TANIA - 5 y 6

Los primeros meses y aquella mañana que cambió mi vida...

(Hoy cuelgo un doble capítulo porque creo que de esta forma se entiende de manera más global el proceso de Tania y Ernesto. Espero que os guste)

Los primeros meses

A mí no me costó adaptarme a la nueva vida de follar con quien quisiera y sin preocupación de ningún tipo. A mi marido, mucho más. Y tengo la sensación de que lo hizo exclusivamente movido por la obligación.

Yo seguía con ese compañero. Follábamos casi todas las semanas. A veces, cuando yo no tenía turno o servicio, en mi casa. Siempre que no estuviera mi marido, porque eso, aunque no pudiera calificarme como esposa modélica, me producía rechazo. No pretendía ni humillarlo ni hacérselo pasar mal o peor de lo que hoy, sí sé que sucedía.

Pero, que yo recuerde, al menos en dos ocasiones estuvimos en mi casa. Follando en el salón, en la cocina, en la ducha… No en el dormitorio, que siempre lo reservé para mi marido y para mí. En ese momento no llevaba ningún tatuaje y me hice el primero. Una pequeña rosa en la cintura, en la primera curva que accedía a mi pubis. Me pareció morboso. Lo vio antes mi amante que mi marido, la verdad. Más que nada, porque el día que me lo hice follamos como animales en un hotel del norte de la isla.

Me excitaba de una forma casi sobrenatural con él. No era por su físico, que no estaba mal, sobre todo de cuerpo. Pero había algo más. Era un deseo irrefrenable de meterme su polla en la boca, de sentirla dentro, de que me tocara, ensalivara, mordiera… No podía evitarlo. Y ciertamente, nunca hice nada para ello.

Aún recuerdo hoy, pasados los días y los años, a aquel chico. Sus acometidas, su lengua en mi clítoris, sus manos alrededor de mi cintura, de mis tetas, atrayéndome hacia él. Penetrándome con esa fuerza y ese vigor que ya no veía en mi marido. Eran polvos aguerridos, donde se notaba que solo era sexo. Donde los besos eran las granadas que estallan antes del avance del soldado. Me sentía plena con su pene dentro de mí, entrando y saliendo sin pudor ninguno. Sin hablar apenas, sin caricias ni futuro en las miradas. Él, al menos durante un tiempo, sé que tuvo una novia o pareja con la que se solía ver de manera constante y formal. Desconozco si lo dejaron o eran abiertos en su manera de entender el sexo. Nunca lo pregunté por temor a que ese destello de excitación que aparecía cada vez que nos mirábamos en la comisaría, desapareciera.

Hubo tardes gloriosas, de sexo fluido y constante, de deseo irrefrenable, de ganas interminables de uno y otro. Era obvio que la conexión era únicamente sexual, porque una vez que terminábamos de satisfacernos, cada cual regresaba a su vida y a su mundo.

Pero tener su polla en la mano, en la boca, sentir los espasmos de la eyaculación en mi paladar, o su semen recorriendo mi interior después de follarme espléndidamente, era algo a lo que no podía renunciar.

Hubo otro chico. Un guardia civil de la comandancia de Las Palmas con el que también me acosté en seis o siete ocasiones. Él se hallaba allí destinado, y sé que fue voluntario. Su destino estaba en la Policía Judicial de la Comandancia de Las Palmas, pero había sido miembro de la Unidad Especial de Intervención.

Él fue quien me metió el gusanillo de lo de lo antidisturbios. Con él hablé más que con mi compañero. Era amable, un buen chico que solo deseaba distraerse en un destino relativamente tranquilo. No pedía nada, salvo que no fuera un metódico y simple, aquí te pillo y aquí te mato. Necesitaba relacionarse con gente. Los isleños no somos los más simpáticos cuando nos proponemos encerrarnos en nosotros mismos, y él, un chaval joven, pretendía tener conocidos. No amistades, pero sí gente con la que salir a tomar una caña. Así le conocí. En una operación conjunta en la que se vio involucrada mi comisaría y su unidad.

Nos tomamos un par de cervezas después, y surgió. Mi compañero, con el que me solía acostar habitualmente, en esos días y semanas, estaba más pendiente de su pareja, novia o lo que fuera, que de quedar conmigo. Yo andaba caliente, emperrada en mantener mi vida de sexo frenético, necesitada de gozar en la cama con alguien. Y fue con él con quien me sacié. Resultó ser un buen amante, pero diferente a mi compañero. Atento, dispuesto, incluso caballeroso; menos explosivo y cañero. También me gustó. Tenía un cuerpo escultural. Quizá el mejor que he visto en mi vida. Con un par de tatuajes pequeños en zonas íntimas y una resistencia en el sexo, realmente sorprendente.

Solo nos vimos en esas ocasiones, en un hotel cercano a la Comandancia. Y en todas ellas, terminé, no solo satisfecha, sino agradecida por el trato tan tierno y sutil que me propinó. Con él descubrí que el sexo y la complicidad es algo más que una atracción animal como la que teníamos mi compañero y yo. Que el sexo es algo bello, asociado a un estado de excitación, pero no exento de camaradería.

Fue un chico del que, si nos hubiéramos seguido viendo, me habría enganchado. Y no solo a su polla, a su musculatura, a sus abrazos y a la forma de darme placer, más comedida, más atenta y señorial. Con él, a diferencia de con mi compañero, me salía besarlo, acariciarlo, recorrerle la piel con mis manos, mis dedos, mi lengua. Tragarme su polla sin tener la excitación tan acelerada de ir a conseguir un orgasmo brutal y explosivo. Recuerdo que se la comía con lentitud, dejando que su dureza se fuera derritiendo poco a poco, a base de lengua pausada, succiones profundas y caricias continuadas.

Me follaba con cierto estilo, como un caballero andante, servicial y atento a mis reacciones. Sabiendo que no solo era cuestión de placer inmediato y directo. Fue un descubrimiento aquel chico. Me acuerdo de su sonrisa tras correrse, de sus caricias como si me agradeciera lo que había hecho por él. Con mi compañero era otro tipo sexo, casi furioso, brutal, de orgasmos tremendos. Con el guardia civil, en cambio, me llegaban menos estruendosos, pero más largos, más sentidos.

Solo ha habido una persona que me produjera el mismo tipo de placer. Pero de él si me enganché de una manera que, en realidad, nadie sabe y que pasado el tiempo, me sigue siendo difícil contar. Tan solo Mamen conoce pinceladas de esa relación. Aún hoy, después de un tiempo más que suficiente como para que lo hubiera tenido que olvidar, me acuerdo de las noches con él. Y es ahí en donde me doy cuenta de que mi vida, además de un continuado río de sexo y follamigos, no tiene mucho más. Se llamaba Michel. O se llama, porque no he podido evitar seguir sabiendo de su vida. Sé que poco después de que nuestra relación se diluyera, estuvo con una mujer. Divorciada, como él. Cuando me enteré de eso, me obligué a no seguir observando su vida. Me hería a mí misma, y además, podía tratarse de un tema delictivo. Pero con él se terminó de esfumar esa posibilidad, que quizá tuve, para formalizar una relación y rehacer de alguna manera mi vida. Nunca lo sabré…

Esos meses en los que compartí, por así decirlo, a mi compañero y a ese chico guardia civil, fue una época muy grata. Yo, todavía joven, inexperta, sin la coraza que hoy tengo en mi corazón, empecé a pensar que la vida de cama en cama, de polla en polla, era algo agradable, atractivo y relativamente sencillo para mí.

Pero de lo único de lo que verdad me percaté, aunque eso sería pasado un tiempo, es que de mi compañero me acordaré siempre como un amante que me mostró las excelencias de un sexo más directo, más compacto y menos templado. Y de este chico guardia civil, que el sexo puede —y quizá debe— venir acompañado de esa dosis de cariño, de complicidad y de chispa que hace que meterte una polla en la boca o que se corran en tus tetas, también pueda ser cercano y maravilloso. Para mí, hasta esos días, ese sexo, esa forma de dar y encontrar placer, significaba una especie de antesala al enamoramiento. O a un estado parecido. Pero no, por suerte o desgracia, nunca terminé por culminar una relación así.

Y hay otra cosa de la que años después advertí. Si soy realmente sincera, no sé muy bien qué es el amor. Porque, debo confesar, no sé si me he enamorado alguna vez. Al menos, no de la forma que Isabel o Mamen lo están de sus respectivos. Quizá, es que yo no puedo alcanzar ese nivel…

O que en determinado momento, mi cobardía, mi forma de vida y esa coraza que poco a poco he ido levantando en mi corazón, ha provocado que nunca haya disfrutado de esa sensación.

Aquella mañana…

Hoy, pasado el tiempo suficiente, lo tengo claro. Aquella mañana, todo cambió. O nos redirigió de una forma clara y contundente. Era sábado y yo tenía una cena de compañeros ese viernes. Claro está, mi plan no solo abarcaba el aspecto social, sino el sexual que con posterioridad al convite, deseaba tener con mi compañero.

Hubo sexo esa noche. Mucho. Variado. Fantástico. De hecho, me quedé dormida en el hotel que él había cogido para pasar unas horas follando. No tardamos mucho en entregarnos el uno al otro. Con deseo explícito, con la fuerza de la necesidad. Me tragué su polla con avidez y codicia, emitiendo según entraba en mi boca un suspiro de vicio latente y desahogo acumulado. Hacía más de tres semanas que no nos veíamos y ni siquiera yo me había acostado en quince días con mi amigo guardia civil, por lo que tenía un ardor más propio de una adolescente que de una mujer que se supone madura. Por eso, cuando él bajo y empezó a lamer y trabajar mi clítoris, a introducir los dedos en mi vagina y a succionarme las entrañas, exploté de placer como pocas veces lo he hecho. Tuve un orgasmo sensacional y candente, como si hubiera tenido la espita a punto de reventar. Y la prueba fue que, con apenas quince minutos, sin ni siquiera follarme, me corrí con una explosión de suspiros y gemidos. Su lengua y sus dedos eran como fuego, terminales de placer que me llevaron de inmediato a disfrutar con él. No quise que me follara de inmediato, y permití que el primer orgasmo fuera así, sentido y deseado con la animalidad de la urgencia.

Sin darnos descanso ni tregua, continuamos. Yo en su polla, comiéndomela golosa, voraz, notándola tensada y firme en mi campanilla. Dura, palpitante y dispuesta a atravesarme. Le dejé mordisquear mis pezones, lamer mi ano, volver a pasarme la lengua por el perineo y mis labios vaginales. Sus dedos entraron en mi vagina, en mi culo, igual que su lengua y mis ganas se multiplicaban al ritmo de sus caricias.

Lo mismo que yo con anterioridad, en cuanto empezó a penetrarme, con deseo, con fuerza y brío, tampoco tardó mucho en correrse. Fueron unas acometidas rudas, con esa carencia de sensibilidad que hoy ya sé que a veces necesito. Ese impulso y fortaleza en las arremetidas me hacen llegar a limites excelsos. Es verdad que también quiero caricias y dedicación, pero hay días, como sucedió aquella tarde, que me empujan a un sexo recio y firme.

Utilizábamos condón. El riesgo a embarazos no deseados, a venéreas, o simplemente por seguir las mínimas normas de higiene sexual, nos llevaba a eso. Hoy, mucho más experta, conocedora de mí misma y de mi entorno, hay veces que no lo utilizo, además de que tomo la píldora. Depende de con quién. De si conozco sus hábitos, su vida, su cercanía o no a este tipo de vida…

El caso es que cuando noté que se corría, él se incorporó en la cama poniéndose de rodillas y como si supiera que ansiaba su semen en mi boca y en mi cara, se quitó el condón mientras yo acercaba mi rostro a su miembro. Cerré los ojos y sentí las gotas calientes salpicándome las mejillas, el cuello, la boca… Aquella sensación fue mágica. De ese sexo que necesitaba y que mi marido no me iba a dar nunca. Cuando dejó de pajearse, engullí su polla con suavidad y vicio.

—Tía, eres la mejor del mundo follando… —me dijo suspirando y con una sonrisa en la cara.

Estaba satisfecho, excitado. Y yo, me vi entusiasmada, poderosa por ser capaz de complacer a un hombre hasta ese límite de placer a través de su orgasmo.

Mientras me limpiaba en el cuarto de baño, y veía su semen en mi cara y en mi cuello, pensé seriamente en el divorcio. Seguía excitada, con los ojos brillantes de deseo, y mis senos hinchados y duros porque querían más. Incluso me acaricié el clítoris yo misma observándome en el espejo. Estaba completamente segura de que Ernesto nunca me iba a proporcionar un placer tan vital, tan fogoso y vivo. Ni tenía el nervio para hacerlo, ni su idea de la sexualidad iba en ese camino. Sencillamente, ambos estábamos en universos paralelos que nunca se iban a tocar.

Y fue por ello por lo que volvimos a follar varias veces sin tener en cuenta la hora. No me importó ni siquiera llamar a mi marido. No sentí que debía tenerlo en cuenta y lo aparté de forma consciente, para que su imagen, su recuerdo, su rostro, no se viera reflejado en aquel estado de excitación y bienestar que me embargaba.

Después de otros dos majestuosos polvos, a las tres y media de la mañana, me quedé dormida allí. Él no tenía quién le esperase y estaba relajado y contento con que me quedara a dormir. En mi caso, sí había alguien que seguramente me esperaría o se preocuparía por mí. Vi un par de mensajes de mi marido, pero en el estado que estaba, de complacencia conmigo misma, me obligué a que no me forzaran a urgencia alguna. Sí los leí, desnuda, sintiendo los mordisqueos de mi compañero en mis pezones y las caricias en mi vientre. Ernesto, simplemente, preguntaba cuándo regresaría. El último de los mensajes era a las doce de la noche. Ni contesté ni hice el menor amago por hacerlo.

Algo me despertó un cuarto de hora antes las ocho. Quizá la conciencia o la conexión con mi marido. Seguramente era algo relativo a mi libertino e impropio comportamiento. Mi compañero dormía plácidamente, con un suave ronquido relajado. Sin embargo yo, a pesar de mi aparente seguridad, mi cabeza me decía que aquella habitación de hotel no era mi lugar. No sé si fue una especie de remordimiento o culpa por la amanecida en una cama ajena. El hecho es que, fuera lo que fuese, cambió para siempre mi vida.

Llegué a mi casa a las ocho y media pasadas. Y cuando estaba abriendo la puerta del portal, vi que mi marido también regresaba. Traía ojeras, un aspecto de juerga y cara de haber tenido sexo. Quizá yo también me mostraba así. No nos dijimos nada. Abrí la puerta con la llave y ambos, con dosis de vergüenza o de confusión, entramos a la vez en completo silencio.

Nos duchamos, cada uno por separado, y nos fuimos a la cama. Vivíamos en un apartamento con un dormitorio, por lo que era inevitable dormir juntos. La alternativa era que él o yo lo hiciéramos en el sofá del salón, pero ninguno realizó el amago de ir. Posiblemente nos queríamos restregar en la cara que habíamos pasado nuestras respectivas noches con otra persona. Y también ambos queríamos tirarnos a la cara la desvergonzada libertad que nos habíamos dado. O que yo había provocado, más bien. Yo me dormí pronto, él, no lo sé, porque solía emitir un ligero ronquido cuando iniciaba el sueño. Si lo hizo antes que yo, no me percaté.

Cuando nos despertamos, nada cambió. Ni siquiera lo hablamos. Comimos en silencio, evitando mirarnos, hasta que Ernesto, que en estas cosas es más diplomático, sensato y maduro que yo, comenzó a hablar.

—Esto es insano, Tania…

Terminé de masticar y le miré con atención. Sabiendo que sus palabras eran verídicas. No sé si exactas, pero encerraban ese peligro perverso y real que puede envilecer una relación y destruye a las personas.

—Lo sé… —murmuré mientras agachaba la cabeza.

—Tania… puedo entender que necesites… O ambos necesitemos estar con otros. Yo, hasta que entraste en mi vida, no me lo había planteado nunca. Y sigo pensando que no es muy normal. Pero bueno, así lo hemos… pactado. —Le costó admitir aquella palabra—. El hecho es que ahora estamos en este barco los dos. No podemos ignorarnos, ni ser unos extraños entre nosotros. Si somos una pareja abierta, perfecto, pero maleducados y estúpidos, no. Al menos, yo no.

Se detuvo, pero yo sabía que no había terminado. Ernesto era de reflexiones largas. A veces en exceso, y le gustaba oírse. Pero, generalmente, tenía bastante sentido lo que decía.

—Ayer mientras estaba con esta chica…

—¿Una estudiante…? —pregunté para afianzar esa pequeña dosis de pulla que en mi cabeza igualaba la loca noche de sexo con mi compañero.

Asintió levemente. Más tarde, al cabo de unos cuantos días, supe que era una chica colombiana o venezolana que estudiaba en la universidad en Las Palmas. Y que era la primera vez que había estado con ella.

—Ayer… con ella… —continuó con cierta suavidad—, lo cierto es que pensaba en ti.

Yo no lo había hecho. Lo cierto es que nunca me ha pasado, lo de estar follando con alguien y pensando en otra persona. O bueno… es posible que tiempo después me pasara con «él», con la persona que fue mi último tren, aunque no de la forma a la que Ernesto se refería. En mi caso, con el paso de los años, se fue convirtiendo en una especie de melancolía. Un sabor de oportunidad perdida. No de sensación de necesidad o de amor, como creo que me decía mi marido en ese momento.

—Lo que quiero decir —siguió, aunque esta vez sin mirarme—, es que estoy teniendo sexo con otra persona, pero no me evado de mi relación contigo. Es absurdo, o complicado, pero es la verdad. No sé si tú sientes lo mismo.

No, no lo sentía así. Ya lo he dicho. Yo, si estaba follando con uno, lo hacía con todas las consecuencias. Entregada, dispuesta, morbosa y concentrada en disfrutar de su polla y de mis orgasmos. Pero no podía decírselo. O yo en ese momento, pensaba que no debía hacerlo. Ese puñetero sentimiento de deuda con él por haberme sacado de casa de mis padres, me lo impedía. Era como si se tratara de una cuenta pendiente e incobrable. Inexorable y definitiva entre él y yo.

—Debemos tenernos respeto, Tania —prosiguió con voz tensa pero calmada—. No podemos aparecer a las tantas de la mañana y vernos en el portal como si no nos importara qué es lo que el otro ha estado haciendo. ¿No te parece?

No estaba segura. Para mí aquel compañero era un escape real de lo que era mi vida. Si ya estaba fatalmente iniciada por la relación con mis padres, no había sido la mejor decisión casarme con Ernesto. Era mucho mejor que vivir con mis progenitores, sin duda, pero la magia que me llevó hasta él se evaporaba hasta quedar convertida en una especie de respeto y admiración, pero con cada vez menos atracción sexual.

Ernesto era un hombre apegado a su vida. Y que, lo digo sinceramente, creo que me quería. Pero yo, por desgracia para él, empezaba a estar en otra onda. Mi sintonía con él se resentía y si continuábamos juntos, terminaríamos despedazándonos uno a otro.

—Ernesto… yo ahora mismo, no puede dejar de verle. —Mis palabras escondían una declaración de separación camuflada. En el fondo, aunque yo en ese momento no lo entendiera todavía plenamente, ni lo pensara de forma decidida, buscaba que me pidiera el divorcio.

Y yo, ¿por qué no lo hacía? Era, en ese momento, más joven. Menos experta, menos consciente de que la vida es tan compleja y complicada. Quizás, y digo esto porque ni siquiera ahora estoy segura, creo que me daba miedo estar sola. Y sí, también esa obligación de respeto y de corresponderlo por haberme librado de mis padres.

—¿Estás enamorada de él? —Sé que me lo preguntó para sondearme y conocer si mi disposición era la de seguir casada o no.

Ahora, pasado el tiempo y entendiéndome a mí misma mucho mejor, debería haber contestado que sí. Hubiera sido todo más sencillo. Mentirle, pero provocar con ello que me dejara. Sin duda, hubiera sufrido mucho menos. Pero no lo hice. No lo merecía. Quise ser sincera, incluso conmigo misma.

—No… es solo sexo, Ernesto. Como lo tuyo con esa estudiante —dije de nuevo a modo de excusa y buscando su propia implicación en el embrollo de nuestro matrimonio.

Pero lo mío, siendo sexo, no consistía solo en acostarme con un chico. Había descubierto que quería hacerlo con cualquiera que me gustara. No quería tener lazos que me impidieran una exploración mucho más profunda de mi necesidad sexual. Sencillamente, me apetecía seguir. Con este compañero o con quien yo decidiera.

—Si es solo sexo, debemos buscar una forma de no hacernos daño de forma gratuita, Tania.

No tengo dudas ahora de que ese plural que usó mi marido fue algo mayestático. Pero, en realidad, era una clara y directa alusión a mí. A mi desconexión de él, a esa nueva faceta en mí que él empezaba a vislumbrar.

Quizás, y digo esto porque nunca tuve la valentía de hablarlo con él, mi marido no me quiso perder nunca. Y consintió mi forma de vida con tal de poder tenerme a su lado en determinadas ocasiones. Y señalo que no fui valiente porque en el fondo, yo necesito alguien a mi lado. Siempre. Aunque parezca lo contrario, no puedo ni sé estar sola.

Sin embargo, hay un detalle. Sí, no puedo estar sola, pero tampoco acompañada continuamente. Sé que es una gran contradicción, que ni yo misma puedo entender cómo puedo manejarme con mis deseos y necesidades.

—Tienes razón… Tenemos que pensar en algo que no nos dañe —concedí.