Tarjetas Black (lll)

La colombiana ha de esforzarse para satisfacer la elevadas expectativas del Delegado de la empresa.

― Buenos días ―saludó Yeimy al ver entrar al Delegado.

― Buenos días, señorita.

Yeimy le había informado de que ya no era señorita sino señora, estaba casada. Sin embargo, el Delegado la miró con tal severidad que esta vez no se atrevió a corregirle. Don Alberto estaba visiblemente cansado, como si hubiese estado trabajando hasta tarde.

― Tome nota… —le ordenó— Hoy, y quiero decir “ahora”, irá en persona a visitar a cada director, subdirector y consejero. Primero, les informará de que la compañía asumirá los pagos realizados con esas malditas tarjetas. Sin embargo, dichos pagos han generado un fraude con Hacienda que no asumiremos. Es decir, las sanciones y recargos derivados de dichas tarjetas les serán descontados en las siguientes tres nóminas. ¿Ha entendido?

― Sí, señor ―confirmó ésta.

El Delegado le había hablado como lo hiciera su padre siendo niña. Desde luego, nadie diría que ambos hubiesen tenido un encuentro amoroso el día anterior. Yeimy se dio cuenta de que además de cansado, el español estaba intentando contener la furia.

― ¡Segundo! Les solicitará, amablemente, la devolución inmediata de esas tarjetas. A todos, sin excepción. En cualquier caso, informará de que el banco ha procedido a su anulación a las 8 a.m. de hoy mismo. ¿Lo tiene?

― Sí, Don Alberto ―respondió Yeimy de modo petulante, indignada por el repentino trato distante y formal de Alberto.

― Bien —afirmó este en tono marcial— Por último, custodiará dichas tarjetas hasta entregármelas personalmente. Y otra cosa, señorita, no mencione nada sobre este malentendido, ni emails, ni llamadas telefónicas, ni Whatsapps. Nada, ni una palabra. Sólo en persona y en privado. ¿Estamos?

Yeimy lo miró con inquietud. Ella nunca había cometido ningún delito, ni siquiera una infracción de tráfico. Al parecer el asunto era más serio de lo que ella había pensado.

― Así lo haré —contestó resuelta ha cumplir la tarea asignada.

Entonces Alberto le entregó un documento que ella leyó de inmediato. Aquel papel la facultaba para llevar a cabo todas las diligencias necesarias para aquel importante cometido. El escrito decía que Yeimy actuaría en representación de él mismo, con su misma autoridad y facultades en lo concerniente a ese asunto, asumiendo él toda responsabilidad. Después de todo, Alberto confiaba en ella.

― ¡Pues a trabajar! ―concluyó el Delegado―Vendré a por esas tarjetas mañana miércoles, señora Villaescusa.

Yeimy se quedó helada cuando escuchó el apellido de su marido de labios de Alberto. Hizo ademán de protestar, pero la malévola sonrisa de su superior le hizo pensárselo mejor. Salió de allí de inmediato, aquel iba a ser un día muy largo.

Al día siguiente, una estirada secretaria a la que Yeimy nunca había visto por allí la conmino a entrar en el despacho de Alberto. A pesar de ser bastante más baja que aquella elfa, Yeimy entró con paso triunfal, sabía que había hecho un buen trabajo. A diferencia del día anterior, Yeimy había escogido un discreto traje de falda y chaqueta con unos tacones tan comedidos como el tema a tratar.

― Buenas tardes, señora Villaescusa ―puntualizó Alberto con una sonrisa— ¿Todo bien?

― Buenas tardes, Don Alberto —ironizó ella a su vez— Sí, todo bien.

Yeimy señaló a su espalda, manifestando su desconcierto por la presencia de aquella otra mujer.

— Seguridad privada —aclaró el Delegado— La otra noche, alguien intentó robarme.

Yeimy alzó las cejas, aunque no supo qué le extrañó más, lo del intento de robo o que aquella sílfide con aspecto de modelo fuera la guardaespaldas de un hombre como Alberto.

― Pensé que me llamaría ―confesó el Delegado— Que alguno de esos directivos tendría reparo en desprenderse de su tarjeta de crédito.

― Bueno, ya sabe, los rumores vuelan. De hecho, salvo los dos o tres primeros afectados, el resto parecía estar esperando mi aparición.

A Alberto le cambió la cara.

― Le advertí claramente sobre la necesidad de discreción, señora Villaescusa.

― Y así se lo advertí a todos después de que me entregaran las tarjetas. Sin embargo, muchos estaban claramente al tanto de todo. Algunos hasta la tenían preparada en un sobre a la espera de que pasasen a recogerla.

― Entonces o no explicó usted suficientemente claro que no debían comentar nada a nadie, o no tomaron en serio su advertencia. ―Le recriminó Alberto a la colombiana.

― ...o alguien filtró este asunto hace meses desde Madrid ―se defendió Yeimy— ...o, como dijo el de exportación, “era algo que olía mal”.

Un tenso silencio invadió el despacho. La contable y el Delegado se estudiaron con la mirada.

― Bueno, más tarde le pediré que me señale a tres de esos enterados para poder hacerles un par de preguntas ―dijo Alberto para enfriar el ambiente— ¿Le resultó de ayuda el documento que le entregué?

― Si le soy sincera, ese documento me resultó especialmente útil a mí misma, para sentirme respaldada y darme confianza para tratar de tú a tú con todos esos tipos con tanta rosca.

― ¿Con tanta rosca? Imagino que se refiere a tener buenos contactos, ¿no?

― Sí, es verdaderamente lamentable la cantidad de sueldazos que esta empresa se podría ahorrar.

― Eso pasa siempre, pero alguien debe tomar las decisiones y supervisar cada departamento ―explicó Alberto.

― Con un sistema de incentivos por objetivos para la gente que trabaja de verdad sobrarían la mitad de esos consejeros, supervisores y chupamedias que no hacen nada de nada.

― ¿Chupamedias? ―preguntó el Delegado verdaderamente hechizado por la perspicacia de aquella guapa asistente de contabilidad.

― Empleados que sólo se dedican a alabar y agradar a sus superiores, sobre todo a quienes les ayudaron a entrar en la empresa y que, objetivamente, no aportan nada .

― ¡Ja! ¡Ja! ¡Chupamedias! ―rio el Delegado— ¡En España los llamamos lameculos!

― Lameculos… ―repitió Yeimy— Qué gracioso.

Un nuevo silencio se abrió hueco en la conversación. Sin embargo, esta vez en el rostro del Delegado fue dibujándose una mueca malvada.

― Sí, gracioso… ―comenzó a hablar Don Alberto al tiempo que se levantaba― Pero porque usted se imagina a un hombre haciéndoselo a otro.

“¡Clic!”

Yeimy se quedó sin respiración al escuchar como se cerraba el picaporte de la puerta.

― Pero... —continuó el Delegado— Si usted imaginase a un hombre lamiendo su culo, no le resultaría tan gracioso, ¿verdad?

― Esto… Yo no... ―Yeimy no sabía qué demonios contestar a aquella pregunta.

― ¿Alguna vez le han lamido el culo, señora Villaescusa?

― Creí que hablábamos en sentido figurado, Don Alberto ―fue la mejor evasiva que se le ocurrió.

― ¿En sentido figurado? ―le recriminó Alberto― Parece mentira que sea usted la misma mujer que quiso mamarme la polla cuando me ofrecí a llevarla a su casa.

Silencio. Ese mismo silencio que lo envuelve todo cuando la presa descubre al depredador, ese silencio que precede a la tormenta.

― Por supuesto que no hablo en sentido figurado. Hablo de que se suba usted a la mesa y se ponga a cuatro patas. Ayer me comió usted la polla. Así que hoy me toca a mí lamerle el culo.

― Pero… Por favor.

― Vamos, no tenemos toda la tarde ―insistió cogiéndola del brazo y haciendo que Yeimy se parase.

― Señor, deje que me marche ―sollozó desesperadamente viendo que aquel hombre volvía a hacer con ella lo que le apetecía.

― ¿De verdad quiere marcharse? ―le inquirió el Delegado con serenidad.

Yeimy se quedó pasmada, mirándolo. La noche anterior había fantaseado bajo la ducha con aquel hombre y de pronto supo que no, no saldría del despacho. Aquella breve vacilación bastó para que el Delegado se hiciera con las riendas, las riendas de Yeimy.

― ¡Vamos! ¡Súbete!... y como te vuelva a oír gimotear, se te va a atragantar eso que tanto te gustó anoche.

Yeimy le miró con ira apretando los puños. A ella no le gustaba comportarse de forma sumisa, ella no era así. Por eso no entendió por qué estaba intentado subir la rodilla derecha a la mesa de Don Alberto. Su falda era, sin embargo, demasiado estrecha. Yeimy tuvo que sentarse primero sobre el borde para después girarse y colocar sobre la superficie ambas rodillas a la vez.

Alberto aprovechó para sacar un envoltorio de plástico de uno de los cajones. Se trataba de un paquetito de toallitas higiénicas. Cuando el Delegado se colocó tras ella, Yeimy volvió la vista atrás. El miembro viril de Don Alberto ya se insinuaba bajo la tela del pantalón.

Entonces Alberto bajó lentamente la cremallera de su entallada falda y acarició con delicadeza su trasero. Sin embargo, luego agarró el dobladillo inferior de la falda y, de un enérgico tirón, descubrió su suculento culito colombiano.

Don Alberto rozó su vulva con un dedo, sin prisa, arriba y abajo. Luego tomó la goma de sus braguitas y, cuando éste las levantó, Yeimy notó que ya se le habían mojado. Se ruborizó de vergüenza.

― Don Alberto, por favor…

— ¡Te he dicho que nada de gimoteos!

El Delegado la había advertido. De manera que, el tiempo que rodeaba la mesa, Don Alberto se fue bajando la cremallera. Una vez enfrente de Yeimy, la agarró por la nuca y la hizo inclinarse hasta que la colombiana tocó con la barbilla la oscura madera de la mesa. La pobre apenas pudo ver de refilón la polla del Delegado antes de que se la introdujera en la boca. Don Alberto tenía aferrado su miembro como si de un puñal se tratase y, en cuanto su mano chocó con los labios de Yeimy, la retiró para completar la estocada en la garganta de la recién casada.

Alberto había hecho sus propias indagaciones y Yeimy apenas contaba cinco meses desde su noche de bodas…

Fueron exactamente tres segundos los que Yeimy tuvo su nariz aplastada contra el pubis del Delegado, sólo tres segundos los que aquel pollón estuvo atorado en su gaznate. Sin embargo, Yeimy tuvo tiempo de acordarse de videos guarros de Internet que tanto les gustan a los hombres antes de que Don Alberto extrajera aquella cosa de su garganta.

― Vaya… ―dijo Don Alberto, estupefacto.

Al Delegado le costaba creer lo que habían visto sus ojos. Aquella menuda colombiana había aguantado sin dar ni una sola arcada.

Quiso asegurarse, pero esta vez su glande chocó contra el paladar de la joven. Entonces, la colombiana hizo algo y su miembro viril acabó precipitándose en su garganta.

No contó hasta tres, espero a que ella decidiera cuando dejarle salir.

Lo malo de ser mujer es que perdonas, pero nunca olvidas… Nunca olvidas al hombre que te folló la boca hasta vaciarse los huevos, ni lo cremosa y caliente que era su leche. Rememorar aquel regusto amargo en la garganta hizo que Yeimy sintiera ganas de carraspear.

Cuando Don Alberto logró salir de su asombro, regresó tras ella y le dio unas cuantas refriegas con las toallitas húmedas. Primero adecentó el pringoso sexo de Yeimy, después repasó el estrecho surco entre sus nalgas y, por último, higienizó a conciencia el oscuro orificio. A Alberto le pareció oler el intenso aroma del café de la región del Huila y aún le costó más contenerse.

¡Chups! ¡Chups! ¡Chups!

Para sorpresa de la morena, Alberto comenzó por su coñito. Lo lamía con delectación, no en vano ya era la hora de almorzar.

¡Chups! ¡Chups! ¡Chups!

El Delegado le hizo sentir su lengua a lo largo de toda su rajita. No paró hasta oírla gemir y estremecerse, mordiéndose los labios para evitar que la oyeran

¡Ummm! ¡Ummm! ¡Ummm!

Con la lengua de Alberto atizando su fogón, la bella asistente fue perdiendo los papeles. Un poco más y su sexo empezaría a gotear. Estaba a su merced, haría lo que él quisiera, le dejaría hacerle lo que fuera.

Yeimy deseó quel Delegado la cogiera, que la follara de una vez por todas y, contorsionándose, se las apañó para agarrarle la polla. La idea de que le metiera todo aquello le resultó tan perturbadora que alcanzó un súbito orgasmo.

― ¡OOOGH!

Don Alberto dejó de hostigarla para que ella pudiera gozar de aquel intenso clímax en toda su plenitud. Cuando Yeimy por fin dejó de temblar, Alberto supo que era hora de que la fogosa contable supiese cómo era que le lamieran el culo.

Delicadamente, el Delegado hurgó con la punta de su lengua en el apretado esfínter de Yeimy. Al contrario que su babeante y acogedor chochito, el ano de la contable tendría que abrirlo. Conmocionada, Yeimy no dejaba de apretar el culo. De modo que su agujerito permanecía herméticamente cerrado.

― Relájase, por Dios ―dijo exasperado— No le haré nada que usted no quiera.

― Pues no sea huevón y cójame de una vez ―exigió ella, enojada.

No se lo tuvo que pedir dos veces. De un enérgico tirón hacia atrás, Alberto hizo que la contable apoyara sus sandalias en la moqueta y quedase echada sobre la mesa, enseñando las nalgas. Entonces Alberto untó un par de dedos en el flujo que rezumaba de su sexo y…

― ¡Ogh! ―gruñó la colombiana, con algo dentro del orto.

― Tranquilícese ―susurró él, con sorna— Es sólo un dedito.

Alberto empezó a follarla analmente con su dedo corazón, el más largo de todos.

¡Clack! ¡Clack! ¡Clack!

— ¿Por dónde quieres que te coja? ―le preguntó introduciendo el dedo hasta los nudillos.

― ¡Por la concha, hijo de la chingada! ¡Por la concha! ―clamó acuciada por la contundencia con que aquel hombre horadaba su trasero.

A pesar de su respuesta, durante un buen rato el Delegado siguió perforándole el orto a toda velocidad. Puede que su marido se conformara con lo que ella le daba, pero aquel hombre no parecía dispuesto a hacer lo mismo.

¡Clack! ¡Clack! ¡Clack!

Alberto escupió en su ano y siguió metiendo y sacando aquel dedo como un loco. Pero no se quedó ahí. Hábil en aquellas lides, el Delegado empezó a sacarle brillo a su clítoris.

― ¡AAAAAAY! ―chilló desquiciada— ¡Me vengo!

― ¡Véngase, Señora Villaescusa! ¡Véngase!

¡Clack! ¡Clack! ¡Clack!

Yeimy no podía articular palabra, pues comenzó a sentir como el gozo de su ano se unía al de su furibundo clítoris. Aquel arrollador ejecutivo no cejaba en su asedio, excitándola y haciendo que ella misma se estrujara los senos.

¡Clack! ¡Clack! ¡Clack!

La contable notaba el ano como si fuese un volcán a punto de entrar en erupción. Súbitamente, Yeimy supo que, al igual que su esposo, tarde o temprano Don Alberto querría cogerla por ahí. “¡Qué carajo les pasa a los hombres!”, se dijo y, sin poder evitarlo, Yeimy empezó a fantasear que era el miembro de un hombre lo que le rompía el orto.

Yeimy se vio a cuatro patas como una perra en celo y a él sobre su espalda, montándola. Parecían animales, una hembra y el macho seleccionado por ésta para saciase sus más básicos instintos. Sólo que Yeimy no estaba interesada en perpetuar la especie, no, ella no quería procrear con aquel semental, sino saber de una vez por todas qué sentía una mujer cuando la cogían por ese orificio.

La joven, recientemente comprometida, se imaginó su ano cediendo al empuje de un hombre, acogiendo por primera vez un miembro viril entre las nalgas. Lo peor de todo, lo más turbador, era saber que el rostro de aquel hombre no era el de su esposo.

¡OOOOOOGH! —agonizó, completamente abrumada.

En cuanto el Delegado comprendió que Yeimy se estaba corriendo le metió su dedo a fondo y ahí lo dejó. Todas decían que eso era lo mejor.

Yeimy se quedó inmóvil mientras todo su ser era atravesado por un sin fin de oleadas de maravilloso placer. Trató de aguantar, de hacer frente a toda aquella energía que le cedía la sabia madre naturaleza, pero no fue capaz.

Entre temblores y espasmos, oprimiendo con fuerza lo que tenía metido en el trasero, la joven mujer casada hubo de dejarse caer sobre la mesa.

Mucho después, tres o cuatro minutos, Yeimy despertó en lo que a ella le pareció no un nuevo día, sino una nueva vida. Seguía echada sobre la mesa y se sentía completamente exhausta. Luego la notó. Tenía la durísima verga del Delegado apoyada entre las nalgas y, haciendo un último esfuerzo, balbució:

— Cójame.

― No —respondió él de inmediato— Si la quieres, tendrás que hacerlo tú.

Aquel hombre la había derrotado de manera indiscutible, y no contento con eso, ahora pretendía humillarla. En cualquier otra circunstancia, Yeimy habría cogido sus cosas y se habría marchado de allí. Sin embargo, la verdad era que seguía terriblemente caliente.

Yeimy intentó ponerse de puntillas, aquel bastardo era bastante más alto que ella. No fue sencillo, pero, con un poco de ayuda, la columna acabó apuntando al lugar apropiado y, en cuanto ella se hizo hacia atrás, la verga de Don Alberto fue invadiendo su cuerpo.

― Eso es —escuchó que la animaba.

Aunque Yeimy no se reconocía a sí misma, fue ella quien con unos cautos vaivenes logró hacer quel hercúleo vientre del Delegado se apoyara contra su trasero. Para disipar cualquier duda, la colombiana contoneó su grupa a fin de no dejar ni un solo centímetro fuera de su sexo.

― Fascinante ―alabó Don Alberto― Ahora demuéstrame de qué eres capaz.

La contable comenzó a bogar adelante y atrás, envainando y desenvainando el portentoso falo del Delegado en el interior de la funda que toda mujer posee. A pesar del porte de aquel miembro viril, este entraba y salía con fruición de su húmedo sexo. Su esposo solíabromear de la profusión con que se mojaba, pero Yeimy sabía que era aquel abundante flujo lo que evitaba quel pollón de Don Alberto irritase la delicada piel de su vagina.

Satisfecho con como su verga desaparecía una y otra vez devorada por el hambriento coñito de la colombiana, Alberto deseó ver sus pechos bambolearse bajo la fina blusa de lycra, de modo que procedió a soltar el broche del sujetador.

Después de sopesarlas, y teniendo en cuenta que estaban endurecidas a causa de la excitación, Alberto concluyó que su compañera tenía las tetas del tamaño ideal, ni muy grandes ni demasiado chiquitas. Al principio as amasó y sobó con tiento, pero luego se dejó llevar por la pasión y le estrujó las tetas con desenfreno, siendo especialmente rudo con sus enhiestos pezones.

― ¿Tomarás precauciones? ―le preguntó Alberto en tono de advertencia.

― ¡Sí! —Yeimy no faltaba a su cita trimestral con la enfermera.

¡Clack! ¡Clack! ¡Clack! ¡Clack!

Yeimy empezó a sacudirle con fuerza, sacándose casi toda su verga antes de cada arremetida. Por suerte la mesa era lo bastante robusta como para soportar su peso y la contundencia con que se ensartaba el miembro de su primer amante.

Entonces Alberto percibió cierto frescor a la altura de los testículos.

― ¡Está usted chorreando, señora Villaescusa!

Ella ya lo sabía. Aunque no pudiera verlo, escuchaba el chapoteo que producía la polla del ejecutivo al entrar y salir de su sexo.

— ¡Sí, mi esposo siempre lo dice! —respondió Yeimy en tono burlón— ¡No sé por qué será!

¡Chof! ¡Chof! ¡Chof!

― ¡Ah, pues si también le pasa con él, me quedo más tranquilo! ¡De todos modos tiene usted un buen atasco, señora Villaescusa! ¡Dígale de mi parte que no descuide esta cañería!

Yeimy no estaba acostumbrada a oír un lenguaje tan soez. De hecho, Yeimy era sumamente vergonzosa y acostumbraba a hacer el amor en completo silencio. Sin embargo, en esa ocasión tuvo que esforzarse para seguir arremetiendo contra el Delegado sin perder los modales.

¡Chof! ¡Chof! ¡Chof!

No era necesario que Yeimy manifestase cuanto estaba disfrutando, bastaba con oírla jadear al ritmo de la cogida. Don Alberto no hubiera podido asegurarlo, pero estaba convencido de que el marido de Yeimy jamás la habría follado así, dejando que fuera ella quien se ensartara. Por otra parte, Yeimy era una mujer tan tradicional, rigurosa y resuelta que hacía que tanto hombres como mujeres se mostrasen cautelosos en su trato con ella. Esa retorcida suposición le sirvió a Alberto de inspiración para darle cizaña a aquella hembra.

― ¡Qué coñito tan rico! ¡Quién fuera su esposo para cogerlo a diario!

¡Clack! ¡Clack! ¡Clack!

— ¡Ayer en la boca y hoy en el coño! ¡Es usted bastante fulana, si me permite que le diga!

¡Clack! ¡Clack! ¡Clack!

— ¡Sí que son calientes aquí! ¡Con razón dicen que los colombianos no son infieles, pero sus esposas sí!

¡Chof! ¡Chof! ¡Chof!

Aquello ya fue demasiado para la contable que, clavándose de un empujón toda la verga del Delegado, sollozó y empezó a temblar a causa de las intensas oleadas de placer que manaban de su clítoris.

― ¡AAAAAAAGH!

Don Alberto la mordió allí donde el cuello se une a los hombros y le hundió su verga con tanta fuerza que la colombiana sintió como el glande se encajaba en su útero justo un instante antes de comenzar a eyacular.

― ¡Tómala! ¡Tóma! ―bramó éste, al tiempo que su manguera rociaba de esperma aquel coñito tropical.

― ¡Sí! ¡Sí! ¡Síííííí! ―gimió ella.

Yeimy jamás había sentido a un hombre vaciarse tan adentro y, sin darse cuenta, alzó el pie derecho mientras su atorada vagina pugnaba para drenar el esperma de Don Alberto.

Tras el riguroso epílogo de suaves caricias y tiernos mimos en la espalda y el torso de la colombiana, Don Alberto se la sacó. Aquella era la tercera vez que eyaculaba en los dos últimos días, de modo que su verga salió del sexo de Yeimy completamente inservible. Él era consciente de que su miembro estaría atrofiado por algún tiempo, pero entonces contempló a la hembra saciada y tan abatida como colmada de esperma, y no pudo evitar sentirse orgulloso consigo mismo. Volvió a coger una toallita, esta vez para limpiar su resplandeciente miembro, lo tenía cubierto de restos del flujo vaginal de la mejor trabajadora de aquella condenada empresa.

― En fin, Yeimy… Has hecho un buen trabajo y tendrás la recompensa que mereces. Nos vemos el sábado en su casa, no lo olvide.

El Delegado salió de su despacho en cuanto se hubo subido la cremallera del pantalón. En cambio, Yeimy permaneció un buen rato extasiada sobre su mesa con las bragas por los tobillos. Ella sabía que con eso de “un buen trabajo”, Alberto se refería al asunto de las tarjetas y no sólo a lo que acababan de hacer. En cualquier caso la joven esposa se consideró afortunada de trabajar allí. En ningún otro sitio la habían hecho sentir tan reconfortada.

CONTINUARÁ...