Tania - 9

Javier...

Javier

Hay momentos que se ven llegar, se intuyen. Lo mismo que personas que sabes o sospechas que con ellas das ese paso deseado, aunque no sea lo más conveniente. Mi entrada en el grupo de antidisturbios en Madrid fue uno de esos instantes de la vida que sabes van a marcarte.

No tardamos mucho en acostarnos juntos. Javier era mi jefe de grupo. Un hombre de mirada seria, dura, penetrante. Con un vago recuerdo a esos actores de cine antiguos, que mezclan la guapura y ese punto de rudeza que los hacen atractivos. No puedo decir que fuera un tío de esos que te dejan sin aliento, pero tenía algo. Y ese algo, me llevó a su cama.

La primera vez que me penetró volví a sentirme liberada. Alejada de todo lo que no deseaba vivir. Entonces no incluía en esa exclusión a mi marido. O si lo hacía, no me percataba y era de forma inconsciente. Quiero decir con esto, que todavía sentía por él esa pequeña llama de atracción que poco a poco —ahora lo sé con rotundidad—, se fue convirtiendo, en algo más semejante a una admiración y cariño. Pero no a la punzada de amor y deseo que sentí por otros. Sobre todo, por «él»…

Javier era bueno en la cama. Sabía cómo ejercer esa especie de dominio que un hombre duro plasma con un mujer en el lecho. Y no me estoy refiriendo a empellones con excesiva firmeza o vigor. Incluso, puede que una parte de su atractivo fuera justamente lo contrario. Esa suave contundencia con que me follaba hizo mella en mí.

Recuerdo perfectamente la primera vez. Fue una tarde, después del gimnasio y de unos ejercicios teóricos que debíamos realizar como grupo. Empezó con una cerveza, unas sonrisas y fueron asomando las miradas de complicidad. De deseo.

Fuimos a su casa y todo resultó sencillo y fácil. Me besó con la fuerza y presión justas. Moviendo la lengua con la mía mientras sus manos, fuertes y amplias, me abarcaban toda la espalda. Me encanta que un hombre sepa manejar bien sus manos cuando abraza. Y Javier, en ese sentido, me pareció siempre muy bueno. No sabría cómo explicarlo de forma exacta y certera, pero me parecía que sus manos se extendían más allá de sus dedos y de su piel, acariciando y rozando muchos más centímetros que los que abarcaba en realidad.

Me besó luego en el cuello. Despacio, sabiendo que íbamos a terminar en la cama, jadeando y buscando un sexo que empezaba a formalizarse entre los dos. No hablamos mucho. Apenas lo justo, hasta llegar a su cama y desnudarnos mientras seguíamos engarfiados en besos y abrazos.

Cuando me metí su polla en la boca, él suspiró y arqueó la espalda. Le tumbé en la cama y me senté entre sus piernas. Recorrí con mi boca todo su miembro, una y otra vez. Pausada y profundamente. Con lentitud y esmero. Paseé mis labios por sus muslos, sus testículos, su vientre… Me demoré en hacerle sentir que aquella erección iba a ser un preludio amplio y punzante de fogosidad.

Sonreí mientras lo miraba y sentía su glande en mi lengua. Vi su deseo y sus ganas de disfrutar. Su animalidad emergente y dispuesta. Seguí con la boca, con la mirada, susurrándole con mis pupilas que quería la noche completa.

Me sigue asombrando que pasado el tiempo, pueda recordar momentos y detalles como esos y, sin embargo, tenga apenas constancia de otros hombres que, en teoría, deberían haberme influido más. Porque Javier no era otra cosa que sexo. Desfogue, deseo desbocado de dos personas que solo se pertenecen a ellas. No significó nada. Tan solo sexo por sexo, y algo de compañía.

Aquella noche me folló varias veces. Tuve orgasmos fronterizos con el puro éxtasis. Aún puedo cerrar los ojos e imaginarme sus acometidas firmes, profundas, contundentes pero con la templanza y la paciencia del hombre experimentado.

Nos corrimos uno encima del otro, entre suspiros, bocas que se mordían y abrazos. Sumamos caricias, succiones, lenguas y pulsiones suficientes para que la noche fuera magnífica. Su semen en mi cuerpo, mis fluidos en su boca y en su cara.

El último orgasmo que tuve, ya muy pasada la media noche, me sacó un suspiró largo, tenso y un punto áspero porque sabía que iba a ser con el que concluyéramos. Le pedí que se quedara con su polla dentro de mí, dura, y firme, mientras, yo, con los ojos cerrados, me imaginaba otras noches, otras camas y no era capaz de sentir ni vergüenza ni añoranza. Le abracé con fuerza y cuando me recuperé un mínimo, fui yo la que, volteándole lo cabalgué de nuevo.

Primero lenta, con mis pupilas en las suyas mientras me agarraba de las caderas y yo me apoyaba en su pecho. Momentos después, continué con más fuerza, abrazando su pene con mis entrañas y besándole con arrebato y vehemencia. No tardó en correrse con un aullido.

Nos miramos ambos. Yo sentada sobre él. Sonriente, desnuda de cuerpo y de sexo. Él, con la respiración aún entrecortada y una sonrisa de satisfacción.

Me besó. No con cariño, ni ternura o debilidad. Me besó con la animalidad del excelente sexo que habíamos disfrutado. Me besó de una forma que, aunque en ese momento no me di cuenta, ya me marcaría. Fue un beso de lujuria, de gratitud y apetencia sexual. Un beso entre lo impúdico y el reconocimiento.

No sé si por suerte o desgracia, pero a partir de ese momento, me han besado así muchas veces. Es posible, que demasiadas.

La primera reacción que provocó Javier en mí fue que el fin de semana que visité a mi marido en las Palmas, todo fuera forzado. Reconozco que ir a verle fue un acto de mera disciplina. Sigo pensando que en esos días todavía le quería. También soy consciente, ahora, con el tiempo pasado, de que el enamoramiento se me debió terminar apenas un par de años después de verme liberada de mi casa. Siempre lo he admirado y he sentido gratitud hacia Ernesto. Pero por muy extenso que fueran mis sentimientos y deseos, terminaron por no ser suficientes.

Aun así, me esforcé por estar con él, amable y cariñosa. Incluso fui yo quien dio el primer paso para irnos a la cama. Me sentía obligada, con la necesidad de que tuviera una noche de sexo excelente. No pregunté si había estado con alguien más. No me importaba. Era un dato que ya me parecía ajeno.

Recuerdo besar su boca alejando la imagen de Javier de mi cabeza. Y no era porque mi jefe me gustara o me sintiera especialmente atraído por él. Como he dicho, era sexo. Puro sexo y necesidad de encontrar algo que ni yo misma todavía sabía con exactitud.

Aquella noche con Ernesto procuré ser todo lo puta que pude. Me lo follé de forma suave y también ruda; con él debajo o de cuchara. Besándole y mordiéndole los labios con lujuria. Quise, y me esforcé, en asentar de esa manera el matrimonio. Como si pudiera separar mis dos vidas y mis atracciones hacia otros hombres y el sexo.

Es muy posible que él disfrutara. Que incluso por unos momentos pensáramos los dos que aquella relación tan bizarra y extraña, pudiera terminar en algo que nos uniera de verdad. Con el paso de los meses, y por camas ajenas, sé que fue una ilusión y que, muy posiblemente, ninguno termináramos de creernos nada de todo aquello.

Pero en el momento en que le cabalgaba de forma contundente, con mi mirada en sus ojos y sintiendo como su hombría llegaba a durezas que nunca habíamos experimentado, sí que pensé en que podría ser posible. Y también me doy cuenta de que lo hacía porque me basaba —una vez más— en el sexo. Nos seguía faltando esa mirada cómplice cuando nos íbamos a comer a un sitio cercano a la playa. Esa dosis de unión que complementa los embates de cadera y las lenguas y bocas en la carne, no nos terminaba de alcanzar. Se nos esfumaron demasiado rápido las sonrisas en la playa con una cerveza y un par de raciones… Y sumado a eso, ya nunca volvimos al Balcón del Mirador y eso, hoy lo sé, fue lo que debería habernos alertado.

Entiendo que Ernesto se dejara llevar y alcanzara conmigo orgasmos fluidos y de tronío. Que a veces intentara tocar ese escalón ascendente en el sexo que yo, internamente demandaba y encontraba en Javier, por ejemplo. Sé, no tengo duda ninguna, que se esforzó como yo y que le llevó a acoplarse a ese sexo más cercano al mío. Fue capaz de desinhibirse, de correrse en mi cuerpo o en mi cara, de adoptar posturas y gestos que sobrepasaban su concepto sexual.

Y debo admitir que me gustaba eso por su parte. No solo porque me hacía disfrutar más, conseguir orgasmos más completos y vivos. Sino porque sé apreciar cuando un hombre se esfuerza en hacerme disfrutar. Yo procuro hacer lo mismo y pido reciprocidad. Ernesto, es verdad, lo intentó. Y fue capaz en alguna ocasión de conseguirlo. Pero debo admitir que no fue suficiente. Sí, en el preciso momento, pero en el avión de vuelta, yo ya pensaba en Madrid. En mi otra vida, en llamar a Javier para follar cuento antes con él, según aterrizara.

Me culpo de ello. Por no ser la esposa que Ernesto podía merecer. Pero no pude. No me salía y, aunque supiera que mi vida era un compendio de sexo por mero placer, no me arrepentía.

Un día pensé, erróneamente, que lo que me pasaba era que necesitaba vivir todo lo que no había hecho durante mi infancia y adolescencia. La relación con mis padres, quizás me había marcado, haciéndome buscar una especie de parapeto, de muro, de protección ante mis recuerdos y vivencias. Primero fue Ernesto y luego esa falsa realización que me impuse ir de cama en cama.

Las primeras veces con Javier fueron no solo buenas, sino buscadas con afán de diversión y estimulo personal. Me sentía potente, dueña de mí misma. Alejada de mi vida, de mi pasado, de un matrimonio extraño y del empeño en hacerlo funcionar, aunque no terminase nunca de cuajar.

Pero Javier también pasó. No sé cómo, pero fuimos sustituyendo las risas y el sexo por una especie de apego que nos alejó de la cama. Él tenía una relación mala con su exmujer y una incipiente con una subinspectora de Patrimonio Artístico, también divorciada. Es muy posible que de una forma casi natural, sustituyera el sexo conmigo por una estabilidad emocional o sentimental. El hecho de empezar a hablarme de ella fue lo que inició que él y yo nos alejáramos en la cama.

¿Qué le ofrecía yo? Un sexo fuera de serie, muy posiblemente. Una desinhibición completa y una disposición casi permanente, pero nada más. Recuerdo que tras un polvo brutal, anal incluido y con todo mi repertorio de capacidad sexual, me comentó la subinspectora de Patrimonio. Yo, que acababa de saborear su semen en mi boca, de sentir su polla en mi interior, de haber follado sin pudor ninguno con él en dos ocasiones en menos de una hora, y de tener todavía la dilatación en mi ano reciente, escuché con normalidad que mi jefe amante tenía una especie de relación.

Podía calificarse como abierta o carente de compromiso real, pero su forma de describirlo me dio las pistas necesarias para hacerme a la idea de que yo, irremediablemente, pasaba a ser ese —todavía no imaginaba que eterno— segundo plano. No puedo decir que me importara. O quizás, lo acepté sin plantearme nada más. Me decía a mí misma que era normal que buscara lo que yo no quería darle. Porque sí, nunca me hubiera comprometido con Javier. Mi idea de él era puramente sexual, de cama, semen, fluidos, bocas, dedos, penes y vaginas. Nada más.

Hoy, pasado el tiempo, me doy cuenta de que Javier fue el primero que me vio como ese Porsche 911 de capricho. Un coche que no vale para la familia y que solo se utiliza de vez en cuando. Que se guarda en un garaje y que se saca con el fin de presumir o de darte el gusto de conducirlo en un puerto de montaña. Pero que, una vez pasado el tiempo, se termina vendiendo cansado de la dura suspensión, de lo estrecho del habitáculo o del coste de mantenimiento.

Aquella vez fue la primera, pero a partir de ahí me sentí Porsche 911 en numerosas ocasiones…