Tania - 12
Él...
«Él»
Salgo del hotel nada más terminar de follar con Álvaro. Ha ido como siempre: muy bien. Sexo de impacto, descarnado y con el fin de gozar. Y lo hice, más que con Aday. Recuerdo por un momento a Ernesto y vuelvo a decirme que tenía toda la razón al divorciarse de mí. En su lugar, cualquiera hubiera hecho lo mismo.
Me siento en mi coche y me dispongo a ir a casa. Hoy también llovizna ligeramente y al día es desapacible.
Sucede en un semáforo. Cruza, guareciéndose con las solapas, un hombre de aspecto muy varonil. Va sin paraguas, embutido en una gabardina y un traje de muy bien aspecto. Entonces, algo me hace acordarme de «él»…
Sería tonto no admitir por mi parte que desde que ya no quiso saber nada más de mí, mi vida tuvo un desequilibrio. No es que fuera mental, y ni siquiera emocional, pero experimenté un cambio. Si tuviera que calificarlo, se trataría de algo más de tipo vital que de lo anterior. No creo demasiado en los enamoramientos. Sé que existen y lo he comprobado con mis dos amigas. Pero en mí, por alguna causa, no funciona. Creo que es porque termino cansándome de las cosas en general. Con esto no quiero decir que las personas sean meros entes que pasan por mi vida y se van. Me encariño con ellas, soy capaz de unirme en un sentido que va más allá del sexo. Me pasó con Sergio y, en cierta medida, con mi marido al principio. Pero también es verdad que no encuentro la manera de fortalecer los lazos, de tal forma, que se terminen convirtiendo en suficientemente fuertes y emocionales como para plantearme la vida en común.
Pero con «él», todo fue diferente. Y no es que me enamorara. O no lo sé. Era casi imposible, la verdad. Estaba divorciado y no parecía querer adentrarse en una nueva relación todavía. Viajaba mucho y apenas teníamos tiempo para vernos. Así, es muy complicado forjar algo. Y además, la forma de conocernos y de acercarnos, tampoco presagiaba nada que fuera distinto al resto.
¿Entonces qué es lo que cambió? ¿Por qué sé que él ha sido tan importante y decisorio en mi vida? Sencillo. Provocó un pequeño terremoto en mí e hizo que me replanteara, por primera vez, que mi vida estaba yendo por un camino incierto y complicado para mi futuro.
Recuerdo a Michel como un hombre atractivo. No guapo ni de facciones perfectamente pulidas. Tampoco era de cuerpo excelso, ni de gimnasio. Ni puedo decir que fuera el hombre más cariñoso o divertido del mundo. Pero tenía algo. Irradiaba seguridad en sí mismo. Le rodeaba una especie de aura que le convertía en un hombre interesante, de fácil conversación, con pensamientos y reflexiones rápidas y certeras. Un hombre que transmitía comodidad cuando se estaba con él. En definitiva, un hombre con quien, por primera vez, me planteé intentarlo.
La verdad, debería definir bien qué fue exactamente lo de intentarlo. En aquel entonces yo había terminado con Javier. O prácticamente. Mi jefe y yo nos veíamos cada poco, sin temporalidades establecidas ni encuentros consensuados. Nos veíamos en el gimnasio o en los briefings y con mirarnos, sabíamos que ese día terminaríamos en la cama. No había complejidades, ni preguntas, ni respuestas.
A Michel le conocí en un fiesta a la que fui invitada por una compañera que había dejado el Cuerpo y se dedicaba en ese momento a la Seguridad Privada, siendo jefa de equipo en una empresa con bastante buen nombre y asentamiento en el mercado. Fui, en principio, porque estaba aburrida. Javier, aquel día no se había mostrado receptivo y yo, por otra parte, tampoco estuve muy comunicativa. Tuvimos una intervención bastante complicada con unos okupas peligrosos en donde nos habían tirado botellas, piedras, tornillería, latas de refrescos llenas robadas de un supermercado, macetas y adoquines.
En realidad, estaba cansada. Y puede que cabreada. Nos habían abucheado, insultado y nadie parecía entender que nuestra labor era la de desalojar por orden judicial un inmueble ocupado. No entrábamos en valoraciones ni en ninguna disquisición. Nos enviaban, y punto. Aquel día, terminaron tres compañeros heridos, uno de ellos con una fuerte contusión en un brazo que le dejó un esguince de muñeca y una baja de quince días. Otro con un golpe en la cabeza de una pedrada que le abolló el casco y tuvo una conmoción. El tercero, de un ladrillazo en una pierna con un esguince de rodilla. Hicimos seis detenidos. Y según el facultativo que los examinó, ninguno mostraba signos de golpes ni de palizas, como, además, se nos anunció que demandarían. Tampoco tuvimos una felicitación de los políticos, y tan solo los mandos nos dijeron buenas palabras. Hubo incluso, un concejal de la izquierda radical que instó a que nos expedientaran por exceso de fuerza y abuso policial. Un abogado inició la causa, que no prosperó, pero no porque los políticos nos defendieran lo más mínimo.
Fui a la fiesta, como digo, cansada. Mi amiga había invitado a otras dos compañeras, también del Cuerpo, pero no en mi destino. Una en Seguridad Ciudadana y la tercera, ya subinspectora, en Atracos. Debo confesar que me vino bien la fiesta. El ambiente era distendido, sin caras conocidas y nos podíamos lucir con vestidos que no solíamos utilizar habitualmente. Al menos, nos reímos, charlamos de cosas sin importancia y nos tomamos un par de copas de vino y varios canapés que nos hicieron la velada agradable.
En un momento dado, se me acercó un hombre. Era moreno, de estatura media y rostro perfilado y anguloso. Eso me hizo figurármelo delgado y fibroso. Tenía unos cuarenta años. Quizá alguno más, pero se conservaba bien. Sus pocas canas le daban, además, un cierto toque de madurez atractiva. Me miró un momento cuando coincidimos en la barra. Yo pidiendo una nueva copa de vino blanco y él una de tinto.
—Prefiero a las mujeres que toman vino a cerveza.
Hablaba un español perfecto en cuanto a la construcción sintáctica, pero dejaba entrever un ligero acento gutural. En seguida me imaginé que era francés o tenía ascendencia de allí.
—La verdad, no entiendo mucho de vinos. Solo si me gustan o no —contesté entre evasiva y cordialmente educada.
Sonrió. Y sorpresivamente, se alejó buscando a una mujer que debía ser alguien importante de la empresa porque atraía bastante la atención sin ser nada llamativa y tampoco elegante. Luego me enteré, por mi compañera, que ese hombre era el director general de la empresa y ella una de las dueñas a través de un fondo de inversión privado y familiar.
La velada transcurrió sin mayor interés, salvo que me distrajo enormemente de aquel día tan complicado y difícil. Cuando me iba a ir, ya cansada y deseando llegar a mi casa, volví a verle. Me miró y se acercó.
—¿Ya se va?
Me sorprendió que me llamara de usted. Aquel detalle me hizo volver a pensar en que tenía raíces francesas.
—Sí, ya es hora. Mañana tengo que madrugar.
Asintió despacio mientras me miraba a los ojos, sin titubeos ni palabras de más.
—Una pena. ¿Puedo llamarle algún día?
Sonreí y meneé la cabeza, pero él no varió el gesto. Era una media sonrisa. Bien dibujada en un rostro de barba modernamente afeitada, pero que se adivinaba dura y cerrada. No le contesté inmediatamente, pero mantuve mi sonrisa.
—¿Para qué? Tengo la sensación de que pertenecemos a mundos muy diferentes, ¿no le parece? —terminé diciéndole también con una sonrisa por mi parte.
Se quedó callado y continuó con esa pose que, al contrario de lo que pudiera parecer, no era ni sobrada ni chulesca. Más bien, al contrario. Irradiaba, como he dicho antes, seguridad y comodidad.
—Podríamos tomarnos un vino. Simplemente eso. El vino une mundos muy dispares.
No dije nada, mantuve mi sonrisa mientras me colocaba mi cazadora que había dejado en el guardarropa, y comprobaba que en el bolso estaban las llaves de mi coche. Me di la vuelta, pero giré la cabeza para verificar que continuaba allí, con su media sonrisa y esa expresión de control.
—Le prometo que no se aburrirá.
En ese momento se cerró el ascensor, bajé a la planta baja y recogí mi coche del parking de la empresa. Admito que pensé en él durante unos minutos. Me había hecho sentirme bien. No había sido un hombre de los que quieren ligar con frases hechas, ni a través de un físico atractivo y estimulante. Pero también he de admitir que, pasados unos minutos conduciendo, se me fue de la cabeza.
Llegué a mi casa y me dormí en cuanto puse la cabeza en la almohada. Nada presagiaba que aquel hombre, iba a ser… «él».
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Al día siguiente…
En efecto, recibí una llamada a última hora de la mañana. Era mi amiga, la que trabajaba en la empresa de seguridad.
—Tania, has ligado, guapa —me decía en medio de una media carcajada.
Yo, en ese momento, que me estaba quitando el uniforme para darme una ducha después de más de dos horas de ejercicio programado de toda la unidad, no entendía a qué se refería.
—Me ha dicho si le puedo dar tu teléfono, pero que antes te lo dijera a ti. Que si no quieres, vamos… que se olvida.
—¿Pero de quién se trata? —Una vaga idea de que pudiera ser aquel hombre, empezaba a formarse en mi cabeza.
—Michel Etxabary. Es el director general de la empresa. Con quien estuviste hablando un rato ayer. ¿No te acuerdas?
—Sí, me acuerdo. —Sonreí—. Y qué quiere, ¿darme tu puesto de trabajo y cobrar el doble de lo que gano ahora? —Reí con ganas.
—No sé. Solo me ha comentado eso. Que si te puede llamar. Es un tipo muy educado. Me ha pedido tu teléfono, porque sales en la lista de invitados. Pero que si no te interesa, nada. Se olvida. Tía, es un partidazo —reía ella también—. Español por parte de madre y padre vascofrancés. Divorciado, cuarenta y tres años, gana una pasta y es un tipo muy amable con la gente. Un poco serio, eso sí.
—¿Le tienes fichado? —Mi excompañera estaba soltera desde hacía seis meses. Su pareja y ella rompieron tras casi dos años de vivir juntos.
—Hombre, qué quieres que te diga. Deformación profesional, reina. ¿Te paso el expediente? —continuaba riéndose.
—No sé…
—Chica, prueba. ¿Qué pierdes? Seguro que te lleva a cenar. No es de los que aquí te pillo, aquí te mato. Para que te hagas una idea, no nos mira las tetas a ninguna. Es muy cortés y educado, para variar.
Y de esa forma, entró en mi vida. En ese momento, con Javier y yo apenas viéndonos, con Sergio todavía sin ser algo ni siquiera repetido, y Ernesto lejano, me dije que no perdía nada con acudir a cenar con él.
La primera vez, me esperaba un restaurante caro. De esos que impactan por la fastuosidad, el lujo, los precios o la gente que acude. Y debo decir que hasta en ese detalle, me impresionó.
Me fue a recoger. Yo me había vestido de forma elegante, pero si excesos. No me había dicho dónde me llevaba ni yo tampoco quise preguntar. Por eso, iba vestida casi como para poder ir a cualquier sitio. Un pantalón de Zara, azul marino, pitillero y que me marcaba la silueta, una camisa blanca y una americana muy entallada de color corinto. Botines negros de tacón alto y peluquería de esa misma tarde. Pañuelos, pulseras y alguna sortija. Pero nada excesivo. Ni mi sueldo ni mi forma de vestir van con los complementos recargados.
Su coche era un SUV de los que ahora están de moda, pero no de una marca cara. Ni tampoco su vestimenta. Buen corte, seguramente tampoco barata, pero sin que resaltaran.
Me esperaba fuera de su vehículo, de pie. Recuerdo su sonrisa cuando me abrió la puerta del coche, su conversación intrascendente pero amena una vez dentro de él y una seguridad en sí mismo que, de inmediato, me gustó. Michel es un hombre simpático. No gracioso, pero entretenido de charla y con bastante expresividad en los gestos. Sobre todo, los ojos. No tenía ningún rasgo que sobresaliera, ni era guapo en el término exacto de la palabra. Sin embargo, sí era atractivo. Cara varonil, expresividad agradable, amigable, cercano y con una batería de temas para charlar casi inagotable.
La cena fue muy interesante. No se trató de un restaurante excesivamente caro, pero sí de bastante creatividad en los platos. Le conocían, y seguramente, el trato que nos dispensaron fue más atento de lo normal. Pero debo confesar que no hubo camareros agobiantes, ni de continuas preguntas sobre si la comida estaba bien, mal o de nuestro gusto. Fueron solícitos, pero discretos.
Eligió un vino que me sorprendió por su finura. No tenía una carga excesiva de barrica, y su aroma y gusto me impresionaron. No he sido nunca mucho de vino, hasta que le conocí a él. Luego, con Isabel, que sí es cierto que entiende y dispone de una buena bodega particular, me he ido aficionando un poco más. Pero hasta ese momento, solo entendía de los que me gustaban y las diez o doce marcas que todo el mundo conoce.
Hablamos de él, de mí, de su familia. Estaba divorciado desde hacía un año y medio. Su mujer continuaba con la persona por la que le dejó y los hijos iban y venían en un régimen de visitas normal y ajustado a lo que en ese momento se establecía por los jueces españoles.
A pesar de que le engañaron, no habló mal de su exmujer. Ni siquiera bien, lo que hubiera sido un detalle sospechoso a la hora de saber si de verdad había superado la separación. Fue, como todo él, educado y discreto.
Yo le oculté que estaba casada. Sí le dije que tenía pareja en Canarias, pero algo sin compromiso ni esperanzas. Que ambos, además, hacíamos nuestra vida sin estar atados. Incluso, cuestión que me sorprendió, le confesé que no había futuro en esa relación. ¿Por qué lo dije? No lo sé. Hoy pienso que quizá me traicionó el subconsciente, que yo en el fondo ya vislumbraba desde mi llegada a Madrid que mi relación con Ernesto iba camino del fracaso. O, simplemente, puede que en mi interior aquel hombre me empezara a gustar antes de lo que yo misma me imaginaba.
El caso es que terminamos la cena y yo estaba dispuesta a pasar la noche con él. Me había gustado su forma de tratarme, de hablar, conversar. Su educación, su sonrisa y sus maneras cautas, moderadas y tranquilas. Sus ojos, oscuros, me miraban con atención cuando yo hablaba. De una forma atenta y a la vez interesada.
He estado con muchos hombres que te desnudan con la mirada y te sientes atosigada. Michel también lo hacía, pero de una forma que se podría definir como eróticamente interesante. No te sentías desnudada, sino acariciada. Puede que fuera la mezcla de sonrisas, miradas, conversación adecuada… O simplemente que en ese momento yo lo vi así.
Nos levantamos y tomamos una copa en el mismo sitio. Y el acercamiento, inevitablemente, fue más intenso. Sin presión, ni prisas. Comedido pero constante. Sin temor a equivocarme, me pareció en ese momento un hombre que sabía mantener el pulso y las reacciones bajo control. No era un joven con ese ímpetu de macho reciente que muchas veces ocasiona que se obligue a demostrar su poderío alfa en cada momento.
Nos besamos en el coche. Cuando me abrió la puerta para que yo entrara. Y tampoco fue un beso apasionado de lengua en la campanilla. Pero como durante toda la noche, tuvo la intensidad adecuada.
Nos fuimos a su casa. Un adosado en una zona noble de las afueras de Madrid. Durante el trayecto hablamos poco, pero sí sonreímos. Ambos sabíamos que las palabras, en ese momento, casi estorbaban. No teníamos que justificar nada, ni explicar nuestra querencia. Sencillamente, queríamos acostarnos el uno con el otro y sentir si esa conexión que se adivinaba era real o solo momentánea.