Tania - 14

Tres amigas...

Tres amigas

—Esta es la parte de la isla que más me gusta…

—Es maravilloso ¡Qué pasada!… —dice Isabel que con su móvil está grabando un vídeo de las vistas que desde el Mirador del Balcón se extienden en el inmensidad del océano Atlántico.

Detrás, a la espalda del mirador, están los picos que en forma de sierra, se asemejan al lomo de un dragón. Las vistas son realmente espectaculares. Un acantilado encrestado por unos riscos triangulares y que van descendiendo en altura hasta llegar al mar.

—Joder, es verdad que se parece al dragón de Juego de Tronos… —comenta Mamen con una sonrisa de chiquilla extasiada por las vistas.

—Hacía mucho tiempo que no venía… —digo apoyándome en las paredes del mirador construido de piedra y mampostería, y que ahora lo azota un fuerte viento. No puedo evitar acordarme de Yeray, de Ernesto. De mi padre. Y sin quererlo, tarareo algo para mí en voz baja. Hace mucho tiempo que ya no bailo allí ni dejo que mis ilusiones naveguen en ese mar que ya casi lo siento ajeno. Carraspeo y me rehago. No quiero que mis amigas me vean melancólica—. En verano es mejor. Los días son mucho más luminosos y azules —les digo aparentando tranquilidad y desahogo completo.

Hemos tenido suerte y hoy luce el sol y la temperatura es de unos dieciséis grados. Casi frío para los canarios, me digo a mí misma que, al contrario de muchos paisanos míos, no soy nada friolera.

Miro al mar mientras Mamen e Isabel se hacen fotos y selfis que tiene que repetir una y otra vez porque el pelo se les agolpa en la cara. Cierro los ojos y respiro el aroma de mar y de montaña de mi isla. Estoy feliz con mis amigas. Ha sido un fin de semana largo en donde nos hemos reído, hablado de estupideces, de nuestros miedos y alegrías; de cómo vemos la vida y del futuro que nos imaginamos.

Veo a mis amigas reírse y afanarse en colocarse el pelo o la ropa atizada por el viento. Sonrío y pienso que no sé qué haría sin ellas. Son mi escudo y yo la guerrera que mantiene una especie de fuego sagrado. Según termino de pensar en la frase me río yo misma de la cursilería.

—Tania, ven. Vamos a hacernos una foto las tres.

Me acerco. No tenemos ninguna de nosotras juntas. Me doy cuenta de que nunca nos la hemos hecho. Isabel se acerca a una pareja de jubilados que acaba de acceder al mirador por la escalera de piedra. Son matrimonio y ella le dice a él que tenga cuidado y se abroche la cazadora, que si no se enfriará. Me parece enternecedor que las personas se cuiden unas a otras.

—¿Nos pueden hacer una foto?

—Sí, claro —dice él cogiendo el móvil de Isabel.

Falla dos veces porque el buen hombre no es muy hábil, pero en vez de ponerse nervioso o malhumorado, se ríe de sí mismo.

—Hace muy malas fotos, que lo sepáis… —nos dice su mujer bromeando igualmente.

Posamos las tres riéndonos y alegres, y el señor nos hace varias esta vez para no fallar. La foto es magnífica. Y lo digo en singular porque son prácticamente iguales todas. Pero sirve. En ella estamos las tres amigas, sonrientes, divertidas y felices. No quiero más.

Mamen, al ver la foto y lo bien que ha salido, le da un sonoro beso al hombre, que lo agradece con un sonrojo y una sonrisa. Yo le doy las gracias a ella que, lejos de molestarse con nosotras, también ríe la broma de Mamen.

Nos quedamos aún unos quince minutos y decidimos volver al hotel. Queremos cenar en el chiringuito en donde estuve yo cuando firmé el divorcio. Ayer Isabel nos invitó a cenar en un sitio precioso de la isla que, por su cuenta, reservó. Es encantadora y está feliz. Y es mi amiga. Me enternezco cuando pienso en ellas. Me cuesta a veces decir lo que pienso, pero sé que sin ellas me faltaría algo en mi vida. Algo esencial. Son, por así decirlo, las que me mantienen unida a la realidad.

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La noche es magnífica. Incluso más agradable que la tarde porque no hace tanto viento. Corre una ligera brisa pero que, lejos de molestar, es muy apacible.

Estamos las tres sentadas en la mesa. Yo me he descalzado y tengo los pies en la arena. Hemos pedido un pescado de la zona y una botella de vino blanco. Antes, y de aperitivo, yo me he tomado una cerveza que he saboreado con ganas. Las tres brindamos por tercera o cuarta vez. Isabel y Mamen, han optado por abrir directamente el vino.

Estos días hemos tenido nuestros ratos de charlas de amigas. Algunos momentos de temas más importantes y graves y otros más intrascendentes. Todos válidos y estimulantes para mí.

—Tania, cielo, no me puedo aguantar —me dice Mamen con esa sonrisa jovial que hace que luzca aún más ese atractivo que tiene—. Te tengo que decir una cosa. Iba a esperar a soplarme un poco con el vino o un par de copas, pero prefiero hacerlo ahora. Total, me vas a regañar igual…

—Dime, mi niña.

Isabel se queda callada. Tengo la seguridad de que han hablado ya entre ellas, porque no se sorprende de que Mamen haya hecho este comentario.

—Tienes que intentarlo…

Sonrío. Sé lo que quiere decir. Salió ayer en la conversación de antes de la cena, pero no quise continuar. No quiero que algo que me produce un destello de tristeza, enturbie la felicidad en la que estoy con mis amigas.

—No puedo, de verdad. Y no debo, además —contesto.

—Tania, yo también creo que deberías. Habla con él, al menos —interviene Isabel con esa apostura elegante que tiene—. Nunca se lo has explicado…

Me quedo un momento pensativa: «él». Miro a Isabel. Sí, es verdad que está cañón, como me dijo Mamen. Le brillan los ojos y está como nunca la he visto. Nos dijo que Luis y ella están en el mejor momento de sus vidas. Sus hijos ya están aquí de vuelta y ella escribe unos manuales de marketing para los estudiantes de grado de una universidad. Sigue dando clases en el máster. Peter se ha vuelto a Estados Unidos, a su Miami. Viene de vez en cuando a dar alguna clase magistral y cobra un buen dinero por ello. Después de las veces que estuvimos follando, no hemos vuelto a tener contacto. Lo normal en mí, por otra parte.

—No debo, y lo sabéis.

—¿Por qué? —insiste Mamen—. Ese hombre te gusta, corazón.

Asiento. Es verdad. Me gusta y me gustará siempre. Aunque solo sea porque tengo un recuerdo de él inmejorable.

Ayer les dije la razón por la que perdí ese tren. El motivo por el que Michel eligió no continuar conmigo. Ambas se quedaron sorprendidas. Mamen, como me dijo, suponía que Michel se enteró de que estaba con Sergio o que mi promiscua vida le había hecho dudar de cualquier tipo de futuro en común. No fue así. Cuando empecé con Michel, Sergio con el que solo había estado un par de veces antes, dejó de ser una alternativa. Y con Benja, otro compañero de antidisturbios, hacía un mes o así que no tenía ya nada con él.

De hecho, cuando Michel ya no quiso saber de mí, regresé algunas veces a Sergio, que me acogió cuando me vio afectada. A él sí le conté lo que me pasaba. Me inspiraba confianza y yo estaba en ese momento tocada. Fue un amigo, y lo sigue siendo.

No, la razón por la que mi relación con Michel no prosperó, fue otra. Ni más ni menos, que Ernesto. Recuerdo que Michel y yo llevábamos unos tres meses viéndonos de forma que se podría calificar como estable. Hacíamos una vida casi de pareja. Sin formalismos ni obligaciones. Pero salíamos al cine, a cenar, de museos. Sí, follábamos, pero no era lo único. Él viajaba mucho, pero los días que estaba en Madrid, los pasaba conmigo. Y yo no estaba con nadie más. Ni una sola vez. Ni tentación de hacerlo.

Y de hecho, las tardes y noches con él, en su casa o en mi pequeño apartamento, fueron tranquilas. Sofá, película, cena y hacer el amor. Antes he dicho que follábamos también. Sí, es cierto, pero también que hacíamos el amor. No es lo mismo. Con Michel empecé a apreciar el hecho de quedarme a dormir con un hombre. A no pensar mientras me vestía, y a no regresar sola a mi casa. Hicimos excursiones a la sierra de Madrid, y me llevó a tres o cuatro cenas con amigos y parejas de su círculo de amistad.

Me gustó aquella sensación. No era el mejor amante, ni el más dotado, ni el que mejores orgasmos me sacaba. Pero era con quien quería dormir. Sé que sonará extraño, pero incluso hasta cuando tenía su polla en la boca o me penetraba, no me movía como con Álvaro, por ejemplo. Ni me salía ser la dominadora de esa especie de combate sexual y clavarme en su pene hasta lo más profundo para hacerle bufar de gusto. Soy consciente de que he provocado orgasmos brutales en hombres. De que han disfrutado conmigo en la cama como con pocas mujeres. Y sé de sobra que podría haberlo hecho con Michel. Pero también estoy convencida de que aquella forma de follar no hubiera funcionado con él.

Tengo la imagen de él encima de mí, haciéndome el amor en la postura del misionero, con cadencia, pausa, pequeños jadeos y suspiros. Sin gritos, ni estridencias. Mirándonos a los ojos y besándonos con especial conexión. Y no por ello dejé de alcanzar buenos orgasmos. No tan explosivos como con alguno de los que he follado, pero sí mucho más sentidos. Más intensos, en una medida complicada de explicar.

Quizá es que ambos buscábamos algo diferente. No sé su vida pasada o si su mujer fue la única infiel. Nunca le pregunté si él también lo había sido. Nuestras conversaciones sobre el pasado versaban sobre sus hijos, a los que adora, y de sus padres. Yo, en cambio, le contaba que con los míos no tenía ninguna relación y que, además, la pareja que había dejado en Canarias estaba rota, por así decirlo. Solo me quedaba formalizar esa ruptura.

En aquellos momentos, quise dejar a Ernesto. Lo pensé seriamente y lo tenía decidido. Por fin, iba a dar el paso, pero surgió aquella llamada. Una tarde, que justamente acababa de comer con Michel, y habíamos quedado el fin de semana para ir a la sierra, me llamó Ernesto llorando. Me suplicaba y rogaba que fuera a verle. Mi visita de cada mes se había espaciado y habían pasado casi cuatro sin viajar a Las Palmas. Justamente, los fines de semana que había estado con Michel.

Puede que me equivocara, que fuera débil o que me venciera esa gratitud y sentimiento de pena que me atravesaba cuando pensaba en Ernesto. Pero elegí irme a Canarias y ver a mi marido.

Michel nunca ha sabido que he estado casada. No me atreví. No fui valiente para enfrentarme a mi realidad. Y dejé que la vida de ensueño que me estaba forjando con él en Madrid, me inundara sin pensar en que yo tenía otra, más real, menos glamurosa y que me perseguía aunque yo tratara de esquivarla.

No me dijo nada la primera vez. Pero a partir de ese momento, me vi en la obligación de ir cada dos fines de semana a Canarias. Hubiera sido más sencillo, tanto para Ernesto como para mí, que en ese momento pusiéramos fin a nuestra relación. Que cada cual hubiera tirado por su lado y no hacernos más daño. Yo a él, y yo a mí misma. Pero me pudo un extraño sentido de la responsabilidad. O de cariño encharcado.

Y entonces fue cuando Michel un día, que jamás se me olvidará, me dijo con esa sobriedad tan sincera y atractiva que siempre tenía y hacía gala.

—Tania, no te puedo compartir. He vivido una historia de infidelidad, de mi mujer con otra pareja a escondidas, y no quiero volver a repetirlo. Eres una mujer excepcional. Pero no puedo ser ni primer ni segundo plato. Necesito ser el único. Te quiero solo para mí y eso, por lo que veo, no puede ser. Lo mejor es que cada cual siga su camino. Ha sido encantador conocerte…

Y se fue después de un estúpido intento mío por explicarme, que incluso, estropeó más el tema. ¿Cómo le iba a decir que le había ocultado que estaba casada? ¿O que mi vida se había desarrollado en un devenir continuado de camas ajenas, polvos sin responsabilidades y pollas sin nombres? Hubiera tenido que explicar muchas cosas de mi vida. Demasiadas.

No fui capaz. No me atreví. Y entonces, con la decisión tomada, y sin permitirme más explicaciones, me dio un beso que me supo a impotencia, y un abrazo que me recorrió la espalda con un escalofrío. Ernesto, por supuesto, jamás supo nada de esto. Ni siquiera ahora que estamos divorciados. Y yo cargué con aquello como si fuera una penitencia obligada. ¿Me lo merecía? Posiblemente era lo que en justicia me tocaba.

—¿Por qué nunca le has llamado? —me pregunta Mamen haciendo que regrese de pronto al presente—. Podrías haber intentado, no sé… Explicárselo. Lo que sea. Al menos, por qué te fuiste a Las Palmas esos fines de semana.

—Tuve miedo, Mamen. —Resoplo—. Y lo tengo todavía. Lo normal es que me diga que no quiere saber nada más de mí. Y eso me aterra… Os parecerá raro, pero prefiero no conocer qué hubiera podido pasar, a tener la certeza de que ya no quiera nada conmigo. —Me encojo de hombros y me coloco el pelo en un gesto nervioso—. Lo mejor es no saber nada más…

—Eso no es bueno para ti. Eres una mujer fuerte y que vales mucho, Tania.

—Isabel, soy lo que soy… En el fondo, mi vida me ha derrotado. —Suspiro y miro al techo. No quiero llorar y me aguanto al máximo—. Nunca sabré qué hubiera sucedido… Y es mejor así.

—No Tania. No te engañes. Tienes que saber el final de esa historia. Es tu historia, y no puedes huir de ella siempre, cielo… —me dice Isabel con mucha dulzura y apretándome la mano.

Sonrío con cierta tristeza y conformidad mustia o melancólica. Mi historia, por mis decisiones, está llena de Javieres, de Adays, de Yerays, de Álvaros, de chicos que me follan en cuartos de baño en discotecas y bares. De hombres de orgasmos potentes, de jadeos de placer inmenso, de sexo dominante y profundo. De pollas en mi boca y en mi vagina, de corridas en mi pecho, en mis tetas y en mi cara. De placer extremo y camas afiladas de deseo animal. De inercia de sexo. Sexo por costumbre y sexo por descarte o elección.

Miro a Isabel y le cojo la mano. También a Mamen, que como una chiquilla me mira expectante. Quiere verme feliz y contenta, como ella con Eduardo. Desea que un hombre me haga sonreír como hace su chico. Que me mime y me quiera, que exista un Luis que luche por mi como lo hizo por Isabel. Ambas quieren que viva buscando una ilusión que ya es muy complicada.

—Mi historia, ahora, sois vosotras. Y no sabéis lo feliz que me hace estar aquí con mis amigas.