Tantrum Ergo

Un viaje iniciático -pero un tanto a lo bestia- por algunas cuestiones de tierras lejanas.

TANTRUM ERGO

Se me acercó -o me acerqué a ella, que no tengo aún muy claro quién se acercó a quién- en la barra de un garito de esos infectos que tanto me gustan. En mi mano derecha, un gin-tonic. En la izquierda, mi cigarrillo. En los oídos, la molestísima música (aunque tal nombre es exagerado) de un cantante de moda. En la mente, el martilleo constante de las últimas palabras que le oí decir a Natalia antes de que cerrara la puerta cuando se marchó: cuatro únicas palabras, seis sílabas, todo predicado, verbo, preposición, artículo, nombre... Aquel "vete a la mierda" estaba acompañando los berridos del gritante de moda, salido de un patético programa de televisión donde se dedicaba -decían- a encontrar estrellas pero lo que hacían era saturar el mercado con material discográfico de dudoso gusto y más dudosa aún calidad. Doblemente, por tanto, desagradable el recuerdo.

Y quizá fui yo quién me acerqué, o ella quien lo hizo, ya digo que no lo tengo claro y, aparte, tampoco importa demasiado quién diera el primer paso. El hecho fue que el tal paso fue dado y me encontré frente a frente con aquella mujer. ¿Describirla? Pues no sé si sabré, pero por intentar satisfacer las ansias de detallismo de algunos, diré que tendría más o menos mi edad, esto es, joven treinteañera, delantera generosa, línea media bien formada, jugando con acumulación de efectivos en la dicha media -un cuerpo distribuidor de juego- y una defensa larga e interminable hasta el suelo. Como no me gusta el fútbol, diré que pecho generoso pero no derrochador, caderas amplias, piernas de vértigo. Soy un hombre de piernas: fue lo primero en que me fijé cuando vino -o fui: sus piernas- no importándome demasiado la anchura de las caderas o el volumen de sus senos.

Sus ojos fueron importantes: verdes como los míos. Y clavados en ellos con una mirada que parecía leer más allá. Pensé que me iba a preguntar que quién me había mandado a la mierda (seguía resonando en mi mente la invitación que me hizo Natalia de emprender viaje a tal lugar), porque hubiera jurado que podía, con aquellos ojos verdes, leerme la mente. La mente y el pasado y el futuro. Sin embargo, se llevó su vaso de tubo a la boca -reconocí el aroma del whisky y el color del refresco de cola- y tomó un sorbo antes de hablarme. Porque si que recuerdo claramente que ella me habló primero.

  • Hola.

Los saludos breves siempre son los mejores. No es que sea una forma muy típica de entablar conversación con un desconocido, porque en esos casos al "hola" o saludo suele acompañarle alguna de las preguntas que conforman lo que podríamos llamar "batería patética" a la que todos recurrimos en situaciones como aquélla: ¿nos conocemos de algo?; ¿vienes mucho por aquí?; ¿cómo te llamas?; ¿lo pasas bien?; ¿te apetece una copa?; ¿quieres bailar?; ¿follamos?... Preguntas todas ellas que suelen aparecer en las conversaciones de barra a altas horas y que -de eso puedo dar fe- tienen todas resultado en según qué circunstancias.

Pero no, ella dijo únicamente aquel "hola" con sus ojos verdes clavados en los míos, y aquello era más de lo que hubiera esperado (no esperaba que nadie me abordara esa noche, excepto el recuerdo de Natalia y su afán porque viera mundo) y menos de lo que, una vez abierta su boca, esperaba oir.

¿Cómo se responde al "hola" desnudo y terrible de una desconocida? No hay más solución, más alternativa, más posibilidad:

  • Hola.

Si se quiere hilar fino, diremos que si que cabe otra opción digna, que es el "pues hola" como respuesta. Pero ese sintagma transmite una cierta sensación de fastidio, de obligación o de incomodidad: ese "pues" parece indicar que realmente el "hola" se le da por respuesta al suyo y sin menor interés mas que por volver al silencio anterior y la tranquilidad propia. Así que elegí el "hola", igual de desnudo y terrible que el suyo, pasando la pelota a su tejado, a la espectativa de que diera un paso más decidido en alguna dirección, fuera cual fuera. Receptividad absoluta por mi parte.

  • Ando buscando un Shiva -me dijo.

  • Ahora te consigo uno: yo invito -respondí, suponiendo que el tal Shiva era un combinado por mí desconocido porque uno, obviamente, no lo puede saber todo.

Giré hacia la barra y realicé ese signo de inteligencia con el camarero que consiste en conseguir el contacto visual y enarcar las cejas con un cierto interés. Ella me paró.

  • No me has entendido. Quiero ser tu Shakti.

Aquello me sonaba raro, pero cuando una mujer se ofrece para ser algo de uno, y ese algo no parece sonar a "asesina", la cosa promete y se pone interesante y, por tanto, interesa.

  • Ah... -dije.

  • ¿Estás solo?

  • Sí.

En ese momento pensé que iba a preguntarme aquello de "¿y quién te ha mandado a la mierda?", puesto que no había separado su mirada de la mía.

  • Entonces, ¿quieres? He visto en tus ojos que podrías ser tú.

  • Ehem... y, ¿de qué estamos hablando concretamente? ¿Qué tengo que hacer?

Ella sonrió y acercó su boca a mi oído izquierdo, para susurrar algo que no entendí porque justamente en ese momento el cantante-gritante estaba machacando las membranas de los altavoces del local con un derroche de gritos más cercanos al barritar de una manada de elefantes que a lo que tradicionalmente se ha entendido como canto.

  • ¿Perdona? -tuve que decirle. Ella volvió a acercarse a mi oído.

  • Quiero hacer el amor contigo.

"¡Olé!", fue mi castizo pensamiento al oír tal afirmación que, realmente, siempre pensé que era imposible el oírla así, en una sala de gritos y copas, proferida por una desconocida. Debo decir que en ese momento lancé un rápido barrido visual sobre la carcasa de la que de la guisa se me ofrecía para una sesión de fornicio. Me pareció apetecible, mucho, posiblemente más de lo que su cuerpo hubiera merecido, por el deseo verbalizado.

Busqué la cartera para pagar mi copa y largarme al hueco que la tal mujer hubiera destinado para el encuentro sexual -o bien al que consensuaramos entre los dos-, y pagué.

  • Me encanta que quieras eso. Vamos donde quieras -le dije.

  • Toma.

Me alargó una hoja con la mano, una especie de tarjetita. "Shakti", una dirección y un número de teléfono. Le di las gracias, me la guardé en un bolsillo y le repetí la idea anterior:

  • ¿Vamos?

  • No.

Aquello no entraba en el guión. Recapitulé rápidamente. Sin saber quién se acercó a quién, estaba claro que ella había hablado primero, y ella había sido la que me había buscado para el tema del folleteo. Así que tocaba ir, porque yo había dicho que sí y había pagado ya. Y, sin embargo, ella decía que no. Fallaba algo en la situación.

  • ¿No? Pero si dijiste...

Tapó mi boca con su dedo.

  • Llámame mañana. Sobre las seis de la tarde. Y déjate la noche libre.

En ese momento separó su mirada de la mía y desapareció entre el personal de la pista de baile. No la seguí, porque en tales lugares ("pistas de bailes") sólo me adentro si están en la ruta necesaria -o en el atajo necesitado- para acceder a los retretes. Y no era así en aquel momento. Quedé sentado en mi taburete, codos apoyados en la barra, pensando en lo que me había sucedido. Aunque no le ví demasiado sentido, repetí el signo de inteligencia con el camarero y al momento tenía otro gin-tonic delante. Con tranquilidad bebí, pagué, me fui a casa y dormí.

Al día siguiente, a las seis, llamé al teléfono de la tarjeta. Pregunté por Shakti -pues no tenía conocimiento de otro nombre al que respondiese- y me confirmó que esa noche, a las nueve, me esperaba para cenar en su casa. Y ser su Shiva, me repitió.

Tenía algún libro por casa, sobre historia de la literatura india, y busqué aquello del Shiva y el Shakti que no acababa de entender. Recordaba, de mis lecturas de Emilio Salgari, el tema de la terrible diosa Kali a la que se realizaban sacrificios humanos. No me apetecía aparecer en aquella casa a las nueve para descubrir que Shiva es el cordero Pascual y Shakti la cocinera de tal cordero según vaya usted a saber qué secta hinduista. Pero claro, mi libro hablaba de literatura, y poca explicación obtuve. Únicamente algunos apuntes sobre el surgimiento del Brahmanismo, los textos brahmana de aquella época (posteriores a los chadas y los mantras y anteriores a los sutras) en la que comenzaba a legislarse la religión primitiva védica, y poco más.

Shiva parecía ser, junto con Vishnú, hijos de Brahma, dioses secundarios en el culto bramánico primitivo, que habían accedido a la categoría de dioses principales durante la evolución del brahmanismo, al imponerse éste a la explosión del budismo. Averigué también que Shiva estaba casado con la gran diosa Parvati (pero ése no era el nombre de mi desconocida, Shakti: algo fallaba).

Por otro lado, de Vishnú, también llamado Krishna (uno de sus avatares), había multitud de historias en las principales epopeyas indias, el Mahabharata y el Ramayana (nuestra Ilíada y Odisea), pero pocas de Shiva, que era el que me resultaba más interesante, principalmente porque iba a ser Shiva para Shakti dentro de unas horas, y seguía sin tener claro de qué iba todo aquello.

El gran poeta de la antigüedad hindú, Kalidasa, me dió más inquietud al leer sobre su poema Kumara-Sambhava. En él, se presenta al héroe del poema, Kartikeya, que es hijo de Shiva (¡por fin!) y Bavani. ¿No se suponía que estaba casado con Parvati? ¿Porqué ahora aparecía procreando con Bavani? Y, sin embargo, ni palabra de Shakti...

Encontré algo parecido a ese último nombre en Sati, primera mujer de Shiva (podría ser... la transcripción de nombres del sánscrito tendría su dificultad, seguro). Parece ser que, en el Kumara-Sambhava, Sati había muerto, pero se reencarna en una tal Uma. Shiva está bastante triste, el pobre, por la muerte de Sati, y se retira a hacer vida de anacoreta. No sabe que Sita está reencarnada en la tal Uma (que por cierto, Kalidasa describe a la tal Uma de forma que es difícil no sentir una atracción física por el libro, si se lee teniéndolo apoyado en el regazo). Después el poema se lía un poco, ya que empiezan a aparecer toda una serie de dioses que intentan conseguir que Shiva -que sigue en momentos bajos- se una de nuevo a Sati, en la forma reencarnada de Uma.

Un pelín complejo todo aquello. De ser cierta la similitud que había imaginado entre Shakti y Sati, la unión de ésta y Shiva evoca el Uno, Brahma, la trascendencia del ser inmanente y temporal humano hacia el todo. Pero claro, aquello no era más que un poema. Aunque bien es cierto que lo que sabemos de los dioses griegos lo sabemos por poemas, así que tampoco era tan raro. Habia dado -supuse- la noche anterior con una mujer realmente entendida en literatura hindú, que quería satisfacer una fantasía: la de unir a Sita-Shakti con Shiva... y me había elegido a mí para tal juego. Pues vale. Jugaría. No me parecía ya tan peligroso.

A las nueve estaba en su puerta. Llamé.

Abrió la puerta vestida con una especie de bata de gasa, en la que se marcaban sus generosas curvas tridimensionales. Iba dulcemente perfumada, con un olor exótico y penetrante. Naturalmente, mi erección fue instantánea, y más sabiendo que estaba allí para jugar el rol de dios. Fui a tomarla por la cintura y a besar sus labios, directamente, casi aún en el dintel de la puerta, pero ella me frenó.

  • Espera -me dijo. Y tomándome de la mano me dirigió a una puerta.- Entra y dúchate. Utiliza los productos que te he dejado en la repisa de la pila y ponte el peinador de seda que está colgado. Sólo el peinador de seda.

Subrayó el "sólo" con una clarísima inflexión de la voz. Entré y me duché. Pensé que era un poco cruel el que te obligaran a ducharte de tal manera, como desconfiando de mi higiene que, por otro lado, había extremado esa tarde: me había duchado en casa, con un gel especial, había utilizado mis más varoniles fragancias, colonia, desodorante... Yhora, tenía que despojarme de todo aquello. Bueno. Habíamos ido a jugar, así que jugaríamos. Tuve especial cuidado en la higiene de mi sexo, explorándolo bajo la ducha a la caza y captura de posibles residuos de esmegma. Pero no, claro. Ya dije que iba aseado de casa. En todo caso, obedecí las instrucciones que me dio, y me apliqué una especie de aceite corporal con un intenso aroma como a sándalo, o alguna de esas cosas exóticas que de vez en cuando te encuentras en teterías y locales donde hay que utilizar olores penetrantes para disimular el propio de la marihuana.

Salí sólo con el peinador de seda, como me dijo. Ella me estaba esperando en la puerta. Volví a tener conciencia de sus curvas, tanto de los senos como de sus caderas, claramente marcadas en su delicado vestido, y sé que ella tuvo conciencia de mi erección que, ya libre de los convencionalismos sociales occidentales, campaba con total tranquilidad bajo el ropaje aquél en el que me había metido, suave al tacto y con un aparente mascarón de proa, en mi caso. Ella no le dio mayor importancia a aquel derroche de sangre que estaba realizando, en detrimento de mi cerebro y a favor de mis genitales, y me tomó de nuevo de la mano.

  • Vamos al dormitorio.

Y claro, qué remedio, fuimos. Y el mascarón de proa estaba comenzando a prepararse para lo que un dormitorio significa. Había ya potencia en la erección, y temí por un momento mancharle la ropa que me había dado con esos liquidos que suelta el miembro masculino cuando la excitación está llegando a ese punto en el que o se penetra, o se masturba o se hace algo, porque no puede estarse así mucho rato. Pero íbamos al dormitorio, y eso quiere decir que algo iba a pasar...

La puerta del dormitorio se abrió y lo primero que me llamó la atención fue un rincón iluminado. La estancia era amplia, y en uno de sus rincones, orientado hacia levante, había una pequeña mesita con una tela violeta con bordados dorados cubriéndola. En ella había una serie de objetos: una especie de triángulo rojo con una vela en el centro; una piedra erguida -como si fuese un menhir en miniatura- en una especie de bol con arena; un jarro con forma de ánfora antigua, pero de vidrio, que dejaba el agua coloreada que contenía; multitud de flores, no sabría decir de qué clase, alrededor y encima de la mesilla baja aquella. Al lado de la mesilla pude ver algunos recipientes que no sabía lo que contenían. Digo pude ver, porque sólo había unas barritas de incienso ardiendojunto con la vela del centro del triángulo rojo, a modo de única iluminación del dormitorio. Por eso me fijé inmediatamente en aquel extraño montaje, y no vi a la persona que estaba, en el rincón opuesto, esperando que entrásemos.

  • ¿Es Shiva? -preguntó con una voz que no supe si era masculina o femenina.

  • Sí, Acharya.

Noté por la mano con que aquella que iba a ser Shakti para mí -o para Shiva- me cogía la mía, que se había dado cuenta de cómo todos los músculos de mi cuerpo se habían puesto en tensión al oír la voz. Con voz muy baja y tranquila me dijo lentamente: "no temas".

  • ¿Domina el Maithuna? -volvió a inquirir la voz.

  • No creo.

  • No quiero una yonipuja pagana.

Shakti se giró y volvió a clavar su mirada verde en la mía.

  • No la habrá.

Aquello estaba pasando de castaño oscuro y se estaba poniendo negra como culo de buey. ¿Qué era todo aquello? Yo había ido dispuesto a follarme a aquella Shakti en plan Shiva, si hacía falta, en plan divino y tal, había aceptado el juego. Pero nadie me había dicho en qué consistía el juego propiamente dicho, y tenía toda la pinta de no ser un juego. Aquello parecía un ritual de alguna secta extraña. ¿Maithuna? ¿Yonipuja? ¿Qué coño era todo eso? ¿Quién o qué era el Acharya? Tomé nota mental de atizarle fuerte en la boca del estómago si se me acercaba más de la cuenta. Lo del sexo en grupo no está del todo mal, cuando todo el grupo sabe de que va el tema. Pero en ese grupo de tres había uno (Shiva, o sea, yo) que no tenía ni idea de qué iba a pasar allí. Me salvaba -intenté consolarme- que de todos aquellos Shiva era el más elevado, por decirlo así. Vaya, que si era la representación de una de las personas de la trinidad hindú, no parecía posible que viniera un acharya cualquiera, fuera eso de acharya lo que fuera, a darme por el culo. Así que me atreví a decir a la voz:

  • No la habrá -y añadí mentalmente: "sea lo que sea la yonipuja esa".

  • Guíale, Acharya. Muéstrale el camino -dijo Shakti.

Pensé que entonces averiguaría si el Acharya en cuestión era hombre o mujer, pero éste (o ésta) ni se movió.

  • Ves al mandala -le dijo a Shakti.

Delante de la mesilla vi, mientras avanzaba con la mujer que me guiaba, un círculo pintado en el suelo, en el que había, dentro, un triángulo. Shakti se colocó dentro del triángulo.

  • Shiva, espérala fuera del yoni cósmico.

Interpreté que el tal yoni cósmico era el dibujo del suelo, al que había llamado mandala. Así que el mandala era la representación de algo cósmico llamado yoni. Traté de prestar atención a las palabras del Acharya y de Shakti para buscar después sus significados, porque no me estaba enterando muy bien de qué iba todo aquello. Baste decir que, con tanto maithuna, yonipuja, acharyas y mandalas, mi erección había huído como alma que lleva el diablo de mi entrepierna.

  • Ofrécele la vijaya -dijo el Acharya.

Yo me quedé, naturalmente, parado, esperando que Shakti me ofreciese algo. Pero no. Shakti me señaló uno de los frascos que había delante de la mesilla. Lo tomé y se lo ofrecí. Shakti comenzó a beber y el Acharya a proferir una serie de sonidos ininteligibles para mí, que identifiqué como algún tipo de mantra y algunas hijas (que son vocales sin contenido conceptual: lo sabía de mi libro de historia de la literatura india). Mientras Shakti bebía -y yo esperaba que me dejara beber, pero se ve que Shiva está condenado a pasar sed, porque no lo hizo), noté cómo se endurecían sus pezones bajo la delicada seda que la cubría. No sé qué tendría la vidaya esa, pero la estaba poniendo a cien. Entre el olor a incienso, la conversación extraña que tenía el Acharya con sí mismo o con el más allá, y la visión de los pezones de Shakti como pequeños pitones que me señalaban, volvió mi erección.

  • Comience la primera parte del yonipuja -dijo Acharya.

Shakti me tomó de la mano y me sentó dentro del mandala, sentándose después ella sobre mi muslo izquierdo. Me quedé esperando más instrucciones. Llegaron mientras ella tomaba mi mano derecha.

  • Adora el yoni sakuntala de Shakti.

Shakti, con su mano, llevó la mía bajo su bata, ya bastante abierta, a su zona púbica. Toqué su vello, hirsuto y abundante. Jugué con mis dedos en su vello, y ella me susurró en el oído: "sakuntala". Supuse que el vello era el sakuntala en cuestión y que, por tanto, eso del yoni debería ser lo que acompaña al vello. Acaricié los labios de su vulva, y tuve la respuesta de nuevo en mi oído: "yoni". Fruto de mis caricias y de, posiblemente, los efectos del vijaya, los labios se fueron abriendo, dejándome acceder con mis dedos a su humedad. No sé si puede llamarse con propiedad adoración, pero comencé a masturbarla despacio. No introducía mis dedos, sino que los pasaba por encima, mojándolos, para ir a jugar ya húmedos de ella, a su clítoris. Su respiración se hizo entrecortada. Pensé que iba a tener un orgasmo, pero me tomó la mano y me señaló otro de los frascos.

Lo abrí: olía a sándalo. Era una especie de pasta suave. Guió mi mano al frasco, la mojó en el mejunje aquél, y la volvió a dirigir a su yoni sakuntala. Le unté la pasta aquella por el coño, pringándole de mala manera el vello púbico y su sexo. Sentía como en mi mano se mezclaba la humedad del ungüento y la de la propia Shakti, que seguía sentada en mi muslo izquierdo. Me señaló el frasco de vijaya y se lo acerqué. Volvió a beber de él.

  • El ardhachandra -dijo la voz del Acharya.

Shakti volvió a guiar mi mano hacia un pequeño recipiente, mojándome esta vez un sólo dedo en aquello y me guió el dedo pringoso a su frente. Dejé mi mano muerta y ella, con la suya y mi dedo de pincel, hizo que le pintase en la frente una media luna. Con la luz de la vela pude ver que aquella media luna era de un color rojo bermellón. Mientras se la pintaba, noté cómo todo su cuerpo se estremecía, como si aquella media luna que tenía pintada hubiera creado un puente con la Luna misma en el firmamento, entrando en ella todas las fuerzas lunares.

Shakti se sentó entonces frente a mí y, sin decir nada, se me ofreció. Abrió su bata dejándola caer, quedando maravillosamente desnuda. Sus ojos me miraban con aquella fijeza que ya conocía y me transmitían una excitación y una paz inenarrables. Dirigí mis manos a sus pechos. Los acaricié. Los apreté. Pellizqué con suavidad sus pezones. Jugué con ellos, sopesándolos, oprimiéndolos, aprisionándolos entre mis manos. En su mirada verde podía ver que aquello era lo correcto.

  • La bhagabija -dijo el Acharya.

Shakti me tuvo que dar a entender que debía recitar un mantra. Mis ojos le preguntaron que cuál. Me lo dijo.

Separé mis manos de sus pechos y comecé a decir, despacio, "Hrim". Ella me tomó las manos y volvió con ellas a sus pechos. "Parece ser que la bhagabija puede recitarse mientras se excita a Shakti", pensé. Así que volví a los juegos que estaba realizando con mis manos en sus senos, diciendo lentamente "Hrim", acariciando de forma especial, con mayor presión, con un sólo dedo en el pezón, con la palma abierta, con el envés de la mano, aquellos pechs que se me ofrecían. Los ojos de Shakti eran de una excitación total. Sus pezones también.

Con la mirada me dijo que parase de recitar. No sé cuántas veces dije "Hrim", pero posiblemente más de cien. Entonces abrió los brazos y se acercó más a mí, como dándome a entender que era mía. Mis manos abandonaron temporalmente sus pechos. La recorrieron entera.

Jugué en sus nalgas, arañándola con suavidad, dejando que sintiese mis diez dedos sobre ellas, jugué en su vientre, indroduciendo mis dedos en su ombligo, enredándolos en el comienzo de su vello púbico. Jugué también con sus pechos y su yoni sakuntala. Entre el sándalo y sus propios flujos, aquella zona de su cuerpo era un desvarío de humedad y perfume. Cuando mojaba mis dedos en aquel líquido mitad perfume mitad placer, Shakti me dijo:

  • Es el tattva uttama. La esencia sublime.

Y supe que era verdad.

Me desnudó con delicadeza. Su excitación, que tanto había trabajado durante los diferentes momentos de la yonipuja y a la que, posiblemente, había ayudado la bebida de la vijaya, no iba a quedarse sola: mi propia excitación era -cómo decirlo- brutal. Mi pene apuntaba directamente a las estrellas, hinchado y duro, y lucía desnudo a la luz de la vela. No pudo con él ni la voz del Acharya, que volvió a su retahíla de mantras.

Shakti tomó del perfume de sándalo y me untó el pene con él. Su olor me llenó, mientras el tacto suave de las manos de ella se deslizaba por mi miembro. No me estaba masturbando: me estaba preparando para un acto posterior de la yonipuja. y tuve conciencia de ello. Supe que estaba amando, en aquel falo en erección, a Shiva. Supe que Shakti y Shiva estaban juntos y que iban a ser el uno. Tenía conciencia de ello. El incienso, el sándalo, el aroma del yoni sakuntala que había quedado en mis manos me lo gritaban. Los mantras del Acharya me fueron haciendo tomar conciencia también de cada dedo de Shakti, frescos y suaves con el ungüento, recorriendo mi miembro. "Lingam", me dijo Shakti, acariciándome el falo. Lingam y Yoni, que iban a ser uno.

  • Es el momento del maithuna, Shakti. ¿Lo quieres?

  • Sí, Acharya.

  • Entonces, ve.

Shakti se acercó a mí y, sin que yo me moviese, introdujo mi lingam en su yoni. Sentí la humedad de su sexo unirse a la mía propia. El ungüento suyo y mío se unía, nuestros sexos eran uno, y Shiva y Shakti daban origen a la creación. La tomé de las caderas, y dejé que ella hiciera todos los movimientos. Me dijo al oído: "no te corras". No hacía falta. Yo ya sabía de qué iba aquello. Tuve conciencia de que la unión de los cuerpos no era mero contacto de sexos en fricción, sino el Amor mismo de dos dioses. La sensación de su yoni rodeando mi lingam fue tan grata que creí tener un orgasmo sin polución alguna. Shakti se movía despacio y yo la besaba entera. No estábamos follando. Estábamos dentro de algo más importante, de un auténtico rito. Era un momento religioso, de adoración, y yo adoré a mi Shakti y Shakti adoró a su Shiva.

Acharya continuó con sus mantras rituales mientras Shakti y yo nos uníamos cada vez más. Nuestros cuerpos desprendían un aroma de sudor mezclado con perfumes que me volvía loco. Sentía mi lingam entrando cada vez más en el yoni de Shakti, penetrándola hasta las entrañas. Le puse los labios sobre un pezón y lo chupé, lo lamí, lo besé, lo mordisquee... Ella gemía. Intentaba estar cada vez más dentro de ella, empujando con suavidad, mientras ella movía sus caderas en torno a mi pubis. Creí morirme de placer cuando sentí la descarga de su orgasmo. Inundó aún más mi pene, manando desde su interior un auténtico río de la vida, un auténtico océano de energía cósmica. Al sentirlo mi cabeza comenzó a dar vueltas. Sus ojos verdes se clavaron en los míos. Me dijo: "no temas... tenlo". Le besé los labios, busqué su lengua con la mía. Y lo tuve. No tuve miedo y lo tuve. El orgasmo me recorrió entero, una enorme y cálida sensación de placer.

Sin embargo, mi lingam seguía duro dentro de ella, dentro de Shakti, fabricando en la unión de Shiva y Shakti la potencia creadora del mundo. No hubo eyaculación, sólo orgasmo, sólo placer, sólo el delirio de la felicidad alcanzada con Shakti unida a mí. Así que continuamos con la penetración, si bien ella separó totalmente sus piernas, separando yo las mías también, permaneciendo sentados y unidos. Su yoni subía y bajaba por mi lingam, dándome toda su humedad, que ya se le escapaba por los muslos, y ya empapaba mi vello y parte de mi pubis.

La sujetaba de las nalgas para facilitarle el movimiento de ascensión y descenso sobre mi cuerpo, penetrándola con la fuerza de esa conciencia creadora que me había nacido en la yonipuja y que ahora era total y completa en el maithuna.

Dejó caer su cabeza hacia atrás, mientras volvía a lamer con fuerza sus pezones, piedras bañadas de sudor y perfume, para lanzar un gemido quedo que barrió, por un instante, los mantras del Acharya de mi campo auditivo. La explosión de humedad en mi lingam me hizo saber que era su segundo orgasmo. Sobrevino el mío después, otra oleada de placer incomprensible para mí hasta aquel día, que me hizo perder las fuerzas, cayendo mi espalda sobre el suelo. Orgasmo puro, orgasmo de unión, orgasmo de Shiva amando a Shakti, unido a ella.

Pensé que no podría más, que me fallaría el corazón o los pulmones o el cerebro o todo a la vez. Pero Shakti volvió a amar a Shiva, inclinándose sobre mí y refrescando mi conciencia con su mirada. Mi lingam seguía duro, empapado de sus dos orgasmos, del ungüento, del sudor que ya nos cubría. Pero no era el sudor del cansancio, sino del placer completo. Sudor y perfume sobre mi piel, sobre mi pecho, acariciado por sus manos mientras seguíamos unidos, mientras el maithuna no había terminado aún, mientras Acharya continuaba con su extraño canto ritual.

Shakti me cabalgó de nuevo. Entraba y salía de ella, se movía en círculos con mi lingam en su yoni. Tuve un tercer orgasmo completo antes del suyo, que no tardó en llegar. Se dejó caer sobre mí y me susurró al oído:

  • ¿Estás bien, Shiva?

  • Te amo, Shakti -le dije.

  • Me estás amando muy bien, Shiva.

La voz del Acharya nos sacó de la mínima conversación.

  • ¿Es el momento del tilaka, Shakti?

  • Creo que sí, Acharya.

  • Ha sido un maithuna muy grato, Shakti. Enhorabuena, Shiva.

Shakti me sacó de sí, separando su yoni de mi lingam. Debería decir que me daba una mínima vergüenza estar así, totalmente sudado, con mi pene empapado y en erección, con los flujos y el ungüento de Shikta empapando mi vello y mis muslos, pero esa imagen sólo pasó un segundo por mi mente, porque Shikta estaba igual: su entrepierna brillaba a la luz de la vela, con el brillo de la humedad de la yonipuja y el maithuna.

  • Rinde homenaje al yoni sakuntala de Shakti -dijo el Acharya.

Ya lo creo que le rendí homenaje. Aquél coño me había dado tres orgasmos, y podría haber tenido más si físicamente pudiera aguantar aquello. Me faltaba entrenamiento, supongo.

Me incliné sobre su yoni, olí con fuerza el aroma del sexo y el perfume, el aroma de Shiva y Shakti, el aroma del maithuna. Lo besé, primero suavemente, después con más fuerza. Le dí un auténtico beso con lengua, metiéndola dentro del yoni.

  • El tilaka -dijo Archaya.

Shakti me guió de nuevo. Tomó mi mano e hizo que le metiese un dedo dentro. Fue una sensación muy grata, sentir en mi dedo todo aquel calor desbordado. Después guió mi mano a su frente y se dibujó el punto que las mujeres indias llevan en medio de la frente. Después repitió la operación y me guió para que me lo dibujase yo.

Acharya se acercó. Ya no le temía, ya no me daba ningún tipo de respeto. Había sólo gratitud hacia aquel personaje que, desde la sombra, me había guiado hasta la cumbre del éxtasis sexual. Se acercó y se inclinó sobre el yoni de Shakti. Pude ver entonces que Acharya era una mujer, quizá de nuestra misma edad o, como mucho, un par de años más, también perfumada y vestida de seda. Introdujo un dedo en el yoni de Shakti y se dibujo el tilaka.

Shakti se levantó entonces e hizo una reverencia a Acharya. Yo la acompañé en la adoración de aquella persona. Gracias a haber estado ella allí, había conseguido entrar en el rito, había refrenado mis impulsos hacia el sexo, hacia buscar mi placer en la eyaculación, y no llegar más lejos. Quedamos Shakti y yo entoces sólos. Ella se sentó con tranquilidad y comenzó a decir "Om Mani Padme Hum", concentrada. Imité el gesto y el mantra, porque sentía que algo más había habido en esa habitación aquella noche. Era una forma de dar gracias, pero también me permitió tener tiempo para integrar todos los acontecimientos que había vivido. Acababa de nacer a una realidad distinta y nueva y, desde el plano del sexo, mejor.

Al rato, Shakti me besó, desnudos como estábamos. Correspondí a su beso. Me dijo: "ves a ducharte". Lo hice.

Cuando acabé mi ducha, Shakti olía a limpio, con su pelo mojado y vestida con una sencilla camiseta y un pantalón corto. Me guió a un salón donde estaba, sentada, nuestra Acharya. Shakti preguntó si nos apetecía tomar algo, y así, de esa forma, comimos un poco de jamón, queso, vino, y hablamos de cosas intrascendentes. No hubo preguntas en ese momento, ni intentos por mi parte de averiguar sus nombres, ni intentos por la suya de convertirme a sus ritos o lo que fuera que hacían.

Cuando miré el reloj eran las cinco de la mañana. Había llegado a las nueve. ¿Había estado ocho horas -quizá siete, o seis si descontamos las duchas y el frugal refrigerio- haciendo la yonipuja y el maithuna? Le dije a Shakti que debía marcharme, y me despedí de Acharya dándole las gracias por todo. Shakti me guió a la puerta.

Cuando ya marchaba, me llamó:

  • Shiva...

  • Dime Shakti.

  • Quiero que sepas una cosa.

  • Dímela.

  • Espero que uses la tarjeta que te di. Cuando quieras. Eres maravilloso, Shiva.

Me besó.

Y yo volví a usar la tarjeta.