Tania - 13

No te dije la verdad...

Aquella noche…

Ha pasado algún tiempo de aquello. No tengo claro si me enamoré o prendió en mí algo que se podría asemejar a ello. Soy más de vivir los momentos. No he tenido la experiencia de una relación larga e íntima como para poder comparar, salvo Ernesto, sin que, esta además, pudiera servir de parangón. Y tampoco sería acertado que me basara en simples noches de cama con otros hombres.

Michel me hizo el amor más que follarme. Fue tierno y casi mimoso. Eso no quiere decir que lo sintiera muy adentro, muy intenso. Y tampoco me estoy refiriendo a que le faltara fuerza, ímpetu, ganas… No. No es eso. Michel fue un amante bueno, pendiente de reacciones y placeres. Atento a la forma de moverme y de sentir su hombría. Fue un caballero en la mesa y en la cama. Un hombre dispuesto a gozar, pero sin olvidarse de la mujer que está con él. ¿Cuántos hombres se han acostado conmigo y tras diez minutos de caderazos sin la ritmo adecuado para ambos, han terminado corriéndose sin dejar la más mínima huella en mí? Más de los que una se imaginaría en un principio de su vida. Por desgracia, eso existe. Y sé de mujeres que también solo buscan su orgasmo sin la complicidad o el morbo necesario para que la noche sea recordada. Lo sé por compañeras, incluso casadas o con pareja, que aunque sea esporádico o accidental, su meta es alcanzar un placer que linde entre lo animal y lo prohibido.

Sé que tengo fama de devora hombres. Y, sí es posible que lo sea, es verdad. Pero también me gusta la complicidad, alargar los momentos, compenetrarme con quien estoy en la cama para que la sensación de placer y de disfrute sea más que física.

Y es curioso porque a Michel no le calificaría como excelente en su técnica amatoria, por así decirlo. No puedo decir que fuera un amante formidable. Sí bueno, pero más por ese complemento de complicidad que por la potencia sexual. He gozado de hombres jóvenes con cierta experiencia con los que llegas a límites de placer asombrosos. Pero, se queda en eso. En la animalidad.

Tampoco era un hombre muy dotado. Su polla era normal, su cuerpo acorde a unos cuarenta y algo de años cuidados, pero ya alejado de las esculturas de músculo y fuerza de alguno de mis compañeros antidisturbios. Ni siquiera su aguante era formidable. Curiosamente, la esencia de Michel es que era un tipo normal en lo físico y muy especial en el trato. Y por eso, quizá, funcionó. El hecho es que la absoluta e impactante realidad, se convirtió en alguien muy importante. Fue… «él».

Aquella noche disfrute de una manera que podría calificar, como casi nueva. Más semejante a mis primeros años con Yeray, al guardia civil o a Sergio, que a Javier, Aday o al chico de aquel baño en la discoteca. La mezcla de besos, caricias, lenguas y dedos que utilizó Michel, me hizo sentirme muy mujer. No hay muchos hombres que sepan hacerlo bien con la boca en nuestros pubis. La realidad es que ni la mitad sabe cómo acompasar la lengua y los dedos a nuestro ritmo de disfrute. Michel, que posiblemente tampoco un experto, en cambio, sí es inteligente. Optó por lo más práctico: se dejó guiar por mis reacciones. Supo, o acertó, sacarme la tensión previa al orgasmo. Mantenerme en ese estado de excitación durante bastante tiempo y que hizo que deseara alcanzarlo continuamente.

Fue mañoso más que bueno. Tierno y compenetrado con mis ojos, mis suspiros, mi cara, mis demandas. Me erizó la piel con el roce de su lengua en mi clítoris Una docena de veces, haciéndome subir y bajar, provocándome con cada roce la necesidad de llegar a clímax. Suspiré, le rogué, le conminé a que terminara con mi cuerpo extendido, mi cabeza hacia atrás dejando que me recorriera la sensación de gusto y excitación.

Me besó y yo absorbí toda la esencia de mí misma con un intercambio de lenguas casi feroz. Busqué su sexo con mi boca e intenté acompasar y acoplar mi excitación con la suya. Me dejó hacer mientras suspiraba y yo notaba la tensión de sus músculos. Pude hacer que alcanzara el orgasmo en poco tiempo. Soy buena con una polla en la boca, y mi experiencia me delata y me lo confirma, pero por algo, quizá sus caricias, sus movimientos, sus besos intercalados, me concentré en que, de la misma forma que él había hecho conmigo, no decayera su excitación en ningún momento.

Los hombres no son como nosotras. Sí, todos nos corremos, pero lo nuestro es creciente y lo de Michel, como he podido comprobar en muchos hombres, casi explosivo. Por eso, tuve cuidado de no provocar que llegara a su clímax de forma rápida. Lo quería para mí. Y fui yo misma la que me tumbé y, con la mano, guie su polla a mi pubis. No dejé de mirarlo en ningún momento, diciéndole con mis pupilas que quería que se derramara en mí, que quería sentir su explosión con la mía.

Empezó algo más rápido de lo que me hubiera gustado, pero fui capaz de acompasar sus caderas a las mías. Nos besábamos cada vez que su pene se introducía con profundidad en mí. Cada acometida la acompañábamos de una caricia, de una beso en mis pezones, de un roce o jugueteo de nuestras lenguas.

Me sentí cercana a mi orgasmo e intenté controlarlo para que la sensación fuera mayor al alcanzarlo. Dejé escapar varios gemidos y suspiros entrecortados que ayudaron a que Michel también avanzara en su disfrute. Me sentía bien, destensada, con una exquisito calambre que se me avecinaba.

En ese momento, él llegó antes que yo. Dio un primer e intenso gemido que se le ahogó mientras cerraba los ojos y se concentraba en su placer. Un instante después, se apoyó con las manos en la cama y arqueó la espalda mientras soltaba un nuevo bufido largo y profundo, y hundía un poco su masculinidad en mí. Mantuvo los ojos cerrados y el cuerpo tenso como la cuerda de un arco. Me miró entonces, adivinó mi proximidad al éxtasis y continuó empujando al cabo de un par de segundos, con un ritmo levemente creciente tras correrse. Noté sus temblores, sus espasmos por el roce en su polla recién corrida. Aquella visión me estimuló y segundos después, grité de placer, engarfiando las sábanas con mis uñas y notando su piel levemente sudorosa por el esfuerzo.

Cuando terminé, me quedé un momento laxa, dejando que el orgasmo se me fuera diluyendo con lenta tranquilidad. Cuando ya estuve totalmente relajada, abrí los ojos. Entonces él me sonrió y me acarició la mejilla izquierda. Nos besamos mientras ambos respirábamos con intensidad y un cierto brillo en las pupilas.

No lo supe en ese momento, y tampoco lo sospechaba en absoluto. Pero aquella visión de él sonriéndome tras mi orgasmo y la caricia en mi cara, ya nunca se me ha borrado…

Volvimos a gozarnos uno a otro al cabo de una hora en donde nos tomamos un refresco y charlamos del vino y de alguna otra cuestión que no recuerdo. Fue, seguramente, algo sin la más mínima importancia; insustancial. Pero sí tengo las imágenes de mí misma sonriendo y disfrutando de una noche en la que, además del sexo, tuvimos una especie de conexión. Sé que puede parecer absurdo o banal. Que las cosas no surgen así, de una manera tan sencilla o casual. Pero a mí me sucedió. No fui consciente en ese momento, ni me percaté de que esa noche iba a marcarme de alguna forma. Ni siquiera tuve esa intuición femenina que nos suele avisar de las cosas buenas o malas con antelación. Michel, esa noche, fue un hombre más, pero con la peculiaridad de que me había hecho pasar algo más que un buen sexo.

Tan solo Sergio conseguí algo parecido. No quiero remontarme a mis años de tardía adolescencia, ni de principios con novios o parejas en donde se confunden tantas cosas, como el cariño con la posesión o la complicidad con gustos similares. Y tampoco Ernesto —o quizás solo al principio—, con el que ya solo mantenía el hilo de unión basado en el respeto y la gratitud.

En cierta medida, es triste que tan solo una vez en mi vida alguien me haya provocado aquella sensación de bienestar y acomodo. Porque, en el fondo, era eso: bienestar.

En ese momento, no me di cuenta. Y la verdad, he tardado bastante en hacerlo. Mi equilibrio, a pesar de toda mi experiencia, no está en las camas que visito. O no solo en eso, al menos. Mi fiel de la balanza busca un cariño que no he sabido encontrar y que vi, y noté, en esa sonrisa y esos dedos que acariciaron mi mejilla en la primera noche que pasé con Michel. Sí, sin duda, era «él»…

Sin embargo, nunca tuvimos la ocasión de bailar juntos…

Nunca te lo he contado…

Hace una semana estuve de nuevo con Álvaro. Y fue lo mismo. Sexo de apriete, compulsivo. El sexo de siempre. Quedamos un viernes y nos fuimos a tomar unas copas. En principio, y aunque sabíamos que terminaríamos en la cama, mi pretensión era hacerlo de forma más tranquila. Más de pareja que salen a tomar algo y luego se acuestan. Es decir, dar tiempo a poder charlar o simplemente disfrutar del paso de las horas con alguien.

Pero no fue posible. No por él. O concretando más, no todo por él. La mitad de la culpa fue mía y sé la razón. Álvaro no es un hombre de conversación. Ni siquiera de fútbol o de cosas intrascendentes. Aunque puede ser que no lo sea conmigo y sí con otras personas. El hecho es que nos fuimos a su casa pronto.

A las doce, después de la primera copa rápida, ya estábamos desnudos. Yo, arrodillada, con la boca llena de él. Él con sus manos en mi cabeza empezando a mover las caderas a ritmo y gimiendo deseoso de gozar.

—Sigue, sigue…

Yo solo escuchaba su voz susurrante mientras me abandonaba de nuevo a ese sexo tempestivo y voraz que tanto nos unía a los dos. Recuerdo que me alzó y me llevó a la cama tumbándome en ella. Durante unos minutos estuvo con su boca y su lengua en mi pubis y clítoris. Con fuerza, lamiendo, chupando, jugando con sus dedos. Como Michel, tampoco era un experto. Y la diferencia entre ambos radicaba en que Álvaro no estaba pendiente de mis reacciones. Se concentraba en conseguirme placer pero solo teniendo en cuenta sus movimientos y experiencia.

La verdad es que no puedo quejarme, pero por alguna razón, recordé a Michel en ese momento. Incluso a Sergio. Y, aunque cerré los ojos para sentir las oleadas de placer, no conseguí alejar esas imágenes de mi cabeza.

Pasados esos minutos, fui yo la que empezó a cabalgarle. Primero más despacio, luego más rítmicamente. Mirándole a los ojos, retadora y desafiante. Gimiendo, encima de él, mientras él continuaba alternando suspiros, bufidos y frases.

—Sí… sí… Tania, joder, joder… Sigue. Dios, qué buena eres…

Me dejé mordisquear los pezones, el cuello. Juntamos nuestras lenguas, pero no dejé que me volteara para penetrarme en el misionero. Quería ser yo la que consiguiera sacarle todo. Me veía extraña, dominadora. Él empezó a alternar sonrisas y a cerrar los ojos. Abría la boca, emitía gemidos y me agarraba con fuerza de las caderas.

Yo seguía hundiéndome en su polla. Una y otra vez. Alternando ritmos y movimientos. Siempre con la mirada fija en él. Con, incluso, una media sonrisa. Puse sus manos en mis pechos y arqueé la espalda dejando que los abarcara con la palma completa de sus manos. Eché la cabeza atrás al sentir que yo también estaba próxima. Apoyé mis manos en su pecho y continué moviéndome sobre él. Mis ojos ahora estaban cerrados, mi cuello echado hacia atrás. Sus dedos me pellizcaban los pezones. Aumenté el ritmo cuando supe que iba a alcanzar el orgasmo y, finalmente, me hundí todo lo que pude en Álvaro mientras emitía un gemido largo, profundo, intenso…

—Sigue, sigue, sigue… no pares, joder, no pares… —me rogaba también próximo a su clímax.

Me descabalgué con rapidez, le quité el condón, lanzándolo a cualquier parte y empecé a chupársela mientras los últimos resquicios de mi orgasmo iban difuminándose. Con la mano derecha le acaricié los testículos, durísimos y prestos a explotar y cuando empezó a tensarse su polla la engullí por completo saboreando la mezcla de mí y de él en una serie de espasmos, que acompañaron a los gemidos de Álvaro que fueron en aumento a medida que se corría.

El segundo polvo fue parecido. Mismas reacciones, embates, animalidad sin contener y sensaciones. De nuevo quise arrancarle el orgasmo. Y no exagero con esa palabra. Esta vez fue a gatas sobre la cama, pero él con el cuerpo apoyado en el cabecero y siendo yo la que hiciera que su polla entrara y saliera al ritmo que yo marcaba. Y otra vez su semen en mí, en mi pecho, en mi vientre y sus dedos consiguiendo llevarme al placer a base de pulsaciones casi frenéticas mientras yo continuaba bañada por él.

Cuando terminamos, respiramos agitados, complacidos. En buena medida exhaustos, pero agradecidos uno al otro por el sexo que nos habíamos proporcionado. Él, entonces, mientras yo me iba al baño a limpiarme, ojeó su teléfono y contestó a un par de mensajes atrasados. Yo, una vez duchada, hice lo mismo.

Minutos después de que él saliera de la ducha y a la vez que yo terminaba de vestirme, me rodeó por la cintura y me besó en el cuello.

—No conozco ninguna mujer que folle mejor que tú, preciosa.

Me volví y le acaricié la cara. Nos dimos un corto beso en los labios y salí de la habitación.

—Mañana tengo servicio —le dije como excusa para salir rápido de la habitación del hotel. No era verdad.

Mientras conducía, intenté pensar en qué era lo bueno que me podía unir a Álvaro en el caso de que terminara siendo mi pareja. Sonreí con tristeza. Solo teníamos en común un sexo fantástico. Nada más…

Hoy no he ido a ver a Álvaro. Como me ha sucedido con muchos, la chispa se ha ido apagando. No me engaño para nada y soy muy consciente de que cuando algo se basa solo en el sexo, indefectiblemente, termina por sucumbir.

No hay una razón por la que hoy no me apeteciera estar con él. O al menos, no hay un por qué concreto. Es posible que me esté llegando algo de cansancio y necesite detenerme y mirarme a mí misma, sin prestar atención a nada más. Mamen me dice que es normal lo que me pasa. Y si pienso en ella, pues en cierta medida, puede que sea así. Obviamente, no somos iguales pero a ella le sucedió, salvando distancias y detalles, algo parecido. Pasó de ser un proyecto de mujer liberal dentro de una pareja con libertad para acostarse con otros, a una novia ideal. Ella dice que es Eduardo. Y sí, es un buen chico que cuida de ella, le deja su espacio y permite que sea mi amiga la que tenga ese punto de inmadurez graciosa y divertida en la pareja.

He quedado con ella. Como siempre, llega un poco tarde y con prisas. Me saluda desde lejos y acelera el paso. Sigo viendo a Mamen como una mujer con una sensualidad innata que no termina de conocer. Un chico acaba de volver la cabeza cuando ha pasado a su lado. Y un señor mayor se ha detenido, cruzado sus manos detrás en la espalda y ha seguido con la mirada el camino de Mamen hacia la mesa que ocupo. Sonrío yo sola.

—¿De qué te ríes? —me dice tras darme dos besos y sentarse a mi lado.

—Nada. Me he acordado de una cosa.

—Eres una cabrona. No me lo quieres decir… ¿Llevo algo en la ropa, en el pelo? —pregunta girando la cabeza y buscando con la vista hacia sus hombros.

—No, en serio, mi niña. Es una bobada. Te lo prometo.

—Bueno, dime. ¿Qué tal estás? Hace bastante que no me llamas. Yo sí, cacho perra.

—Lo sé, y lo siento. He estado liada con la comisaría. Tengo un nuevo compañero un poco gilipollas, la verdad. Estamos en un caso jodido.

—¿Ah sí? Cuenta, que ya sabes que soy muy peliculera.

—No puedo. Además, está metido por medio el abogado de Luis.

—¿De Luis? ¿De nuestra Isabel? Me caigo muerta. ¿Qué ha pasado? —Me pregunta con cara de sorpresa y los ojos muy abiertos.

—Nada, nada… No te preocupes. No tiene nada que ver con Isabel. En serio. Es un tema que se complica sin mucho sentido, la verdad. No te preocupes, mi niña.

—Vale, vale. —Suspira—. Me habías preocupado.

—¿Qué tal está Isabel? —cambio de tema. No es cuestión de que para las veces que quedamos a tomar algo, el tema de conversación sea mi trabajo.

—Muy bien. Estuve ayer con ella en el gimnasio. La cabrona está cada día más buena.

—Mira quién fue a hablar…

—Ya me gustaría llegar a la edad de Isabel como está ella. Y con dos niños… —me dice moviendo la cabeza en señal de asentimiento—. Cuerpazo, corazón.

Me río por el desparpajo de Mamen. La adoro, la verdad. No solo es alegre, sino que he descubierto en ella a una buena amiga de verdad. Alguien con quien pasar un rato sin otra pretensión más allá de que el tiempo pase.

—¿Y tú? Dime. ¿Qué tal estás? ¿Tu padre?

—Muy malito. Cada día un poco más apagado. El otro día se escurrió y se hizo daño en una pierna, me dijo la monjita con la que hablo. —Niego con la cabeza despacio—. No creo que le quede mucho, la verdad. Cada vez conoce menos y además le han diagnosticado una deficiencia coronaria…

—Qué pena… ¿Es mayor?

—No… quiero decir, no es un anciano. Pero nunca se ha cuidado. —Me detengo y recuerdo a mi padre de joven. Bebiendo, fumando. Quizá tomando algo más para sus encuentros sexuales con extranjeras o españolas en sus viajes por las islas… —. Si te digo la verdad, creo que él quiere irse ya de aquí. Las últimas veces que Sor Petra habló con él y que estaba consciente y conocía, se lo repetía una y otra vez.

—¿Y tu madre? —Noto que me pregunta con cierto miedo a la respuesta.

Sonrío con tristeza y dejadez.

—Hablamos muy poco. Casi nada. No me perdona que, según ella, le esté pagando la residencia y a ella no le ayude. Se piensa que un sueldo de subinspectora da para ese dineral… O que soy puta y lo saco acostándome con alguien. O corrupta… Vete a saber. —Resoplo con desgana y fastidio al pensar en aquello.

—No hagas caso… No lo dice en serio…

—Lo malo es que sí lo hace, Mamen… Sí lo hace —susurro las últimas palabras.

—¿No le has dicho que es Isabel quien lo ha puesto…?

—Ni de coña, mi niña. —Me quedo imaginándome la escena de mi madre si supiera esa noticia—. El dinero sale de una cuenta mía. Me lo ingresó ahí finalmente Isabel y domicilian los pagos. No me fío de que mi madre intentara hacer algo con ese dinero si tuviera oportunidad. Si supiera que es Isabel, es capaz de localizarla y contarle una milonga para dar pena… Nunca sabrá nada.

—Vaya panorama… —me acaricia las manos y pone un gesto compungido.

—Como te digo, no hablamos casi nada. Desde que me vine de las islas tras firmar el divorcio, no sé si llegará a dos o tres veces. Ella sigue allí con su vida… Y una de las veces se escuchó la voz de un hombre, mientras me llamaba desde el fijo. O sea, que me imagino que lo ha metido en casa. Me da igual, la verdad.

En realidad así era. Mi ligazón con mi madre estaba rota desde que intentó chantajearme de forma emocional para que la ayudara también a ella y no solo a mi padre. Su egoísmo o como lo queramos llamar, es una muralla, para mí, insalvable. Lo de menos consistía que me hubiera llamado puta. Eso, increíblemente, me afectaba solo de forma muy relativa.

—Bueno —digo moviendo la cabeza alejando de mí el recuerdo de mi madre— te he llamado porque quiero proponerte una cosa.

—Dime.

—Me gustaría que nos fuéramos las tres unos días a Las Palmas. Solas, a la playa, y así os enseño la isla. A comer pescadito, beber vino de allí, a estar tranquilas y a cotorrear todo lo que nos plazca. ¿Qué te parece, mi niña?

—Por mí fenomenal. ¿Para cuándo lo has pensado?

Respiro con profundidad. Mi sueldo no me permite vacaciones en los días de temporada alta en un destino como Las Palmas.

—A mí me vendría bien que fuera ahora, en temporada baja.

—Por mí, perfecto. Me pido unos días, cielo. —Mamen me coge de la mano y me sonríe. Intuye que algo me pasa y se me queda mirando unos segundos—. ¿Estás bien?

Yo también miro a mi amiga. Intento sonreír, pero no me sale fluida. La sonrisa se me ha quedado algo atascada, como a medio camino.

—No estoy mal, Mamen. Pero… no sé cómo explicarlo —miro a mi amiga durante un par de segundos—.  Os necesito. A ti y a Isabel. —Noto que una ligera congoja me empieza a oprimir la garganta, pero la evito. No es el momento ni me parece oportuno—. Quiero desconectar un poco de mi vida en Madrid.

—¿Sigues con ese divorciado?

—¿Álvaro? —elevo ligeramente los hombros y yo misma me doy cuenta de que apenas tiene importancia real para mí—. Sí… bueno, no, la verdad. Ese es el problema. Que no sé si estoy o no. Si tengo pareja o solo un consolador con piernas que me empotra. Y hace unos días me acordé de Michel…

—¿Sabes algo de él?

Niego con la cabeza. No puedo ni siquiera intentarlo. Tiene su vida hasta donde supe y debo mantener ahí mi conocimiento. No conseguí o no fui capaz de retenerlo y perdí esa oportunidad.

—Nunca te he contado por qué nos dejamos de ver.

—Me dijiste que ya no te llamaba… que no queria compartirte.

Sonrío con tristeza. Sí me acuerdo de cuando le dije a Mamen así. Una excusa que podía haber sido cualquier otra, pero que en ese momento me pareció la mejor.

—No te dije toda la verdad.

Miro en ese momento hacia mi pasado…