TANIA - 4 (BIS) (LEED ANTES DEL 5 y 6)

Mi primera infidelidad y la playa...

Mi primera infidelidad

Parece que ha pasado mucho tiempo, pero apenas han sido unos pocos años de esto…

Un buen día, surgió un rollo con un compañero de las Palmas. No lo busqué, pero sucedió, y terminamos en su apartamento los dos. El hecho fue casi fortuito. O al menos, aseguro que nada premeditado. Pero un servicio complicado, con arrestos de gente chunga, una excitación por el peligro al tener que empuñar el arma reglamentaria y los nervios de la situación, impulsaron aquello. Me invitó a tomar una cerveza. Luego fueron dos. Una copa, y surgió el beso. O, en realidad, yo lo estaba buscando. Ya no lo sé con certeza.

Descubrí que me encantaba este tipo de sexo. Debo precisar aquí. Ese sexo que me atrapó fue uno que no había probado antes. Se trataba de un sexo prohibido, sin fronteras, sin explicaciones, sin ataduras, un sexo libre, de nada más que risas y placer… Un sexo morboso, excitante, sin cortapisas ni medianías.

Aquel chico me follaba de una forma que me volvía loca. Era contundente, fogoso, atrevido y fuerte. Me volteaba, me penetraba sin descanso y me hacía alcanzar orgasmos como volcanes. He follado con muchos hombres, y aún me sigo acordando de este chico. Podría enumerar las diferentes posturas y fases de nuestros primeros encuentros. No me equivocaría, lo aseguro.

Pocas veces he aullado con una follada como las de él. Ni he comido una polla con tanta ansia. No sé si la situación y la novedad, contribuyeron a que fueran tan especial, salvaje y morboso. Pero desde que le veía por la mañana, ya empezaba a mojar mis bragas. Era puro deseo de gozar, de follar, de chupar, de ser penetrada, de sentir su esperma en mí…

Se lo confesé a mi marido. Pero no fue inmediato. Tardé casi cuatro meses, hasta que me decidí a afrontarlo. Él estaba con la mosca detrás de la oreja. Mi cansancio, mis mensajes a escondidas, mis sonrisas furtivas y algunas guardias y servicios nocturnos sin aviso previo, provocaron sus dudas.

Ahora, echando la vista atrás, entiendo que era fácil que sospechara. En realidad, las mujeres no somos más listas que los hombres cuando nos puede este tipo de pasión. Hay quien dice que sabemos ocultarlo mejor. O que los hombres no se enteran porque no se fijan en los detalles. No creo que sea así. Sobre todo, cuando la relación es tan impetuosa, tan volcánica y pasional como la que tuve con aquel compañero.

A mi marido, cuando se lo confesé, le dije que lo sentía, que le quería, pero que me atraía tanto ese sexo que no podía evitar que me venciera la tentación. Cuando recuerdo esa escena, con el paso del tiempo y la experiencia, tengo claro que ya no amaba a mi marido. Es posible que lo quisiera, y que incluso lo admirara. Pero ese torbellino de ilusión con un hombre mayor, protector, culto y atractivo se había apagado. Y en buena medida había culminado aquel agotamiento por la fogosidad de un compañero que me follaba como una máquina y me llevaba al cielo a base de acometidas pélvicas, maestría con la lengua y desvergüenza propia de un veinteañero atrevido.

No le quise hacer daño, pero ahora soy consciente de que se lo causé. Por alguna razón, sentía que le debía mucho por el hecho de haberme alejado de mi familia. Yo no tenía ningún miedo al divorcio, aunque solo lleváramos poco más de tres años de casados. De hecho, nunca he creído en verdad en una unión eterna de un hombre y una mujer. Lo he visto en mis padres, y lo he experimentado conmigo misma.

Con esa sensación de estar en deuda con mi marido, intenté permanecer junto a él. Pero no podía renunciar a ese sexo tan formidable con mi compañero. Por tanto, le pedí abrir nuestro matrimonio. Que por eso él no iba a ser menos para mí. Ernesto no quería hijos y estaba muy enfocado en la universidad, sus clases, seminarios, congresos… A mí los hijos no me han llamado nunca la atención. No tengo ese sentimiento por ser madre. No sé si mi vida me ha llevado a neutralizarlo, pero el hecho es que no lo tuve, ni lo tengo.

La sensación tan fulminante de querer mantener a toda costa ese sexo tan desenfrenado y excelente que había descubierto en mi compañero, también tuvo que ver con mi marido. Tengo que confesar que Ernesto era poco imaginativo y atrevido, aunque hasta ese momento, no teníamos mayores problemas. Yo suplía con cierto descaro y atrevimiento su falta de creatividad. Pero hasta ese día con mi compañero, no descubrí por completo, ese sexo libertino desmedido y lascivo, que ahora ya no puedo abandonar aunque lo pretendiera.

Con mi marido había hecho el amor, pero nunca me había follado como ese chico. De alguna forma, creo que me hizo sentirme muy mujer y muy poderosa… Y eso, no puedo negarlo, también entroncaba con la tóxica relación de mi familia. Allí, en la cama con él y disfrutando del sexo, me convertía en una mujer extremadamente contraria a la apocada, conformista y engañada de mi madre.

Mi marido, obviamente, me dijo que nos separaríamos si volvía a hacerlo. Que no lo iba a consentir. Tuvo una reacción de cuernos inmediata. Yo me lo esperaba, claro está. Pero aguanté el envite. La separación, aunque él no creo que lo intuyera, era una opción igualmente válida para mí, si mi marido no consentía en permitirme follar con ese chico. Sé que es algo extraño o antinatural, pero mi cabeza, mi sexo y mi corazón querían cada una su parte.

Y sabiendo que corría un riesgo, me volví a acostar con ese compañero. Al menos cinco o seis veces más, después de confesárselo a mi marido. Volvió a ser magnífico, sensacional; subía al cielo cada vez que nos liábamos. No hice el menor esfuerzo en ocultarlo. De hecho, le dije a mi marido que entendía que se quisiera separar y que firmaría los papeles que me diera. Y al final, terminó abriéndose a que nuestro matrimonio fuera liberal, o como lo queramos llamar. Pero como siempre sucede, lo que uno planea, casi nunca sale como está previsto…

La playa

Me vienen muchos recuerdos de golpe. Los de mi matrimonio, mi primera infidelidad, Yeray… Ahora estoy mirando el atardecer desde mi habitación que da al mar, sentada en una silla y los pies apoyados en otra. Respiro profundamente y por un momento me siento afortunada. Una cerveza en la mano y una tenue sonrisa.

El atardecer es precioso. Hace un viento apetecible en la playa. He conseguido aparcar el rostro, y el actual y absurdo egoísmo de mi madre, así como la situación de mi padre.

Me bajo dando un paseo a un bar que da a la playa. Veo parejas, bañistas, un chico haciendo windsurf , otro, más alejado kite . Respiro el aroma de mi mar, de mi tierra. Tengo ganas de dejarme llevar por unas horas, de dormitar despierta, de tomarme unas cervezas sin prisas y con la sensación de querer perder el tiempo.

Suena en ese momento el móvil. Es un mensaje de Mamen insistiendo en que disfrute y que ahora que ya está solucionado lo de mi padre, intente relajarme.

No pasan ni diez minutos, y la misma monjita con la que he hablado en la residencia, me llama para corroborármelo. Entre lo que ingresan por el seguro de mi padre y lo que se supone que yo he hecho, tiene, al menos, ocho meses de estancia completamente pagada. Y me confirma, igualmente, que se ponen en marcha para tramitar las ayudas que fueran necesarias para que ese dinero dure todo lo posible. Mentalmente me hago una cuenta de lo que puedo abstraer de mi sueldo de funcionaria y destinarlo a mi padre…

Mientras miro al sol, ya cercano a la línea del mar, a los bañistas retirarse, al chico del windsurf recoger su tabla, llamo entonces a Isabel.

Lloro de agradecimiento. De felicidad existencial. Sé que no basta con palabras y que un gesto así solo era posible devolverlo con lealtad. Me dice que no me preocupe, que ese dinero está muy bien empleado y que si en algún momento necesito algo más, que se lo diga. Y que por supuesto, no la debo nada. Insisto. Varias veces, pero es inútil. Zanja el tema con un «ya hablaremos de eso cuando llegues y me invites a comer. Con eso es suficiente, Tania»

Es curioso cómo somos las personas. Los vínculos que creamos entre nosotros. Las constantes vitales que nos enganchan a unas personas y nos separan de otras. Por desgracia, no fue aquella la última llamada.

Cuelgo a Isabel y a los dos minutos, mi madre vuelve a insistirme de nuevo en que lo que yo he hecho es solo para lavar mi conciencia y que ella era quien me había llevado en el vientre. Me amenaza con dejar de pagar la parte que ella pone y que, según me ha confesado la monjita, viene de ese seguro de enfermedad de mi padre. Vuelvo a colgarle el móvil, no sin antes avisar a mi madre de que si se le ocurre hacer eso, tendrá a algún compañero de la isla detrás de ella por fraude, abandono o cualquier tipo delictivo que encaje medianamente en aquella conducta. Se asusta y me insulta. Cuando cuelgo sé que la línea de unión que podía haber entre ella y yo ha quedado definitivamente rota. No siento otra cosa que decepción y lástima por haber construido murallas en vez de caminos entre ella y yo. Cierro los ojos, me aguanto el par de lágrimas que pugnan por salir y bebo un largo trago de mi cerveza, mientras pido otra al camarero con un gesto de mi mano.

Pero sorpresivamente, también estoy medianamente feliz. Incluso por haber roto los puentes con mi madre. No entiendo esa especie de mezquindad por mucho que el pasado siga atormentando. No es, por supuesto, una felicidad extensa, sino más bien conformista y simple. Pero significa mi bienestar y mi despegue con el pasado.

Decido recorrer la playa, y acercarme a otro chiringuito más cercano. Ver atardecer en medio de la brisa y la relajación. Siento algo de hambre y me termino la cerveza de un par de tragos. Me meto el móvil en el estrecho bolsillo de los shorts que llevo y me recoloco la blusa amplia y blanca. Pago y me encamino al chiringuito a pie, con tranquilidad y dejando que la puesta de sol me traspase.

Media hora más tarde, pido algo de cenar allí mismo. Está al lado de mi hotel y a pie de playa. Me siento de cara al mar, con los pies descalzos en la arena. Pescado y vino blanco frío. Necesito retomar el estado de tranquilidad anterior a todas las llamadas. Quiero sentir la brisa en mi pelo y que arrastre mis pensamientos lejos por esa noche.

Ceno tranquila, sin ninguna prisa y solo echo en falta a Mamen e Isabel. Me gustaría tenerlas aquí para hablar de todo o de nada. Con aquel vino de Lanzarote, un pescado y el aroma salino acompañándonos. Me digo a mí misma que hay que planear una escapada de las tres a mi isla.

Termino de cenar. Estoy a gusto y pido una copa allí mismo. No quiero irme a mi habitación. Quitando el tema de mi madre, podría decir que en este momento, soy casi feliz. Solo me acuerdo de la cara de reproche de Ernesto. Mi exmarido. Me cuesta llamarlo así. Cierro los ojos y me acuerdo de retazos de nuestra vida en común, si se puede decir así.

Pienso en nosotros, en su cara de recriminación y censura hacia mí, en su acusación y en el rencor que me guardará siempre. Y no puedo culparle, porque tiene razón. Me hubiera gustado que no termináramos así. Quizá, en algún momento, me imaginé con él, ya mayores, en este mismo sitio, en la playa, disfrutando de la tranquilidad y del clima de mi isla. De verdad que siento que solo le quede rencor. Pero no puedo evitarlo ya.

—¿Puedo sentarme?

La voz es de un chico joven, alto, de sonrisa elástica y semblante simpático. Le miro. Sonrío porque conozco la escena. Lo he vivido muchas veces. Suena una música tranquila, como de chillout. Las olas del mar llegan con su rumor. Me coloco el pelo que ha despeinado la brisa. Cruzo mi pierna derecha sobre la izquierda y me encojo de hombros. El chico se sienta. Lleva una copa en la mano. Bebe un ligero sorbo y no deja de mirarme.

Veo que se enciende mi móvil que lo he dejado en silencio. Es otra vez mi madre. Cierro los ojos cansada de todo y doy la vuelta al teléfono. No lo cojo. Pongo cara de fastidio durante un segundo y echo la cabeza hacia atrás cansada de mi pasado.

—¿Malas noticias? —me pregunta el chico.

—La vida, que da poco respiro… —le contesto mirando al mar.

—Me gustaría hacerte reír —me dice con una sonrisa muy amplia en su cara. Dientes blancos, pelo suelto. Ojos oscuros—. Nadie merece estar triste.

Le miro en silencio. Bebo un sorbo de mi copa y no digo nada. Pierdo mi vista de nuevo en el mar, ya ennegrecido y del que me llega el rumor tranquilo de las olas cercanas.

—Me llamo Aday.

Sonrío y giro de nuevo mi cara hacia él.

Cae el agua en mi espalda. Cierro los ojos y respiro profundamente. Dejo que el chorro de la ducha me cubra por completo. La siento deslizarse por mi cara, por mi pecho, la espalda… Siento algo parecido al alivio. Se me aparece la imagen de mi madre, de mi padre. De Ernesto. De muchos hombres con los que he estado y que ya no alcanzó a recordar su nombre. De pronto, como por ensalmo, veo entre el agua y mi pasado, la cara de «él»…

Vuelvo a escuchar la música de la terraza donde cené. Se abre la puerta de la ducha y en medio del vapor, aparece la cara somnolienta y atractiva de Aday. Comercial de bebidas alcohólicas, guapo, de buenos modales, sonrisa lenta, mirada templada, tatuajes tribales en ambos brazos, rubio, piel morena y ojos intensos.

No fue complicado. Unas palabras, mis pupilas colgadas en las suyas, una sonrisa más alargada de lo acostumbrado y las ganas de olvidarme de todo durante un par de horas, que luego se convirtieron en casi toda una noche.

Una noche más de sexo sin complejos, sin tibiezas. De embates y poca simpleza. Gemidos, suspiros y placer. Lenguas, saliva, dedos, su polla en mi coño, su vida en la mía. Con la ventana abierta dejando que entrara la brisa, para que se confundiera con nuestros gemidos, suspiros y gruñidos. Un primer polvo en la cama, casi con prisas. Comiéndonos sin apenas saborearnos. Mi boca repleta de su hombría, buscando gozar y poco más. La suya entrando en mis entrañas, despertando calambres de gusto y ganas. Un polvo voraz, de acometidas y poco freno. Una follada de miramiento escaso, complicidad animal, fuerza y jadeos.

Luego, ya complacidos uno con el otro, unos instantes de tranquilidad. De miradas y alguna sonrisa. Dos cuerpos bonitos que han alcanzado un sexo de excelente factura. Un hombre y una mujer, sabedores de lo que hay y de que no es necesario pedir más.

Mi cuerpo en la terraza, desnudo, sintiendo la noche erizando la piel. Pezones duros como diamantes y de nuevo dos bocas que se buscan. Quizás ahora un poco más pausadas. Buscando las esquinas del deseo descubiertas una hora antes. Los puntos que hacen que la piel grite y las manos se muevan al compás del sexo. Un beso lento, pero que encierra deseo. Dos lenguas que se enroscan sabiendo que no será ese el único lugar donde terminarán.

Me abraza. Me dejo acariciar. Es una nueva muesca más en mi vida. Un hombre que, quizá, termine olvidando hasta cómo se llama, pero que hoy, esta noche, sus pellizcos en mis pezones hacen que se me erice hasta el alma.

Cuando cierro los ojos, mientras cae el agua y noto sus brazos en mi espalda y en mi pecho izquierdo, me siento un poco vacía, pero no puedo renegar de lo que soy. Besa mi cuello, ronroneo y dejo que recorra con sus manos, otra vez, mi piel. Me vuelvo y nos besamos. El tiempo se detiene en el agua cayendo de la alcachofa de la ducha, recorriendo todas las esquinas de nuestras pieles, recordando que durante la noche lo hicimos con nuestras labios y lenguas.

Vine a mi isla a estar tranquila y entonces recuerdo la frase que le dije a Mamen en el aeropuerto cuando vimos al Guardia Civil, que no era otro que aquel con el me acostaba cuando yo todavía estaba destinada en la isla.

«—Y si veo a un chulazo, me lo cepillo…»

Pero en realidad, no tenía esa intención. Y menos después de ver a mi padre en ese estado y al egoísmo de mi madre. Pero ha surgido, me digo mentalmente, tratando de alejar la sensación de culpa o arrepentimiento. Pero, entonces, ¿por qué estoy con él en la ducha? ¿Por qué me estoy de nuevo besando con Aday?

Quizá, pienso mientras siento su mano en mi pubis y la mía acariciando su pene que empieza a hincharse con rapidez, es que esta es mi verdadera naturaleza. Porque en mi mano crece su ímpetu al ritmo de mis caricias, porque soy consciente de mis debilidades.

Su lengua abandona mi boca y se centra en mis pechos. Llevo mi cabeza haca atrás con un suspiro. Noto sus labios bajando por mi vientre, recorriendo mis dos tatuajes, sus manos aferrando mis glúteos y, finalmente, besar mi pubis con fuerza. Su lengua en mi interior. Gimo de nuevo y le facilito la entrada mientras apoyo mis manos en sus hombros para que siga. Descanso mi espalda en la pared de la ducha, mientras elevo una pierna. Suspiro de nuevo y sonrío cuando alcanza mi clítoris. Unos instantes más tarde, siento su polla dentro de mí, fuerte, erecta, dura y empalándome en medio del agua que cae y el rumor de nuestros gemidos y jadeos.

Posiblemente, no puedo cambiar. Y aunque pudiera, creo que ya es tarde…