Tania - 11

De vuelta

De vuelta.

Aday me quiso llevar al aeropuerto, pero no se lo he permitido. ¿Para qué? Ni él seguramente lo deseaba en realidad, pero su talante comercial y educado es lo que le ha movido a ofrecerse.

He preferido ir sola, a mi aire, saliendo con tiempo suficiente del hotel como para pasarme a ver a mi padre y cerciorarme a través de la monjita, que todo está efectivamente en orden.

Cuando llego, está en una esquina, mirando por la ventana, en silencio. Según me acerco a él se gira hacia mí. Sor Petra le dice con mucho cariño y amabilidad que he venido a verle y que nos deja un ratito a solas. Los mofletes regordetes de la religiosa se estiran en una sonrisa casi infantil cuando se despide de mí.

—Hoy está bastante ido. Es posible que no reconozca el lugar o que se sienta solo en estos momentos. Cójale la mano y hable con él. Es posible que no le responda ni conozca, pero yo estoy segura de que algo siempre se les queda.

Cuando nos quedamos solos, él continúa mirando por la ventana, como si en verdad estuviera ajeno a mi presencia. Veo que está vestido con un pantalón de chándal, pero diferente al que tenía ayer. Supongo que mi madre se habrá acercado a traerle ropa diferente para estar allí. Observo también que está mejor afeitado y peinado. Eso, me digo con tristeza, ya no es obra de mi madre.

—Hola papá —musito cogiéndole la mano, tal y como me ha dicho la monjita.

La noto fría, con una piel que me resulta extrañamente distante. La aprieto ligeramente para intentar que entre en calor. Su camisa está también gastada en los puños, pero huele a limpia y parece, por la falta de arrugas, recién puesta.

—No sé qué decirte… — Él en ese momento me mira. Tiene la vista perdida, extraña. La parte izquierda de su cara está flácida, sin expresión alguna. El ojo de esa parte, me fijo, parece más bajo que el otro. Y el labio le cuelga vencido hacia ese lado ligeramente. No es exagerado, pero se nota. Le acaricio la cara.

—Nunca estuvimos muy cercanos, papá. Y no has sido un buen padre. Me pegaste, engañaste a mamá multitud de veces y me hiciste sentir una mierda. No sé si me estás oyendo y recuerdas algo, pero todo eso sucedió. —Mi voz es un susurro, como si me lo estuviera diciendo a mí misma en vez de a él—. Pero te veo ahora así, tan débil y abandonado y me muero de pena. No siento haber estado alejada de ti, porque tenía mis motivos. Y sé que los rumores que te han llegado, no me ayudan a que me veas como una hija perfecta y de la que presumir. En el fondo, hago lo mismo que tú. Disfrutar del sexo fuera de mi matrimonio. Y eso me ha llevado al divorcio. Mamá y tú, en cambio, no os habéis separado, pero en tu estado es como si en realidad lo estuvierais. Supongo que sabes que se ve con alguien… —me encojo de hombros—. No se lo puedes reprochar, papá. Ni a mí. No eres el más indicado para hablar de fidelidad… Tengo que esforzarme para tener imágenes cariñosas de ti. Pero sabes, nunca se me ha olvidado ese día que me cogiste en brazos cuando era pequeña en el Balcón del Mirador y que bailaste conmigo una canción que te debiste inventar. Ojalá lo hubiéramos hecho más veces, porque apenas tengo recuerdos buenos contigo. Ese es el único, casi…

Me quedo un momento pensativa. Quizá no es la mejor forma de dirigirse a un padre enfermo, por mucho pasado que nos separara. Pero tampoco puedo callarme. En el fondo siento que una parte de mí viene de esa vida anterior con mis padres. Sin quitarme culpa ninguna, porque sé que soy la responsable última y verdadera de mi forma de vivir, tampoco me puedo olvidar de todo lo que sucedió.

—Todavía me duelen tus bofetadas, papá. Recuerdo perfectamente la quemazón que me produjeron tus golpes cuando te dije que te separaras de mamá y que no la engañaras más. Olías a alcohol ese día… —recuerdo con un escalofrío y con la mirada perdida, ese punto de mi vida pasada—. Y me dijiste que era tan gilipollas como mi madre… —Me enjugo una lágrima, pero mantengo su mano en la mía—. Te odié en ese momento. Y puedo que aún lo haga. La pena que siento al verte no me hace olvidar todo lo anterior, papá. No puedo desear a nadie que sufra como tú lo haces ahora. Pero debes saber que fuiste un verdadero hijo de puta con tu hija… —susurro ya con dos lagrimones recorriendo mis mejillas. Me tengo que callar unos instantes. En mi cabeza revolotean multitud de imágenes y recuerdos, casi todos malos.

Tardo varios minutos en rehacerme. Cuando miro de nuevo a mi padre, él lo hace a su vez. No sé si me entiende o tan solo busca encontrar algo de mí que le recuerde a alguien.

—Pero todo eso pasó, papá… Ahora solo siento mucha pena por tu estado. Una tristeza infinita, porque no fuiste un buen padre, ni siquiera uno regular, pero eres el mío. Y aunque no puedo olvidar, sí debo perdonarte. No gano nada con mantener el rencor… Prefiero acordarme solo de ese día en el Mirador… —de nuevo tengo que callarme por la tenazón en mi garganta—. Sabes —sonrío tímidamente—, tengo una amiga, a la que tú y yo debemos mucho, la verdad. Una amiga que se empezó a acostar con algunos hombres fuera de su matrimonio. Como tú… Y la verdad, no engañaba a su marido, porque él lo sabía. Ahí también se parecerían a mamá y a ti. La diferencia es que él, el marido de mi amiga, no lo admitió nunca y se quiso divorciar de ella… —Me detengo de nuevo, sintiendo otra vez el rescoldo de esa bofetada y el insulto de mi padre cuando le increpé y le pedí que dejara de una vez a mi madre—. Violaron a mi amiga en una fiesta… Fue todo traumático. Y aunque ella había sido una hija de puta, papá, no se merecía lo que le hicieron. Nadie se merece una violación. O un ictus y una demencia senil, como te pasa a ti. Ni que se le vaya la cabeza, la memoria y el conocimiento… Nadie. Por muy malo que se haya sido, nadie merece un sufrimiento así. —Miro al techo buscando que mis lágrimas aguanten en los ojos sin salir—. Bueno, el hecho es que —carraspeo para alejar de nuevo la congoja de mi garganta— él, perdonó a su mujer. Luchó por ella, por recuperarla y ahora son muy felices. No sé si ha olvidado, pero sí sé que le ha perdonado. Y que han aprendido a vivir con ello. —Vuelvo a quedarme callada. Mi padre alterna la mirada por la ventana con mis ojos, pero no retira su mano de la mía. Ya está más templada y su piel me recibe mejor—. Yo tengo que hacer lo mismo contigo. Y con mamá. Nunca seremos una verdadera familia, ni quizá comamos o cenemos juntos jamás en Navidad… Soy consciente. Pero no se puede vivir con rencor y odio, papá.

Me acerco a su cara y le beso suavemente en la mejilla. Él se queda mirándome y juraría que intenta hablar con un movimiento de sus labios. Veo un brillo triste en sus ojos durante un segundo. No escucho nada más que algo parecido a un leve ronquido o una respiración más áspera y, finalmente, tras ese leve segundo en que percibo algo de vida en sus pupilas, esta, vuelven a quedar agazapada y escondida.

Entonces, le cojo ambas manos y vuelvo a besarlo en la frente. Cuando me retiro, con una media sonrisa y dos lágrimas en mis ojos, él también tiene los ojos aguados.

La vuelta a la realidad

En el avión me pude quedar dormida. No es fácil que me pase, pero la noche con Aday contribuyó a ello. Esa mezcla de cansancio y sentirte exhausta después de dos horas de buen sexo, más el empleado por la mañana al ducharnos, empuja mi lasitud.

En el momento en que me despierto, no soy capaz de tener un resumen claro de lo que ha sucedido en mi visita a la isla. He dejado todo los flecos referentes a mi divorcio firmados y dispuestos, así como la estancia de mi padre en la residencia. He follado con otro desconocido y me he atragantado de llorar. Todo muy intenso y complejo.

El vuelo va con la mitad del pasaje. Hay silencio y la gente no habla. Miro por la ventanilla. Está anocheciendo en Madrid y apenas quedan unos minutos para aterrizar.

La pista está mojada y llueve de forma muy leve. Comparado con Las Palmas, hace frío y humedad. Aquella sensación me hace sentirme sola. Y si sumo que nadie va a estar esperándome, es aún mayor el golpe de realidad.

La noche con Aday es el resumen perfecto de mi vida. Sin necesidad ninguna, y con una relativa tranquilidad y relajación, terminé en la cama con un hombre desconocido y que, en realidad, no significa nada.

Mientras avanzo en los solitarios pasillos del aeropuerto, me viene a la memoria aquel chico en el baño en mis primeras semanas en Madrid. Y también regresan las imágenes de varios con los que, sinceramente, nunca tuve la necesidad ni el impulso de acostarme.

Y la pregunta es simple. ¿Entonces, por qué? Me acuerdo en ese momento de mi padre. De sus infidelidades, de Ernesto, de mi sempiterna sensación de animal solitario. De las fiestas de Javier, del equipo de antidisturbios. Y es entonces cuando llego a la misma conclusión de siempre. «Soy así», me digo. Está en mi naturaleza, en mi manera de vivir o incluso, en cómo entiendo que mi vida debe discurrir.

No sé si es instinto o alineación consciente. Y mientras voy por el pasillo del aeropuerto, semivacío a esas horas de domingo, voy pensando en que no debo tampoco torturarme. En realidad, no hago daño a nadie. Salvo, quizá, y a la larga, a mí misma.

Llego a mi casa tarde. Falta poco para la medianoche. Cansada, en parte descontenta conmigo misma y parcialmente relajada por la nueva situación de mi padre. Cuando salgo de la ducha con la intención de cenar algo ligero e irme a la cama, enciendo el móvil. No me había acordado de que lo llevaba en el bolso durante el viaje, apagado. Ni siquiera en modo avión. De inmediato, suenan los pitidos de varios mensajes. Miro quién me los ha mandado. Dos son de Mamen, casi seguidos, y que me pregunta si ya he llegado, si estoy bien y que la llame mañana para charlar o tomar un café cuando pueda. Otro es de una compañera que me pide un cambio de servicio para dentro de cinco días.

Y tres, son de Álvaro.

Ola, preciosa. K ase?

Stas ya aki?

Dime algo wapa

Me pone un poco enferma que un hombre de cuarenta años escriba como un adolescente, pero Álvaro es así. Rudo, divertido e inmaduro a partes casi iguales.

No le contesto, pero me hace pensar. Pensar en él, en mí. En nosotros y en lo que significan esas tardes y noches de sexo. Sonrío cuando me percato de que solo me imagino su polla o su cara cuando me penetra con fuerza y decisión. Mi entrega, mi pasión. Gemidos, fluidos y sexo. Solo tenemos sexo.

En realidad, Álvaro no se diferencia de otros muchos. Puede tener puntos mejores en lo referente a nuestra conexión en el sexo. Pero, aparte de eso, nada más. Sin embargo, es con él con quien estaba cuando mi marido me llamó para anunciarme su deseo de divorciarse. Y por ese sexo que nos une, no cogí el móvil y Ernesto tuvo que ponerme un mensaje. Ese que me dejó impactada, sin aire y con la sensación de que vida discurría por derroteros inciertos.

Me levanto y miro por el ventanal de la terraza. Es medianoche y apenas pasan coches o peatones. Como sigue lloviendo ligeramente, la sensación es de frío y humedad. Lo abro y dejo que, en efecto, esa lengua fresca y mojada me llegue a la cara. Siento las gotas, no muchas y todas finas, en mi piel. Cierro los ojos y apoyada en la barandilla de la pequeña terraza de mi apartamento, pienso en mí.

Me viene Aday a la cabeza. La buena noche de sexo en Las Palmas, recién firmado el divorcio. Y apenas unas horas después de que se formalizara la vida de mi padre en la residencia. No sabría definir ni especificar la razón, pero no me parece lo más adecuado. No es que tenga más importancia de lo que realmente ha sido, pero por algo, algún prejuicio, me sigue pareciendo desacertado. Pero solo ha sido un hombre y una mujer disfrutando de sus cuerpos y de su sexo. En realidad, no veo problema en ello. Pero algo en mi cabeza me dice que la senda por la que transito desde hace más de cuatro años, cuando me vine a Madrid, está llena de espinas en la conciencia.

Podía haber evitado acostarme con Aday. Y con el primer chico de mi estancia en Madrid en aquel baño de ese pub, y al que no había vuelto a ir. Lo mismo, también hubiera sido evitable Javier o Sergio. Y la misma Mamen, ¿por qué no?

Me paso la mano por mi cara mojada. Aprieto un poco más los párpados dejándome llevar por la suave lluvia y la ligera brisa que enfría. Sinceramente, no sé si hago bien. Si esa búsqueda de sexo por sexo es positivo, negativo o simplemente, mi forma de vida. La consecuencia es que no tengo apenas amigas ni amigos. Y aunque parece todo lo contrario, tengo una vida social muy limitada, que se ciñe a camas y pieles ajenas.

Suena de nuevo el móvil. Un nuevo mensaje de Álvaro, que seguro ha visto que los dos ticks de lectura de su mensaje brillan azules.

Stas?

Sonrío, pero continúo con la lluvia en mi cara. Siempre, desde pequeña, y quizá empujada por el buen tiempo de mi tierra, he asemejado a la lluvia con la soledad. No sé si esa sensación es común en la gente o solo mía.

Tiemblo ligeramente por la humedad y la brisa. Entro de nuevo en mi casa y me seco. Cojo el móvil y estoy sentada en el sofá, a oscuras mirando la pantalla durante unos minutos. ¿Qué debo contestar? O acaso, ¿es necesario que lo haga?

No quiero reflexionar más. Tampoco me lleva a ningún sitio dar vueltas a las cosas como si estuviera cometiendo un crimen o una falta grave. Vuelvo a temblar ligeramente y decido cambiarme la camiseta no me vaya a constipar. El roce del tejido de algodón seco en mi piel es suave y agradable. En contraposición a la lluvia, me siento protegida o a resguardo. Me seco el pelo y me pongo ya el pijama por completo, dejándome la camiseta. Me acerco a la cocina y caliento un poco de leche en el microondas.

Me lo llevo al salón y enciendo el televisor. Voy pasando por varios programas sin detenerme en ninguno. Ni me apetece ver una película, ni son horas para estar mucho más tiempo despierta. Mi turno del día siguiente empieza por la mañana y no quiero llegar a la comisaría con mala cara.

Cuando me voy a levantar para irme a la cama, vuelve a encenderse la pantalla con un nuevo mensaje de Álvaro.

Wapa, m ape muxo vrt mañana

Porfi, dime q si

En ese momento, me imagino otra tarde más de soledad en mi apartamento. De películas, ejercicio adicional, running, pesas, gimnasio y poco más. Un nuevo día sin tomar un café con alguien, sin conversación intrascendental, sin risas por cualquier cosa banal y sin complicidad con nadie.

Claro que puedo llamar a Mamen o a Isabel. Pero ¿sería justo? Me digo que no puedo utilizarlas siempre para huir de esa soledad que ya empieza a atenazarme. Ellas tienen una vida sencilla y normalizada. Yo, en absoluto.

Quizá, pienso, el sexo es mi enganche a la realidad. A una vida que yo he elegido y que me resulta muy difícil de combatir. No me engaño. Sé cómo hacer para evitarlo y tener otras distracciones. Es tan simple como apuntarme a unas clases de canto, de pintura, un club de lectura, bailes de salón o acudir a terapia. Cualquiera me podría sacar de la espiral de amistades de cama y sexo. Sí, lo podría hacer.

Sonrío con tristeza mientras le contesto a Álvaro. Luego, un instante después, me prometo a mí misma que tengo que cambiar de rumbo.

Un día de estos…