basta —farfullé—. No lo soporto más.

Se detuvo el tiempo necesario para decir algo y yo me desplomé.

—Pararé cuando legues a dos docenas.

¿Entendido? Empezó a chuparme el clítoris y estallé al instante.

—¡Oh, no!

—¡Oh, sí! —Respondió, entre risas—.

Ya casi lo has conseguido.

Me rendí. Cuando quería, podía llegar a ser más que exigente.

Gemí una vez más. Mientras sus esfuerzos fueran tan placenteros...

No los conté, pero creo que legué a dos docenas o, por lo menos, aguanté hasta que ella estuvo satisfecha. Después me sentí exhausta, como si acabara de correr un maratón. Se quedó muy quieta y acurrucó la cabeza entre mis piernas. Todavía notaba un agradable cosquilleo.

Desde luego, había una cosa que no pensaba hacer: ¡quedarme dormida! Descansé durante un minuto y después recordé su vientre frente a mi cara. Lo acaricié con los labios y ella dio un brinco.

—¿Qué estás haciendo ahí abajo?

—Adivínalo —respondí con descaro.

—Estás agotada. —En su voz había un encantador tono de preocupación.

—Ya te gustaría.

La pobre suponía que, después del trabajo que me había hecho, yo ni siquiera sería capaz de mover la lengua. Pero se había equivocado... Ni siquiera le di tiempo a recobrarse de la sorpresa.

Introduje la lengua entre sus piernas y de inmediato oí sus gemidos.

—¿Cuántos quieres? —¡Ah, el placer de la venganza!—. ¿Tres docenas?

—¡No! —me apretó la pierna.

—Bueno, ya veremos. —Fantaseé con la idea de provocarle un orgasmo interminable.

Al principio, parecía como si ella quisiera que por lo menos intentara convencerla, pero después separó las piernas y se entregó por completo. Gemía constantemente. Aunque hubiera querido, no habría podido contarlos, pues daba la sensación de que estaba todo el rato en el punto álgido.

—Por favor... —me suplicaba, con una voz apenas audible—, déjame.

Poco después, paré. Ella creía que ya había terminado, pero esperé unos momentos y después le introduje otra vez la lengua, la saqué y le acaricié el clítoris.

—¡Cariño! —gimió.

Eso era lo que yo quería oír. La dejé en paz y me acurruqué en su regazo, como ella había hecho antes. Nos quedamos dormidas en esa postura.

Hice la maleta. Ella estaba junto a la puerta, apoyada en el marco, con los brazos cruzados. No había expresión alguna en su cara. Yo deseaba con todas mis fuerzas estar ya en la carretera pero, al mismo tiempo, quería retrasar al máximo la separación.

Cuando terminé, la miré y sentí ganas de gritar. Nada de aquello tenía sentido: nos queríamos, pero no teníamos elección. A pesar de su cara inexpresiva, casi sentí en mi propia piel la emoción que la embargaba.

Me dirigí a la puerta. No me atreví a tocar su cuerpo por última vez, pues sólo serviría para hacernos perder el control a las dos.

Abrí la puerta: me siguió, primero con paso vacilante, y después con zancadas largas y rápidas. Me abrazó y yo me quedé inmóvil, sin desear nada más.

—Quédate conmigo —me susurró entre sollozos.

Dejé caer la maleta y la abracé yo también. La estreché con fuerza, para sentir su cuerpo una vez más.

—No puedo. —Hablé junto a su hombro. Me legó su fragancia y casi pude percibir el sabor de su piel. La deseaba más que a nada en el mundo. Me aparté de ella, recogí mi bolsa y empecé a bajar la escalera con lágrimas en los ojos. No volví la vista atrás ni una vez.

Conduje de vuelta a casa como si estuviera en trance. Entré en la autopista de peaje, pagué y seguí mi camino. A medida que aumentaban los kilómetros que nos separaban, me iba serenando.

Había encontrado a la mujer de mi vida y la había perdido.

Bueno, no era para tanto, a todo el mundo le pasa lo mismo. No, no servía de nada querer engañarme a mí misma. Sabía que jamás en mi vida volvería a sentir algo así. Ella sería siempre mi recuerdo más feliz... y también el más triste.

Lo primero que hice al llegar fue desconectar el teléfono. No quería ver a nadie ni hablar con nadie. Deshice la maleta, puse la ropa sucia en la lavadora y recogí el correo, que ya empezaba a sobresalir del buzón que había en el rellano. La cotidianeidad de esas actividades me proporcionó unos minutos de respiro.

Me preparé un baño y permanecí largo rato sumergida en agua caliente. Era una de mis actividades favoritas, que siempre me relajaba y tranquilizaba. Experimenté la relajación física, pero cuando quise dejar la mente en blanco, como tenía por costumbre, me topé con demasiados pensamientos.

Bueno, en realidad sólo había uno: ella.

La recordé en su bañera de París y recordé también cómo me sentí al verla allí.

Aparte del calor del agua, que me calentaba por fuera, empecé a notar cierto ardor dentro de mi cuerpo. «Ya se me pasará —pensé—. Con el tiempo... conoceré a otras mujeres, me acostaré con ellas y me ayudarán a olvidar.

Tal vez hasta me vaya a vivir con otra mujer.

Ese es mi futuro, no ella. O a lo mejor me quedo sola». En esos momentos, quedarme sola era la situación que me resultaba más apetecible. Puesto que a ella no podía tenerla, no me parecía que hubiera tanta diferencia.

¿Y el sexo? «¡Condenado instinto sexual!

¿Por qué no me dejas en paz? ¿O acaso crees que puedes hacer realidad todos tus deseos?».

No, no, claro que no. Pero... ¿qué me quedaba después de ella? El sexo con ella era una experiencia increíble y no me sentía capaz de apartar ese recuerdo de mi mente. Imaginé que notaba en mi piel la caricia de sus manos y suspiré. El estremecimiento de mi vientre fue tan real como el cosquilleo que notaba en la piel. Froté esa parte de mi cuerpo para que desapareciera el hormigueo, pero fue un error.

La agradable sensación del agua caliente en contacto con mi piel incrementó un poco más mi sensibilidad. Quería más. Vi su cara frente a mí, sus labios ligeramente entreabiertos, y deseé tenerla cerca. Imaginé que estaba allí y que introducía los mimos en el agua, entre mis piernas. Cerré los ojos: sabía que no era ella, pero recurrí a todas mis fantasías para imaginar que era otra mano —la suya— la que me acariciaba. Gemí cuando empecé a notar una sensación placentera. No era necesario que guiara mis manos, pues ellas solas hacían todo el trabajo y acariciaban mis pechos. En el agua, los pezones se pusieron duros de inmediato. Entre mis piernas noté el impacto certero de una flecha al rojo vivo que incrementó mi deseo y deslicé una mano hacia abajo. La vi: estaba inclinada sobre mí y mis caricias eran sus caricias. Murmuré su nombre. No podía parar.

De alguna forma, quería invocar su presencia. Me hundí más en la bañera y me retorcí de placer, mientras el agua salpicaba a los lados. Aumenté el ritmo de las caricias y, de repente, arqueé todo el cuerpo y gemí en voz alta: «Cariño...».

Dejé la mano entre las piernas unos segundos más, para disfrutar de la sensación.

Estaba sumergida en el agua, a punto de quedarme dormida. Abrí los ojos, retiré la mano y entonces me di cuenta de que no era más que mi mano y de que lo que había hecho no era otra cosa que masturbarme.

¿Eso era lo único que me quedaba? ¿Ese era mi futuro? Hasta entonces, jamás me había preocupado. Cuando estaba sola y sentía el deseo de hacerlo, lo disfrutaba, sin importarme si en aquel momento tenía novia o no. Ahora, sin embargo, la perspectiva me parecía muy poco atractiva, pero no me iba a quedar otro remedio que acostumbrarme.