Tarde de verano

Un chavo de 18 y el hombre que iba a ser su padrastro. Un texto romántico que pretende ser emocionante (o emotivo).

Este es el segundo relato que pongo en todorelatos.com y ya me he enamorado de este lugar y de los comentarios de los lectores.   Este texto es algo distinto al otro que publiqué, ojalá lo disfruten.

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Ángel camina, y camina con él su sombra, larga y bien al este entre los reflejos de los charcos y el ocre de las calles. Se acomoda la mochila con un movimiento que se prolonga hasta perder naturalidad pero mantiene el paso. Hacia la derecha y hacia la izquierda cuadra tras cuadra siempre aparece la misma fotografía, la misma callecita angosta, los mismos coches viejos, todos amarillos, en un tono hepático de alegre atardecer. Ángel sonríe muy por dentro caminando por su barrio, sonríe con las entrañas: con alguna entraña que tenga su propio saco, su propia pleura o lo que sea que la mantenga bien adentro y bien inmóvil mientras sonríe. Tal vez el hígado. Las nubes gordas se juntan en el horizonte, y las flacas alto rumbo al cenit cambiando de color poco a poco, de amarillo bilis a rojo sonrojado (de vasos capilares rotos, o algo así). De la cabeza de Ángel cuelga su cabello, de sus hombros su mochila y de su cráneo su cara. Qué mala pinta tiene, advierten aquellos que por angas o mangas le presten atención. Los chamacos adolescentes se deshacen del candor de niños, de la ropa de su talla y de las buenas caras en un simple movimiento de desdén que apenas les causa esfuerzo concretar, apenas un respiro y al exhalar han seguido su camino, con cara larga y caminar sencillo. Es agosto 23.

La sombra camina y se pinta sobre la ventana. De la casita sin patio, con la puerta a tres pasos de la calle, la ventana pequeña al estilo inglés es sin duda lo más bello. El caminar sigue, porque es rutina ya, derecho. En tres pasos, un movimiento rápido en la bolsa del pantalón y una mirada sobre el hombro la puerta se abre. La casita abre la cara, abre la boca negra, entra el niño y se cierra. Amarilla otra vez, la cuadra está igual que como estaba. Pasa un datsun del 79 echando humo del azul más rey.

La puerta que se cierra llena la casa de un eco ensordecedor, el eco que causa quedarse a oscuras y quedarse callado. Resuena en las esquinas la puerta cerrada: en las esquinas de los labios. Es un sentimiento bonito, concluye Ángel después de meditar un instante sobre el silencio. Deja la mochila en el suelo y va al sillón en el que duerme Omar. Callado callado, Calladito, piensa Ángel y camina los pasos uno a uno hasta quedar a una distancia propia para arrodillarse, extender la mano y acariciar un hombro desnudo de hombre. De la cara de Omar sigue saliendo la misma tibieza, la misma exhalación húmeda con la boca entreabierta que delata sin ninguna duda al buen aficionado de la siesta. Levántate levántate, Qué te levantes, dice Ángel y Omar regresa de donde ande, girando los ojos debajo de los párpados, moviendo la garganta como si fuera a decir algo, que no es nada realmente pero se entiende que quiere decir No me regresen. El fácil que los sueños se queden colgados de las personas que los sueñan, pero si son bellos y están hechos del mismo material del que se hace la realidad es fácil que las personas se queden colgados de ellos. Omar se levantó y se quedó sentado en el sillón un rato, con sonrisa de contento, tragando mucha saliva para pasarse el sueño de la garganta.

“Hola”

“Hola”

“¿Qué tal la escuela?”

“Bien, bien. Lo mismo de siempre.”

“¿Le dijiste a tu mamá qué venías para acá?”

“Si ya sabe.”

Y los cuadritos de la panza de Omar reflejan la poca luz amarillenta que entra por la ventana, cubiertos de una bonita capa de sudor, algo escondidos entre los pliegues de piel que se hacen al estar sentado. Vente vente, Vente, dice Omar abriendo los brazos para que Ángel vaya y haga solo el trabajo de abrazarse en su torso desnudo de siestero entusiasta. Omar le besa el cabello al niño, le pasa la mano por la espalda sudada (dándole un vistazo a la mochila) y suspira largo.

“¿Prendo la tele?” estirándose para alcanzar el control remoto.

“Bueno” y la tele se prende llenando la salita de ruido sin sentido, o de caricaturas.

La casita está embrujada. Desde hace siglos tal vez, pero más probablemente desde que se construyó en 1892, en plena auge porfirista.

“Te quiero” bostezando, sin ningún tono, como si lo dijera sin emoción (aunque lo siente profundo y es por eso que se le sale con tanta naturalidad).

Ángel nomás sonríe, a veces se le ocurre que Omar es muy joto, o que se parece a su mamá, sea cual sea la cualidad más graciosa (y cuando estás en la secundaria las dos cosas parecen totalmente hilarantes). Siempre dice las mismas cosas en los mismos momentos. Cuando lo ve, espera diez minutos y si no le ha dicho Te quiero, sabe que algo anda mal. La respuesta es también rutinaria, también es tierna y jotísima:

“Ya sé” sonriendo, apoyándole la cabeza en el hombro, con tanta fuerza que parece que trata de exprimirse la mejilla derecha como una naranja.

Si hace dos años, su mamá hubiera decidido casarse con Omar, Ángel estaría enamorado de su padrastro. Ahora, como estaban las cosas, nomás estaba enamorado. 18 años no son muchos, y él mismo lo sabe. Veintiocho tampoco, pero si tienes 18 se te figura que sí, que son todos los del mundo, aunque sean menos de los que tiene tu mamá.

“¿Sabes qué vi hoy?”

“¿Qué?”

“Vi a un niño en el cuarto de baño.”

“¿En este baño?”

“En el de arriba, sentado en la tina.”

“¿Cómo un fantasma?”

“Ándale, pero nomás de reojo, lo vi en el espejo cuando me estaba rasurando.”

“¿En serio?”

“Sí, la tina es blanca, el cuarto de baño es de ese verde pálido y el era rosita: inconfundible.”

“Sabes que me da miedo subir sólo las escaleras y luego me dices eso.”

“Hehehehe, yo siempre quise vivir en una casa embrujada, desde que me acuerdo tengo ganas.”

Y a pesar de que veintiocho sean todos los años del mundo, a veces no son suficientes para olvidarse de lo que es ser niño, de lo que es vivir ahí donde las cosas sí pasan, donde el mundo es más grande y más grandioso. Aunque no entiendas nada, aunque lo que piensas no tenga sentido. Los fantasmas existen, y existen aquí en su casa desde que viene Ángel y se ponen a platicar de ellos, a darles nombres e historias, poquito a poquito, descubriendo sus detalles, disfrutando los momentos a solas, momentos en los que estás seguro de que hay algo detrás de ti, algo que sale de la pared y que tiene cara de muerto viejo. Una señora que pasa detrás de ti cuando estás lavando los trastes, su vestido negro te roza las piernas, te volteas (siempre batallas, pero agarras valor y volteas), y sigues tu vida, pensando a quién se lo vas a contar.  De noche en tu cama ¿es esa una sombra?, ¿es esa la risa de un niño? y así por el estilo.

Veintiocho. A veces se necesitan muchos menos años para dejar de creer en los fantasmas, no hay modo de decir a quién le toca qué cuando nos entregan las ganas de sentir profundo.

Sentirse niño, eso sí es chido.

Omar le toca la pierna a Ángel.

“¿Ahora sí vas a querer?” Frotando la parte interna del muslo izquierdo, muslos y piernas enfundados en pantalones caquis, flacos como flacas son todas las extremidades de Ángel.

Lo ve a los ojos, le sonríe. Va a dejar la mano ahí un rato, va hacerlo sentir tibiecito. Y si no responde, va a besarlo en la boca.

“Bueno, ¿pero cómo?” el corazón latiéndole más rápido, doblándole un poco la voz.

Omar le hace un gesto con la mano: Ven, ven, vamos a besarnos, inclinándose para atrás, haciendo de su cuerpo un imán intuitivo, Acomódate aquí, recarga un poco tu peso contra mí, tu pecho contra mi costado y pon tu mano en mi abdomen. La tele sigue prendida, los ruiditos de la casa siguen bien apagados. Y se besan con cuidado, con muchísimo cuidado, primero labio contra labio y luego, poco a poco, abriendo la boca y jugando con las lenguas. Omar hace un conteo: un sándwich de pavo y una coca, algo como gelatina y algo que sabe a limón. Ángel hace un conteo: pasta de dientes, cigarro y una siesta de media hora.

Dientes, labios… besando a Ángel el mismo pensamiento se le viene de todos lados, ese de que está besando un sueño. Se le viene de la espalda húmeda de sudor mientras la recorre con las manos cerradas en puños, la espalda flaquita, llena de texturas, de contornos óseos suaves, de piel blandita, de músculos planos y blandos. Hombros delgados, cintura llena de suavidad, ese vientre, esa belleza milagrosa que se esconde debajo de la camisa. Tibieza por todos lados. Besar a Ángel, labios, dientes, estructura infantil, criatura onírica, es besar una nube roja que flota en el cielo de la tarde, es besar un momento bello, como aquellos que tuviste cuando eras niño, como esos con los que sueñas y te hacen despertar con lágrimas en los ojos. Piensa en tu madre, piensa en estar tranquilo, como cuando estabas en su vientre, libre de todo, incluso de ti. Es un sueño que te ha seguido toda tu vida, es el sueño de Omar, ahora enamorado.

Las pausas van y vienen, liberan las bocas para buscar las mejillas, los cuellos, acariciar con cuidado los rostros, las cejas y los lados de la nariz.

El cuerpo de Omar es como Omar. Ángel lo reconoce, maduro y fuerte, pero a la vez extremadamente suave y delicado: es un reflejo de Omar, de su forma de ser. Es sensible, piel delgadísima y blanca que permiten ver las venas verdes que lo recorren, es naturalmente bello, naturalmente amable y generoso, como esos brazos de tronco, como ese pecho musculoso, como la forma que tiene de acurrucarse con él, como si fueran niños que duermen juntos, asustados por los fantasmas que rondan la noche y buscan sentirse juntos para curarse el miedo. Es todos los años del mundo, sin perder la inocencia, sin perder el sentimiento que te causa un niño si te dice que te quiere. Es un cuerpo joven enfundando un corazón tan contento como su barriga, barriga con cuadritos suavizados por una capa de grasita blanda.


Aquella vez, la primera, hacía casi tres años, todo eran latidos de corazón, tan fuertes que eran perfectamente audibles. Los de ambos, uno junto al otro, en concierto nervioso, en vértigo y adrenalina. Omar lo toca, por fin lo toca. ¿Fue esa la primera vez?, ¿Qué no fue aquella y aquellas en las que estuvieron juntos, que se abrazaron sin pena, que Omar le besó la frente, que se rieron juntos? Esta es distinta, esta vez están solos, esta vez Ángel entró a la recámara de su madre buscándolo a él (doce de la noche), buscando algo qué hacer con él pero sin saber qué.

Cuando se enteró que su mamá iba a salir y que ellos dos se iban a quedar solos, algo le pasó por la mente que no alcanzó a tomar forma de idea, ni en imágenes ni en palabras, pero que se le atoró en la parte de atrás de la cabeza, que le movió el estómago y por dos segundos, le hizo sentir líquido por dentro.

Entró al cuarto de su madre, que por meses ya había sido el cuarto de Omar y de su madre, entró a oscuras y a oscuras encontró la cama. Buscó la orilla de las cobijas, se metió debajo de las sábanas en un solo movimiento rápido y se quedó con los ojos abiertos, esperando que Omar lo notara. Lo tocaba con la espalda: sobre la línea del omóplato sentía la inconfundible tibieza de su hombro. El hombro izquierdo de quien creía llegaría a ser su padrastro, que dormía boca abajo. Minutos más tarde, sintió su abrazo. “¿Tenías miedo?” y él responde un poco sonriente, un poco nervioso “No”, el abrazo se concreta, está completamente rodeado por su brazo. “Ah bueno, justo hoy te iba a decir que si querías que durmiéramos en la sala, en el sleeping bag.”  Y Ángel se hizo para atrás, para sentir el torso de Omar contra su espalda, y trataron de dormir así, como habían dormido alguna vez, alguna tarde de verano, haciendo la siesta.

Aquella primera vez, a tres años de ésta, más tranquila, más sencilla, las cosas pasaron dejando huella, se quedaron todas quemadas en la memoria y vuelven cada vez que están juntos: El momento justo en que Omar colocó su mano sobre el ombligo de Ángel, que le besó el hombro y le dijo “¿Te gustaría que yo fuera tu papá?” y Ángel respondió tomando la mano de Omar, trenzando sus dedos con los suyos, y bajándola un poco, a la orilla de los pantalones deportivos con que dormía, y un poco más abajo, luchando un poco contra Omar, que empezaba a respirar con gran agitación. A partir de ahí todo fue un concierto de corazones, tan estrepitoso que acallaba los respiros y gemidos de ambos.

Algo de lo que nunca se habla es del miedo, del nerviosismo que raya en pánico. Lo tengo aquí, entre mis brazos, siento su pene calientito y duro entre mis dedos. Exhala, exhala, exhala. Tiene once años, es hermoso y va a ser mi hijo.

Inhala ahora, o tu corazón se detiene.

Es el novio de mi mamá, no puedo estructurar nada, no puedo pensar, quiero que me toque, que me abrace así, que me baje el calzón, que me acaricié ahí.

Y pensar el uno en el otro. Pasan uno, dos minutos de acariciarlo así, sobre la ropa, sintiendo su pene pequeñito y duro pulsando, calientísimo.

“¿Estás bien, te gusta?” casi inaudible para Ángel, absolutamente inaudible para él, ensordecido por su propio corazón.

“Mhá”

Y bajarle el pantalón hasta las rodillas, bajarle entre los dos el calzoncito, dejándolo expuesto al toque directo de las manos de Omar, las nalguitas desnudas contra su bóxer.  El toque cada vez más rápido, masturbándolo con dos dedos, desde la base del pene (9 centímetros), torpemente, nerviosamente. Omar no entiende, cierra los ojos y se pierde. Al tocar a Ángel se siente como si estuviera tocándose a sí mismo, siente que se puede venir sólo de hacerlo. Siente ternura infinita emanando del vientre del niño, de sus hombros pequeños, de su cabello terso. La ternura está quemada en la memoria, la ternura lo mueve, la ternura lo define, le da sentido a este momento.

Tan suave, tan perfecto, sigue, sigue. Más rápido, hasta que logra oír a Ángel gemir, apretar el cuerpo, arquear la espalda. Líquido suave, líquido que hierve en el pubis y en el perineo y al salir lo mata y lo regresa a la vida. El primer orgasmo de Ángel así: con el novio de su mamá, el hombre que hubiera querido como padre, con los pantalones en las rodillas, las nalguitas apretadas. Omar lo sigue masturbando, despacio ahora, el líquido sigue fluyendo, cristalino y ligero; su pene sigue erecto, sigue apuntando hacia delante. Se apresura a subirse los pantalones, sin preocuparse mucho de que el calzón esté mal arreglado: el elástico apretándole las nalgas en vez de la cintura. Le retira la mano a Omar y le dice “Gracias”, en voz baja, con tono dulce.

De aquí a otro momento, al momento en que Omar entienda lo que siente, faltan años. Otros encuentros furtivos, otros conciertos de corazón.

Ahora, con el torso desnudo, besando a Ángel en los labios, acariciándole la espalda, todo es más natural. Lo espera todos los jueves, a veces se quitan la ropa, a veces no. A veces, desnudos, hacen el amor, a veces sólo ven televisión. Él y él son la calma, son el triunfo de la siesta, el orgullo de las tardes de verano y de las de otoño. En su casita embrujada, en la salita oscura, con la tele prendida, se aman con ternura y se protegen de los fantasmas.

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Sé que es algo cursi, muy distinto a otras cosas que he escrito, pero aún así espero encontrar lectores a los que les guste. Comentarios de todos (incluso los manchaditos que creen que esto está ridículo y mal) son absolutamente bienvenidos.   Si les gusta, déjenme saberlo y me pongo a escribir más sobre los mismos personajes.