Tania - 4
Mis padres
Mis padres…
Salgo de la cafetería y arranco el coche de alquiler para ir a ver a mis padres. Con mi madre mantengo una muy ligera relación. Esporádica y distante. Cada tres o cuatro meses, nos llamamos o ponemos un mensaje. Eso es todo. No está cortada, pero sujeta con alfileres. Con mi padre, nada. De hecho, desconocía que estuviera enfermo, tal y como me lo encuentro cuando llego a la que fue mi casa de niña.
El piso está casi a oscuras. Huele a esos hogares donde el tiempo se ha quedado remansado y rancio. Mi madre, aunque sabe de mi llegada, me saluda con cierta efusividad. Se alegra de verme e incluso suelta un par de lágrimas.
—¿Vienes de vacaciones o por un tiempo? —me pregunta.
—Me vuelvo a Madrid el domingo. —Quizá he sido un poco seca o distante. Es inevitable que los recuerdos me atosiguen y me impidan expresar nada parecido a un regreso, aunque fuera por unas horas, a lo que un día ya tan lejano fue mi hogar.
Noto que eso no le gusta a mi madre. Que preferiría que me quedara allí. Sé que no es por un sentimiento maternal, porque entre ella y yo ya no existe. Intuyo que hay algo más, pero no pregunto y me dirijo hacia donde veo a mi padre. Está en una silla de ruedas, sentado y con la cara mirando a la ventana sin apenas expresión.
—Un ictus… y demencia senil —me dice mi madre que se ha quedado a mi espalda—. Hace algo menos de un mes.
Siento un estremecimiento y aunque me perdura el rencor, también me embarga la pena al verle así.
—Hola papá. —Me acerco a saludarle.
No ha sido un buen marido y tampoco un padre decente. Pero verlo en ese estado me provoca un acceso de lástima. Le acaricio en la mejilla. Tiene pelos de barba sin rasurar. Está despeinado, viste un pantalón de chándal y una camisa con los cuellos y puños muy gastados. Él me mira como si no me reconociera. Ausente, con el cerebro perdido en algún sitio.
—¿Está así siempre? Quiero decir, sin hablar, sin saber dónde está.
—No siempre, pero casi. Hay veces que conoce algo. Pero no puede hablar y todo es por gestos. La parte izquierda no puede moverla, y el médico me dijo que su consciencia es muy limitada. Muchas veces ni escucha. Se queda así… —Mi madre se sienta en una de las butacas. Lejos de mi padre.
No veo cariño en ella. Ni siquiera compasión hacia él. Sus palabras salen sin afecto o cariño.
—¿Y no le llevas a ningún sitio para que lo cuiden? —pregunto intentando colocar algo los cuellos gastados de la camisa de mi padre.
—Sí, hoy tendrían que haber venido ya a por él, pero se han debido retrasar. —Mira el reloj y detecto una especie de impaciencia.
—¿Y dónde es?
—Una residencia de monjitas. Lo cuidan muy bien.
Me doy cuenta de que no quiere seguir con la conversación. En ese momento, tocan al timbre. Mi madre se levanta y cuando pasa por la luz que entra de la ventana donde está sentado mi padre en la silla de ruedas, me fijo que estaba vestida de manera más elegante o formal de lo que yo recuerdo cuando me fui. Ella, por lo general, para estar en casa no pasaba de una falda vieja, una camiseta o un jersey lleno de pelotillas, y unas pantuflas.
Mi madre se levanta rápido y abre la puerta. Entra un joven vestido con uniforme de paramédico. Se lleva a mi padre tras hablar un momento con mi madre y que esta le dé la chaquetilla del chándal, por si lo sacan al jardín, según aquel joven dice con una sonrisa.
El paramédico se despide y cuando me acerco a la puerta, veo que hay otro esperando en el descansillo. Se le llevan y la casa se queda en silencio. Mi madre levanta un poco la persiana.
—A tu padre le molesta la luz… Bueno, le molesta todo, la verdad.
El tono me parece demasiado rígido y duro. Como si se tratara de una queja que necesitara transmitirme. O un reproche por no estar allí con ella.
—¿Y tú, qué tal estás? —le pregunto para quitar esa incomodidad que por unos segundos se asienta entre ambas.
—¿Yo? —no me mira al contestarme.
Veo que se dirige al dormitorio y sigo su camino. Cuando paso por el que fue el mío, veo que está ocupado por una silla, una mesa y unas muletas. La cama está apenas hecha y la habitación permanece también en semioscuridad.
—¿Papá duerme aquí?
—Sí —la escucho desde el dormitorio, a la vez que oigo como teclea en su móvil.
Hay algo extraño en todo aquello. Mi madre, tras verme y soltar esas pequeñas lágrimas, está un punto nerviosa. Diría que deseosa de que me vaya.
—No me has dicho al final qué tal estás —le digo apoyada en el quicio de la puerta de su dormitorio. Veo ropa masculina doblada en una silla.
Mi madre está detrás de la puerta abierta del armario y no puedo verla.
—Yo estoy muy bien. —Se detiene como para rehacerse. Luego mira a la silla y a la ropa que hay en ella. Respira y parece coger fuerza. Por fin, continúa—. Salgo con un hombre. —Lo dice rápido, como quien quiere quitarse algo incómodo de un plumazo. Queriendo evitar conversaciones o explicaciones. Diría que me suena a algo que pretende ser aséptico e indiferente.
La frase coincide con el sonido del cierre de la puerta del armario. Se arregla la falda y el pelo en un movimiento mecánico, pero nervioso. Y entonces, me fijo más en mi madre, cómo estira su vestido, poniéndose unos zapatos de tacón y cogiendo un bolso. Está más delgada, más estilizada y observo que las canas que siempre se le veían, han desaparecido por completo.
—¿Cómo que sales con alguien?
Me mira con una pizca de sorna. O de chulería. Entiendo en un destello, que ese momento va a significar, para ella, un pequeño ajuste de cuentas que desea cumplir. No sé si conmigo, con mi padre, con todos o con la vida en general.
—No pensarías que me voy a quedar aquí, sentada, esperando que traigan de vuelta a tu padre. Sin hacer nada —remacha—. Eso ya lo hice, y se acabó.
No digo nada. A mí, sinceramente, me da igual. O si no igual, me parece intrascendente. Mis lazos familiares son ya muy débiles y no pretendo solidificarlos.
—Tú en Madrid, tu padre así… Y todos los cuernos que me puso. Es hora de que se los ponga yo a él.
Y entonces, aunque no me importa que mi madre haga su vida, me parece que utiliza un tono cercano a lo obsceno por la enfermedad de mi padre. No quiero decirle nada y me limito a encogerme de hombros ligeramente.
—¿No te parece bien? —Al principio, no me mira al pronunciar aquella frase, pero tras mi silencio, sí lo hace. Sus ojos tienen de nuevo ese brillo retador, desafiante.
—Es tu vida. O vuestra vida. No entro en eso.
—Faltaría más. Te fuiste y dejaste aquí a tu familia y a tu marido —hace un amago de negación—. Dicen que lo engañas constantemente. ¿Lo sabías? Bueno, y él a ti. —Sonríe con un toque malévolo.
—Nos hemos divorciado.
—¿Ah, sí? Vaya, menos mal que me entero.
Pasa a mi lado y coloca un poco las sábanas de la cama, estirándolas.
—Tampoco tú me dijiste lo del ictus.
Acusa el golpe. Lo veo en su mirada. Ahora sí me reta directa y duramente.
—Me voy, Tania. He quedado. Entonces no te quedas a comer o a dormir, ¿no? —me pregunta intentando suavizar la conversación tras un instante en donde casi puedo leer sus pensamientos de reproche o de justificación.
Respiro mientras le aguanto la mirada. Veo en esos ojos mi pasado. Y un presente que no me gusta nada. Yo apenas tengo relación con mis padres desde que él me pegó y ella no me defendió. Si antes había sido imposible, ahora, casi más.
—No. Estoy en un hotel y me vuelvo a Madrid en cuando pueda.
—Vale. Pues… —se coloca el peinado de peluquería—, entonces, si quieres o tienes tiempo y te apetece, me llamas y nos vemos otro rato.
Me hace una caricia en la mano con un movimiento torpe. De alguien que en realidad no desea totalmente lo que dice. No tiene sentido alargar aquello. Nuestras vidas son muy diferentes, tanto como que yo apenas me reconozco ya en aquella casa de niña. Es como si hubiera pasado una tempestad de polvo y de tiempo alejando cualquier vínculo de mi memoria.
—De acuerdo, te llamo y nos vemos otro rato. ¿Ya te vas?
—Sí. He quedado y no puedo retrasarlo.
Veo el deseo en su mirada. Ganas de sexo, de ser penetrada y de gozar. Yo sé muy bien cómo son esas reacciones y esos brillos en las pupilas. Los he visto en muchos hombres con los que me he acostado y a mí misma cuando me visto y peino frente al espejo, antes de salir hacia la cama de alguien.
—No me juzgues —me dice seria.
—No lo hago. —Sé que le da igual lo que diga.
—Para ti es fácil. Lejos, sin marido, con libertad para hacer lo que quieras… —sonríe otra vez con sarcasmo—. Si te digo la verdad, no se merece que lo cuide mucho. Y sí, hago lo justo. Hace tiempo que dejé de quererle y porque esté enfermo no me voy a desvivir por él. Nunca lo hizo por mí. —Respira sin dejar de mirarme con un punto de rabia—. Yo aguanté mucho y si quiero estar o tirarme a alguien, lo hago. No me voy a esconder.
Me doy cuenta de que tiene un reflejo de orgullo mal entendido en la mirada. Está más cerca de la venganza jactanciosa e insolente, que de presumir con fuerza de lo que hace. Sus ojos vuelven a retarme. No entiendo bien por qué soy el blanco de su acidez, ni la razón por la que dirige hacia mí esa especie de inquina.
Pero tras unos segundos, el velo se termina descorriendo.
—Me dejaste sola.
Ahí está. Por fin sale su rencor apuntándome como un revólver.
La visita a mis padres me deja un mal sabor de boca. Le pido a mi madre que me diga dónde está la residencia de las monjitas, y me acerco.
Mi carnet, la placa de policía, y el apellido, bastan para que me dejen pasar un momento aunque no sea hora de visita. Le veo solo, en una esquina del salón de juegos. Dos ancianos más están sentados en sendas sillas de ruedas, charlando. Otro, llega, y al no ver a nadie conocido, se va con pasos lentos apoyado en un bastón. Dos mesas juegan a las cartas. Una auxiliar y un celador van y vienen atendiendo lo que necesitan.
Observo a mi padre. Solo. Ido, ausente. Anciano sin años suficientes y muerto casi en vida. A pesar de mi repulsa hacia él, no puedo evitar que se me salten un par de lágrimas. Me da una enorme lástima verle así.
Se me acerca una monjita. Pequeña, regordeta. Con cara alegre.
—Hola. Me han dicho que es su padre, ¿no?
—Sí —me seco las lágrimas mientras asiento—. ¿Qué tal está? ¿Hace falta algo que yo pueda hacer? Vivo en Madrid, soy policía nacional, y…
—Todo está bien. Cuando tiene algún destello de lucidez se puede hablar con él.
—¿Y qué dice?
La monjita sonríe tristemente.
—No es muy agradable.
—Hace tiempo que no lo veo. Ni siquiera sabía que estaba así. Nuestra relación no ha sido muy fluida. Más bien, tormentosa.
La mirada de la monjita me da a entender que lo sabe. Que por, quizás, los comentarios en los momentos de lucidez de mi padre, está al tanto.
—Dice que se quiere morir ya —me dice apenada—. Que no tiene a nadie y que donde mejor está es aquí. Y no lo digo por quedar bien.
—Sí. Es muy posible que aquí sea donde mejor está —asiento con un punto de tristeza pensando en la reciente conversación con mi madre—. ¿Qué cuesta su estancia? Completa, quiero decir —pregunto.
—Hay ayudas, que incluso se las podemos tramitar nosotros mismos. Nos encargamos de ello. Pero contestando a lo que me pregunta, algo más del doble de lo que ahora se está pagando.
Me dice la cantidad. Para mí es inasumible.
—También están las residencias que dependen de la Comunidad Autónoma, pero hay lista de espera. —Me adivina mi pensamiento—. Es muy complicado entrar.
—Esas ayudas que me decía, ¿de cuánto estamos hablando?
—Pueden llegar a un tercio de la cantidad que le he dicho. Depende de los ingresos y todo eso… La concesión es casi inmediata. ¿No tiene a nadie que le ayude a pagarlo? ¿Un familiar?
Estuve con mi padre un par de horas casi. A su lado. Cogiéndole la mano. Tuvo algún destello o punto de lucidez y en un momento, hasta trató de decirme algo. Luego vi que se le caían dos lágrimas. Se las sequé con mis pulgares mientras yo también sentía que mis ojos se llenaban. Le acaricié la cara y él me miró unos segundos, agradeciéndome el gesto. Luego, con una sombra en sus ojos, volvió a su oscuridad y silencio.
Pasado ese tiempo, me despedí de él. Siendo tristemente sincera, no me quedaba mucho más que hacer en Las Palmas, y el escaso tiempo de que disponía, también lo quería gastar en mí y en ver la isla de otra manera a como yo la había vivido. Mañana, a la tarde noche, sale mi avión de vuelta. Sin marido, sin familia y con mayor carga de conciencia.
Miro a mi padre por última vez. Ya no me reconoce. Que me dé lástima ahora, no me hace olvidar el daño que me causó de jovencita. Ni las ganas de abandonar mi casa para empezar a vivir. Por una parte me siento mezquina por dejarlo así, allí. Solo, consumido e inerte. Pero no puedo olvidar. Me es imposible.
Llamo a Mamen por el manos libres mientras conduzco a mi hotel. Quiero algo de playa y de relax las pocas horas que me quedan en la isla. Estar en mi tierra tranquila, sin tener que ver a nadie y sin obligaciones. Pero estoy desconsolada y le cuento a mi amiga cómo me ha ido el día. Tengo una especie de amargura y desazón contra mí, mi madre, mi padre y el mundo. Me deja hablar y yo me escucho, sin alterar la voz, como si mi esa parte de vida estuviera gastada, escondida en el desván de mi memoria, pero no olvidada. Le digo lo de la residencia, la enfermedad de mi padre y la nueva vida de mi madre.
Tras casi veinte minutos de conversación, nos despedimos. Me hace prometerle que no voy a olvidar el propósito de mi visita a la isla. Había decidido venir a ultimar algunos flecos del divorcio y a estar unas horas relajada en mi tierra. Algo de playa, sol y despertarme tarde. Con eso me era suficiente. Se lo prometo a Mamen.
La primera visita que hago es al Mirador del Balcón. El lugar mágico en que se quedaron anclados y perdidos mis ilusiones juveniles. Me apoyo en el muro de piedra y como tantas otras veces de mi pasado, me quedo absorta viendo el mar. Dejando que las imágenes de una Tania joven y tan distinta a la de hoy, mire ese mismo mar. Mis recuerdos se suceden sin orden o concierto.
Ya no bailo ni tarareo. No lo siento y tampoco me apetece. La verdad, no tengo la alegría que en aquellos momentos en que sí lo hacía. Quizá, me digo, es que entonces era feliz. Mi realidad y mi vida estaban acompasadas con mis deseos, y mis ilusiones parecían cercanas y alcanzables. Ya no. No sé si están alejadas y perdidas o que yo me he conformado con lo que soy.
Sea como sea, ya solo miro el mar. No siento ese vuelco en mi pecho que me hacía sentir aquella inmensidad de la naturaleza. El mar, los picos que se suceden como una cola de dragón hasta hundirse en el agua del océano. Todo sigue siendo precioso, majestuoso, pero he perdido la magia que en su día envolvió mis deseos.
Respiro con profundidad y me voy de allí. No he sentido lo mismo de cuando iba de joven con Yeray, con Ernesto o la primera vez que mi padre, siendo una niña, dio aquellas vueltas conmigo en brazos, como si bailara. Aquel recuerdo se ha quedado moribundo, enterrado en algún sótano de mi memoria, junto a otros muchas deseos incumplidos e ilusiones rotas.
Llego a la hora de comer a mi hotel y me bajo a la playa. No siento hambre y me quedo en la arena, dejando que el sol me acaricie con tibieza, que la brisa me ordene los pensamientos. Soy capaz de abstraerme y de dejar que el tiempo pase de forma tranquila, sin prisa.
Me he quedado un poco adormilada. Ajena a todo, pero justo cuando acabo de subir de la playa y entrar de nuevo en la habitación, me llama mi madre.
—Hola, mamá.
—Me podías haber dicho lo que ibas a hacer.
Su tono es de reproche. Muy seco, casi ofendido. No me hago a la idea de lo que está hablando.
—No sé a qué te refieres —le contesto extrañada, sin situarme en su conversación.
—Coño, no te hagas la tonta. ¿Y los seis mil euros que le has pagado a la residencia para que tu padre duerma allí, qué? ¿No me lo ibas a decir? Que sepas que yo no lo hago porque no tengo ese dinero, ¿entiendes?
Cierro los ojos. No entiendo lo que me está diciendo, pero algo tiene que ver con Mamen, porque es la única a la que he contado aquello.
—Yo no he hecho nada —me defiendo.
—Claro, claro… O sea que ahora sí te preocupas por él, ¿no? Lo podías haber hecho antes. Y si tanto dinero tienes, haz algo por tu madre también.
—Mira, no sé a qué te refieres, pero si de lo que se trata es de que mi padre en su estado tenga una ayuda y tú no, ya podemos zanjar esta conversación.
—¡No me juzgues! ¿No sabes nada, ni te imaginas por lo que yo he pasado! —me grita encolerizada y en un tono abrupto.
—Mamá, no te juzgo…
—A saber de dónde has sacado ese dinero… —Siento sus palabras como un disparo.
—¿Qué quieres decir? —empalidezco solo de la sospecha sobre lo que mi madre puede estar pensando.
—Tu marido aquí, solo. Y tú… ya sabes a lo que me refiero. Que cuando estabas por aquí, más de uno me dijo que andabas con uno y con otro.
—Alucino contigo, mamá.
Escucho una risa algo rota, sarcástica y cruel.
—Lo mismo estás allí con alguien que te paga todos los caprichos. O algo peor…
Mis sospechas se confirman. Mi madre me está llamando puta. No es que me moleste especialmente. He visto mujeres que se prostituyen, con más entereza y valía que muchas personas que se creen decentes. Pero me chirría que una madre llame eso a su hija. Es obvio que su rencor es infinito hacia mí por irme de casa y dejarla sola con mi padre. Pero, en realidad, debería pensar que, en su momento, le ofrecí irnos juntas las dos. Pero eso, nunca lo va a reconocer.
—Mamá… hasta aquí —digo con tono seco y tajante después de contar hasta diez y tranquilizarme para no lanzar un grito—. No te consiento que te metas en mi vida. Soy una funcionaria de policía y lo que haga o no con mi vida es asunto mío. Ahora —respiro porque ya no puedo parar—, sí te exijo que me dejes en paz. Haz tu vida, que yo haré la mía. —Cuelgo y no atiendo a las tres o cuatro llamadas que me hace de inmediato.
Le pongo un mensaje a Mamen. Y cuando me devuelve la llamada, entiendo todo. Lloro de rabia por el egoísmo de mi madre. Por mi vida pasada. Por la soledad de mi padre y el agradecimiento por el inmenso favor hacia él. Lloro también de felicidad y de liberación.
Isabel ha sido quien ha hecho la transferencia de esos seis mil euros. Una cantidad que nunca me ha reclamado y que yo siempre he querido pagársela. Poco a poco, o como fuera. Tan solo me ha dejado invitarla a comer alguna vez y a unas cervezas. Nunca, y lo digo de verdad, nadie se había comportado así conmigo. Gratis, sin pedir nada a cambio. Sin molestarse en recibir algo de compensación.
Aún lloro cuando me acuerdo de todo esto. Y me siento en deuda con ella. Se me agolpan las imágenes de su vídeo follando con el tal Adrián, las de la grabación donde aquellos malnacidos la vejaban, pegaban, se orinaban encima y penetraban, consumando una violación que ella, erróneamente, nunca quiso denunciar por miedo y vergüenza.
Quizás, con el paso del tiempo, he pensado alguna vez que ella hizo aquello porque de alguna forma se siente en deuda conmigo. Por haber ayudado a que su matrimonio no se rompiera. Porque hice ver a Luis que lo que le habían hecho a su mujer era la mayor salvajada que uno se puede imaginar. Y quizá, porque gracias a que de alguna forma influí en él, se quedó ese verano que consiguieron empezar a ser de nuevo una pareja. No lo sé, la verdad. Tampoco puedo asegurar que en efecto los ayudara. Y si lo hice, no fue esperando nada a cambio. Tan solo actué como entendí que era lo mejor, sin detenerme demasiado a calibrar las consecuencias.
O si actué así, fue por un egoísmo natural, sincero y que no creo que sea dañino para nadie. Desde hace tiempo no tengo más amigas que ellas. Un par de compañeras con las que hablo un poco más de lo normal, eso es todo. Pero tampoco voy a ser cínica y asegurar que mi necesidad de seguir teniendo a alguien normal con quien hablar, fue lo único que me movió a que actuara en ese sentido. Es un lío. Es todo y es una pizca de cada. Pero es mi vida…
Y soy consciente de que me falta gente para hablar. Conversar sobre cualquier estupidez de la televisión. De un libro, de un cotilleo. De algo sin maldad ni segundas. Me falta vivir la vida normal. Sentir algo diferente a una tormenta de sexo y de deseo. Un sosiego, una cierta templanza. Más sonrisas y menos carcajadas…
Solo Mamen es mi amiga de verdad. Isabel, también. Pero distinto. No he llegado a tener la complicidad que tengo con mi niña. Aunque Isabel, tras lo que hizo por mi padre, es alguien tan especial que estoy convencida de que, sin llegar a la amistad que tengo con Mamen, puedo contar con ella para lo que sea.
Sé que nunca me va a pedir la cantidad que puso para que mi padre pudiera vivir en la residencia. Y también, cuando le miro a los ojos, creo que veo que es ella la que de alguna forma me agradece o me valora, que yo actuara en favor de su matrimonio.
La verdad, no tengo muchas personas a mi alrededor, pero también puedo decir que soy afortunada por contar con Mamen e Isabel.
Me seco las lágrimas y miro por la terraza de mi habitación. Hace un día precioso, lleno de luz, con el mar tranquilo y muy azul. Quizá, me digo, no todo es malo en mi vida.
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Os deseo un Feliz Año 2021 y espero que hayáis pasado una Navidad preciosa. No olvidad que tenéis que luchar por vuestros sueños. El sol, siempre, termina saliendo.