Tan real como la vida misma

Esta es una historia real. Pasen y disfruténla. Si son capaces de llegar hasta el final quiza saquen alguna moraleja que les sirva en sus vidas. Aunque, a decir verdad, de poco me ha servido a mí. Pasen, pasen si se atreven.

Tan real como la vida misma

Hola a todos. Aunque no es la primera vez que escribo en esta web, sí es la primera en que la historia es real. Sé que hay muchos que dicen lo mismo, que le echan mucha imaginación a las historias y que las quieren hacer pasar por verdaderas, como si les hubiera pasado a ellos mismos, cuando no son más que fruto de sus calenturientas mentes. Pero en mi caso es real, y lo es porque me ha sucedido a mí, y puedo demostrarlo a quien lo pida y responder por ello apelando a cualquier santo o dios que se les ocurra para corroborar mi historia. Ha sido real, y si alguien no se lo cree, si algún escéptico -que los hay- aún duda de mi palabra, peor para él, porque, al fin y al cabo, he sido yo -y no el escéptico- quien se ha beneficiado de lo que me pasó y de la mujer que se cruzó en mi camino aquella noche.

Todo empezó de una forma tan trivial, tan común y corriente, tan falta de imaginación –de ahí que sea real- que hasta a mí, que soy a quien le ha ocurrido, todavía me cuesta creerlo, y si alguien ajeno a mí me lo contara, usted por ejemplo, que anda todavía ahí pensando si continuar leyendo o no la historia, yo no me lo creería ni aunque me lo jurara por todos los santos del cielo. El caso es que aquella noche estaba en un disco bar cercano a casa, a eso de las 12 de la madrugada, tomándome la tercera o cuarta copa de la noche, cuando una voz me sacó del sopor en que me encontraba con la típica pregunta de “¿te importa que me siente a tu lado?”

A esas alturas de la noche no me importaba nada. Me encogí de hombros y la figura se sentó a mi lado en silencio. “¿Es la primera vez que vienes por aquí?” oí que me preguntaba al rato. La simpleza de la pregunta, unida a la carga de alcohol que ya llevaba yo encima -tres o cuatro copas-, hizo que me echara a reír. Pensé: “Esto lo he visto en muchas películas, me lo he imaginado tantas veces a solas con mi pene, que no puede ser más que una broma”. Así que me volví hacia la figura sentada a mi lado y le dije entre risas que no, que yo vivía cerca de allí, y que era tan habitual verme en el disco-bar como a las hormigas que corrían por el suelo.

La mujer sonrió sin ganas -era una mujer- y se giró hacia mi en la silla. Era guapa, del tipo “guapa que llama la atención”, y lo sabía, pero a mí lo único que me llamaba la atención era el vaso de cuba libre que tenía en la mano. No digo que no me hubiera fijado en ella, sino que estaba demasiado ocupado en mis cosas como para atender a nada que no tintineara como el hielo contra el cristal al agitarlo en el aire.

“Llevo observándote desde hace un buen rato y me pareces una persona muy interesante”. Ahora sí que me partí el culo. Que alguien pudiera considerarme interesante a mí, que tengo el atractivo de un boniato, era para partirse de risa. Recuerdo que utilizó esa palabra, “interesante”, como si realmente lo pensara o pensase, lo que terminó por reafirmarme en que uno de los dos estaba borracho, y probablemente no era yo el afortunado bebedor

“¿Me invitas a una copa?”

La pregunta -o invitación insinuante, pues no recuerdo ahora el tono con que fue formulada la frase- tuvo la virtud de sacarme un tanto de la modorra en que me hundía a pasos de gigante. Así que se trataba de eso, de una profesional, de una puta, de un zorra, de una ..., bueno, creo que todos me entienden, y las preguntas previas a ésta eran tan obvias como la invitación -o pregunta- final.

“Lo siento, pero tengo por norma no invitar a nadie a quien no conozco de largo”, dije, algo decepcionado, no obstante, tras haber despertado de la modorra y comprobar que era para nada.”Me llamo Elisa”. “No es suficiente”. “Tengo treinta años, mido 1’75, y mis medidas son 105-65-90, ¿te parece suficiente?” “No me importan tus medidas, ni tu edad, ni tu altura. Lo que me intriga saber es lo que quieres de mí”. “Sólo conversación”, me dijo ella, en plan misterioso. Bueno, conversación, lo que se dice conversación, sí que le podía dar, aunque soy mal conversador y les recuerdo -por si hay todavía algún despistado- que ya andaba un tanto cargado a esas horas –tres o cuatro copas, no estoy seguro-, pero en fin, no sé negarle nada a un rostro bonito.

”Carlos, ponle una copa aquí a la señorita” -le pedí al dueño, aunque no recuerdo si lo dije por ese orden o se me trabucaron las palabras en la lengua y las dije salteadas o al revés.

Carlos, a quien conozco como si hubiera parido –en realidad desde que abrió el bar, lo que a lo mejor, si me paro a pensarlo un poco, puede tener hasta cierta conexión existencial con el nacimiento extrauterino- le largó un whiqui a la tal Elisa, que se lo pimpló en un abrir y cerrar de boca, sin dejar siquiera que el hielo se derritiera un tanto en el preciado líquido, como es mi costumbre hacer.

”Tengo sed”, dijo ella, como disculpándose, mientras Carlos le servía otro a modo de premio.

”Lo siento, no suelo comportarme así, pero esta noche no quiero estar sola”, sentenció tras meterse el segundo whiqui entre pecho y espalda.

”Nadie quiere estar solo”, dije yo, en lo que me pareció una frase rimbombante y claramente engañosa, pero perfecta para quedar bien ante una mujer guapa acodado en la barra de un bar. “Eso es verdad”, convino ella, y nos quedamos los dos en silencio, las miradas perdidas en alguna parte, los pensamientos errabundos, cada cual en su propio mundo, real o de fantasía, e irremediablemente solos en este jodido valle de lágrimas.

“Es tarde”, dije yo, “me voy a casa”.

“¿No quieres tomarte otra copa? Esta vez invito yo.

Había sobrepasado el cupo de tres cubatas -¿o eran cuatro?- y sabía que si tomaba otro podía terminar tirado en cualquier parte, vomitando o incluso durmiendo en la barra del bar o en el rellano de mi piso, incapaz de abrir la puerta de entrada a casa. Y a las siete de la mañana me tenía que levantar para ir a trabajar. Así que dije que de acuerdo, que estaba solo esa semana -haciendo de Rodríguez, como otros muchos madrileños-, y que a la mierda con todo, con nuestra vida, con nuestras mujeres, esposos e hijos, con nuestros sueños, y con el Gobierno de turno, culpable indirecto de todos nuestros males. Carlos convino en que era así, y nos puso dos copas como dos soles delante de nuestros ojos.

-Eres un poco raro, aunque fascinante -me susurró ella.

La acumulación de adjetivos favorables hacia mi persona no me hacía olvidar, más bien me reafirmaba, en la inquietante sensación de que a lo mejor sí que era una profesional. En realidad no quería ofenderla con alguna insinuación picante u ofensiva sobre su persona o su supuesta profesión, así que le pregunté con mucho tacto y como quien no quiere la cosa, si era puta. Ella se rió, se tragó un hielo, y casi se ahoga con él.

“¿Por qué todos los hombres creen que somos putas por el mero hecho de intentar entablar una conversación con un tío?”, preguntó al aire. “Quizá sea -me aventuré yo, tartamudeando, consciente de que la pregunta no iba dirigida a mí, sino al aire- “porque ya son las doce y media de la madrugada y las mujeres decentes andan recogidas en sus casas”. “Yo soy muy decente”, afirmó ella, con aire ofendido. “No lo dudo”. “Eres un cabrón hijo de puta, pero creo que me gustas”. “Tú también, quiero decir, que tú también me gustas”, rectifiqué yo a tiempo. Ella me miró por primera vez a los ojos -o quizá fui yo quien la miró- y vi en el fondo de los suyos muchas promesas de amor no correspondido, de decepción y quizá hasta de sexo. Bueno, quizá hasta a lo mejor me venía bien echar un canita al aire. Aproveché que se volvió hacia Carlos y le hizo un gesto señalando a nuestros vasos para echarle una rápida ojeada a su figura y comprobar si lo de sus medidas era cierto. Entonces me pareció que sí, aunque se exagera tanto con las medidas...

-”¿Qué miras?, me preguntó ella, sonriendo. ¡Leche!, me había pillado mirándola. Estaba más bebido de lo que creía porque habitualmente esas miradas de espía salido no suelen ser percibidas por las mujeres, o al menos eso es lo que vengo creyendo yo. El caso es que me había descubierto echándole un tiento a las carnes y eso pareció agradarle mucho, hasta el punto de que se irguió en la silla y me mostró un torso curvilíneo y perfecto que me hizo estremecer de lujuria. A Carlos, en el otro extremo de la barra, se le cayó el palillo que sostenía en la boca al ver lo que vi yo, aunque su ángulo de visión era peor que el mío.

“¿Te gusta lo que ves? ¿Crees que estoy bien?” Panolis, pensé yo, te ha pillado y ahora tienes que dar una respuesta que te va a comprometer y a tirar por la borda la posibilidad de llevártela a la cama. “Estas muy bien, pero eso tú ya lo sabes”. “Te equivocas, no estoy bien, lo que pasa es que tú me miras con ojos de deseo, y ves las cosas de otro modo”. “Eso debe ser”, convine yo, aunque ignoraba cómo podía mirarla de otra forma que no fuera con gafas. “Sí, en serio. Mira, tengo los ojos demasiado pequeños, la nariz demasiado respingona, los pechos demasiado grandes, el culo un poco escurrido…”. “Pues yo te veo bien jamona”, dije, aunque inmediatamente sentí que debía haberme mordido la lengua. “Aunque claro, es solo una opinión”, intenté arreglar, aunque me temo que terminé por empeorarlo.

Ella pareció pensárselo un largo tiempo, la verdad es que se quedó muy pensativa, o a lo mejor fui yo, que estaba ya bien cocido de whisqui. “Anda, deja de mirarme embobado y llévame a tu casa”. La solicitud me llenó de sorpresa y casi me hace caer de la silla. Nunca, que yo recordara con claridad, mujer alguna había sido tan directa conmigo y me había pedido que la invitara a casa; y si me ponía a pensar, el adverbio nunca podía quedarse corto. Cuando se puso en pie –volví a aprovechar para repasar tímidamente su anatomía, y nuevamente me sorprendió fisgando-, todavía dudé más de que, efectivamente, fuera yo el objeto de sus deseos, de ella, de Elisa, o de cualquier otra sin dioptrías. Luego me puse muy contento e intenté ponerme en pie, lo que no hubiera conseguido de no ser por la ayuda de ella, que me sostuvo cuando mi cuerpo, bamboleándose, caía a bloque hacia delante.

“Estás un poco cargado”, me regañó ella, lo que cual era una evidencia que difícilmente podía yo rebatir. Me apoyó sobre su cuerpo, pasándome el brazo por los hombros y me sostuvo como un boxeador al que han dado una paliza. “Estoy que reviento”, dijo yo, ambiguo, aunque mi sexo comenzaba a delatarme. “¿Vives lejos?” “No, aquí al lado”. “Vamos a ver si somos capaces de llegar sin derramamientos de ninguna clase”.

La ironía no me pasó desapercibida, aun borracho como iba, y más cuando se permitió el lujo de acariciarme allí donde el bulto de mi sexo destacaba bonitamente, sopesando la promesa de una noche de deseo y puede que hasta de lujuria, a mi costa. ¿Qué podía hacer yo, qué hubiera hecho usted, sí, usted, el escéptico, eh? ¿La hubiera dejado allí plantada o la hubiera llevado a su casa, se la hubiera follado y la hubiera dejado pasablemente satisfecha y bien llena? ¿Qué no? ¡Anda, no se lo cree ni borracho! Hubiera hecho como yo, seguro, no mienta. Se la habría llevado a casa -aunque más bien fue ella quien me llevó a mí, ya que no atinaba a dar más de diez pasos sin amagar un desfallecimiento- y la habría intentado cubrir a satisfacción mutua.

Cuando llegamos a mi casa Elisa me empujó hacia adentro con suavidad y cerró la puerta tras de sí. No miró el salón –que, como buen Rodríguez, tenía yo hecho unos zorros, aunque me había hecho la firme promesa de arreglar el día anterior a que regresara mi mujer con los niños-, ni miró la bonita colección de cuadros que decoraban las paredes, ni siquiera la compleja arquitectura de luces y sombras que había concebido mi imaginación para mejorar la distribución de la estancia y que me había costado más de un disgusto con la parienta, no, desengáñese, no miró nada de eso. Se fue hacia mí como una loba y me dio un beso tan apasionado –y con lengua- que aun hoy siento un cosquilleo molesto en las amígdalas. No sé qué fue lo que despertó pasión tan desaforada en semejante hembra, pero el caso es que llegó a inquietarme tal desenfreno y la locura que leí en sus ojos, abiertos y chispeantes como dos chorizos friéndose en una sartén. Me empujó sobre el tresillo del salón –en forma de rinconera y con una cómoda chaiselonge- y se abalanzó sobre mis pantalones buscando lo que era tan fácil de hallar, aunque yo, posiblemente, no me lo encontrara. Apenas si buceó entre mis calzoncillos para sacar mi sexo, más erguido de lo que yo podía suponer y bastante más despierto.

“Dios”, dijo ella, “esto sí que es una polla como dios manda”. Se puso de rodillas y admiró su gallardía con ojo crítico. “Es una novedad maravillosa” “¿El qué?, pregunté yo, más ingenuo que un ángel con sexo. “Poder chupar una polla como la tuya. Es un lujo del que no me voy a privar”. “Pues no te prives”, dije yo. “Y chupa”.

Y chupó. Ya lo que creo que lo hizo. No recuerdo cuáles fueron los prolegómenos –si es que los hubo-, pero el caso es que se puso a chupar con tanta devoción y ganas que hasta comenzaron a temblarme las rodillas. Elisa no se paraba a juguetear con la lengua, o a recorrer su longitud por un lado y por otro, no, ella era más brava, y se la comía directamente, se la tragaba hasta el punto de provocarse arcadas, intentando alcanzar mi ombligo con los ojos. Comencé a abrigar la discreta sospecha de que de un momento a otro Elisa me iba a vomitar en el regazo o, lo que es peor, en mi tresillo con chaiselonge, del que tan orgulloso estaba yo, y me retiré un poco, haciendo caso omiso de sus gruñidos de protesta. “¡No me la quites, es mía!” “Vale”, consentí, mosqueado, “chúpala hasta que te hartes”. Eso pareció calmarla, y se mostró más cariñosa y suave, aunque no paraba de morderme con ganas de hacerme daño. Le di un coscorrón y la amenacé con privarla de las delicias del nabo, y eso pareció tranquilizarla lo suficiente como para que yo pudiera disfrutar un tanto del trabajo de zapa que estaba realizando con mi virilidad.

“Córrete, cabrón, córrete en mi boca. Soy una puta, dame tu leche para que me la trague”. “¡Y un huevo!,” pensé yo, sólo faltaba que, con la borrachera que llevaba yo y lo que me está costando concentrarme, la muy zorra quisiera que le echara dos polvos seguidos. En circunstancias normales no digo que no, pero tan cargado como estaba, iba a ser harto improbable que se me empinara de nuevo una vez que hubiera descargado en su boca.

Así que la aparté con suavidad no exenta de firmeza, me puse en pie, y me alejé unos pasos con ella enganchada a mis pies, evitando de esa forma que al final terminara por mancharme el tresillo con chaiselonge. “Dame tu polla, cabrón, déjame que te la coma”. Sus expresiones, que yo fantaseaba oír alguna vez a mi mujer, o menor dicho -y tratándose puramente de fantasías- a cualquier otra menos a mi mujer, no dejaban de causarme cierta desazón. Así que la obligué a ponerse en pie y le abrí la blusa con bastante impaciencia, buscando esos pechos que tan firmes habían parecido a mi ojo espía. Una vez abierta la blusa –¿por qué se tarda tanto en desabrochar la jodida blusa y/o camisa de una mujer, por qué?-, me precipité sobre sus tetas, que eran de la talla prometida, y se las amasé con las manos, metiendo la cara entre ellas, como un niño juguetón. Se quitó el sostén y me permitió que yo se las sostuviera. Sus pezones eran pequeños, y de un tacto muy agradable a los dedos. Se los pellizqué y dio un respingo. Volví a pellizcárselos y, como el perro ese que dicen adiestró Paulov, dio otro respingo. “Anda sí, múerdeme, hazme daño”, dijo ella, lo que me pareció algo fuera de lugar. Me estaba resultando un poco masoquista la tía, aunque, tampoco es que me desagradara la idea. Así que agaché la cabeza y le mordisqueé los pezones, con suavidad para, si realmente era masoca, hacerla sufrir. Le gustó, así que no insistí.

Luego le desabroché los pantalones y redescubrí que estaba bien buena. Su culo era redondito y sus nalgas blancas y delgadas, como de modelo. Elisa me ayudó a bajarle las braguitas, aunque ahora ya no necesitaba ayuda. Cuando su prenda íntima –siempre me ha gustado esta denominación, que suena a algo misterioso y virginal- cayó al suelo, yo le seguí detrás, tan fuerte fue el rodillazo que me arreó Elisa tan sólo por pretender echarle otro vistazo espía a su conejito, y luego se subió a horcajadas sobre mí. “Ahora eres mío, y voy a hacer contigo lo que quiera”, dijo, y se quedó tan pancha. Yo, la verdad, comencé a asustarme un poco, pero enseguida me calmé, sobre todo cuando vi que se removía sobre mi cuerpo y me dejaba su sexo, rasuradito, al alcance de mi lengua. “Cómetelo, cabrón, que sé que tu gusta”. Su conejito era suave y tibio y, en esa postura, fácil de chupar. Le pasé la lengua varias veces antes de concentrarme en su clítoris, con el que jugueteé a discreción. Nunca me he considerado un amante perfecto, pero con Elisa era fácil creérselo. Comenzó a suspirar casi de inmediato, y al cabo de unos minutos de intenso trajín sentí que le venía un orgasmo, aunque más por el daño que me hizo al apretarme la cabeza sobre su sexo que por el orgasmo en sí. Cuando terminó se quedó quieta un momento, como dormida, mientras mi lengua, activa, seguía dándole que te pego al clítoris.

“Dios, cómo me gusta esto”, suspiró ella, siguiendo con las caderas el movimiento de mi lengua y manos. “Ojalá no terminara nunca”. Yo también estaba disfrutando con la situación, aunque discrepaba sobre la duración de la contienda porque la postura me estaba resultando fatal para mi delicada espalda. Así que intenté apartarla, pero como se resistía a que dejara de lamerle el coño –dicho en plata y sin tapujos-, me giré como pude y quede momentáneamente boca abajo, y luego, haciendo presión con manos y pies, me fui incorporando del suelo con ella subida a mi espalda. La situación hubiera resultado bastante cómica, cuando no ridícula, si no hubiera sido porque yo seguía con mi erección de caballo y porque además me estaba jodiendo la espalda. Así que la obligué a descabalgarme y la eché boca arriba sobre el tresillo con chaiselonge, dejando meridianamente claro que las bromas se habían acabado ya y que iba a penetrarla como dios manda, o al menos, como indican todos los manuales al uso y que cualquiera puede consultar, si sabe buscar, incluso, en las bibliotecas de barrio. “Eso es, métemela hasta el fondo”, dijo ella, cuando vio mis intenciones. Así que me eché sobre ella y se la metí, con bastantes más dificultades de lo que indican los manuales antes indicados y con menos pericia a la que mi dilatada vida marital me había hecho acreedor. Pero es que, a parte de poseer un sexo bastante estrecho, Elisa no paraba de moverse y de poner en entredicho mi habilidad, como si le complaciera el juego de mostrar y esconder, mostrar y esconder. “Quieta o te doy en los morros”, tuve que amenazarla, y entonces, por fin, conseguí una penetración a gusto –al menos al mío- y pude iniciar el consabido vaivén inherente al acto de acoplamiento entre dos seres vivos –para más información, consultar en los manuales-.

El susodicho acto fue bien y satisfactorio para las partes, y terminó como tiene que terminar cuando se tienen ganas de que termine. Nos corrimos a la par; yo con ganas, en abundancia, y babeándola el cuello, y a continuación nos separamos. No sé si hablamos algo, si dijimos alguna tontería sobre lo que acabábamos de hacer o si, simplemente, hablamos de lo fresquita que estaba la noche. El caso es que yo me quede bastante frío, sin rastro de la cogorza que creía tener y con ganas de que Elisa se marchara de casa sin hacer excesivo ruido. Pero ella tenía otras ideas, y no pensaba marcharse sin hacer ruido. Se inclinó sobre mi y comenzó nuevamente a hacerme una felación en toda regla. Yo la miraba hacer escéptico, con ese escepticismo que da la edad y proporciona la experiencia, pero ella no se dejó impresionar ni por mi edad ni por mi experiencia, y se entregó a la mamada con un ardor y paciencia que, contra pronóstico, comenzó a hacer efecto en mi virilidad hasta el punto de ponérmela de nuevo tiesa. Como quiera que sea, la dejé hacer y renuncié a aprovechar su esmerada labor para penetrarla a cuatro patas, por ejemplo, consciente de que desde el principio ella había querido hacerme una mamada y tragarse el resultado de dicha acción.

Y el resultado fue el esperado y el que tenía que ser. Me derramé sobre su boca, y ella lo recibió con asco no exento de alborozo, lo que me hizo pensar que a lo mejor era la primera vez que se tragaba la semilla de un hombre hasta el final. “Es la primera polla que me como hasta el final”, dijo ella, corroborando mi anterior pensamiento punto por punto y, pasándose la lengua por la labios, sentenció, “y no va a ser la última”. Aunque no la conocía mucho, algo me dijo que Elisa solía cumplir con sus deseos a rajatabla.

Yo suspiré y la miré agradecido, valorando lo que le había costado ponerme a tono. Ella interpretó equívocamente mi mirada y volvió a inclinarse sobre mi sexo, dispuesta a darme otra soberana lección de paciencia y tenacidad. “Es inútil”, dije yo, “no me la vas a levantar ni con una grúa”. “Ya veremos”, gruñó ella, concentrada en mi pene exhausto. Volvió a metérselo en la boca y pasarle la lengua por el prepucio, como si eso fuera a servir para algo. No quise, empero, desanimarla, porque vi que le gustaba chuparla y lo hacía bien, y yo siempre respeto la voluntad de aprender en todos los órdenes de esta vida.

Sorprendentemente, Elisa consiguió despertarla de nuevo a base de lengüetazos y chupetones ardientes. Dos era raro, pero tres veces seguidas, no lo recordaba yo desde los gloriosos tiempos de la adolescencia, cuando tres, cuatro o cinco sesiones eran pecata minuta para un salido compulsivo como fui yo. Pero ahora… era algo digno de encomio. Así que decidí que iba a aprovechar los desvelos de Elisa para arremeter sobre ella y metérsela a cuatro patas, siguiendo el estricto instinto de los animales irracionales, que tanto saben de las cosas del sexo. Elisa sonrió divertida cuando le indiqué que se volviera y obedeció con un coqueto movimiento de caderas. Cuando me puso el culo en pompa me agaché sobre ella y busque con mi sexo el suyo, aunque tuvo que ayudarme a encontrarlo y a abordarlo con garantías. Entonces comencé a darle caña, como suelen decir quienes escriben historias fantasiosas sobre cosas que supuestamente les han sucedido, ignorando lo que sabe cualquier animal con dos dedos de frente, y que es que quien da caña es la hembra, y quien la levanta, también. Mis movimientos pseudo cañeros era suaves pero regulares, como corresponde a quien quiere aprovechar las sensaciones placenteras que un sexo estrechito y bien cimbreado le proporciona. El roce, señores, es el aspecto fundamental en una relación satisfactoria, como saben todos los animales irracionales, incluido mi vecino. Por eso, ambos amantes buscábamos el roce con ahínco, agitábamos nuestros sexos sacando el máximo place posible, acompasando los movimientos, las respiraciones, y los suspiros. De manual, vamos.

La maravillosa cadencia de su cuerpo, que yo comenzaba a descubrir tardíamente, cuando el sopor del alcohol liberaba mis ideas del embotamiento en el que se encontraban, me estaba poniendo a cien, y facilitaba a modo el que alcanzara el clímax. Yo no sé si fue su sexo húmedo y acogedor, mis suaves embestidas o nuestro cálido ritmo de ballet, pero el caso es que nos corrimos a la par y con verdaderas ganas, compartiendo un momento de dicha irrepetible, cómplices de un segundo de maravilloso bienestar, que no volvería y al que acaso acudiríamos en nuestra soledad interior en años venideros con el consuelo de haber sido protagonistas, al menos durante un instante, de un acontecimiento único en nuestras vidas, de un acto que ya sólo se repetiría en nuestra imaginación. Habíamos alcanzado el cielo a base de empujones, y esto, además de inenarrable, fue inenarrable, luego para qué les voy a narrar.

Caímos uno encima del otro, intentando recuperar el aliento, compartiendo el sudor y el goce de dos cuerpos desnudos y agitados. La besé en el cuello -fue la primera vez que la besé-, y ella sonrió. Descansamos en esta posición, ella boca abajo y yo sobre ella, abrazándola y jugando con el lóbulo de su oreja. Hasta ese momento no me había fijado en lo hermoso que era su cuello, lo frágil que parecía, el calor hogareño que desprendía. Me incorporé y ella me miró lujuriosa pero satisfecha.

“Me gustaría que este momento no terminara nunca”, dijo ella, muy amiga de los adverbios de larga duración. Yo no dije nada, porque intuí que ahora vendría el momento de la separación, y toda separación, incluso la que estás deseando con toda tu alma, duele un poco. Me senté en el tresillo con chaiselonge, ya echado definitivamente a perder, y la miré con un asomo de duda. Yo estaba casado, ella creo que también, luego lo nuestro no podía funcionar. Esta sencilla ecuación o silogismo -o ambas cosas a la vez, si se mira con intención- no dejaba de tener su miga. “¿Nos volveremos a ver?, me preguntó ella, tan escéptica como cualquier escéptico. “No,”, dije yo, y ella asintió con la cabeza varias veces en un gesto que me pareció triste desde mi posición pero que también puedo atribuir a que soy un sentimental.

Elisa se levantó y se puso delante de mí. Desnuda era casi tan bella como vestida, aunque más delgada. Lentamente, casi misteriosamente, volvió a ponerse de rodillas frente a mí, y me miró con cara de niña traviesa. “Si no vamos a vernos más, déjame que me despida a mi modo, ahora que he descubierto esta maravillosa sensación”, dijo, mientras echaba mano a los restos flácidos de mi sexo. “Si lo consigues, al menos sabré lo que sintió Lázaro cuando resucitó”, bromeé. Se puso a darle que te pego al cimbel y yo seguí sus movimientos sin pestañear. Si lo consiguió o no lo consiguió eso es algo que dejo a la discreción de los lectores, incluso de aquellos que después de llegar hasta este punto siguen dudando de que mi historia sea cierta. Eso es algo con lo que puedo vivir, de todas formas.

“¿Seguirás yendo al mismo bar?”, me preguntó cuando la acompañé a la puerta, ya convenientemente vestidos. “Como un reloj”, aseguré yo. “Entonces, quizá alguna noche me pase a contemplar las hormigas. Me gusta pensar en la firmeza y grosor de sus largas filas…”. “A mí, la verdad, me traen sin cuidado”, atajé yo, “a la tercera copa ni las veo. Pero si alguien me pidiera que le invitara a una copa, puede que lo hiciera, si estoy de humor o tengo reservas en la despensa”.

Entonces nos despedimos con un “hasta la próxima copa”, que puede considerarse, según como se tome, como un adverbio de larga duración. O no.