¡Tarde otra vez!

Recién duchada, pero ligeramente sudada después de una carrera para llegar a tiempo a la oficina. Así es como le gusto a mi jefe.

Ahí estaba yo otra vez, llegando tarde y subiendo andando los seis pisos hasta la oficina por no se que problema con los ascensores. ¡Y con el calor que hacía aquella mañana! Era el cuarto día de la semana en el que no llegaba a mi hora.

Entré acalorada quitándome la chaqueta, pero enseguida me entró escalofrío. Allí estaba el baboso de Ramón, echándome esas miraditas y sonriendo mientras se frotaba las manos.

  • Je, dijo, el jefe ha llegado temprano hoy. Te está esperando.

Mientras terminaba de quitarme el abrigo y lo dejaba caer junto con mi bolso sobre la silla, me imaginé la escena: El baboso de Ramón de pie aguantando la puerta de entrada mientras que don Martín entraba, al estilo de las comedias de José Luis López Vázquez:

  • A sus pies don Martín. Traslade mis respetos a su señora don Martín. ¿Todos bien en casa don Martín? Espero que tenga un buen jueves don Martín.

  • ¿Alguna novedad, Ramón?

  • Nada de particular don Martín, pero esa chica del puesto cinco… lleva toda la semana llegando tarde. Ya sabe, Belén, la rubita.

  • Que pase al despacho en cuanto llegue.

  • Así se hará don Martín, descuide don Martín.

Me encaminé hacía el despacho. Al pasar por su mesa Beatriz, la secretaria de don Martín, me lanzó una mirada despectiva y dejó de limarse las uñas para hacerme un gesto obsceno con los brazos; como diciéndome “te van a joder rica” mientras comentaba en voz alta que el jefe había subido un momento a la planta superior y que le esperara dentro.

Pasé y esperé, como era obligatorio, delante del escritorio. Yo acababa de cumplir los 44. Era madre de dos hijas y pese a ello no me conservaba mal del todo. Mi cuerpo tenía la típica forma de guitarra con pechos grandes. Las caderas anchas y redondas. Un poco de barriguita, lo justo para resultar atractiva. Era rubia natural, con el pelo corto como un chico. Tenía la cara pequeña, los ojos azules y la piel muy blanca. Apenas algunas arrugas en los ojos. Era relativamente alta, 1,70 metros. Mis nalgas, que se mantenían en su sitio, eran grandes y redondas. Mis pechos, de talla 100, hace tiempo que se habían caído. Los pezones grandes y enhiestos, de esos que siempre parecen excitados, con aureola pequeña. El estómago sin estrías y un cuello bonito que resaltaba con el corte de pelo. Ligeramente maquillada, en lo alto de unos tacones y con los vaqueros correctos resultaba  apetitosa aún y era muy consciente de ello. “Un poco pasada de kilos” solía decir el hijo de puta de mi jefe cuando quería cabrearme.

Aquel día llevaba tacones, mis vaqueros negros, una camisa del mismo color algo ajustada marcando escote y un sujetador de encaje blanco que se transparentaba un poquito debajo de la camisa.

Estaba de cara al escritorio, erguida con las manos delante a la altura de mi sexo esperando a don Martín que no se hizo esperar. Entró como un vendaval dejando, como era su costumbre cuando nos llamaba a alguna, la puerta abierta.

  • ¡Vaya, vaya! ¿A quién tenemos aquí?, ladró.

  • Perdone don Martín pero es que mi hija… empecé a murmurar.

Pero el me interrumpió y me agarró por detrás. Usó su mano izquierda para agarrar mi pecho y con la mano derecha sobre mi vientre me forzó a rozarle con el culo la bragueta. Mientras lo hacía me habló al oído, susurrándome como solía hacer:

  • Chitón. Los cuentos en casa a las niñas. En la oficina el único que cuenta cuentos soy yo. ¿No tienes eso claro ya cabroncilla?

Dicho esto fue subiendo también su mano derecha hacia mis pechos y cuando tuvo los dos fuertemente agarrados, haciéndome daño, volvió a susurrarme mientras me olisqueaba:

  • Ummm, recién duchadita y ya sudadita, ¿Qué has estado haciendo guarrilla?

  • He tenido que correr, llegaba tarde y el ascensor…

  • ¡Calla cotorrita! Esta mañana he estado leyendo tu ficha, hace casi un mes que no te castigo. Me muero de ganas…

  • Lo que usted mande, don Martín, respondí con un hilo de voz.

Me cogió de la oreja y tiró de mí:

  • A tu sitio cabroncilla.

Cuando decía esto era para que diéramos la vuelta y nos pusiéramos detrás de la mesita auxiliar del ordenador poyando los codos en la mesa, larga y estrecha. En esa postura, cuando el se sentaba en su sillón nuestras caras quedaban casi a la misma altura.

Don Martín medía 1,85. Algo mayor que yo, se mantenía joven y ágil y tenía unas normes espaldas. Su aspecto atlético quedaba enfatizado por unas fuertes mandíbulas un pelo prácticamente rapado y un par de enormes manos. No necesitaba repetir las cosas ni hablar demasiado alto para imponer su voluntad entre las 13 chicas de la oficina.

Dueño de un próspero negocio de importación y exportación, pagaba importantes sueldos, además de disponer de suficientes contactos en la ciudad como para hacer la vida imposible a quien le buscara las cosquillas.

Desde esa posición yo podía ver la puerta abierta. Allí estaban, asomados, el baboso de Ramón y Beatriz, la secretaria. “En menos de un minuto estará ahí también el tontito de Antonio” pensé para mí. Los tres no se perdían ninguna de las sesiones disciplinarias de nuestro jefe.

Antonio y Ramón eran los perros. Su único trabajo consistía en alternarse para apuntar nuestras faltas de disciplina y chivarse enseguida a don Martín, al que pasaban un parte por escrito todos los días. Se ponían nerviosos cada vez que nos veían entrar o salir del despacho del jefe y estaba claro que ansiaban las migajas del trato que don Martín nos dispensaba. Afortunadamente tenían prohibido tocarnos y nosotras nos aprovechábamos de la obligación de ir extremadamente arregladas a la oficina para sacar de quicio a los dos.

  • ¡Desabróchate el pantalón, estarás más cómoda! Me dijo el jefe, sacándome de mis pensamientos.

Mientras lo hacía y volvía a coger postura con los codos apoyados en la mesa, el dio la vuelta por detrás mía y después de arrearme un azote en el trasero se dejó caer en la silla.

Me cogió desprevenida y solté un pequeño aullido de dolor que fue seguido por las risitas de Ramón.

Ya frente a mí, don Martín puso su dedo índice izquierdo en mi barbilla haciéndome levantar la cara. Nos miramos. El sonreía:

  • ¡Te tengo dicho que separes bien los coditos! ¡Deja espacio para que te cuelguen bien las tetas, putita!

Lo hice. Me había educado, a palos, para mantenerle la mirada y sentirme humillada en su presencia pero, a la vez, resignada y sabedora de que era para él como un objeto, una mascota, al que usaba a su antojo; deseosa de ser la elegida para hacerle una mamada a media mañana, contenta de que me pusiera el culito rojo para descargar así su ansiedad o de que me hiciera acurrucarme desnuda, haciéndome un ovillo, sobre su regazo en el sofá para acariciarme mientras recibía a sus amigos a los que les dejaba utilizarme, allí mismo en el despacho, cuando Beatriz retiraba el servicio de café.

Plás. El primer cachete cayó sobre mi cara. Lo repitió una y otra vez mientras mantenía mi barbilla alta y la mirada fija en mí. Perdí la cuenta y se me saltaron las lágrimas, que al fin y al cabo era lo que buscaba. Pegaba con firmeza, pero sabía hacerlo para no forzar la situación.

Miré hacia la puerta. Antonio ya estaba allí también. Como Ramón y Beatriz tapaban el vano de la puerta, había obligado a Beatriz a ponerse en cuclillas para poder ver y había empezado a masturbarse con el primer soplamocos.

Don Martín soltó mi barbilla, acercó el sillón y empezó a lamer mis lágrimas y a besarme. Yo respondí inmediatamente sacando mi lengua, lamiéndole y jadeando como una perrita que recibe a su dueño.

El empezó a comerme la lengua, la verdad es que sabía como hacerlo, sopesando a la vez mis pechos.

Se separó de mí nuevamente:

  • Levanta la carita.

Miró hacia mi escote y empezó a frotar su dedo índice derecho en mi canalillo subió la mano acariciándome el cuello y de repente cayó sobre mi rostro otra oleada de bofetones mientras sonreía y exclamaba:

  • ¡Putita tardona!

Paró y acercó de nuevo su mejilla a la mía para que yo volviera a comportarme como una perrita y empezó a desabrochar la blusa y acariciar mi vientre y mis pechos mientras nos besábamos. Cuando tuvo suficiente se agachó para coger del cajón del escritorio un trozo de guita. Con una extraordinaria habilidad que yo ya conocía hizo dos nudos corredizos en los extremos.

Volvió a mantenerme la mirada mientras sonreía y metió sus dedos y uno de los extremos de la cuerda en la copa derecha de sujetador. Hurgó buscando el pezón y lo atrapó con el lazo corredizo. Tiró entonces del cordel. Un tirón corto y brusco. El nudo corredizo terminó de cerrarse haciéndome daño. Aullé a la vez que el pezón se salía de la copa del sujetador repitió el procedimiento con el izquierdo.

La cuerda no era demasiado larga, de modo que con pequeños tirones podía hacer mucho daño. Además la guita es una cuerda muy fina que se clavaba en la carne.

Estuvo un rato jugando, para disfrute de los tres mirones que seguían la escena desde la puerta. Igual tiraba de la cuerda haciéndome rabiar de dolor, que me abofeteaba, me besaba o lamía mis lágrimas, mientras me llamaba burra, repetía que yo era la tía más tonta de la ciudad o insistía en lo que iba a disfrutar dándome por culo.

El castigo se vio interrumpido. Se oyó un fuerte gemido cuando Antonio se corrió que fue seguido del aullido de Beatriz cuando el semen, salpicando su pelo, saltó sobre éste para acabar en su cara.

Sonreí mirando a don Martín, pero el gesto me costó un nuevo tirón de pezones extremadamente severo. Finalmente el jefe se levantó desabrochó su bragueta y sin más contemplaciones metió su pene en mi boca mientras tiraba de mi pelo.

  • Solo el capullo cariño, despacito, así muy bien… Ummm

Cada vez que el pene salía de mi boca tiraba de mi pelo para que levantara la cara y me propinaba una nueva hostia cada vez. Finalmente me agarró de las orejas y empezó a follarme la boca muy despacio penetrando cada vez más hasta que empecé a atragantarme y a toser, momento en el que me volvió a coger del pelo sacó su pene y me lo restregó por la cara.

  • No esta nada mal cariño nada mal. Ven por aquí anda.

Di la vuelta y me acerqué a él, que me ordenó bajarme los pantalones y las bragas. Cuando lo hice me desató los pezones, apretándolos para cebarse en el dolor. Mientras yo aullaba, me cogió de la nuca y me obligó a inclinarme sobre el escritorio. Me hizo ponerme de puntillas con las rodillas juntas, dejando el trasero bien alto y abrió un armario en el que estuvo rebuscando entre el sinfín de objetos para azotar que allí guardaba.

Ahora quedé totalmente de cara a la puerta. La mala pécora de Beatriz había desaparecido. Posiblemente había ido a limpiarse la leche. ¡Merecido se lo tiene pensé! Antonio, una vez que se había corrido, también había perdido el interés por mi castigo, pero ahí seguía Ramón, con su sonrisita y su enorme vergajo, muy tieso al aire, disfrutando con mi humillación.

Don Martín finalmente se decidió por un manojo de ramas muy finas y flexibles atadas por un extremo que hacía de mango. Lo puso delante de mí en la mesa. Para mi gusto, era uno de los objetos que más daño hacía por las irregularidades de algunas de las ramas. El muy cabrón lo sabía y por eso procuraba enseñármelo antes de empezar el castigo.

Los golpes cayeron sobre mi trasero a un ritmo lento y regular. Los primeros eran desagradables pero muy soportables. Enseguida la piel se irritó y los golpes empezaron a doler menos pero a molestar más.

Don Martín nos tenía prohibido chillar. En aquel despacho se podía llorar, gemir o ronronear. A veces nos pedía que ladráramos como perritas o que rebuznáramos como burritas o que maulláramos como gatitas en celo, pero los gritos te los tenías que tragar. Además debías contar los golpes y dar las gracias por cada uno.

Se paró en el 61. No me pregunten porqué. Para entonces yo lloraba a moco tendido, Ramón se había hecho la paja que andaba buscando y Beatriz estaba arrodillada encargándose de poner dura la polla de don Martín, la cual acabaría muy probablemente dentro de mi culo.

En la posición en la que estaba podía ver los incontables arañazos en las mesa. Los habíamos ido dejando entre todas como única respuesta a los castigos y a don Martín le gustaban porque eran un buen recuerdo de lo mierda que éramos.

Hubo suerte. Me mandó que me desnudara completamente. Por lo menos aquella vez iba a salvar el culo. Tumbada sobre la mesa y abierta de patas me metió el cipote que Beatriz había estado calentando y se corrió abofeteándome, mientras que yo me moría de ganas de que me pidiera, cuando hubiera acabado, que me masturbara delante de él.