¿Tanto te apetece morir?

Algunos autores de TR nos hemos animado a escribir relatos sobre crímenes. "¿Tanto te apetece morir?" de TRAZADA. Entre el asesinato y el suicidio, ¿qué más daba? Se sentía solo y ella tenía que ser suya...

El ejercicio está abierto a todos los autores de TR. También sigue abierto el plazo. Para más detalles, puedes ver la dirección:

http://www.todorelatos.com/relato/41882/

Si te animas, no tienes más que escribir a solharis@yahoo.es


Estoy solo en casa y tengo calor, todo el calor del mundo. Se ha averiado el aparato de aire acondicionado –lo he destrozado no sé por qué; a veces actúo sin pensar- y estoy sudando a mares. Intento hallar, yendo de una a otra habitación, algo de frescor. Inútil. El calor agobia. Cierro los ojos y oigo latir mi corazón. Cada latido es un trozo de verano que se va, y, no obstante, el tiempo parece detenido. Miro el reloj: Las nueve, las nueve y un minuto, las nueve y dos. Me siento muerto en vida, a medio camino de la tumba y rodeado de un silencio absurdo que atruena alma y oídos. No sé si el mundo existe. Puede que no.

Decido salir. Es peligroso. No me conviene, pero voy a salir. Me ducho procurando no mirarme al espejo, me pongo cualquier cosa y me largo a la calle. No camino hasta el coche, floto. Voy recuperando la tranquilidad tras mi azaroso paso por el cuarto de baño. He resistido la tentación y evitado el desastre. La última vez que me miré en el espejo no me reconocí. No era mi reflejo el que tenía ante los ojos. Me vi obligado a iniciar una afanosa autobúsqueda, cavilando sobre dónde podía haberme dejado olvidado a mí mismo. Hube de correr a ciegas por mi pasado hasta redescubrirme, a jirones, en caminos ya recorridos. Supe que, de tanto perderme, era un extraño para mí mismo. La evidencia fue, a la vez, consuelo y maldición: consuelo porque no moriré yo, lo hará un extraño; maldición porque es otro quien vive mi vida.

Me dirijo a la zona de bares, aparco en doble fila y, como pequeña venganza para con el resto de la humanidad, dejo puesta la primera marcha y echo el freno de mano. Entro en un pub. Es otro planeta, otro clima, distinta composición del aire, diferentes seres. Sé que llego de muy lejos y que no tengo nada en común con las mujeres y hombres que ocupan las mesas o charlan en barra. Hablan, bromean, ríen. Ninguno, sino yo, sabe que ésta es la noche.

Me acercó a la barra

"Un bitter".

Nadie repara en mí. La gente continúa riendo, moviéndose, charlando. La verdad se abre paso en mi cabeza: estoy brutalmente solo.

Sí, eso es. No me aplasta el calor sino la soledad. Estoy aquí con decenas de personas y a la vez a años luz de ellos. Ese corro de chicas por ejemplo. La morena. Las otras no existen para mí. La morena. No estoy de humor para acercarme, sonreírle y decirle bobadas, y si le hablara seriamente no me comprendería.

Mejor no mirar. Doy un sorbo a la bebida que me sirvió el de barra. Es lo mejor que puedo hacer. La morena está buena y es guapa. Podría acostarme con ella o pedirle que me ayudara a sacar de mí esta honda tristeza que me llovió de no sé dónde y llevo cosida dentro. Le contaría que estoy solo y le rogaría que me comprendiese. Las mujeres tienen dos formas de comprender a los hombres: una es dejarnos hablar mientras nos miran a los ojos, otra besarnos en la boca hasta que se nos hace todo rojo y olvidamos lo que queríamos decir y cómo se articulan las palabras...

Sigo teniendo calor pese a que el local está refrigerado. Tal vez tenga averiado mi termostato interior. La morena ni me ha mirado. He de decirle algo, pero ¿qué? Tal vez tenga pareja o no quiera saber de los hombres, o de los otros sí y de mí no.

La soledad me amarga en la boca. Quiero hablarle a alguien, necesito hacerlo. Ahora mismo, hay miles de mujeres en la ciudad que sienten lo mismo que yo y que darían cualquier cosa por sentirse comprendidas. Puedo comprenderlas. Os comprendo aun sin conoceros. Pero ¿dónde estáis? ¿En qué ventana de qué edificio de qué calle? Me gustaría pasaros mi tarjeta, un nombre, dos apellidos y luego, en el lugar que se suele indicar la profesión, una palabra: "solo". ¿Os dais cuenta de las posibilidades que encierra esa declaración de principios? En cuatro letras se encierra el hambre de cariño, la necesidad de compañía, la misma esencia del ser humano. Solo.

Enjugo mi frente, la limpio de sudor y de ideas y apuro la copa de un trago.

Debería cenar. Cenar es importante. Hay que subsistir para arrastrar el absurdo bagaje de la soledad. Si alguna vez podemos olvidarla, nuestro vida ya ha tenido objeto. Pero es imposible. Siento en las ingles el deseo de una hembra y a la vez siento en el alma el desgarrador deseo de una mujer.

Sí hay Dios, pero no lo conozco. Conozco lo que está aquí, lo que puedo tocar. He llamado a Dios y no ha venido nunca. ¿Estaré loco? Sí, ya sé, mi familia está preocupada. Insiste en que vuelva a la consulta del psiquiatra. No lo haré. Cuando iba no sacaba nada en claro. Tengo accesos de violencia, de acuerdo. También ideas raras, aunque ¿es raro sentirse solo? ¿Seré el único que vive con esta resignada desesperación a cuestas? ¿Es que nadie comprende que no nací en mi mundo? Sé que mienten. Cuando miro a los demás veo en sus ojos un punto de tristeza. No aceptan el hecho de la soledad, pero el hecho existe. Lo admiten en lo más hondo de su corazón.

¿Podríamos ayudarnos? Yo con el vaso vacío, la morena que sigue sin mirarme, el chico de barra que va de un lado a otro entre botellas… ¿querríamos ayudarnos?

Cuando muera –moriré pronto, me doy demasiada cuenta de las cosas para llegar a viejo- me gustaría ser enterrado en un lugar apartado. Aborrezco los cementerios. Detesto a los muertos. Prefiero que mis huesos estén en íntimo contacto con las raíces de los árboles. Será como tener pájaros en las manos.

La morena me ha mirado. Su mirada ha resbalado por mí. Ha puesto sus ojos en la barra y ha descifrado las letras grandes de las etiquetas de las botellas de licor, ha seguido las líneas de los estantes y luego me ha mirado. También tiene en sus ojos un punto de tristeza.

¿No te das cuenta? Es urgente que nos comprendamos. No sabemos hablar. No hemos aprendido a hablar nunca. Hablar es darnos recibiendo algo a cambio. Charlamos, jugueteamos con las palabras, las llevamos de un lado a otro, pero no hablamos. Palabras, palabras. Es más sincero hablar con silencios. Fíjate: podemos morir esta misma noche. Pero no hablas conmigo. También estás lejana. Tampoco te das cuenta.

No sé qué hacer. Emborracharme… Buscar una mujer…. Acostarme con ella… Matarla… Todo es lo mismo. Tanto da una cosa u otra. Tengo calor –nada me dice la refrigeración del local- y mi vaso está seco.

"Otro bitter".

Otro bitter, u otro llanto, u otra mujer, u otro cigarrillo. ¿Es que nadie me escucha? Yo tampoco escucho a nadie, y me consta que habrá quien me llame desesperadamente. Es preciso que alguien me llame y es preciso que yo no lo escuche. La vida es así.

¿Cómo será la muerte? Si existe Dios tendremos compañía. Si no hay nada, si todo es noche, con nosotros desaparecerá la soledad. De un modo u otro la muerte es solución. Nuestra única solución.

¿Cómo moriré? ¿Y cómo morirás tú, mujer? ¿Tendremos una hermosa muerte? ¿Su belleza justificará los años de espera? Es atrayente morir. Tiene toda la fuerza de lo que solo puede hacerse una vez.

Puedo llenarte la boca de besos, llenar de labios tu carne, estrujarte los pechos, ensartarte, pero eso cabe repetirlo noches y noches. Si te mato, solo podré hacerlo una vez. Entonces serás mía. Enteramente mía.

Me has mirado de nuevo. Sigues teniendo, muy al fondo de ti, un punto de tristeza. Dime, ¿se nota tanto mi angustia? Te has quedado mirándome y me has respetado lo suficiente para no sonreírme. No es cuestión de sonrisas, lo sabes. Nuestro encuentro es demasiado serio. Demasiado sincero. Demasiado tremendo. Tú vas a morir esta noche.

¿Después qué? No importa el después. Importa el hoy, el ahora, el ya. Destrózame, clávame las uñas en el alma. Yo rasgaré a jirones tu ropa y luego diré mi última oración: no sé dónde estás, no sé si estás siquiera. No sé si has nacido antes que el hombre o si nosotros te hemos inventado. Mírame. ¿Por qué nací sin alas y con estas tremendas ansias de volar? ¿Por qué no me has borrado de mí mismo hace tiempo? ¿Por qué me has dado esta noche? No quiero matar. Ni aun así la comprendería. ¿Quién es ella? ¿Por qué está frente a mí? ¿Por qué me fijé en ella? ¿Lo sabes Tú? ¿Qué sabes Tú?

Sigo teniendo calor. Si lloviera…Daría cualquier cosa porque lloviera. ¡Llora! ¡Llora alguna vez! ¿Que no sabes llorar?

Vete mujer. Abandona el pub. Sal a la calle. Corre. Deprisa. Antes de que acabe de apoderarse de mí el demonio oscuro. Tú no me has hecho nada. Solo mirarme. No es justo que mueras.

Las doce. Las doce y media. Miras el reloj, hablas con tus amigas, pagáis, salís. Me rompo por dentro entre la necesidad de seguirte y el blando deseo de que no mueras. Cuento hasta cien. Hasta doscientos. Bien. Pasó el peligro. Estoy solo, vuelvo a estar solo y es de noche.

¿Por qué habéis vuelto a entrar? Habláis con el camarero que reclama nuestra atención. Sí, es mi culpa. Es mío el Opel Astra que impide salir a vuestro coche. Lo dejé frenado. Lo siento. Ahora mismo lo retiro.

Estaba escrito. Tu muerte estaba escrita en el viento. Pago y salgo a la calle. Pongo marcha el coche. En lugar de ir hacia delante, engrano la marcha atrás y aguardo a que salga el Toyota en que va la morena con sus amigas. Las sigo.

La vida es una sucesión de crisis, una carrera de obstáculos en que, en el segundo más impensado, surge algo que hace tambalear los cimientos del universo. Cuando esto ocurre es inútil el empeño de mantener las estructuras. No sirven. No te sirven, muchacha. Moriste al volver a entrar en el pub.

Mi coche sigue al coche en que vas tú. Navegamos. Es de noche y hay una dulce tempestad. No he cenado y las estrellas dejaron de existir. ¿Por qué mi Opel Astra me recuerda a un velero? Aquí me mojaré, no sé si de espuma, o de sangre o de lágrimas.

No pasa nadie por las calles: sólo nosotros: dos automóviles trazando singladuras en zigzag en la ciudad muerta. Deseo que cada casa rezume muerte. Que no se respire en cien kilómetros a la redonda. Gritaré con toda la fuerza de los pulmones "¡estoy solo!" y nadie se reirá de mí.

El coche de las chicas se detiene. Desciende la morena que queda charlando unos segundos, por la ventanilla, con sus amigas que siguen sentadas en el vehículo. Aprovecho para aparcar. Abro la guantera, saco la media de seda que llevo siempre por si acaso, salgo del Opel y me escondo cerca de la chica. Me propongo abordarla cuando entre en el portal.

Me hormiguean las manos deseosas de echarte la media al cuello. Me late la verga impaciente y enhiesta.

Dime mujer: ¿Por qué has salido esta noche? ¡Por qué no te quedaste en cualquier agujero oscuro?

¿Tanto te apetece morir?

Mi propósito al comenzar a escribir este relato fue analizar el proceso mental de un perturbado y su delirio que desemboca en crimen. Hecho está. La última y desquiciada pregunta, en que el inminente asesino desplaza su culpa a la propia víctima, cierra el ciclo. La narración ha llegado a su final. No obstante, puede que haya quien prefiera leer, en lugar de imaginar, lo que ocurrió a continuación. Prosigo la narración como atención para quien así piense, no para mí que la creo acabada:

¿Tanto te apetece morir?

El Toyota se va. Dobla la primera esquina. Abres el bolso, buscas y encuentras la llave del portal y la introduces en la cerradura. No me has visto. Me agazapo entre dos coches. Estoy cerquísima y te acecho, morena. Empujas la puerta. Es grande y pesada. Te cuesta hacerlo.

Hay un torbellino rojo y caliente, y tú y yo giramos en él sin poder evitarlo. Hemos rebasado el lugar en que nacen las tormentas. Estamos llegando al planeta de las lágrimas y pronto tendremos en la mano la aldaba de la muerte.

Te alcanzo cuando entras en el zaguán. Te doy un empellón y me cuelo contigo. Te echo la media al cuello antes de que reacciones, la anudo y estiro con ambas manos. Aprieto recio, ahogando el grito que pugna por abrirse paso en tu garganta.

Morena, escucha los latidos de tu corazón. Pronto dejará de bombear sangre y tu pecho conocerá silencios y gusanos.

Me duelen los brazos. Te resistes a morir. ¿Por qué? ¿Quieres vivir mucho? Morir es hermoso, envejecer patético. La muerte es relámpago, la vejez gota de agua insistente. La muerte es estallido, la vejez enemigo insidioso que se cuela por todos los caminos y va secándote el alma. No te resistas a morir. Boqueas. No hay puerta ni esperanza. Mueres porque es preciso, porque odio la vida y estás viva.

Estertoras. Te vas apagando. Te estremeces. Te sacude la agonía. Las células de tu cerebro boquean faltas de riego sanguíneo. Estás en la frontera, en el segundo eterno. Dime, ¿por dónde escapa el alma cuando abandona el cuerpo? ¿Al morir desaparece la tristeza, o queda cosida dentro de la huesa, en lo más recóndito del tuétano?

Te desmadejas y las chicharras me barrenan el oído. Te fuiste. Dejaste atrás un bulto. Es solo carne muerta. Un montoncillo de carne muerta. Pasta de hamburguesa.

Desanudo la media de seda que te estrujaba el cuello. Cumplió su misión. Es la tercera vez que uso la media. Huele aún a tu miedo. Salgo a la calle, pongo el Opel en marcha y me voy a casa.

Sigue haciendo calor. Estoy solo. Necesito romper algo. ¡Soy tan desgraciado!

¿Por qué salí esta noche? ¿No deseaba estar solo? ¿No comenzaba a sentirme orgulloso de mi soledad?

Entro en mi apartamento. Tengo una botella de güisqui y mucha sed. Vivir es una forma de morir como otra cualquiera. Quizás la más difícil. Preparo el güisqui. Mucho hielo. La Sinfonía Júpiter de Mozart en el reproductor de CD. Suenan las tres en un reloj.

Me echo en la cama. No estoy borracho. Soy un fracasado. No he conseguido emborracharme.

Sigo solo, profundamente solo, brutalmente solo, apurando la noche.

Tengo todo el calor del mundo.

Un calor de muerte.