Tarjetas Black (ll)
En el mundo de los negocios, la información es escasa. En cambio, abundan las mujeres ambiciosas dispuestas a hacer cualquier cosa para conseguirla.
Alberto era un caballero, un hombre como Dios manda que no permitiría que la mujer que acababa de hacerle una mamada volviera a casa en bus. Por eso la llevó en coche hasta la puerta y después condujo tranquilamente de vuelta al hotel.
Por suerte, gracias a su trabajo viajaba mucho, por desgracia, casi siempre solo. Puesto que nadie le esperaba en el hotel, paró en uno de los bares que vio en su camino de regreso. No sólo quería cenar, también quería darle vueltas a todo aquel asunto de las tarjetas. Aunque resultar extraño, a Alberto le ocurría igual que a Marcus Goldman, el protagonista de La verdad sobre el caso Harry Quebert, el bullicio de los bares le ayudaba a concentrarse, a analizar las cosas y encontrar la solución a sus problemas.
Mientras trataba de hacerle frente a aquella ensalada césar completa con salsa de yogur, Alberto no dejaba de darle vueltas a cómo mantener alejados a los periodistas. Esos carroñeros hijos de puta se ponían medallas por desprestigiar a una empresa importante como para la que él trabajaba. El escarnio público era lo más desagradable para sus jefes porque, no nos engañemos, en empresas sólidas como esa que las acciones bajen uno o dos puntos durante un par de semanas no importa un carajo, al menos para quienes tomaban las decisiones desde el club de golf.
Alberto sabía que deberían llegar a un acuerdo razonable con Hacienda y evitar los tribunales, pero eso ya no dependía de Alberto. Él había mandado aquella misma tarde su informe final al jefe de auditores, quién lo remitiría a su vez a Hacienda para ser contrastado con lo que ellos tenían.
En fin, los putos periodistas siempre pegan la oreja en las mismas puertas. Primero en la puerta del Sr. Hacienda, especialmente fútil. A través de ésta todo se escucha y todo se sabe. En cambio, a la puerta de la unidad fiscal de la policía no se acercaban, esa debía ser acorazada o eso se suponía. En tercer lugar estaban las puertas de las empresas de la competencia, aunque a éstas no les interesan los asuntos contables sino los de investigación y desarrollo. Lo peor era cuando los periodistas pegaban la oreja a las puertas de la propia empresa, eso sí que desataba el terremoto. El edificio se estremecía de arriba abajo con consecuencias impredecibles para quienes estaban dentro. Luego, esos cabrones de las agencias de noticias mezclaban lo sabido con lo inventado para redactar jugosos artículos para sus lectores.
Alguna vez, Alberto se había imaginado a todos ellos: al Sr. Hacienda, los periodistas, la policía, las empresas competidoras, etc. compartiendo comida basura en el mismo lóbrego cuartucho mientras que con las manos pringosas escuchaban conversaciones telefónicas, leían emails pirateados por los hackers y whatsapps en teléfonos robados. Realmente patético. En fin, el hacia lo que tenía que hacer, cerrar la herida y lograr el mal menor, tal y como solía decirse a sí mismo.
Aunque lo primero era el trabajo y a él no le hacía falta que se lo recordaran, Alberto no pensaba dejar escapar a la contable con sólo una mamada, apenas un trocito de ese rico chocolate colombiano. Ni hablar. Había sido muchísimo mejor que la habitual felación exprés de una secretaria o de una de sus arrogantes compañeras. Había estado genial, a Alberto se le hacía la boca agua pensando en el segundo plato y el postre que aquella mujer casada le podría ofrecer. Al día siguiente tendría que llamarla para que le pusiese al día de las novedades y de sus otras destrezas.
Alberto llegó a su hotel y encaminó sus pasos hacia la recepción para pedir la llave. Nada más verle, el chico de recepción dejó de estudiar francés para entregársela. Tras darle las buenas noches, le entregó la llave sin preguntarle el número. “Buena memoria”, pensó Alberto mientras se dirigía hacia el ascensor. Esa noche el muchacho no había intentado entablar conversación, eso sí era nuevo. Tuvo que esperar delante de la puerta metálica y volvió a mirarlo de reojo.
En lugar de volver a sus ejercicios de gramática el joven marcó un número de teléfono.
― Termina con eso. Necesito que bajes al comedor.
A Alberto le extrañó que hubiera gente de servicio a aquellas horas, pero ciertamente se cruzó a la limpiadora por el pasillo. Aquella señora llevaba el pelo teñido de un estridente color amarillo.
Alberto abrió la puerta, y desde allí mismo gritó:
― ¡Señorita, no han cambiado las sábanas! ¡Avisé esta mañana!
La limpiadora dio un respingo del susto. La puerta del ascensor se abrió.
― Lo siento, caballero. Me han dicho que vaya al comedor. Subiré en cuanto pueda.
― ¡Se va! Pues espere que vaya con usted —exigió malhumorado— Hablaré con recepción.
Alberto tiró del pomo y cerró de un portazo, pero esa súbita reacción por su parte hizo que la limpiadora cambiase rápidamente de idea.
― No hace falta, caballero. No era mi intención… Voy enseguida ―se excusó la mujer cogiendo apresuradamente un juego de sábanas del carrito.
― Se lo agradezco, pero me temo que me he dejado la llave en el interruptor ―se excusó él.
― No se preocupe, tengo una llave maestra ―le tranquilizó ella.
Dentro de la habitación, mientras la limpiadora comenzaba a cambiar las sábanas, Alberto descolgó el auricular y marcó el 000.
― Buenas noches —respondió— De la 722, le importaría subir un momento… Gracias.
A Alberto le habían sobrado tres décimas de segundo para darse cuenta de que alguien había usado su ordenador. Desde que se le rompió el adaptador de corriente, siempre lo dejaba desenchufado. Lo tocó y estaba caliente.
Alberto no sabía si era así de valiente, ó así de imbécil. El caso es que instintivamente se dispuso a hacerle frente a aquella mujer sin pensar en que ésta pudiera esconder una pistola bajo el delantal.
Era una mujer agraciada para los cuarenta y tantos años que debía tener. Llevaba su estridente melena rubia recogida en un moño, mientras que su tez oscura. Tenía la nariz chata, los pómulos y labios bien perfilados y unas curvas bastante felinas para la edad que aparentaba. Una mujer con todo lo que hace falta, y donde hace falta. De esas que uno desea llevarse a la cama a pesar de que tenga marido, un par de niños a medio criar y unos kilos demás. Si a una mujer audaz le sumamos un pecho opulento, una figura contenida, un buen culo y dos piernas sin demasiados desperfectos, Alberto podía dar fe de que su marido debía estar encantado con ella. Además, a juzgar por la altivez con que le había mirado estaba claro que se trataba de una hembra orgullosa y con carisma. Sin embargo, para desgracia de su marido, Alberto intuía que tras esa hermosa fachada se ocultaba una dictadora con un estricto control de entrepierna.
Alberto aprovechó para colocar su iphone en un estante que había en un lado de la habitación, justo detrás de una figura con forma de caballo de manera que apenas sobresaliese. Ya estaba grabando.
Cuando la limpiadora se disponía a salir, Alberto le informó de que había llamado a recepción. Luego le preguntó quién le había encargado que husmeara en su ordenador. Aunque ella lo negó, Alberto siguió preguntando para quién trabajaba, y le pidió que se identificara en caso de ser policía. Sin embargo, la mujer insistió en no saber de qué estaba hablando. La discusión fue aumentando de tono hasta que llamaron a la puerta. Era el muchacho de recepción.
―Vamos a ver ―comenzó a hablar Alberto mirando a la mujer― Uno: Alguien acaba de apagar mi ordenador, y las cámaras del pasillo nos dirán quién. Dos: Tú trabajas aquí, ―dijo ahora al recepcionista― pero a ella es el primer día que la veo. Y tres: Cuando he llegado la has avisado para que saliese de mi habitación, luego estás metido en esto. Así que sólo lo preguntaré una vez. ¿Qué coño está pasando?
Tras unos instantes de silencio y un intercambio de miradas entre el muchacho y la limpiadora, éste comenzó a hablar.
― Al comienzo del turno, un hombre llamó por teléfono y…
― ¡Cállate la boca! ―le interrumpió la mujer.
― ¡No, cállese usted si no quiere que llame a la policía ahora mismo! —voceó, Alberto.
El recepcionista continuó.
―Me dijo que vendría una mujer, y que si no hacía todo lo que ella me pidiese, envenenarían a mi perro.
El muchacho decía la verdad. Su rostro emanaba vergüenza y desolación. En circunstancias normales, era un chico joven y alegre. De complexión atlética, tendría entre 20 y 25 años y era casi tan alto como él mismo. Seguramente estaría trabajando en el turno de noche de aquel hotel para poder asistir a la universidad y pagarse el alquiler de un piso compartido, tal y como él había hecho en su día. Probablemente tuviera novia porque era un chaval alto, simpático y bien parecido. Posiblemente tuviera además una amiga, con esa edad se dispone de energía a raudales.
Alberto ya sabía todo lo que el muchacho podría decirle, razón por la que pasó a interrogar a la mujer.
― Muy bien, guapa. ¿Qué has venido a buscar? ―le preguntó sin rodeos.
― Si necesitas que yo te lo diga, es que no eres tan listo como te crees ―respondió ella con sarcasmo.
Alberto no pudo contener la sonrisa por el elegante golpe que acababa de recibir, y prosiguió.
― Bueno, quizá tú seas la más lista, pero yo tengo algo que tú quieres… ¿verdad?
― O no… ―le cortó la mujer con otro menosprecio. Sonreía.
― De acuerdo —prosiguió Alberto— Veamos. Alguien quiere saber si va a tener o no, problemas. Evidentemente, usted no me va a rebelar de quién se trata. Lo cual nos devuelve a la cuestión inicial, ¿es usted policía?
Alberto comprendió que ella no iba a responder a aquella pregunta. Habría apostado a que no lo era, lo mismo que un jugador apuesta todo al negro en la ruleta rusa. Siguió hablando.
― Aunque no quiere usted colaborar conmigo, en señal de buena fe, le informo que éste de aquí es mi ordenador privado y no contiene lo que vino a buscar… También le informo que soy un hombre razonable al que le gustan las personas intrépidas… sobre todo si son tan hermosas como usted. Así que, si lo desea, ya puede marcharse, pero… Si está usted interesada en negociar, entonces desnúdese.
― Una lista —aquella mujer no era de las que se asustan— Deme una lista de los directivos y consejeros a quienes está investigando y veremos si yo puedo hacer yo por usted.
Con exquisita picardía, la supuesta limpiadora solamente necesitó abrir descuidadamente su escote para devolverle la pelota.
Alberto estudió su oferta. La mirada que la mujer le dirigió era un cóctel de insolencia y seducción que estimuló su erección tanto como su codicia.
― ¿Sabe el nombre que le interesa? ―preguntó Alberto.
― Sí.
― Y no prefiere sacar… digamos… 1000 dólares por decirme ese nombre ―a Alberto le gustaba regatear― Si está en mi lista como si no, él nunca sabrá que me lo ha dicho.
La mujer esbozó una perspicaz sonrisa e inmediatamente respondió:
― Disculpe caballero, pero mi trabajo es un 50% dinero y un 50% confianza. Lo siento.
― No me lo está poniendo fácil… ―se quejó Alberto― Veamos, no puedo darle una lista como esa y dejar que se la lleve, pero le diré que haremos... y le advierto que va a ser la última propuesta que le haga ―puntualizó Alberto con severidad― Parece usted una mujer con recursos, y me encantaría comprobarlo. Quiero verla desnuda, y nuestro amigo se desnudará también ―indicó Alberto en referencia al joven recepcionista― Después, él se tumbará sobre la cama y usted tendrá que conseguir que él se corra. Después de lo que él ha hecho por usted…
― ¿Y usted no se va a desnudar? ―añadió ella, con simulada contrariedad.
― Yo... ―Alberto hizo una pausa mirándola a los ojos― Le dejaré los papeles. Podrá ojearlos cuanto quiera, pero me los devolverá antes de marcharse.
La falsa limpiadora no dijo nada más. Se puso en pie y, tras estudiar a ambos con la mirada, se llevó las manos a la espalda y deshizo el nudo de su delantal.
Yoana Lucía, de apenas un metro sesenta de estatura, era una mujer madura y luchadora, una hermosa mujer de piel canela, ojos café, nariz delicada, labios sensuales y coño negro como la noche. Le encantaba su trabajo como profesora de lengua y literatura, pero desde pequeña le interesó la policía y todo lo relacionado con la investigación y el crimen. No sólo había una motivación económica detrás de los encargos que hacía para detectives, empresas y agencias públicas y privadas.
Yoana era independiente y temeraria, por eso no le había dicho a su marido nada sobre sus otras actividades. Claro que tampoco sabía que ella tenía un amante. Se trataba de un subcomisario enérgico y resuelto en el uso de la porra. Su esposo le daba cariño y caricias, el otro la follaba hasta que le temblaban las piernas. Así, los hombres de su vida se complementaban para satisfacerla.
Si bien el recepcionista estaba demasiado delgado para ser su tipo, a sus 47 años Yoana se sentía orgullosa de que aquel chico joven y guapo se mostrase tan entusiasmado con acostarse con ella. Además de una musculatura marcada, el muchacho tenía una verga de buen tamaño. Sin embargo, lo que a Yoana le llamó la atención fue la verticalidad de su miembro. Parecía un mástil apuntando al cielo, y eso que aún no se la había tocado.
“¡Qué barbaridad!”, se dijo. “¡Qué bien preparados están los jóvenes hoy día!”.
Yoana sabía cómo atraerlo a su terreno. No estaba completamente desnuda, pues Alberto le había pedido que se dejara las medias y las braguitas. A ella le pareció bien, aquellas medias hacían que sus piernas lucieran increíblemente contorneadas. Durante un rato, ambos se acariciaron sintiendo el contorno del otro. Yoana recorrió el torso del chico hasta agarrar su sólida verga. El muchacho exploró con impaciencia sus tetas, su culo, su boca, hasta que Alberto le ordenó a Yoana que se pusiera a cuatro patas sobre la cama.
El muchacho la vio acomodarse con movimientos felinos. Tras tomar firmemente el miembro que él le ofrecía, Yoana le brindó una sonrisa de conformidad y se lo llevó a la boca. Llevaba puestas las bragas y las medias, pero sus tetas colgaban libremente. Como el chico no había tenido muchas tetas al alcance de sus manos, mientras que ella le chupaba la polla, él le tanteaba delicadamente los pezones. Con todo, fue de su garganta de donde emergieron los primeros gemidos.
Yoana se alzó para besarle el cuello, era ella quién controlaba la situación. Luego volvió a caer por el pecho y el abdomen de mármol del recepcionista. Yoana se deslizó como una serpiente hasta tener frente ella aquél joven y poderoso rabo. Apenas podía resistir la inquietud que aquel amenazante objeto hacía crecer en su sexo. Comenzó a besarlo muy delicadamente, empezando por el inflado glande. Después sacaba la lengua y la deslizaba por toda la columna, en un cálido y largo lametón de casi veinte centímetros.
El muchacho permanecía inmóvil con los brazos a la espalda, con aspecto de terrible excitación, la mirada fija en Yoana. Acto seguido, la señora abrió su boca y engulló aquel hermoso miembro hasta donde fue capaz. Siempre se le había dado bien. Con la boca llena, Yoana variaba de técnica. Unas veces chupaba ruidosamente como si se tratase de un ChupaChups y luego sacaba la lengua por debajo. También movía la cabeza en círculos, eso le gustaba a su primo. Unas veces lamía los huevos y otras frotaba con fuerza en el frenillo como le había pedido el marido de una vecina entre los coches del garaje y, por supuesto, de vez en cuando devoraba entero el pollón del muchacho.
Alberto pronto sintió envidia. Ingenuamente, él había creído que aquella señora sería una nulidad en la cama. En cambio, Yoana se mostraba tan desinhibida y ávida de sexo como una muchacha con su primer novio.
Los gemidos del chico evidenciaban que la mujer sabía mamarla. Sin duda, aquella habilidad era fruto de experiencia. Como ella misma se había burlado una vez, “Ninguna mujer nace enseñada, todas debemos aprender”, y ella había practicado bastante desde que se la chupó a su primer chico en las escaleras de casa de sus padres. De hecho, cuando Yoana cumplió los cuarenta hizo el cálculo. A una por semana, habría hecho unas tres mil mamadas a lo largo de su vida.
Yoana miraba a los ojos del muchacho cuya verga engullía, eso les gusta a todos. Sabe más una bruja por vieja, que por bruja. La mujer estaba tan concentrada en hacerle a aquel chico la mejor mamada de su corta vida que no se dio cuenta de que Alberto estaba ahora de pie junto a la cama. En contraste con ellos dos continuaba elegantemente vestido con la camisa y el pantalón de su traje, salvo que llevaba la polla fuera a través de la cremallera del pantalón. De repente, Yoana se percató de su presencia.
― ¿Es que no veías bien desde el sillón? ―le dijo burlona, sin dejar de menear la polla del chico.
Alberto no contestó.
― ¡Vaya pistolón! ―exclamó Yoana— ¡Con eso asustarás a más de una!
― No te creas ―contestó Alberto― Las mujeres ya no son tan remilgadas como antes. Ahora todas quieren que las dejen bien folladas.
Esa afirmación dibujó una sonrisa en la cara de Yoana, hacía poco había surgido el tema en el grupo de amigas y vecinas con quién salía a caminar.
Ella se había propuesto hacer que el muchacho se corriese rápidamente, pero el miembro de aquel chico resistía más de lo previsto. Sin embargo, de pronto el muchacho la tomó del pelo y, con un golpe de cadera, la dejó sin respiración.
Al sentir que se ahogaba, Yoana clavó sus uñas en el vientre del chico hasta hacer apartarse a aquel matador. Se miraron a los ojos, los de ella de enfado, los de él de satisfacción. Muy cabreada, la señora cogió al muchacho por los huevos, y le advirtió:
― ¡No vuelvas a hacer eso!
Otro hombre no había tenido tanta suerte. Una Nochevieja, cuando un bruto la folló la boca hasta hacer que se le saltasen las lágrimas, ella no dudo en arrearle un puñetazo en los huevos. A Yoana no le importaba sentirse sometida, lo que no soportaba era que la forzaran. De hecho, si a ella le daba la gana, era capaz de tragarse casi cualquier cosa.
Aquellos advenedizos se colocaron entonces uno a cada costado y comenzaron a lamer sus tetas al mismo tiempo, sus pezones, su cuello… El ejecutivo no tardó en frotarle con ímpetu el coño por encima de la perjudicada braguita. Yoana se sentía muy bien atendida por aquellos caballeros tan bien dispuestos a satisfacer las necesidades de una dama .
Cayó en la cuenta de que nunca se la había chupado a dos tíos a la vez, y no se iba a quedar con las ganas. No dejaría escapar esa oportunidad. Exultante, agarró un miembro con cada mano.
― Dos mejor que una ―bromeó el ejecutivo.
Yoana giró la cabeza en busca de la dura polla de Alberto, aquella sí era de las grandes. El ejecutivo se ladeó para facilitarle la labor y la limpiadora se puso labios a la obra. Ella no tardó en percibir algo raro y, aunque al principio no pudo decir lo que era, enseguida identificó el característico sabor del esperma. Aquel hombre debía haber eyaculado justo antes de acudir al hotel.
Alberto creyó que la boca de la mujer se había transformado en un cálido y suave coñito. Ya no sabía si sus labios mamaban su miembro viril o si, por el contrario, era él quién le follaba la boca.
Mientras se la mamaba, Yoana se deleitaba con los jadeos del hombre a quien le habían encargado vigilar. La hábil mujer notaba cómo el ejecutivo movía inconscientemente las caderas y pronto equilibró el ritmo de su boca con aquellas renuentes embestidas. Poco a poco su ariete fue ganando profundidad.
Prescindiendo de inútiles ceremonias, Alberto amasó sus pechos. Inclinándose a un lado, le besó apasionadamente el culo sobre la fina tela de su braguita.
Yoana estaba exultante con aquellas dos pollas sólo para ella. La sensación de menear dos vergas, una en cada mano, la dejó absorta, pensativa. Iba a superarse a sí misma, nunca le había puesto a su marido unos cuernos tan grandes.
Yoana era excepcional. Disfruta y hacia disfrutar a aquellos dos rabos simultáneamente. Aunque siempre había uno de ellos esperando con impaciencia, ambas vergas se fueron relevando en su boca ordenadamente.
― La chupa bien, ¿eh, chaval? ―fanfarroneó el ejecutivo.
Entonces se produjo el número estrella de la noche. Yoana chupaba, lamía, succionaba, mamaba, sorbía de aquellos rabos y cambiaba de uno a otro. Comenzaron a formarse hilos de saliva que, como puentes colgantes, unían los labios de la mujer a aquellas columnas. Ninguno de los presentes había contemplado algo así. Aunque parecía una actriz porno, Yoana era mucho más que eso, era madre abnegada, una esposa cariñosa y una excelente profesora de matemáticas.
Tras casi diez minutos mamándoles la polla, el recepcionista había tenido que retirarse en un par de ocasiones para no eyacular. En cambio, el ejecutivo se mostraba imperturbable. Incluso se entretenía pasándole la mano por la entrepierna cuando no se la estaba chupando.
El cerco de humedad abarcaba ya todo el ancho de la braga. Alberto frotó en sus dedos el pringoso líquido que los había manchado y pronto estuvo detrás de ella. Sobó con una mano las nalgas de la mujer mientras con la otra meneaba su rabo para que no perdiese un ápice de dureza. Con ayuda de sus dedos, Alberto hizo que Yoana subiera un nuevo peldaño en la escalera del placer.
Si bien Yoana estaba encantada con sus vergas, no le seducía nada la idea de que ambas la penetraran a la vez. Eso implicaba que una de ellas lo hiciera por el culo.
Anticipando el inminente ataque a su retaguardia, la virtuosa señora recordó que la mejor defensa es un buen ataque. Comenzó a mamar como loca al muchacho. Luego se puso a menear aquel rabo, con la boca tan abierta como si estuviera en el dentista. Yoana esperaba que el chico la rociara de semen.
Sin embargo, el muchacho tenía en mente otra cosa. La hizo tragar su verga y comenzó a bombear a toda velocidad. Era obvio que él quería vaciarse dentro de su boca y, frunciendo los labios, Yoana rodeó de forma estanca su palpitante estaca. Unos segundos después el muchacho emitió un gruñido.
― ¡Ummm! ―emitió Yoana sobrecogida.
Los gemidos del recepcionista anunciaron cada uno de los chorros de esperma que lanzó en el interior de la boca de la investigadora.
Yoana gimoteó en cinco o seis ocasiones y, al igual que una pequeña abeja, extrajo todo el néctar de aquel joven capullo.
― ¡Trágatelo, zorra! ―ordenó el chico.
Si él no hubiese dicho nada, Yoana lo habría hecho. El esperma no era algo que le desagradara. Sin embargo, el agravio del joven la animó a esparcirlo por sus grandes pechos.
― Es que no te enseñó tu mamá que escupir es de mala educación ―bromeó Alberto.
Yoana sonrió.
― Que yo sepa mi mamá siempre se tragó la leche de papá… y la del tío Carlos… y la de su jefe… Así que no sé a quién habré salido yo.
― Por cierto , aún no sé cómo te llamas ―inquirió el ejecutivo.
― Yoana.
Alberto fue entonces hacia su maletín y extrajo un folio del interior.
― Tenga, Yoana —apuntilló— Usted ya ha cumplido.
Yoana le echó un fugaz vistazo y, con indiferencia, lo dejó caer sobre la cama.
― Pues tú no ―le reprendió y, separando las rodillas, le mostró al ejecutivo el lamentable estado de su entrepierna― ¿No pensarás dejarme así?
El auditor se arrodilló nuevamente frente a ella, la volteó boca arriba y la abrió de piernas. Contempló su coñito y comenzó a jugar con su lengua alrededor del clítoris de Yoana. Aquella sensación hizo que ella cerrara los ojos mientras enredaba sus dedos en el pelo del ejecutivo. A Yoana le hubiera gustado estar así eternamente.
Mientras lamían su sexo, Yoana notaba un cosquilleo en el vientre. Nunca le había comido el coño un hombre con camisa y corbata. El seductor ejecutivo chupó, mordisqueó su chochito mientras ella le apretaba la cabeza entre sus piernas.
Alberto dejó de lamer para tomarla por las piernas y colocárselas sobre los hombros. Rebañó en dos ocasiones su sexo y lubricó su formidable polla con el ungüento de la excitada hembra. Se acercó con cuidado y penetró delicadamente en su gruta. La profesora se sentía muy caliente, húmeda y profunda. Alberto la tomó después por los tobillos abriéndola de piernas de par en par.
― Con que mamita quiere polla ―le susurró al oído― Pues nota como entra.
Y volvió a penetrarla, una, otra y otra vez. Yoana, con los ojos cerrados, sentía que el paraíso se acercaba empujón a empujón. Comenzó a jadear de manera incontrolada, despatarrada y con una polla formidable en su húmedo y caliente coñito. Un dios la estaba follando sin contemplaciones. Yoana no aguantó mucho tiempo aquella tortura, aquella delicia y, tras un grito desgarrador, mojó las sábanas a chorritos.
Alberto supo que Yoana había tenido su orgasmo y entonces sí se puso tras ella. Yoana gritaba con la cara hundida en las sábanas, la boca abierta de par en par, los ojos cerrados con fuerza y sus hermosos senos agitándose en el vacío.
Alberto la montaba al trote, con temple, sin prisa y Yoana estuvo a punto de volver a gritar. El ejecutivo tenía una buena polla que dragaba sus flujos íntimos, poniéndolo todo perdido.
― ¡Estas chorreando! ―la reprendió― Parece que mami se ha levantado un poco golfa esta mañana.
Yoana no podía entender cómo ese suplicio se había convertido en placer, pero no importaba. No soltaba su cintura mientras la penetraba con fuertes arremetidas.
El ejecutivo empezó a bombear más y más rápido, yeso la acabó de desquiciar. La tenía grande y, aún así, a ella le entraba entera, lo que la hacía sentirse a Yoana extrañamente orgullosa.
Alberto la jodía con todas sus ganas. Llevaba casi diez minutos follándola, haciendo que sus huevos golpeasen contra su clítoris. Tenía que estar a punto de eyacular.
En efecto, Alberto la montó al galope hasta que ya no pudo contenerse, la empujó tan dentro como pudo y, entonces, explotó.
Un rato después, el ejecutivo evaluó el resultado de sus indagaciones. Yoana no le había dado un nombre, pero sí todo lo demás. Tenía el sexo enrojecido y un grumo de semen se derramabadel interior. El orificio se contrajo, guardando casi todo su deseo en el interior. Alberto se sintió satisfecho, mientras a la mayoría les gustaba seducir a jovencitas, para él no había nada mejor que una mujer madura.
CONTINUARÁ