Taxi a Paris

Perdon la tardanza, creo que al final vale la pena...

Al día siguiente regresé a mi apartamento de un humor bastante distinto al que tenía cuando me marché. Sin embargo, todavía me acechaban las dudas y estaba convencida de que aún tardaría un par de días en asimilar todo lo que Karin me había dicho en la cabaña. Y entonces... ¿qué debía hacer entonces? La verdad es que no tenía ni idea.

Una cosa estaba clara: la situación se estaba volviendo insostenible. Lo más seguro era que tuviera que mudarme a otra ciudad. Sí, esa sería la solución más fácil.

Un poco más calmada, me dirigí a la cocina para calentar el agua del café. Ya tenía el hervidor en la mano cuando sonó el teléfono.

Puesto que no contestar era ya casi una costumbre, tardé un poco en reaccionar. El teléfono siguió sonando y me puso nerviosa... por varios motivos. Fue entonces cuando recordé que Karin había prometido llamarme en cuanto llegara a casa. Casi pude oír su voz regañándome por no coger el teléfono, así que finalmente contesté.

Al otro lado de la línea se oía una respiración agitada, pero esta vez ni siquiera pensé que pudiera tratarse de un psicópata.

—¿Qué quieres? —pregunté, más bruscamente de lo que pretendía.

La respiración era cada vez más audible y parecía muy fatigosa.

De repente, se hizo el silencio y, al cabo de un momento, me legó un ruido irreconocible a través del auricular. Se hizo de nuevo el silencio. «¿Ha pasado del sexo telefónico al acoso telefónico?», me pregunté.

¡A lo mejor tendría que haber sido ella quien se fuera de fin de semana a la cabaña con Karin!—

Di algo —exclamé, en tono amenazador— o cuelgo. —Oí de nuevo aquel ruido extraño y después, de repente, su voz.

—Por favor... —dijo, casi sin fuerzas.

No parecía su voz.

Parecía como si procediera de un sótano o como si hablara a través de un pedazo de algodón, o ambas cosas a la vez.

—¿Sí? —pregunté en tono de expectación, el mismo que había utilizado ella la primera vez que la llamé.

—Por favor —oí de nuevo su voz a través del auricular, muy débil—. ¿Puedes venir?¿Tan pronto? ¡Y eso que Karin pensaba que jamás volvería a dirigirme la palabra! Su respiración seguía siendo agitada y me pregunté qué estaría haciendo. No podía ir.

Esa noche, no. Aún tenía que pensar en todas las cosas que me habían estado rondando por la cabeza a lo largo de los últimos días. —No hace ni un cuarto de hora que he legado a casa —dije—, y la verdad es que no tenía la más mínima intención de salir esta noche. De nuevo percibí aquel sonido irreconocible, más alto en esta ocasión. No, no era irreconocible: sonaba como un lamento.

—¡Por favor, ayúdame! —Me pregunté qué estaba pasando.

¿Tanto me deseaba?

—¿Qué pasa? —le pregunté, molesta.

—Por favor, ven —susurró de nuevo, muy débilmente. Allí estaba pasando algo. La línea se quedó otra vez en silencio: dejé de oír la respiración, pero estaba segura de que no había colgado.

Esperé un poco y luego colgué. «¿Qué hago?», me pregunté.

Tenía una voz muy rara, casi desesperada. Por otro lado, yo conocía  de sobra sus dotes de actriz. ¿Qué me encontraría en su casa si iba a verla?

Regresé lentamente a la cocina, mientras mi inquietud iba en aumento. No podía quedarme en casa, tenía que descubrir qué estaba pasando. Y si lo único que quería era vengarse de mí, si lo único que pretendía era que se las pagara, me daría cuenta a tiempo.

Cogí la chaqueta y me dirigí a su casa con paso vacilante. Pulsé el botón del interfono correspondiente a su apartamento y me abrió de inmediato. Subí en el ascensor hasta su planta y, una vez frente a la puerta, vacilé antes de pulsar el timbre. La puerta se abrió muy despacio. No la vi por ninguna parte. Entré y eché un vistazo a mí alrededor.

Después me volví para cerrar la puerta y entonces la vi.

Estaba medio encogida detrás de la puerta, apoyada en la pared.

Apenas se sostenía en pie. Llevaba el kimono negro, pero no se había abrochado el cinturón. No llevaba nada más debajo de aquella prenda. Tenía la cabeza inclinada, pero la levantó y me miró:

—¡Dios mío! —exclamé, horrorizada. Su cara estaba cubierta de sangre y ni siquiera le veía los ojos. Me abalancé sobre ella y traté de sujetarla. Dejó escapar un gemido de dolor —. Dios mío —me oí repetir. La cogí por los brazos e hice caso omiso de sus gritos de dolor—. Ven —le susurré—, tengo que llevarte a la cama. —Se quejaba a cada paso que daba.

Abrí la puerta de la habitación y la ayudé a tumbarse en la cama tan despacio como pude. Gemía de una forma espantosa. La miré y me sentí totalmente impotente. Me senté junto a ella en la cama y ese movimiento, apenas perceptible, la hizo quejarse otra vez.

Quise consolarla, pero... ¿qué podía hacer yo, si le dolía todo?

—¿Qué ha pasado? —le pregunté.

Intentó contestarme, pero tenía los labios partidos y muy hinchados. Le hice una señal para que no hablara—. Déjalo... Ahora no tiene importancia. Voy a llamar una ambulancia. —Cogí el teléfono, que estaba sobre la mesilla de noche.

—¡No! —exclamó, con decisión.

No la entendí.

—Pero tienes que ir a un hospital. Es necesario que te vea un médico.

De nuevo intentó hablar.

—Nada de hospitales —susurró con gran esfuerzo—, nada de policía.

Yo ni siquiera había caído en eso, pero lo cierto es que también tendría que llamar a la policía. ¿Por qué no quería que lo hiciera?

Era obvio que alguien la había atacado.

—Sé razonable... ¡Yo no puedo ayudarte! Estás herida. Déjame llamar una ambulancia, por favor.

Negó con la cabeza, trabajosamente, y su rostro se contrajo en un gesto de dolor. Me sentí impotente. Mis conocimientos médicos se limitaban a saber hacer unos cuantos masajes que, desde luego, no serían de ayuda en esos momentos.

Siguió quejándose y yo pensé que debía hacer algo. Llamé a Karin.

—Te he llamado tres veces —me saludó alegremente—.

¿Estabas durmiendo otra vez?

—No —le contesté en un susurro. Se dio cuenta al instante de que algo no iba bien.

—¿Qué pasa? —Necesito un médico.

—¿Qué te has hecho? —me preguntó, sobresaltada—. Pero si acabamos de volver...

—No es para mí.

Por muy extraño que resulte, pareció como si aquello lo explicara todo.

—Estás con ella —dijo. No era una pregunta, sino una afirmación.

—Sí —respondí.

—Dame la dirección —dijo. No me preguntó por qué, ni tampoco me dijo que fuera a un hospital. Si a lo largo de los últimos días no me hubiera dado cuenta de lo útiles que podían llegar a ser su amabilidad y su calma innatas, lo habría sabido en ese momento.

Realmente, era una persona muy especial. Le di la dirección.

—Voy a intentar contactar con una doctora que conozco.

Espero que esté en casa.

—¡Yo también! —dije, en tono apremiante—. ¡Y por favor, date prisa!

Karin no dijo nada más y colgó. Sabía que haría todo lo que estuviera en su mano, así que lo único que podía hacer yo era esperar. Me pareció una eternidad. Intenté limpiarle la sangre de la cara con una toallita, pero se quejaba tanto que abandoné la idea.

Cuando sonó el timbre miré el reloj: habían transcurrido cuarenta y cinco minutos.

Abrí la puerta y una mujer de pelo gris, de unos cincuenta y tantos años, se precipitó al interior del apartamento.

Di por supuesto que era la doctora, pero no se molestó en presentarse.

—¿Dónde está? —me preguntó sin rodeos.

Le señalé la habitación y pasó a toda prisa junto a mí. La seguí y me la encontré junto a la cama: se estaba subiendo las mangas de la blusa blanca. Sacó un estetoscopio de la bolsa y miró hacia la cama.

—¡Malditos tíos! —dijo, muy molesta.

La miré. No dije nada, pero estaba prácticamente segura de que aquello no lo había hecho un «maldito tío».

La doctora la examinó con rapidez y profesionalidad. Ella se quejaba, pero la doctora le hablaba en susurros.

—No pasa nada, bonita. Ya casi está. — Cuando terminó se incorporó para mirarme—. Creo que ha tenido mucha suerte. Por lo que yo he visto, no hay lesiones internas, pero de todas formas habría que hacerle una radiografía.

Desde la cama, nos legó un leve quejido de protesta.

—Ya lo sé, bonita, ya he visto la cama. Su vida no corre peligro —dijo, volviéndose de nuevo hacia mí—. En cuanto pueda caminar, llévala a un hospital y que le hagan radiografías. Si ya han transcurrido unos días, no os harán preguntas —me miró—.

¡Prométeme que lo harás! —Asentí, puesto que era una orden—.

¿Es tu novia? —me preguntó.

Aquello me pilló completamente por sorpresa. En cualquier otro momento, no habría contestado a la pregunta, ni tampoco hubiera sabido cuál era la respuesta, pero en ese momento me limité a asentir por segunda vez.

—Teniendo en cuenta a lo que os dedicáis —suspiró la doctora—, tendríais que cuidar un poco más la una de la otra.

¡Pensaba que yo era una...! A pesar de la gravedad de la situación, no pude evitar una sonrisa.

—La cuidaré —le prometí— y en cuanto pueda caminar, la levaré a que le hagan  radiografías.

La doctora me miró directamente a los ojos.

—Bien —dijo al fin—, estoy segura de que lo harás. —Sacó un bloc de recetas y escribió algo—. Ve a comprar esto a la farmacia que está abierta toda la noche y dale una pastilla cada hora durante las próximas doce horas.

Asentí, muy obediente. De todas formas, aquella mujer tampoco habría aceptado un no por respuesta. Dio media vuelta y se alejó hacia la puerta.

—Sí, pero... —dije, extendiendo un brazo. La doctora se detuvo junto al umbral.

—Ya está arreglado —dijo. Después se marchó y yo me quedé allí, junto a la puerta, absolutamente atónita.

Un débil lamento procedente de la habitación me hizo volver a la realidad. Me acerqué a la cama y la miré. Me observó a través de la ranura en que se había convertido un ojo. El otro estaba tan hinchado que ni siquiera podía abrirlo.

—Voy en un momento a la farmacia —le comuniqué—, a buscar las pastillas.

—No —protestó, con voz tan débil que apenas entendí lo que decía.

Me arrodillé junto a la cama.

—Vuelvo enseguida, pero tengo que ir. Cerraré la puerta por fuera. ¿Dónde tienes las laves?

Si no me equivocaba al interpretar sus gestos, me estaba señalando el bolso. Lo abrí, encontré la lave y la cogí.

—Vuelvo enseguida —le dije con dulzura, para que se tranquilizara. Acaricié el aire junto a su mejilla, evitando tocarla para no causarle aún más dolor. Después me fui a toda prisa.

Aquella noche fue una auténtica pesadilla para ella, a pesar de las pastillas que le hacía tomar cada hora. Apenas podía tragarlas. Me quedé allí sentada, mirándola: cada vez que le daba una pastilla dormía un rato y, sin embargo, gritaba de terror hasta en sueños. En una ocasión gritó «¡No!» en voz alta y después se despertó. Le di otra pastilla, aunque aún no había pasado una hora.

Todo siguió igual hasta que se hizo de día y entonces cayó en un profundo sueño del que no había forma de despertarla. Me senté en un sillón, envuelta en una manta, y yo también me quedé dormida de inmediato. Me desperté al oír sus gemidos y cuando me despejé, me di cuenta de que estaba intentando levantarse.

—¿Estás loca? —Dije, mientras me ponía en pie de un salto—.

¡Vuelve inmediatamente a la cama! Se tumbó de nuevo, sin dejar de quejarse.

—Tengo que irme —murmuró, entre los labios hinchados. Tenía peor aspecto que la noche anterior. El kimono se le había caído y pude ver la parte superior de su cuerpo: tenía la piel cubierta de moretones y rasguños. Más exactamente, digamos que entre moretón y moretón se veía un poco de piel.

—Tonterías —repliqué con firmeza—. Quédate en la cama y dime qué quieres, que yo iré a buscarlo.

—No quiero nada —se resignó, suspirando con gran esfuerzo.

—Perfecto —dije. Me acerqué a la cama y me arrodillé junto a ella—. ¿Te duele mucho? —Pregunta estúpida: era obvio que le dolía.

—Estoy bien —afirmó. Un instante después, se le crispó el rostro de dolor.

—¿Quieres otra pastilla? —le pregunté, preocupada. Susurró algo, pero tuve que inclinarme casi hasta apoyar la oreja en sus labios.—

Quiero... salir... de... aquí... —Le costó un esfuerzo terrible pronunciar esas palabras. «¡No me extraña que quiera salir de aquí!», pensé.

—¿Quieres que te lleve a mi casa? —Me horrorizó la idea de los cuatro pisos, pero si era eso lo que ella quería...

Movió la cabeza imperceptiblemente, pero ese gesto le costó un nuevo grito de dolor.—

París —jadeó, casi sin fuerzas.

—¿A París?

«¿Y cómo piensa hacerlo?», me pregunté. Y además, ¿pretendía pasarse varios días metida en un hotel en esas condiciones, cuando ni siquiera se tenía en pie? Lo mejor era que se quedara dónde estaba.

—Cuando estés un poco mejor, iremos a París —le dije.

Cerró los puños con fuerza.

—¡Ahora! —insistió, con las pocas fuerzas que pudo reunir.

—No puede ser —le dije, en tono tranquilizador—. No aguantarás. Tienes que esperar un par de días.

—Por favor... —susurró, completamente agotada.

¿Qué se suponía que debía responder yo?

—Vale, de acuerdo —suspiré—. Te llevaré a París: no sé cómo, pero te prometo que te levaré. —La crispación de su cuerpo desapareció—. Reservaré una habitación — dije, mientras me ponía en pie—. ¿Prefieres algún hotel en particular?

De nuevo trató de decir algo. Al principio no la entendí, pero luego la oí decir:

—Hotel no.

—¿Hotel no? ¿Quieres dormir debajo de un puente en ese estado? —Empezaba a sospechar que las heridas le habían afectado algo más que el cuerpo.

—Apartamento —dijo débilmente.

Levantó la mano y señaló otra vez el bolso.

Me sentí un poco confusa: ¿tenía un apartamento en el bolso? Cogí el bolso y lo dejé sobre la cama, a su lado—.

Abre —dijo. Lo abrí—. Direcciones — prosiguió ella. Supuse que quería una agenda y busqué una. Encontré un pequeño anuario de bolsillo: no era la voluminosa agenda encuadernada en piel en la que anotaba sus citas. Respiraba con muchas dificultades—.

Primera página —jadeó, con sus últimas fuerzas.

Abrí el anuario. En la primera página figuraba su nombre y una dirección de París.

La miré, con gesto interrogante.

—¿Aquí es donde quieres ir? ¿Siempre te quedas ahí cuando vas a París?

Asintió, con los ojos cerrados. Bueno, por lo menos me pareció que asentía.

—¿Quieres que lame? ¿Quién vive ahí? Susurró algo ininteligible. Me incliné de nuevo.—

Mi... —la oí decir. ¿Quién? ¿Su amiga, su madre, su prima?

En ese momento, se me ocurrió que jamás había pensado que ella también debía de tener una familia. Respiró profundamente, al menos hasta donde se lo permitieron sus fuerzas—.

Mi... apartamento —dijo.

—¿Es tu apartamento? —Su respuesta fue muy débil, pero supuse que intentaba confirmar mis palabras. No quise pensar en lo que significaba todo aquello: tenía la dirección, sabía lo que ella quería... Ahora sólo quedaba el problema del transporte. Pensé en voz alta

—: No puedes caminar, así que descartado lo de meterte en un tren o en avión —paseé de un lado a otro de la habitación—. O sea, que sólo nos queda mi coche. —

La miré, tratando de imaginar cómo podía alguien en su estado soportar un viaje en coche de varias horas—. No sé si lo aguantarás.

—Lo... con... seguiré... —murmuró de nuevo. Ella tenía que saberlo. Y además, poseía una voluntad capaz de mover montañas, o eso esperaba yo. Por lo menos, una voluntad capaz de mover su cuerpo hasta París.

—Pues entonces, vale —me rendí, resignada. Si la cosa no funcionaba, yo me daría cuenta, y entonces no le quedaría más remedio que acostumbrarse a la idea de quedarse en casa hasta que estuviera mejor—. Voy a casa recoger unas cuantas cosas y después vuelvo con el coche. No tardaré mucho —trató de abrir los ojos, hinchados, en un gesto instintivo de miedo, pero el dolor le impidió hacerlo. Se quejó de una forma espantosa—. Vuelvo enseguida. Cerraré la puerta por fuera. Ayer no pasó nada, ¿verdad?

¡No tengas miedo! —Cogí la lave y me marché.

Ya en casa, metí unas cuantas cosas en una bolsa, cogí dinero y cheques de viaje y me apresuré todo lo que pude. Cogí también todo el material blando que encontré: mantas, cojines y —¡cómo iba a olvidármela!— una bolsa de agua caliente. Después lo levé todo al coche. Cometí una infracción y entré en la calle peatonal para poder aparcar delante de su puerta. Cuando entré en su apartamento, estaba otra vez intentando ponerse en pie: se halaba a medio camino entre estar tumbada y estar sentada. La ayudé a terminar de sentarse.

—Me parece que es hora de ponerse en marcha —dije—.

Tienes que vestirte.

Me dirigí a su armario. Al parecer, también allí había establecido una clara distinción entre su trabajo y su vida privada: no había ni una sola prenda de cuero. Busqué unas cuantas prendas cómodas y prácticas. Sólo encontré ropa interior de seda, pero de todas formas la cogí. En el interior del armario encontré también una maleta y lo metí todo dentro, excepto lo que quería que se pusiera para el viaje: un chándal. Menos mal que tenía uno. De todas formas, estaba claro que hacía deporte.

Regresé junto a la cama.

—¿Crees que podrás ayudarme? —le pregunté. Asintió débilmente. Le di la parte superior del chándal, pero fue incapaz de levantar los brazos sin ayuda y finalmente los dejó caer a los lados, decepcionada—. No pasa nada —la tranquilicé—, ya lo hago yo.

Instantes después, me dispuse a bajar su maleta al coche.

—Vuelvo enseguida a buscarte —dije.

—No —protestó. No quería quedarse sola ni un minuto más.

Me colgué la bolsa en un hombro y apoyé su brazo en mi otro hombro. Se quejó de dolor, pero no le hice caso: la cogí por la cintura y la obligué a levantarse. Se quejó de nuevo, pero se apoyó en mí como pudo. Me pregunté cómo terminaría todo aquello. Ni

siquiera habíamos conseguido aún salir de la habitación.

—¿Estás segura de que esto es una buena idea? —le pregunté, con cautela.

Su reacción fue violenta. Reunió todas sus fuerzas y dio un paso, mientras yo la sujetaba. Tras un gran esfuerzo, conseguimos llegar al coche. La acomodé entre mantas y cojines en el asiento trasero y recé para que aquello fuera suficiente. Completamente agotada, se derrumbó cuando yo me senté en el asiento del conductor. Tal vez se había quedado dormida: le había dado otra pastilla antes de salir del apartamento, pues de haber estado despierta no habría soportado el dolor.

Cuando arranqué el coche, soltó un grito.

—¿Estás convencida de lo que haces? — le pregunté, mirándola a través del espejo retrovisor.

—Sí —gruñó, con los dientes apretados.

Sería mejor que no se lo volviera a preguntar.

Los primeros kilómetros, antes de llegar a la autopista, fueron espantosos. Me entraron ganas de dar la vuelta o, por lo menos, de ponerme unos tapones para los oídos, pues no paraba de quejarse.

Sin embargo, dejé de oírla cuando llegamos a la autopista: se había quedado inconsciente. De hecho, era lo mejor, así que esperé que se mantuviera en ese estado el máximo tiempo posible.

Durante el trayecto paré dos veces sin que se despertara. La observé con atención: su rostro, hinchado, estaba contraído por el dolor. Muy posiblemente, el estado de inconsciencia impedía que su mente pensara en las heridas, pero no protegía a su cuerpo del dolor. Seguía quejándose de vez en cuando, aunque por suerte no se despertaba.

Tras la última parada, me encontré de repente en las zonas industriales de los alrededores de París y, como siempre, me sorprendió aquella súbita transformación. Al principio casi no se veían casas, sólo algunas granjas agrícolas, pero de pronto empezaron a surgir amplias avenidas y complejos industriales que se extendían a derecha e izquierda.

Aquel paisaje artificial no parecía tener fin. Uno tras otro, se sucedían junto a la ventanilla del coche edificios de aspecto fantasmagórico y luces chillonas. Junto a almacenes bajos, aislados y de aspecto desamparado, había edificios altos cuyas azoteas no veía desde el coche: un edificio bajo, otro puntiagudo, uno bajo...

Parecía un lúgubre cuadro futurista rodeado de unas luces espectaculares que lo teñían de colores. La estética de aquellas construcciones me hacía sentir como si estuviera prisionera; todo lo que me rodeaba relampagueaba en torno a mí como si fueran imágenes en una pantalla de cine gigantesca.

No supe cuánto tiempo había transcurrido antes de que el escenario cambiara. Los barrios periféricos pobres de París, con su particular estética, no podían competir con la zona industrial. ¡Qué perversión! Aquí vivía la gente que trabajaba en aquel mundo de ciencia ficción.

Tuve que prestar atención al tráfico.

Aunque fuera de noche, las calles de París siempre parecían un atasco en hora punta.

Tenía que atravesar la ciudad e incluso tomar parte en la incomparable experiencia de meterme en el tráfico de los alrededores del Arco de Triunfo. Ahora, de noche, me sentía capaz de hacerlo, pero de día no lo hubiera intentado ni por todo el oro del mundo.

Seguí conduciendo, en busca de la calle que conducía a su apartamento. Ya no quedaba muy lejos. De repente, la oí gemir y miré por el espejo retrovisor.

—¿Estás despierta?

Como respuesta, percibí un ruido espantoso y luego un sonido áspero, como si alguien hubiera frotado un metal contra otro.

—¿Dónde...? —preguntó, con una voz apenas inteligible.

—Estamos en París —le contesté en tono cariñoso—. Tu apartamento tiene que estar por aquí, en algún sitio. —Tenía curiosidad por ver su apartamento pero, sobre todo, deseaba que tuviera ascensor.

Encontré el edificio y aparqué en la calle.

De repente, me pregunté qué estaba haciendo yo en París. Esperé aún unos momentos, para que ambas tuviéramos tiempo de recobrarnos, y luego salí del coche. Abrí la puerta de atrás.

—¿Puedes salir? —le pregunté con cautela. Se movió un poco.

—Lo intentaré —dijo.

Cogí su bolso del coche y busqué la llave, que estaba escondida en el fondo de un bolsillo interior, atada a una bonita cadena de plata. La sostuve unos momentos en mis manos y la contemplé. En ese momento, ella se quejó en voz alta y me volví a toda prisa para mirarla. Tenía el rostro contraído por el dolor. Me acerqué, le pasé un brazo porencima de mis hombros y la sujeté por la cintura. La acompañé hasta la puerta y la abrí.

Muy despacio, la ayudé a entrar y la puerta se cerró por sí sola cuando estuvimos dentro.

Nos hallábamos en un vestíbulo de enormes dimensiones: a derecha e izquierda había amplias escaleras de caracol que levaban a la planta superior.

—¡Mi madre! —Estaba abrumada y profundamente impresionada. En ese momento, la noté estremecerse junto a mí, lo cual me ayudó a bajar de la nube y a ocuparme de lo que tenía entre manos. No vi ascensores por ninguna parte. Aquel edificio parecía una construcción original del siglo XVIII.—

¿En qué planta está tu apartamento? —le pregunté, con cierta aprensión.

—Primera. —Su voz sonaba muy débil.

Levantó apenas la mano para señalar hacia la derecha—. Ascensor.

Noté cierto alivio. Que su apartamento estuviera en la primera planta era una buena cosa, pero seguramente aquello que se veía al final de las escaleras no era la primera planta.

Y subir hasta allí...

Aquellas escaleras tenían por lo menos medio kilómetro. Prefería el ascensor, la verdad.

La llevé muy despacio hacia la derecha, aunque no veía ninguna clase de aparato tecnológico por allí. Finalmente, cuando llegamos a la esquina del vestíbulo de entrada, vi las puertas del ascensor, que estaban ocultas por completo tras una columna de mármol y lucían una decoración de lo más suntuosa. Entramos en el ascensor, cerré la puerta desde el interior y pulsé el botón donde decía «1».

Tal y como yo había sospechado, en realidad era la segunda planta.

Había otro piso entremedio.

Seguimos subiendo y, al llegar a la planta indicada como primera, encontramos dos puertas. Ella se dirigió de inmediato hacia la de la izquierda. La acompañé hasta la puerta y abrí con la segunda llave del llavero. Una vez dentro del apartamento, me señaló sin decir nada el camino de la habitación... si es que se podía llamar así a aquel tocador francés.

La ayudé a tumbarse en la cama, un ensueño francés de seda y terciopelo, y le quité los zapatos, pero no me atreví a desnudarla. La cubrí con una manta y la miré.

Apenas podía mantenerse despierta. Me incliné y la besé delicadamente en la nariz, que parecía la parte menos dañada de su anatomía.

—Duerme —le dije—. Ya estás en París.

Cerró los ojos.

Me pasé media hora dando vueltas por el barrio antes de encontrar un sitio para aparcar y, cuando lo encontré, no se halaba precisamente cerca. No estaba muy segura de volver a encontrar el apartamento. Me sentía tan agotada que las señales de tráfico temblaban ante mis ojos. Suspirando, aparqué el coche y después de buscar un poco, encontré el camino de regreso al apartamento.

Lo primero que hice fue comprobar si seguía durmiendo.

Dormía, pues estaba muerta de cansancio, pero aún parecía inquieta. Sin embargo, de momento no había nada que yo pudiera hacer al respecto.

Me sentía demasiado cansada para inspeccionar el apartamento, pero tenía la impresión de que era muy grande. En la habitación que había junto a la que ocupaba ella vi una chaise longue perfecta para dormir.

Además, desde allí podía oírla si dejaba la puerta entreabierta. A pesar de que su cama era muy grande, no quería dormir junto a ella, pues me asustaba darle un golpe sin querer y hacerle aún más daño.

Cuando me desperté por la mañana, me costó un poco recordar dónde estaba. Con mi habitual aturdimiento matutino, elaboré mentalmente una lista de posibilidades: no era mi apartamento, ni el suyo... En ese momento, me legó un débil gemido desde la habitación contigua. ¡París! Eso sirvió para despertarme del todo.

Me levanté y fui a ver cómo se encontraba. Se retorcía en la cama, inquieta, pero aún estaba dormida; no me pareció que despertarla sirviera para mejorar la situación.

Me senté con cuidado en la cama y me dediqué a observarla: me pareció que tenía la cara más azul y más negra que el día anterior.

Era horripilante, especialmente teniendo en cuenta que era una mujer hermosa, pero me tranquilicé un poco al recordar lo que había dicho la doctora.

Y estaba segura de que, con el tiempo, todas sus heridas externas desaparecerían. En cuanto a lo que sucedería con las heridas internas —las que no eran físicas—, no había forma de saberlo.

Supuse que seguiría durmiendo un poco más pues, de hecho, no tenía nada mejor que hacer. Me levanté de la cama y eché un vistazo a mí alrededor. Justo al lado de la habitación había un baño: entré y descubrí una bañera, ¡y qué bañera! Era enorme, no estaba empotrada y tenía unas patas que parecían zarpas de león. El baño entero era una auténtica orgía de lujo. Bueno, no, quizá «orgía» sea una exageración, pero lo cierto es que allí una podía encontrar todo lo que necesitaba para sentirse bien, y todo de primerísima clase.

No me costó mucho imaginar lo bien que le sentaban sus escapaditas a París.

Salí del baño y eché otro vistazo a la cama. Seguía inquieta y no dejaba de moverse, pero me pareció que su respiración era más acompasada. Salí al pasillo que había justo delante de su habitación: aparentemente, hacia la izquierda se halaban las estancias de uso más cotidiano, mientras que hacia la derecha había una puerta que daba a otra habitación y unos cuantos muebles antiguos, probablemente estilo Luis XV. Decidí ir hacia la izquierda: suponía que la cocina estaría en esa dirección y lo que más necesitaba en esos momentos era una buena taza de café.

No me había equivocado: la cocina estaba al final del pasillo. Era exactamente la clase de cocina que cualquiera esperaría encontrar en un apartamento así: grande, antigua y perfectamente equipada.

Me pregunté para qué la quería, si jamás cocinaba.

Busqué una cafetera y encontré dos: la primera era una de esas norteamericanas, como la que había visto en la cocina de su casa de Alemania; la segunda era la clásica cafetera francesa, de las que se enroscan a mano. Elegí la segunda, pues me pareció más adecuada para mi primer día en París.

También encontré café, pero no leche, ni siquiera en polvo. El café con leche tendría que esperar.

Cuando el café estuvo listo, me serví una taza y regresé a la habitación. Ella seguía durmiendo. Mejor así, pensé, mientras empezaba una ruta turística por el apartamento.

Ya había visto que tras la cocina se halaba otra habitación pequeña, que probablemente había sido el dormitorio del servicio en otros tiempos. ¡Ah, qué tiempos aquellos! En el mismo pasillo, frente a la cocina, había un comedor y otra habitación que, probablemente, se había destinado al mismo uso que la primera.

Esta vez, cuando salí del cuarto donde ella dormía, me dirigí hacia la derecha: la primera puerta de la derecha daba a un dormitorio que, al parecer, ya no se utilizaba.

A la izquierda había una especie de biblioteca o eso me pareció, a juzgar por las antiguas estanterías que cubrían las paredes. Sin embargo, era obvio que la habitación ya no servía a ese propósito. Junto a la ventana había un escritorio grande, cuya superficie estaba parcialmente inclinada. Me acerqué y descubrí que en la parte horizontal de la mesa había un par de collages, mientras que en la superficie inclinada descansaba un elaborado dibujo a lápiz. ¡O sea, que pintaba! Me sorprendió tanto que tuve que sentarme unos momentos.

De repente, me di cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas. Aún no estaba preparada para admitir que Karin tenía razón, pero en el fondo de mi corazón sabía que la amaba como nunca había amado a ninguna otra mujer. Me quedé allí sentada, aturdida y avergonzada a la vez: de no haber sido porque ella aún se halaba en unas condiciones lamentables, habría cogido el coche para volver a casa en ese mismo momento. Sin embargo, no me quedaba más remedio que esperar a que se recuperara un poco.

Cuando llegara ese momento, lo más probable es que no quisiera saber nada más de mí. Seguramente, y levada por la desesperación, la única persona a quien se le había ocurrido llamar era a mí, pero cuando ya no necesitara mi ayuda recordaría lo sucedido durante nuestro último encuentro.

Para cuando eso sucediera, yo ya no estaría allí.

Me puse en pie y me sequé las lágrimas.

Al otro lado de la habitación había otra puerta, que daba a un salón pequeño y discreto. Era obvio que allí pasaba la mayor parte del tiempo: había un sillón de aspecto muy cómodo frente a una chimenea pequeña.

Junto al sillón vi una mesita auxiliar sobre la cual descansaban —¡increíble!— unas gafas de lectura. Para entonces, las lágrimas me resbalaban ya por las mejillas. Me acerqué para ver qué estaba leyendo: Baudellaire, Les fleurs du mal... ¡en francés! Me pregunté si aquella era la lectura más adecuada y pensé que tendría que buscarle algo un poco más ligero para su convalecencia.

En el lado opuesto del salón había una última puerta, tras la cual encontré la amplia sala que había visto desde el pasillo, la que tenía muebles estilo Luis XV. Parecía tener una función puramente decorativa y, desde luego, no era tan acogedora como el saloncito de al lado. En una esquina descubrí una chimenea con un complicado diseño hecho de azulejos. Sobre el parqué había unas cuantas alfombras desperdigadas que, desde luego, no procedían de las rebajas... Los muebles eran muy elegantes y, tal y como yo empezaba a sospechar, auténticos.

Aquella sala puso fin a mi ruta turística.

Contemplé la calle a través de uno de los ventanales y sonreí al ver el típico bullicio parisino: en ese momento, varias personas cruzaban la calle con baguettes bajo el brazo; un motorista montado en un escúter pasó rozando a un peatón, que le lanzó diversos improperios; dos mujeres se encontraron y se pusieron a charlar con una vitalidad y afectuosidad muy difíciles de ver en las calles alemanas. Y aquello era, precisamente, lo que más me gustaba de Francia, aunque también me hizo darme cuenta de algo: de que tenía

que ir a comprar comida, para ella y para mí.

«Una experiencia nueva —pensé—. Será divertido».

Volví a la cocina, me serví una segunda taza de café y rebusqué en los armarios: al parecer, no cocinaba nunca, ni siquiera allí.

Aparte del café y varias clases de té, encontré unos cuantos platos precocinados en el congelador —supuse que para las emergencias— y nada más.

Reflexioné: seguramente aún faltaban un par de días para que ella estuviera en condiciones de salir a la calle. Mientras tanto, necesitaba algo que la ayudara a recobrar fuerzas y recuperarse. En cuanto a mí, no estaba dispuesta a vivir dos días sin baguettes o sin poder tomarme un café con leche. No había más que hablar: hice una lista, regresé a la habitación donde ella seguía durmiendo y me vestí. Antes de salir, volví a mirarla.

Seguía durmiendo, lo cual era buena señal.

Mi excursión para ir a hacer la compra fue de lo más agradable: la simple oportunidad de poder hablar francés ya era mucho, aunque el mío estaba un tanto oxidado por el desuso.

Y además, estaba la gente: los franceses se gritaban y se regañaban unos a otros, pero un segundo después se abrazaban como si no hubiera pasado nada, lo cual me parecía maravilloso. Mis compras finales no tenían prácticamente nada que ver con lo que yo había previsto, pero daba igual porque la experiencia me había resultado de lo más grata y, sólo por eso, ya valía la pena.

Volví a casa silbando. La gente con la que me cruzaba me saludaba con un alegre «¡Bonjour!» y yo les respondía con la misma alegría. Ya en el apartamento, guardé la compra en la cocina, mientras silbaba en voz baja para no despertarla. Puse un cazo de leche a calentar —¡por fin el primer café con leche del día!

—Y me dirigí a su habitación. Cuando entré, me miró y dejé de silbar de golpe. Por supuesto, ella no sabía qué había estado haciendo yo y de hecho, era mejor así, pues podría haberle parecido inapropiado.

Me acerqué a la cama.

—¿Te he despertado? —le pregunté, preocupada.

—No —contestó en voz baja, aunque era obvio que se sentía algo mejor—. Ya estaba despierta. —Arrastraba las palabras al hablar y todavía tenía los labios hinchados.

Quise abrazarla para demostrarle lo mucho que me alegraba de que ya se sintiera mejor, pero aún era demasiado pronto.

—He ido a hacer la compra —le expliqué —. ¿Quieres comer algo?

—No —repitió—. Me estaba preguntando dónde te habías metido.

Oh, oh, aquello sonaba fatal... A pesar de la dulzura de su voz, no me costó mucho detectar el crujido del hielo.

¿Qué querría decir con eso de «dónde te habías metido»?

¿Acaso pensaba que la había dejado sola, que me había largado a mi casa o algo así? En todo caso, todavía estaba demasiado débil para mantener una discusión sobre ese tema.

—Me estoy preparando un café con leche —le dije, como si no me hubiera dado cuenta de su tono de voz—. ¿Te sientes capaz de beber algo? —Vaciló y yo detallé un poco mejor mi oferta—.

También he comprado naranjas. Si quieres, te hago un zumo, que seguramente te sentará mejor. Además, tienes un exprimidor bastante bonito —sonreí de forma alentadora.

—¿Tengo un exprimidor? —me preguntó, sin demasiado entusiasmo. Tuvo suerte de estar enferma porque, de no haber sido así, le habría dicho muy claramente lo que podía hacer con su exprimidor.

—Pues sí, tienes uno —me limité a confirmar—. Vale, pues zumo de naranja. Lo que no mata, engorda.

—¿Cómo dices?

De no haber sido porque estaba completamente segura de que ya nos habíamos visto antes —y mucho más que eso —, en ese momento habría tenido serias dudas al respecto.

—Pues que matarte, no te matará; como mucho, te engordará —repetí, con mi mejor voz de alumna aplicada de escuela primaria.

Se limitó a mirarme y yo suspiré para mis adentros. Después traté de sonreír con amabilidad.

—Bueno, pues ahora me voy a la cocina a exprimir unas cuantas naranjas para hacerte un zumo. Además, la leche ya debe de estar a punto de hervir. —Di media vuelta y salí de la habitación.

Ya en la cocina, empecé a preguntarme por los motivos de su comportamiento.

Alguien la había atacado salvajemente y, desesperada, me había llamado a mí. Yo la había traído a París.

¿Acaso le molestaba ahora el verse forzada a estar conmigo?

¿Quería librarse de mí, ahora que ya estaba aquí, en su refugio más apartado y privado? ¡Pues si eso era lo que quería, así se haría!

Pero sólo cuando estuviera lo bastante recuperada como para que yo pudiera largarme con la conciencia bien limpia. Hasta entonces, no le iba a quedar más remedio que soportarme.

Hice el zumo de naranja, lo puse en un vaso y cogí una pajita del paquete que había comprado. Lo coloqué todo sobre una bandeja de desayuno —sí, también tenía una— y se la llevé.

Desde luego, estaba mucho mejor, pues había conseguido sentarse en la cama sin mi ayuda. Dejé la bandeja sobre su regazo y cogí mi taza de café. Después, y a pesar de su mal humor, me senté en la cama frente a ella.

—He pensado que así te resultaría más cómodo —dije, señalando la pajita.

Cogió el vaso muy despacio.

—Sí —dijo, antes de beber un sorbo—. Muchas gracias por haberlo pensado —no me miró y por su voz no pude detectar si lo decía de corazón o sólo estaba tratando de ser educada.

—Tienes un apartamento precioso — elogié. «Como tú», quise añadir, aunque ella no tuviera interés alguno en oír algo así. Sin embargo, no dije nada. Tal vez aún era demasiado pronto.

—¿Tú crees? —contestó, tan reservada como yo esperaba.

—He echado un vistazo —proseguí, sin hacer caso de su mal humor—, mientras dormías. Espero que no esté prohibido.

Me miró a través de las dos rendijas que eran sus ojos. Aunque sabía perfectamente que por mucho que quisiera no podía abrirlos más, su gesto parecía intencionado, además de encajar muy bien con su tono de voz.

—No lo sé, porque hasta ahora no había tenido que tomar esa decisión.

Gracias a todo lo que habíamos pasado juntas hasta ese momento, yo sabía que lo que más le molestaba era que alguien invadiera su espacio privado, pero yo no tenía la culpa. No había leído sus cartas de amor —«¿habrá escrito o recibido alguna?», me pregunté— ni tampoco había curioseado en sus armarios.

Bueno, sólo en el de la cocina, pero ese no contaba.

—Espero que no —fingí que no me impresionaba en absoluto.

Tenía que hacerle entender que no estaba dispuesta a ceder ante su actitud defensiva, y se dio cuenta.

—Te agradezco mucho todo lo que has hecho por mí —repitió, sin indicar si lo decía de verdad o no.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.

Desde luego, nadie podría advertir oscuros motivos tras esa pregunta.

—Mejor —dijo. No pareció especialmente entusiasmada en ofrecer más detalles, lo cual me hizo reaccionar con cierta rabia.

—Me alegro —comenté, en un tono un tanto forzado. Me estaba empezando a cansar de todo aquello y no dejaba de preguntarme qué le pasaba—. Quítate la sudadera —le ordené con frialdad, pensando que un pequeño sobresalto no le vendría mal. Al parecer, el truco funcionó.

—¿Qué? —me miró, asustada.

Permití que sufriera durante unos segundos y luego le expliqué la idea que me rondaba por la cabeza.

—He comprado un bálsamo para los moretones y voy a ponerte un poco en las heridas. También he encontrado un baño medicinal: esta tarde te pondré en remojo.

Además, tienes que quitarte el chándal de todas formas, porque lo levas puesto desde ayer. «A ver cómo rebates eso», pensé.

Ni siquiera lo intentó. Se limitó a observarme a través de sus párpados hinchados, igual que una marciana. Dejé la taza de café en la bandeja de desayuno y me puse en pie.

—¿Dónde tienes los pijamas? —le pregunté. Si hubiera estado curioseando en los armarios, ya lo sabría, ¿no?

Señaló el cajón central de una cómoda muy antigua. Lo abrí y encontré por lo menos una docena de pijamas de seda.

—¿No tienes nada que no sea de seda? —pregunté, al mismo tiempo que me daba la vuelta.

Tragó saliva, pues al parecer estaba muy alterada.

—No —explicó, bastante más dispuesta a cooperar que antes—, es...

—Ya sé, ya sé... —le sonreí amablemente—, te gusta el contacto de la seda en tu piel.

Cogí un pijama del cajón y lo dejé sobre la cama. Después volví a la cocina a buscar el bálsamo. Cuando entré de nuevo en la habitación, no se había movido ni un centímetro. Supongo que aún seguía perpleja.

Retiré a un lado la bandeja del desayuno.

Después la miré y la compadecí, pues lo que me disponía a hacerle le iba a doler. Sin embargo, era necesario.

—Espera, que te ayudo —dije.

La cogí por la cintura y tiré de la sudadera hacia arriba. Se quejó de dolor. Muy despacio, le levanté los brazos por encima de la cabeza y le quité la camiseta, mientras ella se quejaba más vivamente. Cuando terminé de quitársela, dejó caer los brazos a los lados y gritó de dolor una vez más.

—Y ahora los pantalones —dije, al mismo tiempo que apartaba la manta—. Será mejor que te tumbes.

Muy despacio, y con mucha dificultad, se colocó en posición horizontal, lo cual no le supuso demasiado esfuerzo. Apenas podía mirarla: tenía todo el cuerpo verde y azul y me pregunté quién podía haberle hecho eso.

Desde luego, no tenía intención alguna de preguntárselo.

Cogí el bálsamo.

—Si te duele, grita —le dije—, intentaré hacerlo con mucho cuidado.

Sin embargo, sabía muy bien que no podía evitarle el dolor, aunque sospechaba que en realidad tenía más aguante de lo que yo creía. Empecé a aplicarle el bálsamo y ella se retorcía cada vez que la tocaba. Al cabo de un rato, empezó a lloriquear en voz baja.

Antes de decirle que se diera la vuelta, le permití descansar unos minutos. La miré.

—Grita si quieres —le dije, muy apenada —. No te oirá nadie —deseé poder hacerlo por ella.

Me observó casi sin fuerzas.

—No puedo.

Al cabo de un rato, terminé la operación, le puse el pijama y se quedó dormida de inmediato.

Cada vez era más evidente que estaba naciendo en mí un sentimiento de venganza hacia quienquiera que fuese que le había causado todas las heridas. Mientras le aplicaba el bálsamo, me di cuenta de que tenía unas marcas muy profundas en las muñecas, lo cual indicaba que alguien la había esposado. No me sorprendía, pues, que tuviera el aspecto que tenía: no había tenido la oportunidad de defenderse.

Para mí, lo que había ocurrido seguía siendo un misterio. Me había asegurado que no estaba metida en esa clase de violencia, así que... ¿por qué de repente se había visto en una situación en la que alguien la esposaba?

¿O acaso había accedido voluntariamente?

No, me parecía imposible, aunque hasta hacía muy poco había otras muchas cosas que también me parecían imposibles. Buena parte de esas cosas tenían mucho que ver con nuestra relación: por ejemplo, que fuera una prostituta y que yo me hubiera enamorado de ella.

No era algo que me hiciera feliz y, desde luego, tampoco me hacía feliz su profesión, aunque ahora ya estaba más preparada para aceptarlo. Tal vez no en el contexto de una relación, pero como mínimo estaba preparada para aceptar que esa era su forma de vida. Y lo que todo eso significaba para mí era obvio: la amaría siempre, pero no estaríamos juntas.

Con un poco de suerte, me aceptaría como novia platónica.

A pesar de mi dolor, sonreí. Platónica... ¡con el magnetismo erótico que tenía ella!

Bueno, ya podía empezar a olvidarme de eso. De repente, me di cuenta de que estaba hambrienta. Me fui a la cocina y cogí unas cuantas cosas que había comprado para el desayuno. Por lo menos, me libraría de batallar con ella durante un rato. Cogí una baguette y un poco de queso y me dirigí al saloncito. Enseguida supe por qué aquel era su rincón favorito, pues de inmediato noté la calidez que había en aquella habitación. Una vez más, ella buscaba en los objetos el calor que no podía obtener de la gente.

Me pregunté si yo sería capaz de cambiar esa circunstancia.

Tenía que haber alguna forma de devolverle una parte de lo que ofrecía tan generosamente, se diera cuenta o no. La alegría de la belleza y del amor.

Me habría encantado sentarme en su mullido sillón, pero no quería quitarle su sitio, así que me senté en otro sillón que había enfrente y la imaginé sentada en su butaca, leyendo un libro. Pensé que sería maravilloso pasar la velada en su compañía, sentarme tranquilamente a leer y levantar la vista de vez en cuando para contemplar su hermoso rostro.

«¿Tendré la oportunidad de vivir algo así?», me pregunté.

Me acomodé en el sillón y empecé a soñar despierta. Supongo que me quedé dormida, pues me desperté sobresaltada al oír sus gritos, unos gritos espeluznantes que me obligaron a salir disparada hacia su habitación.

Cuando llegué, no estaba despierta. Gritaba de dolor, pero no del dolor que experimentaba su cuerpo: tenía una pesadilla. Me acerqué y la zarandeé: sabía que así le hacía daño, pero era mejor eso que permitir que reviviera la espantosa experiencia.

Se despertó, sin dejar de gritar. La estreché entre mis brazos, aunque sabía que eso también le iba a doler. Le acaricié el pelo y traté de tranquilizarla.

—Sshh... tranquila —le susurré—. Estoy aquí. No hay nadie más. Estás en París. Estás a salvo. —Le temblaba todo el cuerpo y tenía calambres en todos los músculos. La miré a los ojos y me di cuenta de que estaban secos —. Adelante, llora —insistí, casi con desesperación—. Llorar te hará bien.

La zarandeé de nuevo, pero no lloró. Si no lloraba... ¿cómo iba a acabar con todo aquel sufrimiento y toda aquella tensión?

Pasó mucho tiempo antes de que consiguiera calmarla lo bastante como para que respirara con normalidad. Me sentí incapaz de hablarle y, muy despacio, la ayudé a tumbarse de nuevo en la cama, pues no quería hacerle más daño. Se dejó caer y gimió de nuevo, esta vez por el dolor que sentía en esos momentos.

Algunas de las heridas se habían abierto y habían empezado a sangrar. Vi la sangre que empapaba su pijama. ¡Estaba para tirar!

Pero ese no era su problema más grave.

Fui a buscar las pastillas que le había recetado la doctora y le di una. Lo importante ahora era que consiguiera dormirse otra vez. Yo la vigilaría mientras dormía y la despertaría sin dudarlo al menor síntoma de pesadilla.

El dolor la seguía atormentado. Me miró, pero no sabría decir si legó a reconocerme. Al cabo de un rato, se durmió lloriqueando.

Fui a buscar una manta a la habitación de al lado y me senté en el sillón, cerca de ella.

Como las cosas sigan así, me dije, acabaré durmiendo mejor en un sillón que en una cama. Cuando consideré que estaba profundamente dormida, fui a la biblioteca a buscar un libro.

La verdad es que no tenía ningún libro fácil. Casi todos estaban en francés y los que estaban en alemán no eran precisamente relajantes... ya me imaginaba que no era una lectora de novelas románticas, pero por lo menos podría haber tenido algún libro de

Agatha Christie o El nombre de la rosa.

Finalmente me decidí por Madame Bovary — me pregunté por qué tendría ese libro— y volví junto a ella. Cuando iba a la escuela, me negué a leer Madame Bovary en francés.

¡Quién me iba a decir a mí que llegaría un día en que lo leería voluntariamente!

Me puse a leer. Cada vez que gemía, levantaba la vista para mirarla. Al cabo de un buen rato, se quedó más tranquila y siguió durmiendo. La lectura me absorbía cada vez más: después de tres horas leyendo, aún no había entendido qué le había visto Emma

Bovary a aquel tipo.

De repente, tuve la sensación de que algo había cambiado. Ya no se quejaba. Miré hacia la cama y me di cuenta de que me estaba observando. Cerré el libro y lo dejé a un lado.

—¿Estás despierta? —pregunté innecesariamente.

—Sí. —Seguía observándome con fijeza y empecé a sentirme un poco incómoda. «¿Y ahora qué pasa?», me pregunté.

—¿Puedo hacer algo por ti? —le pregunté, en un tono excesivamente formal.

Me puse en pie—. He comprado sopa.

Creo que te sentaría bien tomar un plato de sopa. —Quería ir a la cocina para huir de su mirada.

—Quédate —me ordenó, antes de que pudiera dar un paso hacia la puerta. Me quedé inmóvil. La entendía, sabía que se sentía muy mal, pero... ¿es que siempre tenía que descargar sobre mí su mal humor? Y si no era sobre mí, ¿sobre quién? Después de todo, allí no había nadie más. Permanecí de espaldas a ella, todavía inmóvil.

—¿Sí? —dije, con resignación. —Acércate, por favor.

Di media vuelta y me acerqué. Me quedé junto a la cama.

—Siéntate —dijo.

Me senté en el borde de la cama.

Levantó un brazo, al mismo tiempo que se estremecía.

—No hagas eso —protesté.

—Sí. —Me acarició la mejilla con suavidad. Después, agotada, dejó caer el brazo. Quiso sonreír, pero sólo le salió una especie de mueca de dolor—. Tenía ganas de hacer esto desde que recobré el conocimiento.

Quise besarla y abrazarla. Suspiré, pues las cosas más obvias no eran posibles, de momento. La miré: a pesar del estado en que se halaba, me parecía la mujer más hermosa del mundo.

—Me alegro de que te encuentres mejor —la miré con ternura.

—Sin ti, no habría sido posible —afirmó ella, en tono sincero.

—Me temo que eso no es del todo cierto —repliqué, con un suspiro—. Sin mí, por ejemplo, esta tarde te librarías de un baño medicinal.

No se dejó distraer fácilmente.

—Sin ti, ahora no estaría en París.

—Probablemente no —tuve que admitir.

Quiso reírse de la vergüenza casi infantil que yo sentía en esos momentos, pero el dolor se lo impidió.

—Ya ves —insistí—, si yo no estuviera aquí, ahora mismo te habrías ahorrado el dolor.—Por favor, hazme la sopa —dijo, mientras hacía esfuerzos para contener la risa — o no me quedará más remedio que admitir que tienes razón.

Me puse en pie y le sonreí. Después di media vuelta y volví a la cocina. Una vez más, coloqué todo lo necesario sobre la bandeja de desayuno: la sopa, una baguette y un zumo de naranja con pajita. Al igual que antes, cuando entré en la habitación ya se había sentado en la cama, aunque en esta ocasión parecía mucho más relajada.

—Creo que hasta tengo hambre — comentó, como si estuviera sorprendida.

Bueno, me dije, ¿y qué se creía? ¿Qué su cuerpo tenía reservas inagotables?

—Me alegro —bromeé—. La sopa sólo la vendían en envases de litro, o sea, que en la cocina queda todavía un montón.

Tosió, seguramente para evitar volver a reírse, pero eso le causó otra vez un agudo dolor.—

Ay... —se quejó en voz baja. Después me miró, pero no dijo nada. Cogió la pajita y se bebió el zumo. Acto seguido, empezó a tomarse la sopa muy despacio. Le costaba mucho trabajo sostener la cuchara con firmeza y, de hecho, le temblaba en la mano.

—¿Quieres que te ayude? —le pregunté.

Negó con la cabeza y trató de levarse la siguiente cucharada a la boca, pero el líquido se precipitó de nuevo al cuenco.

—Bueno, mejor que sí —admitió— pero por favor, no empieces con eso de «Esta por papá, esta por mamá».

—¡Claro que no! —dije, riéndome. Era evidente que empezaba a recobrarse, lo cual casi me hizo dar saltos de alegría.

Cogí la cuchara y le di la sopa.

—En estas condiciones —dijo, cuando el cuenco estuvo vacío—, creo que voy a pasar del resto del litro de sopa. ¿Te enfadas?

—No, claro que no —dije, bastante aliviada—. Me conformo con que hayas comido algo.

Se inclinó hacia atrás y se quejó un poco.

—¿Te duele algo? —le pregunté, con cierto temor.

—¿Algo? —me respondió—. ¡Todo! Me siento como si me hubieran metido en una picadora. «Por tu aspecto, yo también lo diría», pensé. No tenía intención alguna de preguntar nada, pero la expresión de mi cara lo dijo todo—. No quiero hablar de eso. —

Volvió a encerrarse en sí misma.

—No es necesario que lo hagas —la tranquilicé. La entendía perfectamente.

¿Quién podía pedirle algo así? Yo también preferiría pensar en otra cosa—. ¿Quieres dormir un poquito más, o prefieres pasar directamente a la tortura del baño? —le pregunté, con la misma alegría que si le hubiera pedido que escogiera entre ostras y caviar.

Se quejó... tal vez con un poco de exageración.

—¿No puedo tomar el baño mañana? — propuso, esperanzada.

—Si lo tomas hoy, mañana te sentirás mucho mejor. Suspiró.

—Entiendo —cedió—. Pues entonces prefiero hacerlo ahora.

De todas formas, ya he dormido bastante.

No verás las cosas de la misma forma después del baño, pensé.

—No quiero hacerte más daño del necesario —empecé a decir—. ¿Puedes ponerte en pie tú sola? Yo te ayudo después.

—Sí —dijo, heroicamente—. Lo intentaré. —Consiguió ponerse en pie y, con un poco de ayuda por mi parte, legamos al baño.

Abrí los grifos y el agua brotó en forma de cascadas. Después le quité el pijama y la ayudé a meterse en la bañera. Cuando el agua le rozó las heridas, soltó un lastimero quejido.

—No hace falta que estés mucho rato — casi sentía el dolor en mi propia piel—, sólo quince minutos. ¿Podrás soportarlo? —

Asintió, con los dientes apretados. Por su expresión, cualquiera habría dicho que tenía que soportar algo mucho peor que un baño.

Tras el baño, la metí en la cama con un pijama limpio y se durmió casi al instante. Y eso que pensaba que ya había dormido bastante.

La verdad es que mejoraba claramente: los moretones habían pasado a ser verdes y luego amarillo pálido. Ya me había fijado en las heridas de la cara y sabía que le dejarían marcas, si bien no demasiado grandes. Lo que más me preocupaba era que se acomplejara, pues para ella casi todo dependía de su aspecto.

Después pensé en mí misma: ¿acaso me preocupaba que no pudiera volver a trabajar?

Me acomodé en el saloncito y seguí leyendo. Puesto que ya se encontraba bastante mejor, no era necesario que la vigilara constantemente. De repente, apareció por sorpresa junto a la puerta. Hasta se había puesto una bata blanca. Entró sonriendo, caminando muy despacio: todavía no había recuperado su caminar garboso. Se sentó con dificultad en el mullido sillón.

—¿Por qué te has sentado ahí? —me preguntó. Señalé su libro y sus gafas de lectura.—

Es evidente que ese es tu sitio —le aclaré. Me miró y volvió a sonreír. No era como antes, pero se parecía bastante.

—Sólo quería ver qué haces mientras yo duermo.

—Pues ya ves —sonreí—, orgías salvajes.

Al parecer, creyó que mi tono ligeramente sarcástico era un tanto indecente, pero de todas formas sonrió.

—Sí, ya veo.

Dejó vagar su mirada por la habitación y yo tuve la sensación de que fue en ese momento cuando por fin comprendió dónde se halaba. Reconoció la habitación y los muebles con una mirada cariñosa. «Aquí sí que se siente en casa», pensé.

De repente, se incorporó en su sillón.

—Voy a vestirme —dijo.

—¡Todavía estás muy débil! —Protesté, un tanto angustiada—.

Tienes que quedarte en cama por lo menos un par de días más.

—No —replicó con firmeza—. Hoy me voy a quedar en casa, pero mañana quiero comprobar por mí misma que de verdad estoy en París.

Así que quería salir... Yo estaba tan acostumbrada a que nunca quisiera salir que ni siquiera había contemplado esa posibilidad, pero claro... en París no existía esa prohibición. Aquí no tenía clientas. Aquí era libre. Me di cuenta de que ni siquiera me había parado a pensar si trabajaba cuando estaba en París. Al enterarme de que tenía un apartamento en la ciudad, automáticamente había asumido que sí, que aquí también trabajaba. «Se te tendría que caer la cara de vergüenza», pensé.

—No fuerces las cosas. —Mi preocupación era sincera. La veía demasiado ansiosa por vivir, pero lo cierto es que aún estaba demasiado débil, aunque no quisiera admitirlo.

—Si pudieras, me envolverías en algodón —dijo, riéndose.

—Sí —dije—, si pudiera, sí.

—No hace falta que vayamos al Ritz, mujer. Me conformo con ir al restaurante de la esquina. ¿Te sientes mejor así?

—Sí —dije. Sin embargo, aún no me había convencido del todo, y lo sabía.

—Si de verdad quieres tomarte tantas molestias, puedes acompañarme a todas partes —propuso alegremente.

—Eso es lo que estaba pensando —dije, entre risas—. No te vas a librar de mí tan fácilmente. En tu estado, no.

—Cualquiera que te oiga —dijo, con una sonrisa—, pensará que estoy a punto de dar a luz. —La miré con repentino interés, mientras la imaginaba en los últimos meses de embarazo. Hasta en esas condiciones me parecería una mujer despampanante—. Cala, cala —dijo—, no pensarás que voy a hacer realidad ese deseo, ¿verdad?

—¿Qué deseo? —le pregunté, un tanto molesta.

—El de verme embarazada —dijo, con una mirada risueña.

Desvié la mirada.

—Creo que te estás recuperando muy bien.

Apenas acababa de levantarse y ya se estaba burlando de mí otra vez. Se puso en pie con bastante dificultad.

—Voy a empezar a vestirme. Tengo que practicar para mañana —me miró—. ¿Quieres ayudarme?

¡No puede ser!, me dije. ¿Estaba coqueteando conmigo?

—No —rechacé obstinadamente su oferta—, creo que puedes hacerlo tú solita.

—Sí —admitió, con una sonrisa burlona —, pero contigo será más divertido y me olvidaré del dolor.

—Que te diviertas —contesté agriamente.

Sin dejar de sonreír, salió muy despacio de la habitación, mientras yo me preguntaba quién era yo para ella. Regresó al cabo de un largo rato. Menos mal que se me había ocurrido meter ropa cómoda y amplia en su maleta. Llevaba la camisa azul que le quedaba tan bien y unos vaqueros que debía de tener desde hacía años, pues se ajustaban perfectamente a su figura. Al verla, empecé a notar ciertas sensaciones en mi interior.

Tragué saliva: la pobre aún no estaba del todo recuperada y a mí no se me ocurría nada más que pensar en esas cosas.

Observé su cara. El azul de la camisa resaltaba aún más la gama de colores de los moretones. Advirtió mi expresión.

—Ah, eso —dijo, para tratar de quitarle importancia—. No te preocupes, se puede corregir con un poco de maquillaje.

¿Corregir con un poco de maquillaje?

¡Pero si era clavadita al monstruo de Frankenstein! Aunque no podía decirle algo así, claro.

—Si tú lo dices... —comenté, tratando de que no se notaran mis dudas.

—Sí —me aseguró, con toda la inocencia del mundo—, ya tengo experiencia.

Casi me caigo de la silla. ¿Experiencia?

¿Con qué? ¿Con el maquillaje o con «corregir» las marcas que los «gustos» de las clientas le dejaban? Me di cuenta en ese momento de que sabía muy poco de su vida.

Excepto en una ocasión, apenas me había contado nada. Siempre me había ocultado esa parte. Recordé entonces las marcas de esposas que tenía en las muñecas y me pregunté si por lo general también «corregía» esas marcas con un poco de maquillaje.

Por suerte, no me estaba observando, sino que había centrado toda su atención en sentarse en su mullido sillón.

—Bueno, pues aquí me quedo —me comunicó. Aparté de mi mente todas aquellas ideas siniestras.

—¿Hasta mañana? —dije, con la intención de bromear. Era obvio que estaba muy ilusionada con la idea.

—Si hace falta, sí. En cualquier caso, es mejor que estar en la cama. Ya me estaba empezando a aburrir.

«¿Se aburre en la cama?», pensé. Bueno, eso tenía fácil solución.

¡Y dale!

Aunque no le gustara, tuvo que admitir que estar levantada tanto tiempo le suponía demasiado esfuerzo, así que al cabo de un rato se retiró. Horas más tarde, cuando me fui a la cama, dormía plácidamente por primera vez en varios días. La observé durante varios minutos, hasta que noté cómo me invadía el amor. No era necesario que utilizara su cuerpo para conseguir que yo me derritiera. Me sentí capaz de amarla eternamente. Lo único que faltaba ahora era que ella también se lo creyera.

La mañana siguiente me desperté muy temprano, pero ya estaba levantada. Cuando fui al baño la encontré en la bañera. No acababa de entender de dónde sacaba tantas energías, pues tres días antes ni siquiera era capaz de levantar un dedo. Sonreí y me arrodillé junto a ella.

—¿Puedo hacer café o nos vamos directamente al restaurante?

—Yo diría que puedes —opinó, en un tono algo compungido—.

Me parece que aún tardaré bastante en terminar todas las operaciones que tengo que hacer. Me puse en pie.

—Vale, pues te espero en la cocina — dije, antes de salir. Si me quedaba allí dentro mucho más rato, sería incapaz de resistirme, a pesar del baño de burbujas.

Mientras estaba en la cocina tomando un café, la oí trastear, primero en el baño y luego en su habitación. Cuando estaba preparándome una segunda taza, entró en la cocina. Lo había conseguido: en su cara no había rastro alguno de las heridas. Como mucho, se podía pensar que acababa de levantarse tras una apasionada noche en alguna parte.

—¿Qué aspecto tengo? —preguntó, mostrándome su trabajo.

—¡Estás fantástica! —dije, impresionada de verdad.

—Gracias —me contestó con educación —, aunque no me refería a eso —dijo, sonriendo.

«¿Por qué tenemos que salir?», me pregunté.

—No se nota nada —la tranquilicé. Lo decía muy en seno.

—Lo mismo que he pensado yo — afirmó, satisfecha. Después le echó un vistazo a mi taza—. ¿Podemos irnos?

Asentí. Era todo un placer ver la confianza y la libertad con que se desenvolvía en el barrio. Todavía no había recuperado del todo la agilidad, así que caminaba un poco tiesa. De no haber sido por esa pequeña limitación, habría pensado que era la viva imagen de la felicidad. Sin embargo, tenía la sensación de que había que frenarla todo el rato, pues rezumaba alegría.

Caminé junto a ella completamente perpleja. El restaurante más próximo estaba, efectivamente, a la vuelta de la esquina. Entró con naturalidad y saludó a todo el mundo, lo cual me indicó que era una habitual del lugar.

¿Dónde estaban la cautela y la voluntad de esconderse que yo había visto hasta entonces?

¡Qué diferencia!

El hombre que había tras el mostrador la saludó con un entusiasmo sincero.

—¡Bonjour, Madame! ¿De vuelta en París? —al mirarle, me di cuenta de que el hombre apreciaba su belleza tanto como yo.

—Bonjour, Jean —contestó ella alegremente. También ella estaba feliz, y se notaba.

El hombre ya le había servido un café solo. Después me observó educadamente.

—¿Madame?

Pedí lo mismo. Me fascinaba ver cómo ponía de relieve los lazos que la unían con aquel mundo. Lo mismo que todos los clientes habituales —la palabra «cliente» tenía allí un regusto amargo—, se quedó en la barra y se dedicó a remover el azúcar de su café mientras charlaba en un francés impecable con el camarero. No hablaron de nada especial, sólo del tiempo, de los precios o de los hijos del camarero, pero todo aquello ejercía una fascinación increíble sobre mí. Allí era una mujer completamente normal; allí estaba en casa.

Se había olvidado por completo de mí.

Yo la observaba y deseaba no tener que verla jamás de otra forma que no fuera aquella. Al cabo de un rato, recordó que no había entrado sola en el restaurante. Se volvió para mirarme.

—Lo siento —se disculpó, con una sonrisa de arrepentimiento—, cuando vengo aquí siempre es así. No pretendía...

—No tienes que disculparte —la interrumpí—, me encanta estar aquí — proseguí en voz baja, mientras observaba de reojo al camarero—. ¿Habla alemán?

Me miró, un poco perpleja.

—Ni una palabra.

—Eres maravillosa.

De no haber sido porque llevaba una gruesa capa de maquillaje, habría jurado que se había ruborizado, pero sólo pude intuirlo.

Se volvió hacia el camarero y le soltó una interesantísima perorata sobre el tiempo. El participó también y la ayudó a vencer una vergüenza en la que el buen hombre ni siquiera había reparado.

Me senté en uno de los elegantes taburetes y seguí observándola.

«La cosa va para largo», pensé. Los otros habituales del lugar —o eso me pareció — se habían congregado alrededor nuestro y ahora todos hablaban y reían a la vez. Miré por la ventana y contemplé el bullicio del tráfico. De vez en cuando, alguien entraba y la saludaba a ella y a los demás, charlaba con ellos o no, se quedaba o se iba.

Era obvio que había ciertas diferencias en cuanto al grado de confianza. Uno la saludaba con un apretón de manos, otro al tradicional estilo francés, es decir, un beso en la mejilla derecha, otro en la izquierda, otro en la derecha. «Debe de hacer mucho que viene por aquí», pensé.

«¿Por qué no se quedará aquí? ¿Por qué insiste en someterse a la tortura de abandonar el único sitio de su vida donde la quieren, donde tiene amigos, para volver allí?».

Mientras pensaba y la observaba, captó mi mirada. Acalló con todo su encanto las protestas de los otros, se despidió alegremente de todos y se acercó a la mesa donde estaba yo.

—Lo siento —volvió a decir—, supongo que te esperabas algo bastante diferente.

En realidad, no me esperaba nada. Sólo quería cuidar de ella.

—Es muy interesante —dije, con una sonrisa tranquilizadora—.

Me encanta estar en un restaurante de París y verte en todo tu esplendor. Realmente, no podrías hacerme más feliz.

Pareció turbada una vez más. Con la intención de que se relajase, quise cogerle la mano, pero ella la apartó. Ah, o sea, que no le gustaba. Sonreí. Bueno, esa es una de las exigencias de ese nuevo entorno.

—No te preocupes —le prometí—, me portaré bien.

Estaba muy inquieta y no paraba de moverse.

—Tienes que entender que...

—Lo entiendo —declaré, sin dejar de sonreír—. Hace mucho que soy lesbiana, ¿sabes?

Al principio, se quedó un poco desconcertada, pero después soltó una alegre carcajada que a mí me recordó el sonido de las gotas de lluvia.

—¿Por qué? —preguntó, pero se interrumpió—. ¿Por qué —volvió a empezar — para ti no es un problema?

—Porque no tengo problemas en ese sentido. Hay un montón de cosas que no hago en público y la mayoría de ellas no tienen absolutamente nada que ver con mi orientación sexual.

Seguía un tanto desconcertada.

—Tiene gracia —dijo al fin—. Hasta ahora siempre había oído lo contrario.

—¿Para ti es un problema? —le pregunté, con verdadera curiosidad. Esas cosas siempre habían despertado mi interés.

—No, en realidad no —dijo, tras reflexionar—. La verdad es que hasta ahora nunca había pensado mucho en ello.

La comprendí muy bien. Se había impuesto tantas limitaciones en su vida, y tantos otros tabúes, que lo más probable era que hasta ahora nunca hubiera tenido que enfrentarse a este. Nunca había tenido la oportunidad. Además, ¿a quién le iba a coger ella la mano? ¿A alguna de sus clientas?

—Pero en cierta manera, no parece muy justo —intentó fruncir el ceño, pero abandonó la idea con una mueca de dolor. No estaba todo lo bien que quería aparentar.

—No —asentí—, a mí tampoco me parece justo. Pero no es mi problema. El problema es de los que no soportan ver a dos mujeres que se quieren. —Me encogí de hombros—. Pero mi tiempo es demasiado valioso y la vida es demasiado corta. Que solucionen ellos sus propios problemas.

—Creo que tienes razón —reflexionó—.

Tendré que pensar en todo esto un poco más.

—Permaneció en silencio un rato, perdida en sus pensamientos.

La miré y me di cuenta de que estaba a punto de quedarse dormida.

—Será mejor que nos vayamos a casa, ¿no crees? —le pregunté, en tono apremiante. Se incorporó un poco.

—Sí, de repente me siento cansadísima, pero la verdad es que hasta ahora no me había dado cuenta.

«Claro que no —pensé—, si ha estado nadando en un mar de amistad y felicidad».

—¿Has pagado? —empezaba a temer de verdad que se cayera allí mismo. A pesar del maquillaje, parecía absolutamente agotada.

Hizo un gesto ambiguo con la mano.

—No hace falta que paguemos. Cuando llego a la ciudad, la primera taza de café siempre corre a cuenta de la casa.

Se puso en pie y se acercó una vez más a la barra. Reunió las pocas fuerzas que le quedaban para despedirse y desplegó todo su encanto. Era evidente que tenía fascinado a todo el mundo, y todos querían retenerla, que se quedara un poco más. Declinó la invitación muy a su pesar y lo dejó para otra ocasión.

Salimos y doblamos la esquina. En cuanto estuvimos lo bastante alejadas, se apoyó en la pared. Estaba casi gris bajo la capa de maquillaje. Me asusté mucho y me pregunté por qué siempre tenía que excederse tanto.

—¿Quieres que te ayude? —le pregunté.

Fuera como fuera, tenía que llevarla a casa.

Negó con la cabeza.

—Puedo yo sola, pero déjame descansar un minuto —dijo, al tiempo que cerraba los ojos.

El control que ejercía sobre su cuerpo era realmente increíble.

Transcurrido un minuto, abrió de nuevo los ojos y dijo: —Vamos.

Seguía sin tener muy buen aspecto, pero caminó por la calle como si lo único que le ocurriera fuese que estaba cansada tras una larga jornada laboral. No sabía hasta dónde le alcanzarían las fuerzas, pero traté de estar lo más cerca de ella que pude.

Consiguió llegar al apartamento, pero se desplomó nada más cruzar la puerta. La ayudé a levantarse y a entrar en la habitación.

Se dejó caer sobre la cama y no dio más muestras de vida, hasta el punto de que no supe si respiraba o no. Para asegurarme, pegué la oreja a su boca. Después la coloqué en una posición más cómoda, le quité los zapatos, la tapé con una manta y la dejé dormir.

Decidí que al día siguiente volveríamos a salir, pero esta vez para que le hicieran radiografías.