Tarot
Esteban acude a que le tiren la cartas... y acaba tirándose a uno de los videntes. (Romántico y con sexo, obvio).
TAROT
Aquel papel había caído en sus manos por mera casualidad, pero a sus veintiún años, Esteban no era de creer demasiado en las casualidades. Hacía semanas que buscaba algún sitio donde le leyeran las cartas y, cuando ya había olvidado por completo aquello que le parecía poco menos que un capricho... ese tipo le había entregado a la salida del centro comercial el folleto de alguien que decía poseer un don natural y se ufanaba de solucionar problemas, por más imposibles que pareciesen.
Pues bien, allí se encontraba él, arropado por los intempestivos tres grados bajo cero que se burlaban del castañeo de sus dientes...
Cuando llegó al sitio que indicaba el papel, no pudo más que sentirse decepcionado. Había esperado encontrarse con un local minúsculo y maltrecho, oloroso a incienso y a hierbas aromáticas... pero en vez de eso, estaba frente a una casa lo más normal que no tenía ni pinta de ser la morada de una bruja. O de lo que fuera. Indeciso, se balanceó hacia adelante y hacia atrás sobre sus talones, debatiéndose entre tocar el timbre o alejarse de allí a toda prisa. Pero entonces, y por algo que a falta de otra palabra obligatoriamente tuvo que calificar de casualidad, una muchacha joven salió de la casa y se dirigió al cesto de basura, cargando un par de bolsas. Lo primero que pensó Esteban al verla fue "gitana".
-Disculpa -susurró-. ¿Tú tiras el Tarot? -preguntó atropelladamente. La chica parpadeó y se lo quedó viendo por menos de un instante.
-No... es mi suegra. Está adentro...
-Ah... ¿Hay que sacar turno, o algo?
-No. ¿Quieres una consulta?
-Sí.
-Oh, bueno, pasa...
Esteban siguió a la muchacha y cerró la puerta detrás de sí. La joven gitana vestía una larga pollera celeste y una blusa al tono, y tenía el cabello recogido con una cinta blanca.
-Siéntate -le dijo a Esteban-. En seguida te atiende.
Él obedeció y, algo nervioso, tomó asiento en uno de los sofás de color té con leche. La sala era amplia y estaba totalmente cubierta por una alfombra de color carmesí con arabescos dorados. En seguida, Esteban se dio cuenta de que eran dos alfombras superpuestas. Una mesa ovalada ocupaba la mayor parte de la habitación, rodeada de seis o siete vistosas sillas de madera. El mobiliario era escaso, pero curiosamente de muy buen gusto. No parecía que allí viviese gente pobre. El televisor, sintonizado en el canal de cable Cartoon Network o Boomerang, exhibía uno dibujos animados que Esteban identificó, sin que hubiese lugar para las dudas, como Tom y Jerry. Dos niños pequeños estaban sentados en el suelo, uno mirando al gato siamés Tom perseguir al escurridizo ratón, y el otro, el otro niño, jugaba con un globo de cumpleaños de color violeta que tenía estampado el logo del Burger King.
En otras palabras, el sitio parecía normal. No obstante, Esteban estaba algo incómodo. No solía meterse en casa de desconocidos así tan fácil y eso le arrancó una pequeña sonrisa. Alzó la mirada hacia donde había desaparecido la joven gitana y sus ojos se toparon con unas largas cortinas blancas que al parecer ocultaban un sofá de color turquesa. Curioso. Con el paso de los minutos, Esteban se dio cuenta de que comenzaba a transpirar... ¡Dios, hacía veintinueve grados allí adentro! Sofocado, se quitó el abrigo.
-¡Pasa! -exclamó la gitana, desde el otro extremo de la amplia sala, allí, detrás de las cortinas. Esteban se puso de pie y caminó ligero sorteando la mesa y luego, las blancas cortinas. El sofá celeste resultó ser una cama de dos plazas bastante vistosa.
Cuando él entró en la habitación, la gitana cerró la puerta suavemente. Lo primero que vio Esteban al entrar, no fue a la anciana, sino al muchacho. O mejor dicho, los vio a ambos, pero el joven le pareció mucho más llamativo. Un joven adolescente estaba de pie junto al ventanal, tenía el cabello muy rubio y los ojos de un color que oscilaba tenue e imprecisamente entre un verde agua o un celeste ambiguo. Vestía una camisa azul oscuro y unos pantalones negros rectos. Un cigarrillo de aroma dulce y embriagante se mecía entre sus dedos blancos y desnudos.
-Buenas tardes -saludó la anciana y su voz apartó a Esteban del inquietante chico. Chico, sí, porque no parecía tener más de dieciocho o diecisiete años.
-Hola.
-Toma asiento -sonrió la anciana. Esteban obedeció de nuevo y miró a su alrededor, intentando que su mirada no se cruzara con la del extraño joven. Estaban en el dormitorio de la anciana. Con una corta inspección, se dio cuenta de que la mujer estaba enferma. Tenía el pie derecho completamente vendado y sobre la pared descansaba la muleta que seguramente necesitaba para poder desplazarse. Esteban no hizo ningún comentario al respecto-. ¿Es la primera vez que te tiras el Tarot? -preguntó, sin borrar la amable sonrisa.
-Así es -respondió él, devolviéndole el gesto.
-Mngh, ya veo. Bien... -susurró, mezclando un mazo de viejos y cuarteados naipes-. Dime tu nombre y tu fecha de nacimiento... y saca una carta.
La anciana le extendió el mazo, sosteniéndolo entre sus manos formando un amplio abanico. Esteban eligió una de las cartas del medio y dijo:
-Esteban Daniel Leonov, ocho de agosto de mil novecientos ochenta y siete.
-Esteban Daniel... Leonov -repitió-, mngh... eres leonino, como Etienne -comentó, señalando al chico y Esteban no pudo hacer más que levantar la vista ante tal atractivo espectador-. Etienne nació el quince de agosto. O al menos eso dicen... ¿Verdad, cariño?
El muchacho sonrió y asintió en silencio y luego volvió a posar sus ojos en los de Esteban, que apartó los suyos al instante. Con esto, no se había dado cuenta de que la mujer ya había dispuesto a lo largo y a lo ancho de toda la mesa las cartas del mazo completo y que ahora, ensimismada, las contemplaba atentamente, con las manos a ambos costados.
-Eres un hombre luchador y valiente. No bajas los brazos, no te dejas vencer ante nada. Tienes tus momentos de melancolía, pero nunca dejas que te arrastre. Sin embargo... eres algo cerrado con las personas que te rodean, no confías tus secretos ni a esos que te atreves a llamar amigos. No eres de tener muchos amigos, tampoco. Hablas... hablas y ríes, pero eso es simplemente lo que muestras ante ellos... por dentro, no estás bien.
"Dios mío, ¿quién es esta mujer?", pensó Esteban, al borde de una desesperación silenciosa y patética.
-Hace poco tiempo sucedió algo... bastante malo. Una pérdida... no, dos. Dos seres muy cercanos, muy queridos -la mujer levantó los ojos y le señaló una carta-. Tus padres.
-S-sí... -balbuceó Esteban. De repente sentía ganas de echarse a llorar y salir corriendo de allí. Pero no lo haría. Se quedaría allí oyendo todo lo que esa mujer terrible tuviese que decirle. Porque estaba claro que ese era sólo un prólogo: le estaba demostrando que no era una charlatana.
-Sin embargo... has salido adelante. Y has descubierto que ahora tu vida es mucho más fácil.
Y ahí estaba, la sentencia. No hacía falta que esa mujer lo dijese, se había dado cuenta de ello el verano pasado, tres meses después del accidente. Se había embriagado con unos amigos en un pub de San Telmo y había acabado en su casa, junto con un chico que a la mañana siguiente le había cobrado ciento cincuenta pesos el "servicio a domicilio". Se había sentido tan culpable de haber tenido sexo con un prostituto en la cama de sus padres, que a la semana siguiente la ostentosa residencia Leonov lucía un grotesco cartel de "se vende". No obstante, su amiga Diana lo había soltado todo, como lanzándole el aceite hirviendo de una sartén: ahora que sus padres estaban muertos, él por fin podría liberarse de las cadenas que lo habían mantenido veinte años preso de las apariencias de una sociedad que detestaba. Y tenía toda la razón. Pero era la sombra de la culpa la que le quitaba el sueño por las noches, en su departamento de Recoleta... sentía culpa de que la imagen que tanto esfuerzo les había costado a sus padres ir dibujando con cuidadosas pinceladas se diluyera como un punto de acuarela sobre una servilleta de papel. Todos susurraban que el hijo de Víctor Leonov había vendido la mansión para irse a vivir solo; todos sospechaban que Esteban Leonov era homosexual; muchos estaban seguros de que Esteban Leonov mandaría a la mierda su carrera de ciencias políticas para dedicarse a algo tan absurdo como la pintura...
-Estás abrumado, cariño... estás desorientado, pero no estás perdido.
-Lo sé -susurró él, respirando profundamente el aroma que le llegaba del cigarrillo del chico.
-Hasta ahora no has tenido suerte en el amor -exclamó la mujer, sin apartar la vista de las cartas. Entonces un siseo hizo que Esteban levantara la suya. El chico llamado Etienne abandonaba el dormitorio.
"Mejor", pensó, aunque no estaba completamente seguro.
-Es verdad... no he tenido suerte.
-Pero eso ha sido porque no lo has buscado.
Otra vez, la mujer blandía ante él la verdad desnuda.
-Esto está relacionado directamente con tus padres... sí... es como si en el amor, estuvieras estancado. ¿Me comprendes?
-Sí.
-¿De verdad? -replicó la anciana, dándole a entender que ni ella lo comprendía del todo.
-Sí... soy gay y... jamás he tenido una pareja -dijo, con la mirada en su regazo, las mejillas ardiendo y los dedos retorciéndose entre ellos como culebras.
La mujer alzó las cejas y relajó el gesto, en señal de tierna comprensión.
-Cariño... el accidente de tus padres ya estaba escrito. Tú tienes una vida que vivir, eres joven y guapo y una persona que anhela el amor más que a nada en el mundo. Y déjame decirte algo: al parecer, ya lo has encontrado...
-¿Q-qué? ¿Quién es?
-¡Ja! ¡Vamos! ¡Y yo qué sé! -rió la anciana, agitando los brazos. Él sonrió, algo avergonzado-. Mngh... pero tu amor también ha sufrido mucho. Se encuentra como tú, desorientado, triste y muy solo... deberán aprender a amarse el uno al otro, y juntos... curarán sus heridas lentamente...
Esteban quería llorar, pero no lo haría. Diana lo mataría si se enteraba de que en vez de ir al psicólogo que ella le había recomendado, había acudido a una bruja...
-Oye, cariño... ¿has venido por algo en especial...?
Ahora, Esteban quería echarse a reír. Había acudido por su carrera... quería por fin tirar a la basura los libros de mierda que le habían quemado las pestañas por tres años... quería sumergirse y nadar en un vasito lleno de aguas sucias olorosas a pintura de colores... Quería simplemente ser feliz.
-No. Vine sólo por... curiosidad.
-Muy bien, ¿no quieres saber nada más?
-Mngh...
-¿Te has quedado pensando en lo que te dije del amor?
-Sí...
-Bueno, ¡vamos! -exclamó ella, retirando las cartas y mezclándolas de nuevo-. Dime el nombre de esos chicos.
-Oh, bien.
-Y saca una.
Esteban sacó la última carta de la derecha.
-Juanjo.
Y retiró nuevamente, una ubicada por la mitad del mazo.
-Lionel.
Otra vez la anciana distribuyó la totalidad de las cartas por la mesa.
-Mnn, lo que veo no me gusta. Mira. Este de aquí, el primero...
-Juanjo.
-Sí... no está interesado en mantener una relación amorosa. Más bien desea... entretenerse un rato. Lo siento.
-No, es verdad -Juanjo era el prostituto con el que Esteban había perdido la virginidad hacía casi un año. El chico era atractivo, pero sólo se prostituía para ganar algo de dinero extra para comprarse drogas y ropa cara. Decía ser heterosexual, cosa que Esteban ponía en duda cuando oía los gritos de "dame más" o "ahh, mierda, qué dura la tienes".
-Y este otro... bien, luce bueno... pero al parecer ya tiene a alguien.
-Oh.
Entonces era cierto. Lionel y Federico estaban juntos y eso no había sido una excusa para rechazarle. Qué triste.
-No se me ocurre nadie más.
-Bueno, supongo que ya te darás cuenta. Tu amor es alguien de carácter fuerte y apasionado y no se andará con remilgos... Vaya.
-Sí...
En su bolsillo, el celular de Esteban sonó diciendo que ya eran las siete de la tarde.
-Bien, ehh... entonces, me voy -sacó del bolsillo del jean el billete de diez pesos que tenía preparado de antemano y se lo extendió a la anciana con un sincero "gracias".
Cuando salió nuevamente hacia el comedor, la televisión ya estaba apagada. Allí no había nadie. Silenciosamente, se dispuso a abrir la puerta.
-¿Te vas? -oyó que decía una voz a sus espaldas, una voz que si bien se oía masculina, era suave y delicada como un fino cristal. Esteban se volteó. Ante él, se encontraba el chico rubio que había estado en el dormitorio de la tarotista durante la mitad de la consulta y que según había oído, llevaba el extraño nombre de Etienne.
-Sí... -respondió Esteban, encontrando vergonzosamente imposible el no dirigirle un par de ávidas miradas a su esbelta figura. En respuesta, Etienne hizo lo mismo y se pasó la lengua por los labios. Seguidamente, se volteó y, con un gesto de la rubia cabeza le invitó a que le siguiera pasillo adelante.
Esteban sintió como los átomos de su cuerpo se derretían como si los colocasen a hervir en un horno gigante. El corazón le latía tumultuosamente por detrás del abrigo, el suéter y la camiseta. Con tanto trapo encima, sintió que volvía a transpirar... y, en un temerario acto de valentía, y de calentura sin más, siguió al chico por el oscuro corredor que se extendía a su derecha y que antes había pasado por alto.
El pasillo permanecía completamente a oscuras. Esteban se paró en seco: estaba frente a una puerta abierta. Indeciso y nervioso, se asomó apenas... Entonces el chico tiró de su brazo con una inusitada fuerza y Esteban se vio de golpe arrastrado a esa oscura habitación. Oyó la puerta cerrarse con un estrépito y sintió como, en medio de la negrura, el cuerpo del joven se acercaba al suyo, muy lentamente, sin prisas y con una meticulosidad felinamente voluptuosa. El chico apoyó las manos en su pecho, completamente abiertas, y así, las fue deslizando hacia abajo a medida que se aproximaba más a él y alzaba la cabeza para iniciar un contacto más íntimo.
Esteban se estremeció cuando Etienne, que era más bajo de estatura, apoyó la boca en su cuello desnudo y, valiéndose de los labios y su tibia y aterciopelada lengua, fue obsequiándole un húmedo y electrizante beso que hizo que sus sentidos estallaran en llamas en su garganta...
"Qué delgado", fue lo único que pudo pensar Esteban mientras rodeaba con los brazos la estrecha cintura. Entonces Etienne llegó al borde del jean y, metiendo los pulgares dentro y formando un cuenco con sus manos, fue masajeando suavemente ese relieve que comenzaba a tomar forma en la entrepierna de Esteban... sin detener ni un momento los calientes y mojados malabares que hacía su lengua en su cuello, succionando a veces, mordiendo también...
Esteban jadeó y, deshaciendo el agarre, tomó a Etienne del cuello y buscó su boca con desesperación. La halló empapada de una saliva exquisita. En esos momentos, mientras Etienne seguía con las atrevidas pero deliciosas fricciones y mientras seguían besándose ruda y viciosamente... Esteban pudo ver el brillo de esos ojos semi transparentes como piedras preciosas y supo entonces que no estaban completamente a oscuras. Había una única fuente de luz: una vela blanca brillante y maravillosa, que iluminaba los ojos, el cabello y el rostro de esa criatura divina que le había arrastrado sin piedad hasta su cueva privada de placeres carnales. Y no sólo alumbraba a Etienne. Ahora que se había acostumbrado a medias a esa dorada y parpadeante oscuridad, Esteban pudo ver la cama, el espejo, la mesa... Podía ver todo cuanto lo rodeaba, pero descubrió, y eso no significó su asombro, que no le interesaban en lo absoluto los libros que estaban en las repisas... la ropa que colgaba de las perchas... los frascos de perfume que miraban con su único ojo ciego... No. Lo único que merecía la atención de Esteban era Etienne... su boca, su cabello, su cuello, su pequeña cintura, su espalda delgada, sus hombros suaves. Etienne parecía tan frágil como los adornitos de cristal que estaban sobre la mesa de la anciana...
-Mnghh... -gimió Etienne dentro del beso, complacido hasta la cima del placer que se puede gozar besando. Entonces fue subiendo sus manos, abandonando su excitante labor en la entrepierna de Esteban, y fue quitándole, lentamente, las prendas que llevaba puestas. El abrigo, el suéter, la camiseta... La ropa fue lanzada en un perfecto tiro oblicuo hasta caer sobre algo que Esteban identificó como un sillón. Igualmente, no le importaba.
Cuando Etienne por fin pudo acariciar sin miramientos su piel desnuda, se encontró con una cordillera tersa y bañada en rocío que brillaba ante la luz de las velas como oro bruñido. Se mordió el labio y apoyó las manos en sus hombros y fue deslizándolas por los brazos, deleitándose de lo fuertes que prometían ser. Aún así, Esteban parecía algo nervioso. Etienne sonrió. Buscó su mirada de miel, encontrándola al instante, sumergida en el océano de la ansiedad y el deseo. Le sonrió y, con un débil ronroneo, enredó sus brazos alrededor de su cuello y fue empujándole lentamente hacia la cama.
Esteban cayó de espaldas y Etienne le contempló desde arriba, glorioso, seductor, ansioso y lascivo. Se ajustó perfectamente a él, y Esteban descubrió, para el estallido de su placer, que eso que comenzaba a hacer presión contra su entrepierna era el propio sexo de Etienne, también hinchado y deseoso. Etienne, sentado a horcajadas sobre él, descargó todo su peso allí y comenzó un ondulante vaivén que no tenía más propósito que disparar el sexómetro a cifras exorbitantes. Y si era posible... hacerlo explotar. Pero no. Etienne se detuvo, con un jadeo arrobado, cuando el tirón que sintió le reveló que Esteban quería quitarle los pantalones a toda prisa. Abrió los ojos, pero al parecer Esteban ya se había arrepentido. Suspiró de puro vértigo. Y se inclinó hacia él, mientras en la pared la vela proyectaba las sombras de su blando cuerpo y la sensual curva de su espalda.
-Gózame -le susurró al oído, y Esteban sintió que el aire de la respiración se le quedaba atascado en algún lugar de la tráquea-. Vamos... disfruta de lo que se siente por fin ser libre. Goza conmigo. Sin culpas ni remordimientos... -y, Esteban sintió como Etienne le bajaba el cierre de los jeans mientras continuaba jugueteando con la lengua en su oreja-. Luces tranquilo, pero guardas mucho fuego en tu interior. Déjalo salir. Hazle el amor a la vida...
Esteban cerró los ojos con fuerza y se mordió los labios. Ansiaba obedecer. Quería que sus veintiún años estallaran en esa habitación, esa cama, en ese chico. Sin embargo, decidió aguantar unos minutos más. Etienne le había quitado el jean y ahora deslizaba con rapidez la última prenda que le quedaba. Casi gruñó cuando la ansiosa boca de Etienne devoró su miembro por completo al primer bocado. Luego fue subiendo lentamente con los labios hasta llegar a la punta, donde comenzó a lamer y a dar pequeños golpecitos.
Esteban no se lo podía creer. ¡Estaba teniendo sexo con ese chico desconocido! ¿Quién era Etienne? ¿De dónde había salido? ¿Era real?
Etienne soltó una débil risita al momento que le regalaba una larga lamida a toda la extensión de su pene.
-Claro que soy real -susurró, nuevamente llevándose a la boca el glande.
¿Cómo? ¿Acaso lo había dicho en voz alta?
-Ahh... -jadeó Esteban, olvidándose por completo de todo mientras sentía el glorioso gusanito de seda que se abría paso por su sexo con una habilidad majestuosa y exquisita-. Mnngh... -entreabrió los ojos y encontró los de Etienne, cargados de invitaciones al paraíso que era su cuerpo. O al infierno que era su cuerpo. Lo que fuera, no importaba... Etienne lo contemplaba atentamente, sin dejar de chupar, lamer, saborear y deglutir cada gota de los primeros fluidos que comenzaban a asomarse por ese manantial que aseguraba dejarle saciado. Lo miraba y apartaba la vista, satisfecho de su labor, provocativo, y a la vez, fingiendo un pudor que no podía estar sintiendo... sonreía...
Enardecido por el lujurioso espectáculo (ese en el que Etienne se hacía el niñito vergonzoso mientras se la chupaba golosamente), Esteban decidió que ya era suficiente. Estaba al máximo, casi en el vértice de la parábola de sus delicias. Etienne chilló de sorpresa y contentamiento cuando Esteban lo tumbó boca abajo y lo rodeó con su propio cuerpo en un completo abrazo de éxtasis.
-Sin culpas... vamos -replicó Etienne, reclinado sobre la cama como un gato, con las piernas separadas ofreciéndole a Esteban lo que más deseaba. Sensual, se llevó a la boca dos dedos y fue deslizándolos por su tierna entrada hasta que un gemido que oscilaba entre el placer y el dolor huyó de su garganta y bailoteó por los oídos de Esteban-. Por favor... -gimoteó, y entonces Esteban se olvidó por completo de todo y, aferrándose de sus caderas, se sumergió en ese ardiente infierno que era el cuerpo de ese chico.
Etienne gritó al sentirse penetrado y suspiró lentamente ante la quietud y el placer de sentirse completamente lleno. Había pasado tanto tiempo desde la última vez...
-¿Te he hecho daño? -preguntó Esteban.
-No... no... -respondió, jadeando. Y como Esteban seguía inmóvil, agregó-: continúa...
Y entonces Esteban comenzó a embestir lentamente, ganando un ritmo lento y acompasado que pronto fue volviéndose más vertiginoso. A Etienne comenzaron a fallarle las piernas y cuando sintió que ya no podría aguantar más, Esteban lo volteó de un manotazo y lo tumbó boca arriba sólo porque se moría de ganas de verle el rostro. Y así lo hizo y así fue... cuando volvió a penetrarlo, esta vez de frente, pudo verlo mientras sus ojos se cerraban y su boca se abría, todo en respuesta a él, a Esteban, al goce que le proporcionaba.
Entonces, Esteban comenzó a jugar a volverle loco. Se inclinó sobre él para besarlo de nuevo, sin dejar de arremeter en su interior, y Etienne respondió con una gula desesperada y galopante. De un momento a otro, fueron sólo sus alientos chocando el uno contra el otro en una cruenta lucha y sus lenguas moviéndose desorientadas, porque toda la atención de ambos cuerpos estaba centrada en los receptores del disfrute que se localizaban más al sur... Cuando Esteban dejó de embestirle, Etienne pudo recobrar sólo una décima parte de aquello que había sido su respiración. Tembloroso y febril, abrió sus ojitos de piedras preciosas. Esteban lo contemplaba desde lo alto.
-¿Quieres que siga? -preguntó, socarrón, acariciando suavemente la ardiente carne de la entrada que tan a gusto le aguardaba otra vez.
-Sí... -suplicó Etienne, con la vocecita hecha añicos. Esteban se relamió y no pudo sino obedecer la súplica y nuevamente se enterró por completo en esa maravilloso túnel sexual que le estrangulaba sin piedad. Se inclinó hacia adelante, descargando todo su peso en las embestidas que aumentaban su brutalidad conforme se iba acercando más al rostro de Etienne, para besarlo de nuevo. Pero entonces el chico le hizo detenerse y todo sucedió tan rápido que Esteban apenas tuvo tiempo para respirar o parpadear. Etienne hizo que se sentara sobre la cama, con la espalda apoyada sobre los almohadones y, sentándose sobre él, fue adivinando la ubicación del sexo para luego comenzar a cabalgar impetuosamente, mientras Esteban, aún aturdido, le tomaba de las caderas y escondía el rostro entre su cuello y su hombro, para besar la salada piel que se le ofrecía en medio de tal encarnizada contienda sexual. Poseído por todos los demonios lujuriosos, Etienne comenzó a masturbarse al tiempo en que montaba sobre Esteban.
-Ahhh... Dios, me vengo... -apremió Esteban, apretándole de donde le sostenía, para apartarlo. Pero a Etienne no le importó y se mantuvo allí, aguardando ese premio divino que no tardo en llegar, tan violento y exquisito como lo había aguardado. Momentos más tarde, él también se corrió en su mano y entre las sábanas.
Cayeron sobre el lecho, agotados, satisfechos y complacidos. Y Esteban se dio cuenta, para su sorpresa, que no sentía culpa alguna. ¿Por qué?
Etienne ronroneó suavemente y se acurrucó junto a su pecho. Esteban recordó entonces lo difícil que siempre se le había hecho el intentar separar el sexo del amor. Eso al parecer no lo había solucionado. Con una temblorosa mano derecha, acarició suavemente el rubio cabello de Etienne, algo húmedo en la zona de la nuca, las sienes, la frente... El chico volvió a ronronear y levantó los ojitos, mirándole.
-¿Vendrás a verme otra vez? -preguntó, con el cuerpo satisfecho, mas con el corazón lleno de interrogantes.
-Claro que sí -sonrió Esteban. Entonces, como si no hubiese sucedido antes, como si el semen que se secaba sobre las sábanas no significase nada, volvieron a besarse muy lentamente, disfrutando del sabor del otro, de la textura de los labios mojados y de la lengua tibia y sedosa que ciegamente perseguía a la compañera-. ¿Eres nieto de la tarotista? -preguntó porque, al fin y al cabo, no sabía nada de aquel efebo divino que se había entregado a él tan gustosamente.
-No, qué va. No soy nada de ella. Ni de nadie.
-¿Qu...?
-Crecí en un orfanato, pero hace dos años lo clausuraron. Se hizo todo lo posible, pero al final lo demolieron y construyeron un centro comercial. Estuve un tiempo en la calle y luego me encontré con Athenas, la tarotista. Ella se dio cuenta en seguida de que yo no era normal. Yo soy vidente, como ella.
-Eso es muy bueno, ahora vives aquí.
-No... te equivocas. Sus hijos no me quieren y son ellos los que manejan el negocio. Como ella ahora está enferma, sus hijos atienden el consultorio. Pero no son sólo sus hijos, toda su gente, los gitanos... no confían en mí porque dicen que mis poderes no son como los de ellos.
-¿A qué te refieres?
-No lo sé, la señora Athenas dice que me envidian porque mis habilidades están más desarrolladas y son más precisas.
-Vaya...
-Al fin y al cabo, tendré que irme de aquí. No me encuentro bien rodeado de personas que no me quieren y desean que me vaya. Tengo que encontrar algún trabajo a irme lo más pronto posible.
Esteban le contempló atentamente. Etienne parecía afligido. Era huérfano, como él. Se hallaba desorientado, triste y muy solo. Un momento, ¿podría ser posible?
-¿Qué edad tienes? -preguntó.
-Dieciocho -contestó Etienne, paseando sus deditos traviesos por el pecho de Esteban-. Ya soy mayor.
Esteban sonrió y, tomándolo de la barbilla, lo soltó todo de sopetón:
-¿Quieres ser mi novio?
Etienne se quedó mudo.
-¿Q-qué?
Esteban no quería repetirlo.
-Lo que oíste... -susurró, incómodo. Etienne dejó caer una risita que más bien pareció un suspiro, así, tan sutil como el aire.
-Sí... no hago esto con todos los clientes de Athenas, ¿sabes? Lo supe en cuanto te vi. Las cartas me hablaron de ti.
-¿Ah, sí? ¿Y qué te dijeron?
Etienne hizo una muequecita, alzó las cejas y dijo:
-Que nos encontraríamos y que parecería que nos conociésemos de toda la vida. Y que íbamos a follar hasta quedar secos.
Esteban sintió como los colores le subían hasta las mejillas.
-Bueno, tenían razón.
Entonces, desde algún lugar del dormitorio, un reloj dio las ocho.
Cuando salieron de la habitación, la casa estaba a oscuras. Sólo Athenas, la anciana vidente, oyó la puerta de entrada abrirse y cerrarse, muy suavemente.
Esteban puso en marcha el auto y Etienne se sentó a su lado.
-¿Te gusta la comida tailandesa?
Etienne, que no tenía idea de qué carajo hablaba Esteban, asintió silenciosamente. Esteban condujo por diez minutos antes de detenerse frente al semáforo.
Etienne miró por la ventanilla. Allí estaba. Esteban no lo sabía, pero el centro comercial donde esa tarde le habían entregado el folleto de Athenas había sido, hacía años, un hogar de huérfanos.