Tania - 3
El origen de todo. O no...
El origen de todo. O no…
Sería absurdo y egoísta, además de poco veraz, echar toda la culpa a mis padres de lo mío. Es verdad que en una ciudad como Las Palmas muchas cosas terminan sabiéndose, aunque tú seas la última en enterarse.
Eso me sucedió a mí. Y no puedo decir que fuera por casualidad. Era, y soy, hija única. Al menos, en lo que se refiere a mis padres. Mi madre tuvo un aborto y, según me dijo, la impidió tener más hijos. Tampoco sé si es verdad, porque me mintió en numerosas ocasiones y mi confianza en ella, terminó derrumbándose. Pero eso no quita para que desde un determinado momento, mis diecinueve años, ya no tuviéramos demasiada conexión. Sobre todo, la que se refiere a la de madre e hija.
Mi padre, en cambio, es todo un cabrón. Entero, compacto. Total. Engañó a mi madre todas las veces que pudo. Y si no lo hizo más, fue porque el alcohol o lo que tomara, se lo impedía. Un día supe que en algún lugar de Tenerife tengo un medio hermano que se dedica a trapichear con cannabis y a servir copas en verano. Nunca lo he visto. Ni tengo ninguna gana de hacerlo. Quizá no sea su culpa, pero me recuerda todo el asco que le profesé a mi progenitor. Por eso, y aunque no sé si se entiende, decidí no tener con mi hermanastro el menor contacto. Su vida y la mía, desde los inicios, han transcurrido por cauces demasiado diferenciados. Y así deben seguir según mi criterio.
Pero no siempre fue así, o al menos yo no lo recuerdo. De niña, con cinco o seis años, mi memoria almacena muchos más días felices que tristes. A mi padres conmigo de la mano y mi madre sonriente. Con ellos, a los siete años, descubrí el Mirador del Balcón en una excursión que hicimos los tres juntos. Y la imagen de ese mar tan inmenso, tan profundo, tan sentido e infinito, me marcó. La visión fue tan impactante que no me quería ir de allí e hice que mi padre me cogiera en brazos para ver más allá de donde yo lo hacía. Reímos los tres, sentí el viento en la cara y mi padre empezó a dar vueltas tarareando una canción. No supe nunca cuál, y quizá era un tono inventado con él, pero sé que esa imagen en mi recuerdo, observando en círculo aquel mar tan precioso, en brazos de mi padre y como si estuviéramos bailando, fue un instante mágico. Es, después de todo, la sensación más nítida de mi felicidad infantil, y a donde me hubiera gustado regresar si mi vida familiar hubiera transcurrido por los cauces normales.
Años después, todo se vino debajo de forma estrepitosa. Y la farsa entre ellos se hizo cada vez más abismal. Conmigo creciendo y percatándome ya de todo, pero huyendo constantemente de la realidad. Quizá, esa sucesión de desilusiones, de huidas y de realidades eludidas o esquivadas, hicieron que vida fuera convirtiéndose, poco a poco, en lo que ahora está desembocando.
Como digo, no puedo echar la culpa a mis padres de mi forma de vida. Sería injusto. Y falso, además. Pero es verdad que aquella familia, si se podía llamar así, hizo que huyera de todo lo que me rodeaba. No era mala estudiante, incluso buena. Quizás, como he hecho durante mucha parte de mi vida, solo se trata de otro tipo de huida, abandonando una realidad que me consumía. Mi padre trabajaba de comercial en una empresa textil. Mi madre, uniendo el conocimiento de mi padre y sus ideas, regentaba una tienda de ropa familiar que, finalmente, terminó convirtiéndose en un local donde se vendía desde una blusa hasta un uniforme de asistenta o un disfraz infantil para un cumpleaños. En algún momento tuvo deseos de ser alguien en el mundo de la moda, pero se fueron diluyendo de la misma forma que los años pasan y los anhelos dejan de importar. He de puntualizar que, al menos hasta donde yo conocía, sus sueños no se centraban en ser una gran diseñadora. O lo que se entiende ahora como una influencer del diseño y las tendencias. Su pretensión se encaminaba más al campo de la distribución, y empezó con ciertas fantasías y anhelos. De hecho, llegamos a tener tres tiendas en Las Palmas. Pero en realidad, era una la que mantenía a las otras dos. Sumado a eso, la progresiva pérdida de ambición, el empeño en ver la vida de una forma que distaba mucho de la realidad, y los numerosos cuernos de mi padre, su vida terminó siendo algo muy lejano a lo que en su día, imaginó. Por desgracia, ese derrumbamiento no fue estrepitoso, sino paulatino, casi como una carcoma que le empezó a carcomer por dentro.
Nunca fue realmente valiente. Se negaba a ver la realidad. Tanto en los aspectos comerciales como familiares. Prefería agachar la cabeza y hacer como que no se enteraba o no era para tanto. Una de las cosas sobre las que discutíamos a menudo fue las ausencias de mi padre en el sur de la isla, que ella intentaba disfrazarme de trabajo.
—Se está follando a esa inglesa, mamá. ¡Joder, haz algo! —le grité una vez con una enorme cantidad de rabia.
—Tania, por Dios… que te van a oír.
Mi madre, me miró con los ojos abiertos como platos. En ese momento, preocupándose más por el qué dirán que por lo que en realidad sucedía, personificó toda la cobardía que una mujer puede mostrar ante las infidelidades de su pareja. Me desesperaba, y terminó colmando mi paciencia, que estuviera más preocupada por las habladurías del bloque de vecinos, que de la cornamenta que soportaba.
—Y se folla a unas cuantas más… ¡Despierta de una vez! Lo sabes y no haces nada, mamá.
Yo me desgañitaba intentando conseguir que reaccionara. Pero era imposible. No solo no lo conseguí, sino que me terminó mintiendo y disfrazando las infidelidades de mi padre con causas laborales e inocentes que ella, además, aseguraba conocer.
Y a mí aquello me enloquecía. No podía entender que ella, una y otra vez, regateara a la realidad tan pasmosa y aplastante de mi padre y su doble, triple o cuádruple vida. Excusando, perdonando y ocultándolo continuamente.
Un día, tras regresar de uno de sus viajes promocionales como solía decir, me encaré con él. Se lo dije a la cara. Me planté de frente, y mirando directamente a sus ojos se lo solté.
—No sé cómo no se te cae la cara de vergüenza. Si tanto te gusta con la que ahora estés, déjanos y vete.
Me miró de lado, con una sonrisa estúpida y chulesca. Ni me contestó. Se metió en el dormitorio donde estaba mi madre, posiblemente dormida por la hora que era, y cerró la puerta.
Al poco, oí el inconfundible ruido del colchón sacudiéndose por las acometidas de mi padre sobre mi madre. A ella gemir y a él bufar sin el menor pudor. Yo me metí en la cama tapándome los oídos. Era absolutamente imposible de asumir por mí.
Al día siguiente, mi madre, enterada de mi enfrentamiento con él, no solo no me defendió, sino que incluso, me reprendió de forma grosera.
—¿Quién te crees que eres para meterte entre tu padre y yo? —me espetó con los ojos furiosos.
Al principio, no supe contestarle a mi madre. Pero al cabo de tres o cuatro segundos, lo hice con una tranquilidad tóxica. Y noté como, el veneno, desde ese mismo instante, ya no dejó de envilecerme con ellos.
—Soy tu hija. En verdad, vuestra única hija.
Aquella frase explotó en ella. Y de nuevo, sin querer combatir la realidad, o asumiéndola, no me dirigió la palabra en tres o cuatro días. Bueno, miento. Lo hizo, únicamente para echarme en cara que su marido, mi padre, estaba enfadado con ella por mi culpa. Era, de nuevo y una vez más, inasumible para mí. Sencillamente, no podía.
Pero ahí no quedó la cosa. Alrededor de una semana más tarde, volví a decirle a mi padre que ya estaba bien de esa doble vida. En esos momentos, aún quedaba algún rescoldo de perdón y comprensión por mi madre, pensando que estaría de alguna forma abducida por mantener una vida, más o menos, normal.
Todavía me duele la bofetada y puedo sentir aún el olor a alcohol de su aliento. Pero lo que más me llegó, no fueron los cinco dedos marcados en mi mejilla izquierda, sino la bajeza y el insulto con el que, de golpe, nos trató a mí y a mi madre. Fue una especie de fogonazo que encendió mi rabia y toda el rencor acumulado durante un buen tiempo.
—Métete en tus cosas, que eres tan gilipollas como la idiota de tu madre.
La frase me dejó impactada durante un segundo. Pero, de inmediato, recorrió mi espina dorsal una corriente eléctrica de furor. Me tiré sobre él para golpearlo. Conseguí estamparle una media bofetada, pero entonces, se desencadenó una tormenta de golpes sobre mí. No fueron fuertes ni me dolieron tanto como en el orgullo, aunque el primero fue un bofetón que cruzó mi cara tirándome al suelo. Y una vez allí, continuó dándome golpes más suaves, burlescos y crueles en la cara y en la cabeza, con la mano abierta. Me dolía mucho más en mi dignidad que físicamente. Ese día, y en ese preciso momento, rompí definitivamente con él. Me aguanté las lágrimas para que no me viera llorar. Me tragué el orgullo herido, las ganas de apuñalarlo y me juré a mí misma que en cuanto pudiera, saldría de aquella casa.
Se lo dije a mi madre. Llorando, suplicando que le dejara, que las dos viviríamos con lo que sacara de la tienda y en algún trabajo que yo pudiera conseguir. En ese momento, yo estaba decidida a estudiar Derecho. Como digo, era buena estudiante, aunque solo fuera porque me refugiaba en la biblioteca para huir de mi casa. Le dije que me había pegado, pero no se inmutó. O no me creyó. Mi madre me dijo que yo estaba loca. Que mi padre no era como yo decía y que me debía dar vergüenza hablar así de él.
Comprendí que no había nada que hacer. Era presa de sus delirios sociales, de su afán por, entiendo, recuperar a su marido. De sus anhelos y esperanzas. Atada a una cadena que la imponía mi padre y que —tampoco lo supe nunca—, podía incluso tratarse de maltratos.
—¿Te ha pegado alguna vez a ti también? —la espeté con mucha rabia y furia.
—¡Tu padre nunca me ha puesto la mano encima! —me gritó—. ¡Estás mintiendo, Tania! ¡Tu padre es incapaz de pegarte! ¡Ni a ti, ni a nadie!
Entonces en ese momento, y ante la expectativa de estar cuatro años más en casa estudiando Derecho sin poder abandonar ese ambiente tan tóxico, decidí prepararme para Policía Nacional. De esa forma, saldría cuanto antes de allí.
Me preparé las oposiciones, pero antes, apenas dos semanas después de aquello, me mudé a la casa de una amiga que también quería estudiarlas. Ella, finalmente, se conformó con las de la Policía Local, que yo no quería hacer ni loca, porque significaba seguir cerca de mi familia.
Siendo sincera, no me costó mucho sacarlas. Ni las pruebas físicas, ni las teóricas. Ciertamente, me empeñé en eso, sabiendo que tras el primer destino de prácticas en Las Palmas, podría aspirar a irme a la península y alejarme de mi familia.
En esa época, yo tenía novio. O pareja, que parece menos comprometido. Yeray, un chico joven, de gimnasio, pelo siempre a la moda, tatuado, pinta de malote, pero en realidad, buena persona. De gran corazón, tierno y con ciertas ambiciones empresariales con respecto al bar que regentaba su padre. Ambos teníamos sueños. El de él, quedarse en la isla, aprender cocina y regentar un local que siempre me decía que llenaría de estrellas Michelín y soles de Repsol.
Tenía moto y con ella nos íbamos hasta el Balcón del Mirador, en la parte occidental de la isla. Yo, intentando recuperar aquella sensación tan mágica que viví de niña. Él, quizá solo me quería agradar. Allí nos quedábamos mirando al mar, embobados. Inmenso, azul, precioso… Como nuestros sueños. Solo desde allí podía imaginarme una vida llena de dicha y felicidad. El entorno me hacía a ello. Cerraba los ojos y dejaba que mi imaginación volara al son de las olas y del viento que allí soplaba. Recuerdo bailar yo sola, con los brazos abiertos y la cabeza echada para atrás. Luego, Yeray me cogía, me abrazaba y ambos reíamos. En el fondo, éramos unos críos, pero me servía para huir, momentáneamente, de mi casa.
Lo pasábamos bien y fue con quien a los diecisiete años, descubrí el sexo. Cuando digo descubrir, me refiero al sexo excitante, desinhibido y morboso. Al menos yo, fui huyendo poco a poco del misionero y a dejarme penetrar en otras posturas. A gozar con las mamadas y a recibir gustosa y con verdaderas ganas, una buena comida de coño. Aun así, ahora me recuerdo, me comparo con la actualidad, y me parezco a una especie de chica traviesa que apenas sabía nada de todo aquello.
Nunca me había costado ligar. Era consciente de que despertaba interés en los hombres y que me miraban con algo más que simpatía. Y me gustaba, no voy a negarlo. Sin embargo, me retraía todo aquello y me conformaba con algunos polvos esporádicos, bien con mi pareja, o cuando Yeray y yo lo dejábamos durante unos días por alguna pequeña trifulca, con alguien a quien yo consideraba deseable.
Yeray no era ningún santo a pesar de su buen corazón y ganas de progresar en el oficio de la hostelería y restauración. Le pirraban las faldas y unas buenas tetas. Yo, como había tenido dos o tres deslices en la frontera de nuestras pequeñas rupturas, tampoco me quejaba demasiado. Eso me daba la excusa para seguir disfrutando durante las quiebras, de algún hombre más. En concreto, de Helmut, un alemán rubio de melenas largas, insolencia ante la vida y moreno canalla de surfista.
Pero un buen día, Yeray se enteró y mostró mayor enfado del normal. En ese momento, cuando estaba con mi alemán, él y yo habíamos roto. Pero se lo tomó especialmente mal. Rompimos los puentes entre él y yo, aunque al poco tiempo, nos dimos cuenta de que no nos habíamos destrozado el corazón uno a otro, la verdad. Pero siempre me quedó el resquemor por haber sido, en parte al menos, la causante del fracaso. Y sentí que durante muchos tiempo, ya no regresé a Balcón del Mirador a imaginarme mi vida.
Se me pasó pronto. Yo ya estaba preparándome en una academia para aprobar las oposiciones a Policía Nacional. No llevaba mal en temario y tampoco me costaba estudiar. Ahí conocí al que sería mi marido. Además de profesor universitario, se ganaba algo de dinero extra en refuerzos de clases en la academia a la que yo iba.
Poco a poco, ese talante culto, sensualmente intelectual y de charla amena y seductora, me atrajo. Había diferencia de edad entre él y yo, en concreto, quince años. Pero me cautivó esa pose de hombre maduro, de señor y caballero. Quizá, luego sospeché cuando estudié un poco de sicología, que buscaba una especie de sustituto de la figura de mi padre, tan imperfecta para mí.
Entre tanto, y para aguantar el coste del apartamento y de mi vida, trabajaba de lo que salía. Principalmente, camarera o dependienta. No se me daba mal, porque tengo cierto don de gentes y desparpajo. Con lo que ganaba, me mantenía sin pedir un euro a mis padres, con los que ya apenas tenía contacto. Con mi madre, algo, pero solo cuando me llamaba ella, que solía ser una vez cada dos o tres semanas, cumpliendo una especie de trámite familiar. Con mi padre, en concreto, y como era de esperar, nada.
Al año y medio, cuando se convocaron, aprobé las oposiciones, conseguí plaza y me casé por lo civil en una ceremonia tan íntima, que no fueron ni mis padres y apenas amigos. Ernesto, mi marido maduro, profesor y caballero de cultura extensa y conversaciones profundas, era mi salvación. Y me quedé en Las Palmas.
Pasaron cuatro años en los que me matriculé en Criminología en la UNED e iba sacando como medio curso por año. La vida, en ese momento, con un trabajo estable, un marido que me quería y unas metas que yo no consideraba lejanas, me sonreía.
Durante ese tiempo volví a ir muchas veces con Ernesto al Balcón del Mirador. Era nuestro sitio preferido. Como cuando lo hacía con Yeray, nos quedábamos ensimismados viendo como se extendía el océano hasta el infinito y nuestras esperanzas navegando en él. Nos besábamos y, en una especie de ritual, siempre que íbamos bailábamos lento, agarrados, aunque la música solo estuviera en nuestras cabezas. Era bonito y aquellas cosas nos mantuvieron unidos y alegres.
Todo marchaba bien, hasta que sucedió mi primera infidelidad.