Taxi a Paris
Cap 4
Los días transcurrían igual que las escenas de una película mala.
Recordé nuestro primer encuentro, en un café de mujeres llamado Bella Donna. Qué apropiado. Eso es exactamente lo que era ella, una mujer hermosa y también —o eso me parecía ahora— un veneno lento y mortal.
Cómo me había excitado... Hizo una entrada majestuosa, como si conociera a todo el mundo o bien como si no conociera a nadie.
Quizás era la primera vez que entraba allí o quizás había estado miles de veces. No sabría decir si las mujeres que hablaban con ella lo hacían porque la encontraban tan fascinante como yo, o porque ya la conocían.
Ella las trató a todas con la misma despreocupación e indiferencia y no se sentó a tomar algo con ninguna, sino que se sentó sola. Eran las demás las que se le acercaban.
En serio, era como una reina que recibía a la corte. Yo me dediqué a observarla de lejos y luego decidí llamar su atención. Sin embargo, ella no miraba nunca en mi dirección, lo cual despertó aún más mi curiosidad. Tal vez fue sólo mi leve frustración lo que me llevó a tomar la decisión de conocerla. Ella no pareció interesada en lo más mínimo.
A decir verdad, apenas era capaz de recordar lo sucedido a partir de ese momento.
De repente, me encontré en mitad de una situación sin saber muy bien cómo o por qué había legado hasta allí. Mis circunstancias actuales eran el resultado.
Recurrí a toda mi fuerza de voluntad para no pasarme el día entero pensando en ella. Después de todo, tenía cosas que hacer: trabajar un poco, por ejemplo. Aquella distracción forzada me convenía porque si no, el día se me habría hecho eterno. Y era cierto: tras un deprimente fin de semana que había pasado en un aislamiento autoimpuesto —¿por qué actuaba así conmigo misma? —El miércoles estaba ya legando a su fin. ¡No, no y no! Durante toda la tarde, me prohibí llamarla. ¿Quién sabe qué me esperaba?
Se me ocurrió la idea de que era más probable que tuviese las mañanas «completas». Claro, una que va a la peluquería, otra que va a hacer la compra...
Me pregunté cómo se sentían las otras mujeres, haciendo un hueco para estar con ella entre la visita al carnicero y la visita al verdulero. ¿Acaso esa clase de frivolidad les resultaba especialmente apetecible? ¿O sólo formaba parte de lo que hacían siempre, es decir, pasar el rato? Cuanto más pensaba en ello, más me daba cuenta de que eso no formaba parte de mi mundo. Y sin embargo, me había enamorado de ella.
«¡Ja, ja, ja! ¡Te estás poniendo en ridículo, te estás poniendo en ridículo!». Esas palabras cruzaron mi mente igual que las cancioncillas que cantábamos en el colegio cuando saltábamos a la cuerda, mientras la cuerda cortaba el aire para luego restallar y raspar contra el suelo. Me invadió una furiosa decepción. ¿Acaso no era yo dueña de mí misma? ¿No podía decidir lo que era bueno para mí y lo que no lo era? «¿Y esto es bueno para ti? No, seguramente no. Entonces... ¿Por qué lo haces? Exacto. Esa es la cuestión». No me quedó más remedio que aceptarlo. Ansiaba estar con ella, quería algo más que ir a cenar. Tomé una decisión: «Las mujeres especiales requieren estrategias especiales, ¡sos burra!».
Así que la llamé esa tarde y las cosas fueron casi como la primera vez. Ella contestó en tono tranquilo, sin decir su nombre. No se me ocurrió una buena forma de empezar, así que lo que hice fue preguntarle lo siguiente, después de decir mi nombre:
—¿Has pensado en mi propuesta?
—¿Qué propuesta? —preguntó ella.
¡Lo sabía! Después de todo, una semana es un plazo considerable de tiempo. ¿Por qué suponer que se acordaba de mi invitación?
Seguramente, había estado muy ocupada con cosas que no tenían nada que ver. Me daba miedo hablar, porque estaba segura de que no podría contener la rabia.
—¿Sigues ahí? —preguntó ella, transcurridos unos instantes.
—Sí —dije, controlando mi voz y tratando de que no se me notara por teléfono —. Te había preguntado si querías salir a cenar conmigo.
—Ah, sí —dijo, como si lo recordara vagamente—. Ya lo he pensado. —Vaya, me dije, eso sí que es una proeza: se le había olvidado y aun así, había sido capaz de pensar en ello. ¡Esperaba que alguien se lo hiciera a ella alguna vez!
—¿Y? —«Mordaz» sólo describe por encima el tono de voz que utilicé—. ¿A qué conclusión has legado? —La verdad es que no sabía durante cuánto tiempo podría mantener el control. Estaba segura de que ella pensaba declinar mi invitación y ese pronóstico sirvió para tranquilizarme un poco. Un final rápido y sin dolor (¡sí, eso es!) sería, al fin y al cabo, lo mejor para mí.
—Todavía no estoy segura —me contestó, en voz baja.
—¡Pero si has tenido una semana entera para pensarlo! —exclamé, impulsada más por la sorpresa que por el enfado. Pero claro, en realidad no había tenido una semana entera para pensarlo, puesto que mi llamada acababa de recordárselo.
¿Por qué en mi interior se acumulaban al mismo tiempo tanta rabia y tanto deseo? De haber estado ella frente a mí, no me habría largado igual que la última vez: eso estaba clarísimo, independientemente de que tuviera o no intención de cobrarme.
Desde luego, no habría obtenido de ella lo que yo quería, pero al menos habría disfrutado de buen sexo. ¡Hasta yo sabía eso!
—Una semana pasa enseguida — comentó ella, más como excusa que como constatación de un hecho.
¡Ah, sí, claro! Estaba convencida de que a ella el tiempo se le había pasado mucho más deprisa que a mí. Con una vida tan ajetreada como la suya, el tiempo pasa muy deprisa. Me hizo sentir vieja, pero mi rabia fue desapareciendo poco a poco. Después de todo, no me servía de gran cosa. Si yo se lo permitía, me haría esperar otra semana, y luego otra y otra...
—De acuerdo —dije, en un tono de resignación y abnegación—. No hace falta que aceptes, si no quieres.
—Yo no he dicho eso. —Me sorprendió una vez más. La situación había cambiado, pues la respuesta era más positiva de lo que yo esperaba—. Es que hay que considerar muchas cosas.
¿Respecto a una invitación para salir a cenar? No me cupo ninguna duda de que aquella mujer vivía en un mundo completamente distinto al mío. En mi caso, sólo había dos cosas que considerar: «¿Puedo ir? ¿Quiero ir?». Bueno, puede que también el tipo de comida, pero desde luego, tomar esa decisión no llevaba una semana entera. ¿O sí?
—¿Por qué? ¿No eres capaz de decidir si quieres ir a un chino o a un italiano? —aunque la pregunta pareciera muy banal, tal vez para ella tenía un significado mucho más profundo.
Se echó a reír.
—No es tan sencillo —dijo. Sus procesos mentales eran demasiado para mí. No era capaz de imaginar motivos convincentes para que una persona pudiera alcanzar tal grado de complicación. Y yo no podía esperar otra semana, de eso estaba segura, así que...
¡ahora o nunca!
—¿Podrías aceptar una invitación para cenar en un sitio fuera de la ciudad, que acaba de abrir, que no sirve comida china ni italiana y que tiene un patio? —Desde luego, aquello ofrecía muchas posibilidades. Ni era demasiado íntimo, ni demasiado informal.
Y en una agradable noche de verano como aquella... ¿quién sabe qué podía ocurrir? A través del teléfono me legó un ruido que se parecía bastante a una carcajada.
—Mira que eres tozuda —dijo.
—Bueno, sí, reconozco que es bastante complicado convencerte para salir a cenar, pero por... —iba decir «una mujer hermosa», pero ya que se lo decían a diario, no le habría emocionado especialmente, así que terminé mi frase de otra forma— una buena cena, yo hago lo que sea. —Tendría que conformarse con eso.
—Bueno, vale —aceptó amablemente—, pero tendrás que esperar un poco más. Antes de mañana no puedo.
Casi de inmediato, cruzó por mi mente el más espantoso de todos los posibles motivos que le impedían salir esa noche. En realidad, sólo podía haber un motivo: que ya tuviese otro compromiso. Y no me costó mucho imaginar con quién: con una clienta. Con una clienta que era más importante que yo.
Estábamos otra vez como al principio.
Reprimí una nueva oleada de rabia y el impulso de atacarla. En lugar de eso, le hice otra pregunta: —¿Quieres que pase a buscarte o nos encontramos en algún sitio?
—Dime dónde es y nos encontramos allí. —Al parecer, pretendía evitar por todos los medios la posibilidad de tener que depender de mí. Aunque a mí me parecía que era una irresponsabilidad medioambiental ir en dos coches, estaba claro que ella no aceptaría ninguna otra alternativa, así que le di la dirección.
—Ah, sí, ya me han hablado de ese sitio —reconoció.
De nuevo, un fogonazo cruzó mi mente. «¿Quién?», quise preguntarle, pero no lo hice.
—¿A qué hora? —pregunté.
—A las ocho —respondió, sin pararse a pensar. Desde luego, había memorizado su agenda, lo cual debía de ser de gran ayuda a la hora de evitar los celos y las situaciones incómodas.
—Pues nos vemos allí —dije para terminar.
—Allí estaré —confirmó ella.
Colgué con gesto vacilante. Me habría gustado charlar un poco más, pero en realidad no había motivos para seguir al teléfono. Y al día siguiente la vería, o eso esperaba.
¿Asistiría a la cita? No la conocía lo bastante como para saberlo. Quizás asistiría sólo porque todavía veía en mí a una clienta potencial, una clienta a la que no quería perder. ¿Era eso lo que yo quería saber? No, la verdad es que no quería saberlo, pero mañana por la noche, como máximo después del postre, todo se habría aclarado.