Tajo y Prótesis

Este relato es un viaje inciático, en el que todo lo aprendido será despues revisitado cuando uno de los personajes decide jugar a ser dios.

SERIE ELLOS COPULAN:

TAJO Y PRÓTESIS

El tío Morty me preguntó si podía hospedarse en mi casa el pasado verano, cuando vino a Nueva York a hacer unas compras. No quería pagar los exorbitantes precios de un hotel de la ciudad. Le dije que desde luego. Me llevo muy bien con el tío Morty.

Una historia de Morty, de Ethan Coen.

Hay dos filósofos alemanes que he estudiado de cerca. Uno es Kant, que trazo la distinción entre fenómeno y noúmeno. El noúmeno, o "Ding an Sich", o cosa en sí, es la realidad, pero sólo podemos aproximarnos a la realidad a través de los fenómenos.

Cualquier hierro viejo, de Anthony Burgess.

Es un golpe seco, duro, rabioso.

Como si fuera un alarido, el discurso ciego y obstinado termina por empapar toda la estancia, imponiendo una presencia más real que la de los propios objetos. Al instante, casi al unísono, dos golpes sordos cargados con la misma sequedad e ira subrayan la violencia del primero.

¡Toc!, ¡troom!, ¡toc!, ¡troom!,¡toc!, ¡troom!, ¡toc!,¡trooom!

La impresión que recuerdo es la de un latido persistente, en el que la pausa está desechada por una tenacidad casi maniática. Ni la lejanía amilana la rabia contenida en esos pasos que gritan llevados por el sigilo de la casa. Pasillo arriba, pasillo abajo, la fuerza contumaz se hace con todos los rincones del señorial pazo, dando un respirar arisco a esas paredes teñidas por la placidez de los años.

Mi abuela, con el temple y lucidez de sus setenta y cuatro años, sigue imperturbable el reservado guión de fría hospitalidad con el que siempre recibe a mi madre. Sus ojos fríos y metálicos no muestran signo alguno del desasosiego que crea el eco alterado de aquella marcha inclemente. Desde el estoicismo de su poder, que sigue rigiendo los destinos de mi familia, muestra esa sangre fría que hiela al más valiente. Nada en ella es improvisado, todo está calculado, como si de un negocio más se tratara, para conseguir el propósito marcado por aquella mente infatigable para las guerras de la vida. A diferencia de sus hermanos, que murieron acosados por las deudas y la sífilis, aquella mujer menuda y enérgica demostró que no era necesario tener cojones y salir vencedora para lidiar en el terreno de los hombres. Tal era su empeño que desde el primer triunfo no se permitió ningún fracaso. Lo que quería, lo conseguía. Tenía los suficientes ovarios para esperar su oportunidad, y cuando ésta llegaba se lanzaba a la yugular con una voracidad inapelable.

Su único borrón en aquella cuenta iluminada por los éxitos era mi madre. Desde el principio, la consideró una arribista; poco más o menos que una puta que había calentado el cerebro de mi padre que, desde aquella elección, no dudaba en afirmar que se encontraba en la punta de su insaciable carajo. Esa temprana impresión no mejoró con el paso de los años, sino que fue adoptando una forma cada vez más sutil. Al ser la única pieza que había escapado de su férreo control, llegó a haber un extraño respeto que llevaba aquella hostilidad a terrenos improbables en un cara a cara. No era una guerra con muertos y heridos, bombas y balas, pero en todo caso, en esos diecisiete años de convivencia, no hubo ni un día de tregua. Sólo la muerte, diez años después, firmó una tregua temporal mientras la eternidad no volviera a enfrentarlas, pues había tal determinación en todos sus actos que ni la muerte era capaz de vencer la osadía que ponía en ellos. Aún ahora, cuando las cenizas son lo único que queda, su sombra sigue campando por nuestro linaje, envolviéndonos con su leyenda y decretando cada uno de nuestros actos. Es curioso como los vivos, al final, libramos las batallas de los muertos. Pero esta no es la historia que ansío contar. La fábula es otra.

Uno de los terrenos donde se libraban aquellas justas era yo. Me presento, soy Diego Seoane, vástago de una de las familias de mayor raigambre de Galicia. En ese momento de la historia tengo dieciséis años recién cumplidos y siguiendo una costumbre de toda la vida me dispongo a pasar un mes de vacaciones en el pazo de mi abuela, en una localidad de la provincia de A Coruña. Ahí estoy asistiendo a esta guerra fría desde tierra de nadie. No me atrevo a decir ni una palabra. El silencio y la modestia son unas cualidades muy apreciadas por mi abuela que ve en ellas la mejor alfombra para pisar y moldear el carácter. Estoy impecablemente vestido y peinado. Mis rizos alborotados, aguantan el tipo bajo un manto de gomina que no impide que brillen como el oro. Esa riqueza sigue deambulando por mi hechura que toma lo mejor de cada uno de mis progenitores, añadiendo una inocencia en los rasgos que no figura en ninguna de las ramas, todas ellas señaladas por la rapacidad.

La palabra "príncipe" acompañó mi vida desde niño pues casaba a la perfección con ese retrato almibarado de los cuentos. Unos ojos azules, limpios, luminosos; una cara angulada y suave, con unos labios generosos perfectamente delimitados que subrayan la inocencia del conjunto; después esa piel aterciopelada y blanca aclara su esbeltez en una complexión aún por formar pero que ya mide un metro ochenta y dos (cuesta creerlo, pero ahí me quedé). A esto se le suma una timidez innata que tarda en coger vuelo para pronunciar de vez en cuando unas cuantas palabras seguidas. La estricta educación que me están inculcando (ejercicios espirituales incluidos) hace de mí un perfecto gilipollas opusiano. En ese momento no me percato de esta triste realidad, de lo único que soy consciente es de mi angelical belleza y de cómo ésta liga a la perfección con mi vocación misionera. De hecho, mis confesiones semanales, en ocasiones diarias, no se basan en actos pecaminosos que jalonan la vida de los demás compañeros. Mi pecado fundamental es la soberbia de mi fe, y es ésta la que centra todos los debates conmigo mismo y mi director espiritual, el padre Pascual.

Me pasan el plato de pastas hechas por las monjas clarisas, rompiendo en ese momento el hechizado embrujo al que me someten aquellos pasos que siguen bañando el silencio. Al momento me doy cuenta de que estoy en el centro de esa gélida batalla. Veo a mi abuela escasamente cuatro o cinco veces al año, así que mis triunfos son la carga blindada que estalla contra mi abuela, diciendo más o menos, aunque con otras palabras: "Ves lo que consigo hacer con mi hijo. ¿Te gusta la obra que he conseguido...?" Yo no muestro orgullo alguno, solo sonrío tímidamente, como dando a entender que no tiene importancia y que al lado de ella el resultado habría sido el mismo; pero mi abuela sonríe con amargura sin llegar a disfrutar del todo de los éxitos en los que ella no ha tenido arte ni parte. Rara vez sale a la luz su cariño. Sé que me quiere porque para algo soy su nieto; pero raramente cruza la frontera de un mohín condescendiente, un algo tan difícil de escrutar como sus ojos metálicos.

Silenciosa como la casa aparece en ese momento una de las numerosas criadas. Lleva con ella toda la vida. Es la "tata" de la familia y todos pasamos por sus manos para recibir los únicos mimos sinceros de aquella morada. En su rostro dulce y bonachón aparece por fin la primera muestra de cariño de toda la casa.

¡Qué guapo está, señorito Diego! –comenta cariñosa- ¡Cada día está más guapo! Va a ser todo un mocetón...

¡Déjate de pamplinas, Isolina! – ataja desdeñosamente mi abuela-. Lleva al señorito Diego a su habitación y dile a Julián que vaya a por las maletas al coche. Cuando estén, tú y Dolores ordenáis todo lo que trae; o mejor, Dolores y Rosa. Tú acompáñalo a la habitación no vaya a ser que líes como acostumbras.

¡Yo no lío nada! –protesta enfadada- Son esas yeguas desbocadas que me tienen manía. Si me cogieran con otros años, iban a saber lo que es bueno...

¡Está bien, Isolina...! –suspira con paciencia, pues los años han traído en esta relación una confianza única. A donde va mi abuela, va Isolina- Pero haz lo que te he dicho y deja que esas "yeguas desbocadas" hagan lo demás.

Lo que usted diga Señora.

Yo me levanto y hago un pequeño saludo a modo de despedida.

¿No le vas a dar un beso a tu abuela?

¡Claro que sí, abuela!

Me alegro que estés aquí. Germán lleva casi un año encerrado y como siga así se va a volver loco y nos va a volver locos –confiesa con disimulada angustia pues ni a sus años se permite "debilidades de la edad"-. Un poco de sangre nueva, de alegría de la juventud no le vendrá nada mal. ¡Prométeme que estarás con él! Hazle compañía, Dieguito. Cada vez está más huraño... ya ni a mí me habla, si es que sus rugidos entran dentro de nuestro idioma. ¡Y esos paseos...! ¡Esos paseos!

No te preocupes abuela.

¡Es que mira cómo está! Con lo que era él y en lo que se ha quedado... Así son los hombres de esta casa: parece que van a subir alto, pero explotan antes de tiempo. ¿Tú no seas así, Dieguito? ¡Tú no seas así...!

¡Tranquila abuela! Me encantará estar con el tío Germán.

¡Sabes que murió Gala! –prosiguió con ese tono lastimero, como empalmando desgracia tras desgracia-. Ya iba vieja, ¡pero fue una buena yegua! Ahora tengo otra. Ya la verás. Se llama Robusta. Pero ya la verás. Ahora pégate una duchita, pasea un poco... ¡Acércate a Germán, Dieguito! ¡Acércate a Germán...! A ver si a ti te hace caso. Cenamos a las ocho; en el comedor del norte que se está más fresquito. Dame ese beso entonces.

Salí del salón hacia el umbrío pasillo alejándome de esa batalla que aún continuaría en unas tablas que nunca saciaban del todo a las contrincantes. Seguí el andar cansino de la vieja Isolina, imaginándome que era uno de esos heridos que se llevan para recuperarlos y que vuelvan al fuego hasta que la guerra termine. Fundido en la lobreguez una figura esbelta y enlutada seguía con su perturbado paseo ajeno a todo lo que no fuese esa línea recta y fúnebre que marcaba su locura. Lo vi de espaldas y su constitución, inutilizada en parte, seguía conservando un nervio sobrecogedor, que aquella cantinela terca del "toctroom" multiplicaba con sus ecos. Lo espié mientras seguía de espaldas, pero al llegar al final del pasillo dio un giro brusco y ágil que lo colocó de frente repentinamente. Lo saludé con un gesto que dudo que viera con la oscuridad que allí había. No distinguí respuesta alguna, sino ese ímpetu que guiaba sus pasos en la soledad de aquel pasillo. "¡Toc!, ¡troom!, ¡toc!, ¡troom!, ¡toc!, ¡troom!, ¡toc...!" Isolina movía la cabeza con resignación y comenzó a suspirar como quien reza un rosario.

Isolina, ¿es así todos los días?

Así es señorito Diego, así es... Mañana, tarde y noche. Parece que no vive para otra cosa. Aquí, entre usted y yo –dijo bajando el tono-, yo creo que perdió más que la pierna en ese accidente –hizo un gesto como si le volara la cabeza y con la paranoia de si fuese vista lo interrumpió bruscamente-. Está como un potrillo salvaje. Es cierto que nunca fue manso. El señorito Germán era el señorito Germán. ¡Cuántas correrías se ha pegado el muy pillabán! –comentó mirándome con complicidad-. No hay hembra en este país que él no haya catado. Ya me entiende, señorito... ¡Las tenía a cientos! Que digo a cientos... ¡a miles! –declaró con orgullo, como si ella, que lo había cuidado, también compartiera aquellas conquistas- Y ahora, ya lo ve... ¡Ahí perdidito! Sólo abandona el pasillo cuando alguna de esas zorras... ¡Uy, perdón, señorito Diego! No le diga usted nada a su abuela. Estos son cosas de vieja, con la edad se nos suelta la lengua.

Tranquila, Isolina.

¿Por dónde iba...? ¡Ah sí! ¡Ah no! ¡Sí, sí, sí, sí...! Cuando vienen "esas", el señorito Germán se encierra en la habitación. Y allí está, mudo, ¡seco como un palo! Más de una vez pensé si no habría muerto... Pero no, conforme se iban, él salía como si nada hubiera pasado, ¡y venga pasillo arriba, pasillo abajo! ¡Y no le digas nada! ¡Ay no, eso sí que no! Incluso a mí, ¡a su "tata"! –comenzó a gimotear- ¡Si hasta a mí me grita! A su "tata", ¡con lo mucho que yo lo quiero! ¡Y con lo que él me quería!. Siempre que volvía, señorito Diego, me decía: "Tata, dame algo de cenar, que hoy trabajé mucho". Y el picarón lo decía así: "trabajé". ¡Y venga, allí a contarme! Me lo contaba todo, sabe señorito Diego, todo, todo, todo... ¡Y a mí es que se me subían los colores! Pero nada. Yo creo que lo hacía aposta. ¡Era tan pillabán! Ya lo creo que lo hacía aposta. ¡Qué sinvergüenza era! –apostilló llena de orgullo-. ¡Si hasta yo me tenía que confesar después de lo que había oído! ¡Qué sinvergüenza, Dios mío...!

Siguió rumiando su orgullo con una sonrisa picarona en la que volvían a ella las palabras procaces de mi tío Germán. Cuando doblamos la esquina miré hacia atrás y eché un último vistazo. Y allí seguía él, acompañado de su cerrazón, dando esos pasos retumbantes para volver a retomarlos. Iba vestido de negro, confundiéndose con la penumbra, dando pasos vigorosos, mientras aquella pierna, tiesa como un tronco, se arrastraba inerte de impulso a impulso tecleando su rabia. "¡Toc!, ¡troom!, ¡toc!, ¡troom!, ¡toc!, ¡troom!, ¡toc!"

Ese fue el ruido que me acompañó hasta mi habitación y hasta que no salí del pazo no escuché otra cosa más. Aquella cantinela anidaba en tus entrañas.

A las ocho estaba en el comedor. Aunque había servicio para tres, no se presentó a cenar. Según la abuela, nunca lo hacía, ¡ni para Navidad!, según me comentó con pena. Yo intenté animar la velada, pero mi timidez no era la mejor aliada; además, me di cuenta de que la sangre de mi juventud no estaba allí para hablar, sino para escuchar quejas viejas que nunca habían sido escuchadas por mí. Así que el martilleo de sus pasos y el de mi abuela con su plática fue la única música de aquella cena.

Tras los postres la abuela se retiró a dormir. Había sido un día muy ajetreado, según ella, y necesitaba retirarse. Yo me quedé allí sin saber muy bien qué hacer, jugueteando nerviosamente con el flan mientras pensaba en todo ese día y en mí tío Germán. Había sido un milagro que se salvara. Ya nadie contaba con él. Ver aquel amasijo de hierros retorcidos y pensar que ahí aún había vida, eran dos ideas que no se conciliaban sin la mediación de un tercero. En aquel momento, desde mis apolilladas creencias, pensaba que Dios había estado en ese segundo protegiendo la vida de mi tío. ¡Claro que eso tenía un precio! Y seguramente era este el que estaba pagando con su terco rondar. Si era cierto lo que decía la buena de Isolina (era la primera noticia que tenía de este comportamiento, mi ceguera para la vida en aquellos años era prodigiosa), era normal que Dios lo advirtiese dejándolo medio tullido y tuerto. Recordaba en ese momento cuándo lo fui a ver al hospital, durante las vacaciones del año pasado, y allí estaba hecho una piltrafa, rodeado de tubos y aparatos por todos los lados y con la vida pendiendo de un fino hilo, pues a esas alturas nadie daba un duro por él. No habían pasado ni cinco minutos desde que se fuera mi abuela cuando su áspero eco se hizo más presente. "¡Toc!, ¡troom!, ¡toc!, ¡troom!, ¡TOC!, ¡TROOM!, ¡TOC...!"

Cuando entró se sorprendió al verme. Creo que hasta ese momento no se percató de mi existencia. En esa mirada entendí lo ajeno que estaba de la vida. Por un instante se quedó parado, hasta que sus pasos volvieron a retumbar por el suelo de madera. Como si hubiera sido pillado en falta por estar pensando en él en ese preciso instante esbocé una estúpida sonrisa.

Hola, tío. ¿Cómo estás...? Me alegro de verte.

Él no dijo nada, sino que dejó sus muletas en el suelo y se sentó en la silla arrastrando tras esto su pierna. Ni tan siquiera me miró, sino que quedó mudo contemplando su plato. Al instante entró Rosa portando la cena. Era como si el silencio fuera la señal convenida para realizar cualquiera de esas actividades que frenaban temporalmente su frenética marcha. Se dirigió a ella con gestos, indicando que ya no quería más, tras lo cual desapareció en el más obligado mutismo. Tras esto comenzó a comer como si yo no existiera, como si estuviera acompañado de la misma soledad que lo escoltó durante ese último año.

Al sonido de la cuchara pronto se unió en el de temblequeante pierna ortopédica con un sincopado ritmo de golpes más tenues, pero igual de secos que sus mayores. Yo no sabía muy bien qué decir ni qué hacer. Por mi mente bullían mil ideas que no lograban concretarse en algo sólido.

¿Me acompañas mañana a ver a Robusta?

Paró todo movimiento, suspendiendo a mitad de trayecto el viaje de la cuchara. Levantó muy lentamente la cara y se quedó mirándome fijamente con el único ojo que quedaba sano. Aquel ojo gris con su reborde azulado comenzó a escrutar palpándome con la yema de su mirada. Durante ese tiempo, que fue eterno, ninguno de los dos se movió. Recuerdo que comencé a observar esa cara que no veía desde el accidente. Tenía una apariencia de pirata insolente, con ese parche negro que le tapaba su ojo izquierdo y que añadía un aspecto salvaje a una belleza nada inocente. Su rostro estaba lleno de cicatrices que, en vez de afearlo, subrayaban ese lado indómito que el accidente no había podido amilanar. Era un rostro alargado, poderoso, con unas cejas negras que enmarcaban aquellos ojos fríos heredados de mi abuela; después unos pómulos sobresalientes que resguardaban una nariz recta y bien formada que abre paso a unos labios angulados hacia abajo y perpetuamente entreabiertos, que dibujan un gesto que recuerda a un gozo imperecedero salpicado con esas gotas de malicia que tiene su rostro; tras esto la mandíbula sobresalía un poco más del conjunto para lanzar esa amenaza o placer más allá. Aunque afeitado, el vigor de su vello teñía de sombras aquella cara dándole mayores notas de virilidad. Me admiré en ese momento de su espectacular belleza y atractivo, y mi vista siguió deambulando por ese cuerpo al que estaba encadenado. Tenía la camisa desabrochada y el vello cubría su torso perfectamente dibujado emanando una masculinidad tan patente que me ruboricé por los pensamientos que en ese momento acudieron a mí. Así que bajé la mirada y sin poderlo remediar me subieron los colores. Si en ese momento me confesara, no sería la soberbia de mi fe mi mayor pecado. Aunque lo quería evitar, pensando en el ejemplo de nuestro Escrivá de Balaguer, no podía apartar de mí ese extraño erotismo del que estaba siendo preso. Cuanto más lo sorteaba, peor era. Estaba en tal estado que comenzaron a asomar tímidamente lo que tenía toda la traza de ser un llanto. La salvación fue Rosa que entró cargada con la bandeja dispuesta a servir ya el segundo plato.

¡Ah, perdón! Como no escuché ningún ruido pensé que ya había terminado...

Nos miramos a los ojos y aquellas lágrimas que luchaban por salir se transmutaron en alegría y, sin poder remediarlo, aquella casa escuchó las primeras carcajadas después de un año. Eran unas risotadas enardecidas, locas, sin posibilidad alguna de parar pues la gracia era que cuanto más lo intentábamos más nos daba la risa. Rosa se quedó mirándonos extrañada, sin entender el porqué de aquel estallido de júbilo y con la coquetería femenina que siempre custodia a estas mujeres comenzó a mirarse como si tuviera algo que produjese tal algarabía. Eso fue la gota que colmó el vaso subiendo unos grados más aquella explosión. Estábamos llorando de risa y entre las brumas de esas lágrimas, me ligué de nuevo a esa belleza perfecta, que mostraba unos dientes deslumbrantes que no paraban de carcajearse.

Al tiempo que desapareció la asustada Rosa por la puerta entró la abuela por la otra. Él cortó repentinamente la carcajada, pero pudo más la hilaridad y un gesto brusco de la mano bastó para que mi abuela con el rostro feliz volviera a su dormitorio. Así seguimos durante unos diez minutos, hasta que carraspeo.

Puede... –dijo con gran esfuerzo.

Puede, ¿qué?

Que te acompañe a ver a Robusta.

¿En serio, tío?

Sí, en serio. ¡Ah! Y llámame Germán.

Tenía una voz grave pero que terminaba por acariciar cada palabra. Su tono era bajo, quizá de no ejercitarla en sus mudos paseos, pero poseía un timbre fascinante.

¡Hacía un montón que no me reía tanto!

Yo ya no me acordaba. Debía de tenerla guardada porque ahora no recuerdo haberme reído tanto en mi vida.

Eso es bueno, la risa bendice a los que gozan de la felicidad.

¡Pero qué modo de expresarse es ese! –exclamó imitando un enfado-. "La risa bendice a los que gozan..." Veo que los curas aún siguen entrenando de primera. No. No te avergüences. No quería avergonzarte, pero yo también pasé por eso y tú me lo acabas de recordar.

¿Tú también querías ser cura?

No. Yo por influencia de tu abuela quería ser Papa –contestó sonriendo-. ¿Aún sigue el padre Basanta?

No. Creo que se fue... Déjame recordar, como hace tres o cuatro años.

¡Menos mal! Era peligroso. Era uno de los "palomos cojos" más grandes que he visto en mi vida.

¡Ah, ya! –contesté yo como si entendiera lo que me acababa de decir.

Tenía una cáscara amarga que se le olía a leguas.

Claro...

¿Y el padre Cerdido?, ¿y el padre Pascual?, ¿y...?

Continuó preguntando por cada uno de los que su memoria guardaba, como si ese primer vistazo a la vida después de tanto tiempo se dirigiese no a ese presente que aún rabiaba, sino a un pasado en el que todo estaba por descubrir y que añoraba con melancolía. Igual que a él le había llegado la risa, a mí me llegó el habla. Me encontraba tan cómodo a su lado, tan subyugado por él, que la elocuencia vino a hacerme cortejo. Estuvimos unas tres horas hablando como si nos conociéramos de toda la vida y compartiéramos todos sus momentos. Mientras la casa no salía de su asombro ante esta novedad. Revoloteaban como polillas ante la luz de nuestra conversación, y con sonrisas en el rostro terminaron de servir la cena, el postre, y hasta ofrecieron un café.

Aquel tiempo me pasó como un suspiro, pues en mi soledad nunca había disfrutado tanto de una compañía. Mansamente, y de modo imperceptible, me enamoré en ese mismo instante de mi tío. Había rascado tan profundamente la corteza de mi abandono, que en esa unión me sentí otro, y mientras estuve con él no profesé culpa alguna por la felicidad que mi corazón experimentaba. Era una satisfacción extraña, desconocida para el que había vivido entre preces y penitencias. Tenía un color distinto y una calidez tan íntima que acariciaba.

A las doce nos retiramos a dormir, pues "por hoy ya hablé bastante". Me acompañó hasta mi habitación, casi contigua a la suya, y aquellos golpes que antes eran ásperos y rabiosos sonaron ahora en mis oídos como una música elegante y familiar. Cuando llegamos a mi puerta, él se despidió con una sonrisa que yo respondí.

Mañana nos vemos, ¿entonces?

Bueno... Sí, por qué no.

¿A qué hora?

Por eso no te preocupes, yo no duermo casi nada. Cuando tú te levantes yo ya estaré de pie. Descansa. Hoy es tu primer día y estarás muy cansado.

Y acercó sus labios hacia mi frente y me dio un beso que me estremeció todo. El rubor volvió a asomarse a mis mejillas y ni su "buenas noches" apagó aquel incendio que continuó tras cerrar la puerta. Los golpes de sus pasos se mezclaron con mis latidos hasta que sólo quedaron éstos. Cerré los ojos y me pregunté qué me pasaba; y tanto temor tenía a la respuesta que ya sabía, que allí mismo me arrodillé y comencé a rezar como un poseso, pues aquella noche había pecado hasta un grado tal que mi vida había excluido en estos dieciséis años recién cumplidos.

Estuve así como unas dos horas hasta que la liturgia fue vencida por el sueño. En ese momento comencé a desnudarme y por primera vez en mi vida miré esa hechura reflejado en la luna del armario. Lo vi con otros ojos, con otra mirada. Conforme me iba despojando de la ropa admiraba la belleza aún inacabada de mi forma, preguntándome, desde el refilón de mi conciencia, si esta arma bastase para el amor que me quemaba el pecho. Quité el niki y entre la tela vi un abdomen plano ligeramente esbozado sin rastro alguno de vello a no ser es fila de rubios pelillos que se hundían hacia mi entrepierna. Tutelado por lo que veía, acaricié mi torso, que ya apuntaba sus formas futuras, y esos pezones oscuros salieron de su letargo con la primera caricia poniéndose erectos y sensibles. Tiré el niki en el suelo y admiré mis anchos hombros y unos bíceps que registraban una fortaleza propia de la edad. Seguí acariciándome y contemplándome durante un rato, y cuando bajé la vista comprobé que no sólo mis pezones habían despertado. Desabroché el pantalón que cayó a mis pies y atrapada en el bóxer vi como mi polla pugnaba por salir contentándose con crear una carpa con la tela del calzoncillo. Bajé de nuevo la mirada avergonzado. Cerré los ojos y los fui abriendo poco a poco mientras mi nueva mirada exploraba esa cámara hasta ahora desconocida. Al practicar natación estaba totalmente depilado y los músculos de mi pierna se marcaban con una profunda nitidez. Así fui subiendo poco a poco, subyugado por la belleza de lo que veía y preguntándome acto seguido si yo y mi naturaleza seríamos quien para alcanzar un tesoro a la vez prohibido y desconocido.

De nuevo me quedé atrapado por mi polla. Nunca la había visto así. A lo largo de mi adolescencia, cuando esto ocurría, una serie de métodos se encargaban de apaciguarla. Era una lucha desigual, pero hasta ahora siempre había resultado vencedor. Desconocía hasta tal punto lo que allí se escondía, que el mayor misterio durante años era qué podía ser aquello seco y blanquecino con el que ensuciaba el calzoncillo algunas mañanas. En ningún caso mi mano u otra herramienta mostró intención alguna de despejar la incógnita.

Sin embargo, ahora mis manos se dirigieron hacia la goma del bóxer. Y con un movimiento reposado y cauteloso fui bajando suave, muy suavemente el calzoncillo. Poco a poco, como si de un número de "stript-tease" se tratara, fue surgiendo aquello que mi vista no había querido contemplar. Aquella fila de pelillos iba ganando en amplitud y un vello rubio y ensortijado iba aflorando conforme bajaba el bóxer. Estiré la goma con fuerza para dejar paso a mi nabo, que tras esa liberación levantó cabeza situándose casi en paralelo a mi abdomen. Ignoraba el tamaño de las pollas, pero me conquistó la belleza de la mía. Era una verga robusta como de diez centímetros de grosor (once, para ser exactos), y una longitud de unos quince (diecisiete, para ser fieles); tenía una piel oscura que contrastaba vivamente con el resto de mi piel y su talle estaba surcado de pequeñas venas que recorrían todo el contorno dándole un aspecto nervudo. Bajé el prepucio y un glande violáceo, ligeramente acampanado, mostró su cara. De la punta manaba un líquido transparente y brillante, y hacia él dirigí mi índice. Sólo tocarlo y una corriente placentera transitó alocadamente. Tomé aquella muestra aceitosa y resplandeciente y la masajeé entre mis dedos comprobando una suavidad y elasticidad única. Vi cómo este líquido penetraba mansamente en mi piel procurándole una vida misteriosa. Recogí otra muestra, con el mismo efecto que la vez anterior, y la llevé en esta ocasión a mis labios. Lo chupé con curiosidad, esperando encontrarme con un sabor igual de inédito que las sensaciones que me provocaba tocar mi pene. Fue el único desengaño de la noche, era un líquido insípido que no anunciaba los sabores que iba a disfrutar momentos después. Seguí bajando el bóxer hasta que aparecieron mis cojones. Eran oscuros como el talle de mi polla y prietos. Un suave manto de vello tapizaba aquella piel que se arrugaba hacia el centro marcando una línea que después tomaba abundancia en el mástil a modo de viga de resistencia. Me palpé los huevos y experimenté un placer irreconocible. Estuve durante un tiempo jugando con las pelotas, al tiempo que por mi glande no dejaba de manar aquel líquido rutilante. Abrí la puerta del armario para verme reflejado en el espejo tumbado desde la cama, y hacia allí fui.

Acaricié con sensualidad toda mi hechura sin perder de vista la belleza que reflejaba la luna enamorada del armario. Llevé mis dedos a la boca y con ellos húmedos pellizqué mis pezones que continuaban erectos. Seguía el contorno de mi pecho, subiendo y bajando, deslizándome dócilmente por el abdomen hasta que se puso la carne de gallina. Cada vez que en ese viaje rozaba el pijo, éste transmitía unas poderosas corrientes que me corroían azuzándome con un ardor indescriptible y, hasta cierto punto, insoportable en su fogosidad. Manoseé los muslos, hasta hundirme en la ingle y volver a tocar mis cojones. Levanté un poco la cadera y vi como aquellos pelillos seguían con suavidad un camino marcado que desembocaba en la raja del culo. Por alguna extraña razón que no comprendía, me pareció hermoso ver mis nalgas blancas y esa oscuridad tentadora que se arremolinaba en torno al ano. Era un ano oscuro y brillante que se cerraba delicadamente como en una especie de ósculo tierno. Deslicé mi corazón por la suavidad de aquella piel tersa y refulgente, olfateando con calma todas las sensaciones que aquello me producía hasta que llegué a las puertas del ano. Ignorando el porqué, lo friccioné con cariñosos movimientos circulares que me proporcionaban un deleite dulce. Me di cuenta de que mi respiración se alteraba. No era por la ansiedad, aunque la profundidad agitada de las respiraciones recordaba este estado, sino por un goce que empezaba a germinar en mí diciéndome a cada paso que todo iba a más.

Cada vez más fui cerrando más los círculos de aquel masaje hasta dejarlo quieto justo en el centro. Me pareció una imagen muy hermosa ver aquel dedo níveo rodeado de esa oscuridad flamante y tentadora. Con un ligero movimiento introduje la yema del corazón en aquella caverna y vi la piel se adaptándose mansamente, como un anillo, a ese intruso, abrazándolo en un beso tierno. La sensación fue estupenda, cada centímetro de aquel torbellino transmitía una calidez única y un cosquilleo que se propagaba sensualmente. Animado por la sensación lo hundí hasta que despareció la uña. A estas conmociones se sumó otra más: como una corriente dirigida en unos límites muy precisos que se bifurcaba por mi entrepierna y que ganaba en intensidad conforme iba introduciendo el dedo. Era una sensación extraña, una cabalística mezcla de placer y dolor, como si aquel extraño que ahora se alojaba en mis cálidas entrañas tuviera la autoridad de multiplicar su presencia y poder.

Hasta ese momento, estuve centrado en mí sin que ninguna otra imagen se asomase al borde de esa delicia. Mi polla, dura y lustrosa, reposaba sobre mi abdomen inundando mi ombligo con aquel líquido cristalino. Pero de repente, mi belleza palideció cuando comencé a pensar en mi tío Germán. Como un tropel desbocado mil fantasías inconexas sustituyeron lo que reflejaba el mudo espejo del armario, y cerré mis ojos. Y aquella masa fornida y mutilada se fue despojando de su negritud para asomar en mi imaginación con el luminoso traje de Adán. Ver aquella imagen, totalmente construida por mi imaginación pues no tenía ningún recuerdo certero, en ese momento, que ilustrase aquel adonis, hizo que la mano que quedaba libre abrazase el talle de mi mango y comenzase una cadencia suave, muy, pero muy suave, que contrastaba con la febril arrogancia con la que actuaba mi tío en mi fantasía. Aquel tótem musculoso y velludo, de anchos hombros y estrecha cintura, aparecía ante mí como un héroe de cómic, provisto de una fuerza salvaje y seductora que se lanzaba contra mí en acometidas ardientes y desgarradas. Me abrazaba con ímpetu, restregando su polla contra la mía, me acariciaba todo, deslizándonos el uno sobre el otro suspendidos en una nada llena del calor de nuestros anhelos.

Yo lo comía a besos, e iba sintiendo como un calor hasta entonces desconocido se apoderaba de mí. Mis manos acompasaban su masaje en ese ritmo largo y armónico con el que me estaba masturbando. Seguíamos volando en esa nada febril, persiguiéndonos con arrebato hasta que nuestros cuerpos chocaban y se fundían en un mar de caricias, de besos, de mordiscos. Eran imágenes tan reales, tan vividas, que comencé a sudar, a cubrirme con una patina que me daba un brillo tamizado y sensual. A veces era yo quien lo perseguía a él, precipitándome a una velocidad vertiginosa que aumentaba la avidez de mi encuentro. Cuando éste llegaba, lo agarraba por aquella melena negra y lisa robándole de sus labios un beso cubierto por un anhelo compartido. Nuestras lenguas se enredaban, se mezclaba nuestra saliva hasta que ardían nuestros ojos y nuestros labios terminaban unidos por hilillos de saliva que caían sumisamente por la belleza de su cara, de su complexión. Una corporeidad que en su nitidez se transmutaba en su hechura. Era tal la definición con la que florecía que, parte por parte, iba asomando con todo su esplendor. Ahora era ese torso sólido y rotundo, para después tomar el relevo unos glúteos torneados y respingones. Su polla era la mía, agrandada por mi deseo, que hacía que el pirata portase el sable más grande de esos mares. Toda esa persecución febril iba acompañada de tiernas palabras. En mi fantasía hasta me atreví a jurarle un "te amo" que hizo que se disolviera en mí, que me poseyera totalmente, para terminar este ritual con un "yo también te amo".

Ahora aparecíamos lustrosos, cubiertos por ese líquido cristalino que llenaban de una sensualidad especial la belleza que disfrutábamos. Mi mano fue avivando el masaje de mi polla. Por un momento abrí los ojos y me vi en la luna del armario, ardiendo de vicio, mientras fustigaba con ardor aquella verga poderosa y mis entrañas, que rugían con la misma codicia. Volví a cerrar los ojos y a gemir con las imágenes que se apoderaban de mí. Ahora mi tío, como si fuese una serpiente, se enredaba en mí. El tacto de su piel era cálido, suave, e iba reptando, lamiendo a su paso todo mi cuerpo y depositando cariñosos besos en mi polla, en mi pecho, en mi culo. Tras esto apareció a mi lado y me acercó con autoridad hacia él. Frente a frente nos miramos a los ojos y fue besando delicadamente mi rostro y bajando poco a poco. Ahora, el cuello, después, deslizando su lengua por mi torso, besaba mis pezones, para seguir bajando poco a poco, entre besos y lamidas, hacia mi ombligo, y allí comenzó a besuquear mi polla, con una ternura tan grande que noté como ésta literalmente me ardía. Alternaba besos con lamidas de su rugosa lengua, marcando toda la picha con la delicia de su hombría y amor.

Era tal el fuego que por un momento creí que mis cojones ardían. Aquella emoción tan celestial, hizo que aumentará el ritmo de mis masajes e incursiones como si éste fuera el único método para apagar tal incendio. Pero la sensación fue a más, desbocándose a cada segundo. Esto aumentó la codicia por mi tío que acompaño ese rugir de mi voluptuosidad, que se estremecía en una especie de fuegos de artificio que comenzaron a estallar en todo mi ser llevando su sabor indeleble.

Primero mis cojones empezaron a hervir, como si una corriente eléctrica los sacudiera. Esta impresión tomó varios caminos, recorrió toda mi espina dorsal, mi polla, mi solidez, que se concentraba y dilataba en unos espasmos increíbles, al tiempo que de mi polla empezó a manar un montón de delicioso semen que salía disparado con urgencia. Los gemidos se convirtieron en un grito profundo, mientras la consciencia era sepultada por un millón de latigazos celestiales y corrientes que parecían matarme de éxtasis. Estaba contraído por esas mil sacudidas que me llevaban a un estado sobrehumano. Esta sensación se prolongó durante unos segundos imperecederos, embadurnándome de pequeños trallazos aperlados mientras seguía moviendo enérgicamente mi polla. Cuando por fin terminó, un suave rastro de semen bajó por mi glande hasta empapar mi mano que cesó cualquier movimiento. Retiré el corazón de mi ano, mientras que con la otra mano recogía ese rastro moribundo y cálido, moviéndolo entre los dedos. Igual que el líquido anterior, este era suave, ligeramente más espeso y nacarado. Con curiosidad lo llevé hacia la boca y chupé con ambición los dedos portadores. Ahora había sabor. Era un gusto ligeramente picante, fresco, vivo, que dejaba su marca conforme iba avanzando por el paladar, corroyéndome con una sequedad que multiplicaba su gusto. Recogí algunas de aquellas reliquias y repetí el gesto hasta hacerme con su resabio embriagador. Con los demás los expandí sobre mí, acariciándome sensualmente hasta que aquella materia espesa fue perdiendo elasticidad, convirtiéndose en una especie de crema quebradiza.

Y allí me quedé pensando en todo lo que había vivido, en el gustazo tan enorme e inaudito que se ocultaba en mi entrepierna. Con el ardor mi semen no tardó en secarse, haciendo una película dura, que momificaba mi piel impidiendo ciertos movimientos hasta que se quebraba entre pequeños dolores. No consideré en ese momento culpabilidad alguna, sólo percibí un agotamiento placentero y a él me abracé. Lo último que recuerdo era esa imagen de mi tío que seguía reptando por mi figura acariciándome con el amor de sus sentimientos, pero también con la fogosidad irrevocable de su naturaleza. Y con él dormí en sueños húmedos y ardientes que me escoltaron toda la noche.

A la mañana siguiente me desperté sobre la diez. En el adormecimiento propio de ese momento no me percaté de que había dormido desnudo hasta que la luna del armario me devolvió el reflejo de un bello y angelical adolescente. Entonces recordé la noche, recordé punto por punto todo lo que había hecho y la polla volvió a mostrar su febril naturaleza. Viendo aquello, volví a la carga y delante del espejo me tiré una sabrosa y urgente paja hasta dejar toda la luna empapada con mi semen. Cuando esto ocurrió me acerqué al espejo y mi lengua persiguió aquellos restos de semen que se precipitaban mansamente hasta dejar la luna empapada con mi lujuria. Tras eso, limpié como pude los restos y me fui al cuarto de baño para darme una ducha fría que mitigará una calentura que esa paja había encendido pero no satisfecho del todo.

A los pocos metros la puerta se abrió y una nube de vapor se adelantó, como si fuera una mágica aparición, a la efigie de mi tío. Éste apareció con una gran toalla roja atada a la cintura y cubierto del frescor de la mañana. Su imagen me sonrojó, pues aquello que yo había imaginado se me ofrecía ahora con todo lujo de detalles y en un esplendor mayor del que yo había previsto. Sus treinta y cinco años condensaban en su forma unos atributos esculpidos con brío. Tenía los músculos marcados con una firmeza inaudita y relampagueante. Lo curioso era el vértigo que se producía entre esos hombros anchos y como después esa musculatura perfectamente delimitada, cruzada de cicatrices, terminaba vertiginosamente en una cintura inusualmente estrecha, para inmediatamente de haber pasado esa frontera arrancar la fortaleza perdida en una entrepierna que se adivinaba espléndida y unas musculosas piernas. El vello de su pecho se oscurecía sobre el centro, difuminándose hacia los lados, aumentando de este modo la impresión de volumen de aquel amasijo de bellos músculos.

A todo este conjunto se le añadía el morbo de sus piernas. Aquel pie poderoso y macizo que se asentaba con seguridad sobre el suelo, mientras que su pierna derecha reposaba inerte, zanjada en su recorrido un poco más arriba de la rodilla.

¡Buenos días!

¡Hola, buenos días!

Creo que me vinieron muy bien las risas de ayer. Hacía tiempo que no dormía tan bien. Dúchate y pásate por mi habitación para ir a desayunar juntos.

Vale –acerté a decir tímidamente-. Me ducho rápido y te paso a buscar.

Tómate el tiempo que quieras – respondió mientras se alejaba en dirección a su habitación-. No hay prisa. Tenemos todo el día.

Avanzó con agilidad por el pasillo, mientras los músculos de su espalda escribían todo su vigor hasta terminar aquel combate en un culo torneado y delicioso que se esbozaba bajo la toalla dibujando con nitidez la profunda raja de su culo apetitoso. Quedé como hipnotizado hasta que desapareció de mi vista. El vapor que me envolvía hizo que despertara de ese sueño para meterme en otro. Toda la habitación estaba llena de él. Ese vapor me traía notas ciegas que me hablaban de lo que había visto segundos antes. Respiré con profundidad, tratando de tragarme todo lo que allí había. Mi pijo estaba de nuevo alegre y estuve a punto de sucumbir a una nueva paja que aplacara aquella calentura. Estuve así unos minutos, recreando aquel ídolo que había visto con el aroma que allí quedaba. Cuando abrí los ojos ya no quedaba rastro de vapor, pasé la mano por el espejo empañado y vi una cara que no conocía. Hasta tal punto me había llenado de él que no era yo, era un organismo enfebrecido y virulento. Volví a cerrar los ojos, a concentrarme en cada pulgada de aquel tótem, a ser esa serpiente del deseo que se desliza delicada y amorosamente por aquel físico esculpido. Era una sensación tan erótica que mi verga volvió a rendir su fruto acostumbrado.

Soñé que lo poseía, no sabía de qué manera, pero lo poseía. Lo hacía mío con todas mis caricias, mis besos, mis lamidas, mi entrega. Todo mi capricho reposaba exaltado en aquellas partes que habían abierto esa brecha a un universo que creía no poseer pero que estallaba con una fuerza arrebatadora. Me fundía en su torso, comía aquellos pechos exultantes, rodeados de vello, me derretía por su espalda, besando sus nalgas, hundiéndome en su raja, para después ir hacia sus cojones y juguetear con ellos manoseando con saña aquella hombría que ya presentía milagrosa. Me quedaba allí alojado en su pija, palpitando trémulamente, encharcado en el sabor de su lefa, para ir delicadamente depositando pequeños besos en la polla más hermosa del mundo. Después volvía a salir y recorría aquella complexión triunfante para ir depositando mi amor (siempre confundí amor y sexo) en todos los resquicios de aquel arrebato. Subía por sus potentes brazos, volvía a bajar acariciando sus manos para después, de un salto, trepar por esa ancha espalda y acariciar su nuca, besando por todo el perímetro hasta subir hacia su oreja y susurrarle todo la locura que yo sentía como fuego. Y aquella melena lisa y descarada, con ese flequillo insolente, recibía mis caricias hasta que terminaba por descender besando su frente, y allí me quedaba ante sus ojos, ante ese parche pirata del ojo izquierdo que multiplicaba el ardor de su belleza y ante ese ojo metálico, que yo ahora veía cálido como el hierro dulce de su nabo. Me paré en esos labios en perpetua expresión de gozo y éstos sonrieron con impudor; pero los besé, los besé con todo mi amor, y cuando separé mis labios de los suyos, la expresión era otra. Era una sonrisa apenas esbozada, infinitamente tierna como si el mudo mensaje que yo apuntaba con mis besos se escribiera en sus labios. Decían un "te amo" estremecedor que me hizo temblar como un junco, hasta que me percaté, entre esos movimientos espasmódicos, que me estaba corriendo sin haberme tocado. Mi arma volvió a disparar trallazos de lefa que caían en húmedo suelo del servicio, mientras yo acompañaba de un gemir poderoso aquella ráfaga de disparos.

Terminé arrodillado en el suelo entretanto salían mansamente los últimos tiros. Sofocado, miré entre las neblinas de mis entrecerrados ojos y vi dibujado en el suelo una especie de parábola hecha con mi eyaculación. Sonreí con orgullo, pues el gozo como en las anteriores ocasiones había sido muy fuerte; pero al tiempo soñó la señal de alarma. Hasta ahora, todo mi semen reposaba en mi estómago. Era el mejor método que encontré para eliminar las pruebas de mi "debilidad" durante mis primeros escarceos. Iba a hacer lo mismo cuando reparé que podía borrar los restos de esa batalla con papel higiénico. Me lancé hacia él y cogí un trozo generoso, pero al momento me llamaron la atención unos restos de semen que había en la pared. En ese instante pensé lo lejos que había llegado la corrida, lo potentes que eran mis eyaculaciones, pues desde yo estaba hasta la pared había al menos sus cuatro metros largos. Con el orgullo de esa hazaña giré para retirar las pruebas del suelo y cuando me disponía a hacerlo vi que esa primera impresión no podía ser la acertada. Allí estaba mi semen en el suelo describiendo un arco confuso cada vez más corto y cerrado conforme se acercaba a mi posición. Los primeros trallazos densos y alargados se depositaban en el punto más externo de ese centro que momentos antes ocupaba; después, con algunos intervalos, manchas menos generosas iban puntuando el suelo con mi lascivia; pero entre esa "primera línea" y la pared ningún rastro daba cuenta de lo allí sucedido. Mi corazón palpitó entonces comprendiendo la gran verdad: aquella leche que fusilaba la pared, no era la mía. Casi con adoración me fui acercando de rodillas hasta que mi cara estaba a escasos centímetros de los azulejos. Con precaución saqué la punta de mi lengua y rocé levemente uno de aquellos rastros. Con tan poca cantidad aún no me pude hacer una idea exacta, por lo que me lancé con avaricia y pasé toda mi lengua por aquel manchón que cubría casi un azulejo entero. Esta vez la respuesta fue otra. El paladar se me empapó de un sabor fuerte, poderoso. Era salado y ligeramente amargo, denso pero fresco, escalofriante y delicioso. Dejé que aquel manjar recorriera dulcemente toda mi boca y fui eliminando de la pared todas las pruebas que él había dejado. Mi rabo volvió a empalmarse de gusto y yo gozaba al entender que aquella fantasía de que tragar mi leche como si fuese la suya se había cumplido mucho antes de lo esperado, y vi en todo eso una señal de que todas las demás acudirían a mí con la misma urgencia.

Tras limpiar todo, me duché. Fue en ese momento, pasado toda esa fiebre, cuando me interrogué a mi mismo sin encontrar una explicación que diese cuenta de todo lo que había hecho en las últimas doce horas. Por costumbre me di una ducha fría y conforme estaba bajo ese torturante chorro, comencé a sentir una culpabilidad inmensa, como si todo el cielo con sus santos y Dios a la cabeza estuvieran llorando por todo lo que había realizado. A ese chorro se sumaron mis lágrimas y juré continuar con la vida que había llevado hasta ese momento. Quería ser cura, no maricón (en aquel momento no comprendía que se podían ser las dos cosas, como bien se sabe), y con ese propósito salí de la ducha.

La promesa me duró cincuenta pasos. Al acercarme a su habitación esa sensación de haberme entregado a él en cuerpo y alma rugió con fuerza, hasta que corrí precipitadamente hacia mi habitación, pero ni aún así me daba despegado de ella. La obstinación de mi afición era más fuerte que mi fe. Era mi nueva "fe", y tal era su vigor que habían hecho de mí un acólito sectario y fanático.

Llamé a su puerta impecablemente vestido y de nuevo el familiar "toctrom" puso en marcha mis ansiosos latidos. Apareció todo vestido de negro, con un pantalón de cuero ajustado y una camisa ancha y abombada. Me sonrió con complicidad y se adelantó hacia mí.

Ve yendo. Yo voy al servicio un momento.

No. Te espero.

Como quieras.

Y hacia allí dirigió sus pasos. Mi imaginación caminó a su lado acompañando a su peculiar cantinela. Desde ella "vi" que tan solo abrió la puerta para volver a cerrarla y retornar sobre sus pasos.

No estaba allí.

¿Lo qué? –pregunté angustiado, temiendo ser pillado en falta.

Mi reloj.

¡Aaah! –suspiré aliviado-. Pero es que lo tienes en la muñeca.

¡Es cierto! No sé en qué estaría pensando...

Te pasa como a mí: no termino de despertarme hasta que pasan dos horas más o menos.

Sí.

Aunque parezca que estoy despierto.

Ya... Sigues queriendo ir a ver a Robusta.

¡Claro! ¿No quieres venir al final? Si tal lo dejo para otro día, o voy yo sólo.

No. No lo decía por eso, Diego; era tan solo para confirmar. Pero por supuesto que te acompaño.

¡Bien! –repliqué entusiasmado.

Además, podemos visitar la tumba de Gala.

¿Dónde la enterraste?

Cerca del lago, a dónde íbamos todos los días a pasear. Sé que le gusta estar allí. Siempre le gustó mucho el lago, igual que a mí. Cuando no la guiaba la muy cabrona terminaba allí.

Ya. Entonces se encontrará alegre.

Imagino que sí. Si es que hay algo, ella estará alegre.

¡Claro que hay algo! ¿Lo dudas?

No hablemos de eso. Vamos a desayunar. Tengo un apetito voraz.

Cuando terminamos de desayunar nos dirigimos a las caballerizas. Allí estaba el mozo, un joven del pueblo de unos dieciocho años de aspecto bobalicón y con una belleza grosera, que se desvivía por atender a los "señoritos". La voz de Germán carraspeó y con una orden precisa el mozo, que respondía al nombre de Manuel y no salía de su asombro por la novedad que había contemplado, fue a buscar a Robusta. Ante nosotros apareció una yegua que hacía honor a su nombre, con un manto pardo y brillante. Aquel animal era la expresión de la hermosura. Como joven que era tenía un carácter inquieto, aún no limado de asperezas, pues mi abuela no era de las de palafrén, sino de las brioso corcel. La cruz casi llegaba a la altura de mi rostro y la soberbia fortaleza se desplegaba con orgullo, por lo que hacía suponer que aquella joya coronaría la magnífica cuadra. Finalmente nos ensilló dos caballos ya apaciguados por la educación. Cuando llegó el momento de montar me dirigí a mi tío por si necesitaba ayuda.

No es necesario –alegó con amargura-, puedo yo solo. ¡Preocúpate por lo tuyo y deja lo mío en paz!

Perdona –respondí al borde de las lágrimas-, no lo hacía por mal. No sabía si necesitabas ayuda o no.

¡Pues ya ves que no! –respondió cortante-. Yo no necesito ayuda para nada.

Lo siento –dije cabizbajo mientras me dirigía a mi caballo-. No quería molestarte, tío Germán.

¡Deja de hablar y monta!

Como si tuviera el diablo en el cuerpo montó al caballo en un solo movimiento y sin más emprendió el trote. Hacía mí se dirigió el mozo de cuadra para ayudarme a subir.

No es necesario, gracias.

Es que me pagan para eso. Si no lo hago, puede que se den cuenta de que no me necesitan

No te preocupes. Puedo yo solo.

Como quiera.

Ves –manifesté con orgullo.

Tenga cuidado en el lago, señorito Diego.

¿Por qué iba a tener cuidado?

Bueno... no va usted sólo –respondió misterioso.

Y se alejó sobre sus pasos como si temiera que pidiese aclaraciones. Yo no le di importancia a este comentario, en ese momento mi preocupación era el enfado que enturbiaba a mi tío y quería llegar junto a él para pedirle de nuevo disculpas. Cuando me disponía a hacerlo él volvió sobre sus pasos.

Tienes que disculparme, Diego. A veces pierdo los estribos como este caballo. Te pido perdón por si resulte demasiado brusco.

No es necesario, tío, lo entiendo. Quizá me precipité en la ayuda y no di tiempo a que tú me la pidieses.

No. Lo cierto es que fuiste muy educado. Aquí el único que se precipitó fui yo con mi contestación.

Y yo con mi ayuda. No sé por qué lo hice, porque la verdad es que te veo muy fuerte.

¿Me ves muy fuerte?

Claro, tío. Eres como un gimnasta.

Un gimnasta lisiado.

No. Esos no harían lo que tú estás haciendo ahora. Los lisiados no tienen lo que tú tienes.

Bueno, ¿qué te parece que echemos una carrera a ver quien llega antes al lago?

Perfecto. ¿Y cuál es el premio?

Eso lo pensamos después. El que gane exige el premio.

Vale.

Preparados, listos...

¡Ya!

Yo me adelanté con todas mis fuerzas y comencé a galopar por la pradera, camino del valle. Nunca azucé tanto a un caballo, percibía en cada galopada como mi arrojo se transmitía al caballo y éste ganaba en velocidad. Los dos gemíamos de excitación, viviendo una libertad que nos quemaba el pecho con su alegría. Comencé a gritar como un poseso mientras echaba fugaces miradas hacia atrás viendo como mi tío se acercaba. Me tumbé sobre el caballo como si fuera un jockey profesional espoleándolo ansiosamente, gritando al oído su nombre y animándolo a correr más y más. Cuándo volví a mirar mi tío se hallaba a siete metros de mí. Tras la pradera pasamos un pinar antiquísimo en el que había un camino que lo cruzaba. El aire de allí se metía en mis pulmones purificándolo, llenándolos de aquella energía pura y arcaica que se respiraba. El caballo relinchaba con furia y aquel camino umbrío lo vi como un pasillo a otra dimensión. La luz del sol teñía de pequeños topos todo el camino, flameando intensamente a la velocidad que pasábamos. El ruido de los cascos llenaba el camino que terminaba en una pendiente tras la que ya se divisaba en la lejanía los árboles que abrazaban al lago siguiendo el curso del río. En estos kilómetros nos lo jugábamos todo. Era una pendiente ligera, excepto los últimos quinientos metros en los que el terreno se amansaba. A mis espaldas oí el relinchar del caballo, cuando miré estaba a tres metros escasos, y un grito de júbilo que llenó mi corazón salió al aire: "¡AAAAAAaaaaarrrreeee!" Estaba preso de una excitación enorme. Gritaba, me reía, lloraba, todo al mismo tiempo mientras no dejaba de espolear al caballo viendo como la meta estaba más y más cerca. Centrado en ese punto no vi que tenía la cabeza del caballo a mi altura y que todavía faltaba un kilómetro o más para llegar a la ribera. Temblaba con la galopada, la adrenalina corría por mis venas llenándome de una osadía jubilosa. Era tan grande, que en ese momento lancé mi premio al aire: "¡Vas a perder, cabrón! Y serás mío, ¡vaya si serás mío!" El caballo estaba rendido, respirando afanosamente; mientras, mi tío no dejaba de ganar posiciones hasta casi situarse a mi altura. No podía consentir que él ganara y estallé en una histeria incontrolable, como si mi vida estuviese en juego. Estábamos ya en el llano y la adrenalina corroía mis venas. Trescientos metros, doscientos, cien... Ese último tramo pasaba ante mí con una nitidez asombrosa en el que las mil sensaciones se agolpaban dejaban su exultante carga en todos los poros de mi conciencia. Iba en primera posición y el caballo seguía con su galopar exaltado. Yo aún seguía en cabeza, azuzando al caballo, en los últimos metros mi tío se dio por vencido parando al caballo. Yo ni lo frené, tan solo se metió en el lago parando bruscamente y tirándome a agua.

En la caída fui diciendo un "aaaaah" enérgico que seguía ahí cuando salí del agua blandiendo el puño en señal de la victoria.

¡Gané, gané, ganeeeeé! –grité exaltado

Él se metió con el caballo hasta donde yo estaba. Exhibía una sonrisa franca, tan jubilosa como la mía.

¡Qué loco cabrón estás hecho!

¡Uuuuuaaaaah! ¡Yeeeeaaaaaah! ¡He ganado, joder ! ¡Hostia, perdón...! ¡He ganaaaadoooooo! –comencé a mojarle- ¡Ja, ja, ja, ja!

Para, ¿Qué haces? ¡Serás maricón! –protestó con una sonrisa en la boca- ¡Te voy a dar una hostia!

¡Mójate, mójate!

Quería ver su cuerpo empapado, ver como la ropa acariciada por el viento se pegaba ahora a su poderosa musculatura, sentir como su rostro volvía a coger el erotismo que percibí ese mañana. Seguí mojándolo con saña y él aguantando el embate entre risas, hasta que hizo algo que yo no esperaba: saltar sobre mí. Fue tan de improvisto que sólo vi como una gran mancha negra se abalanzaba hasta poseerme. Al momento aprecié su recia musculatura atenazando todo mi ser mientras no parábamos de reírnos bajo el agua dando vueltas enloquecidas; yo tratando de zafarme de su poder, él aferrándose como una lapa indómita para marcarme a fuego. Cuando por fin volvimos a la superficie fue para tomar aire y volver a la carga. Tenía una agilidad sorprendente, como si aquella pierna que le faltara fuera una ventaja en el agua. Miraba con ese ojo y se lanzaba como un gato contra mí. Era un juego divertido y no paramos de reírnos mientras duró. Pese a su fuerza, que podía hacer que estuviera a su merced, él sabía cómo aplicarla, oprimiéndome para después soltarme y que me escurriera entre sus brazos como una anguila. Yo, por mi parte, encontraba muy placentera aquella situación que se parecía tanto a mi fantasía, y veía en ella un paso más de que todo lo que había soñado se estaba cumpliendo. Cuándo me agarraba nuestras respiraciones ansiosas se unían en una, y sentía como su pecho palpitante golpeaba contra mi espalda, como todos esos músculos en tensión me daban un abrazo viril e inapelable; cuando por fin me escurría era su suavidad la que me acariciaba. Sin saberlo, ya era suyo, pues mis fugas no resistían la melancolía que me dejaba la orfandad de su unión.

Aunque me divertía, también me estaba poniendo muy caliente y en una de aquellas moliendas tan vivificadoras, mi naturaleza me llevó a abrazarme a él, a apretarlo con toda mi fuerza, respirando con una ternura que le hizo parar cualquier movimiento. Así nos quedamos un instante, yo disfrutando de ese momento, cerrando los ojos a mi sueño, acariciándolo, embistiéndolo con dulzura para sentir su hombría sobre la mía, y él despegándose poco a poco por la sorpresa que todo aquello le producía. Cuando percibí que ya no lo ceñía, volví a la realidad de la vida. Poco a poco también yo me fui desprendiendo de él y bajé la cabeza que, en ese momento, hervía con pócimas hechas de mil temores. No sabía qué decir, y raudas como flechas se asomaron a mis ojos unas lágrimas que mal podía disimular. Una respiración entrecortada dio paso a la placidez que momentos antes mostraba para permitir unas lágrimas que no sabía cómo parar.

Lo siento, tío. No sé qué me ha pasado, no sé qué me ha pasado...

¡Tranquilo! No tiene importancia.

Tío –dije con angustia- no vayas a creer... No es eso, ¡no! ¿Cómo va a ser eso? ¡Yo...! ¡Je, je, je, je, je! Lo estaba pasando tan bien... te quiero tanto que...

¡Ya hombre! No te preocupes. No hace falta explicar nada. Es normal.

Sí –suspiré aliviado-. Así es. Además estoy enamorado de una chica, ¿sabes? –añadí mintiendo-. Y la echo mucho de menos.

¡Mira el "Don Juan"!

Sí –admití avergonzado y aliviado de que aquella disculpa fuese tan bien recibida- Se llama Elena; todos la llamamos "Lena" –agregué para darle mayor realismo-. Es de Cuatro Caminos y tiene mi edad. Nos vemos casi todos los días, cuando podemos.

¿Y lo sabe tu madre?

No, aún no.

Y que, ¿ya lo hicisteis?

¡Claro!, ¿tú que te crees? No paramos de hacerlo. Cuando podemos no paramos de hacerlo. Hasta un día lo hicimos en la calle.

¿En la calle? –preguntó incrédulo.

Sí, ¿sabes dónde?

¡Pues ni idea!

Donde está Tráfico, en la calle Dr. Moragas, creo que se llama. ¿No sabes que tiene unos soportales? ¡Pues ahí! ¡Y casi nos pillan! Sólo que yo acabo rápido.

¡Je, je, je, je, je!

Sí yo ¡chas! –hice con el índice, como si éste se introdujera en algo-; y "ras" –continué con el gesto como si la mano tuviera calambre-; y ¡Ah, ah, ah, ah!

¡Coño! Pues no sé yo si quedará muy bien.

Al contrario, tío. Ella me dice que queda muy, pero que muy bien, que esto mejor hacerlo rápido y bien, que lento y mal. Ya sabes lo que decía Baltasar Gracián: Lo bueno sí breve, dos veces bueno. Pues en eso estamos –dije con entusiasmo ya liado en la mentira-. Es meterla, cuatro toques y venga, ¡me voy!

¡Je, je, je, je, je! Sí, mejor será que nos vayamos a secar –añadió cogiéndome como si fuera un compañero de correrías-. Ahora comienzo a entender esto de que los jóvenes de hoy en día aprenden todo más rápido.

Aquel apretón me reconcilio con mi miedo. Apoyándose en mí, salimos del agua. Ésta chorreaba por nuestros cuerpos y sentías una sensación fresca distinta a la de momentos antes, como si ganase en sensibilidad ante la proximidad de lo que se avecinaba. Abrazado a él reparé en la fortaleza de su complexión forjada, y, por alguna extraña razón, una calentura inmediata en aquellas partes que se acariciaban accidentalmente. Caminamos hasta el prado, mientras los caballos seguían en el agua bebiendo tranquilamente y descansando de la persecución. La hierba tierna acompañaba nuestros pasos con un "frufru" que se sumaba al despertar de la naturaleza que contemplábamos. Yo no dejaba de mirar sus pies. Estaba como hipnotizado, veía primero su paso seguro, firme, para después, apoyándose sobre mí, arrastrar lentamente su prótesis, en un paso más corto, hasta que llegaba al punto que le hacía de palanca e iniciaba su marcha. Tuve que cerrar los ojos para salir de su embrujo. Creía que aquellos pies me hablaban. Uno, de su vigor irrevocable, de esa voluntad que no se paraba ante nada, y que pisaba con firmeza; el otro, con su caminar siempre recto y yerto, quedándose a medio camino de la zancada, me resultaba excitante y morboso, como si aquella tara fuera también depositaria de otros atributos que yo adivinaba oscuros pero poderosos, pero al igual que ese paso vacilante reposaban aún a mitad de un camino que deseaba recorrer.

¿Qué te parece aquí?

Bien, tío. Se ve una hierba blandita.

Lo ayudé a sentarse y pude examinar la belleza que en ese momento ostentaba. La camisa negra se pegaba a sus músculos en pliegues caprichosos que dibujan con exactitud la bondad que ocultaban. Después mi mirada deambuló por sus piernas, por ese pantalón de cuero pegado que rezumaba agua ante el vigor de su fibra. Se quedó sentado apoyándose en los brazos y respondiendo con serenidad a mi mirada. Intenté escrutar qué podía leer en aquel ojo metálico, pero nada quité de esa frialdad que calentaba mi carajo.

Sin saber muy bien por qué, decidí desnudarme. Este gesto repetido hasta la saciedad sin ningún asomo de pasión hasta ese momento, mostró una naturaleza inaudita. Comencé a quitarme el "Lacoste" cómo lo había hecho desde que tenía uso de razón, pero a mitad del habitual movimiento me quedé quieto, dejando en suspenso durante unos segundos esa acción. Allí con el torso descubierto y mi rostro tapado pensé en el siguiente paso, en qué iba hacer después, y después, y después, y en esa reflexión mi mecánica celeridad se aletargó, dando paso sin querer a un espectáculo más erótico que si lo hubiese planeado. Lentamente me fui quitando la camiseta, dejando que ésta se escurriera por mi piel de una forma suave y sensual. Una vez quitada la arrojé a mis pies y lo miré. Permanecía atento, sin mayor signo en sus ojos que me ayudara a interpretar lo que su alma decía.

Con pudor, desabroché el botón del pantalón quedándome quieto, en suspenso; no tanto por hacerle desear que el siguiente paso, sino para armarme de valor y ejecutarlo. Nunca me había desnudado delante de nadie, ni siquiera en los vestuarios del instituto. Un rubor incontrolable se apoderaba de mí en esos momentos, combatiéndolo del único modo que sabía: oraciones y una gran toalla que me cubría por completo. Por supuesto que estudiar en un colegio opusiano ayudaba a mi propósito, y pese a las tentaciones de bromas que había entre los compañeros, nunca el agua llegó al río.

Lentamente, muy lentamente, fui bajando la cremallera. De nuevo el bochorno se alojó en mis mejillas y cabizbajo miré hacia mi entrepierna sin ser consciente de lo que estaba haciendo. Mi calzoncillo blanco estaba traslucido por el agua y se podía ver con detalle todo mi vello púbico pegado al algodón del bóxer y mi adormilado mango esbozando su carnalidad. Estaba descrita con tanto detalle que por un segundo dudé si tapármela con la mano, pero la veía tan turbiamente hermosa que dejé que ella hablase. La operación continuaba con ese ritmo manso y bajé las perneras del pantalón hasta los tobillos, quité los encharcados tenis y con un par de movimientos me saqué por fin el pantalón. Tras esto volví a mirar a mi tío, preguntándome si podría soportar su mirada. Lo que descubrí me alborozó aún más. Aquella mirada fría y desprovista de cualquier mensaje legible irradiaba ahora una intensidad inaudita, tanta que quemaba. Para evitar ese juego recogí todo mi vestuario y lo extendí sobre la hierba, preguntándome por dónde transcurrirían las horas siguientes.

Cuando terminé aquella operación me situé a su lado encogido tratando de ocultar toda mi hombría. Ni me atreví a mirarlo de reojo. Sólo dejé que el sonido me indicara cuándo empezaba la función.

¿Te extiendo la ropa?

Sí, por favor. Ayúdame un momento –dijo mientras se quitaba la camisa y descubría ese torso totémico-. Tengo el pantalón mojado y no saldrá fácilmente.

¡Claro! Sin ningún problema –respondí poniéndome a su espalda y ayudándole a quitar la camisa-. ¡Espera! Deja que te ayude. Así..., así, perfecto. Tienes una espalda muy musculada –añadí con admiración-; debes hacer un montón de ejercicio.

Bueno. Siempre hice deporte. Y desde que ocurrió el accidente, para desesperación de todos los de la casa, no dejo de andar.

¿Por qué? –me atreví a preguntar.

Me libera, me fortalece. Me hace olvidar lo que fui...

Ya. Pero tampoco has perdido tanto –dije acariciándolo con la camisa para quitarle restos de agua, simulando la adoración que contenía aquel gesto que turbaba mi calentura-. ¡Estás muy bien!

¿Tú crees?

¡Claro, tío Germán! Compárate conmigo.

Si me comparo ya me faltan piezas.

No me refería a eso.

Ya lo sé; pero tampoco te pongas tan abajo porque no lo estás. Estás muy bien para tu edad.

Ya, pero no tengo estos músculos –argumenté aprovechando para acariciarlo con las manos, como si fuera una simple exploración científica que constatase mi argumento-. ¡Eres todo fibra!

¡Para, qué me vas a ruborizar! –dijo sonriendo-. Puede que no esté tan mal – y añadió sombrío-, pero ya no estoy tan bien.

Bueno, eso lo dices tú; a lo mejor no lo dice la gente.

La gente poco me importa ya. Me sobran. Me sobran todos cuantos viven...

¿Yo también?

Bueno... De vez en cuando no está mal salir del pasillo...

Ya...

Y mejor si es en buena compañía –añadió sonriendo.

Cogí su camisa y la llevé abrazado a mí, oliendo tímidamente algo que me recordase a él. La puse sobre el manto de hierba y cuando di la vuelta mi tío se estaba desabotonando el pantalón. Me acerqué a él lleno de una emoción difícil de contener. Cuando llegué me agaché frente a él. Sólo respondió con una sonrisa, pero no cargada de resignación como hubiera esperado, sino de complicidad, o así me pareció verla. Acerqué mis manos a la cintura del pantalón mientras mi vista no salía del alborotado vello que asomaba por la bragueta, subió su cadera y comencé a tirar hacia abajo. El cuero se pegaba a su recia musculatura deslizándose con dificultad, pero a los pocos segundos apareció su polla adormilada, pero inmensamente bella.

¡Perdona, debí de tirar también del calzoncillo!

Nunca llevo.

¡Ah!

Desde los 16 años nunca me volví a poner un calzoncillo. Yo no era rápido jodiendo –explicó con picardía-; pero desnudándome no había quien me ganara. ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

¡Ja, ja, ja, ja!

Además que las excitaba un montón.

¡Claro!

Saber que entre su mano y mi polla solo hay una fina tela, las ponía muy cachondas.

Entiendo. Tendré que probarlo a ver que le parece a ella.

¿Cómo se llama, por cierto?

No te lo dije.

No, creo que no. No recuerdo.

Se llama Isabel.

¡Ah! Ahora recuerdo. ¿Pero no se llamaba Elena?

¡Bueno! Sí, Elena Isabel. Malena, le llaman alguna de sus amigas.

¡Menuda combinación de nombres!

Bueno ya sabes como es eso... –concluí misterioso.

Y seguí tirando del pantalón que desenguantaba la sólida musculatura de mi tío. Sin embargo, mis ojos seguían atrapados por esa polla adormilada y oscura que, aún en su estado, embriagaba. Se notaba desde esa distancia toda la ferocidad que acumulaba su músculo, toda la lascivia que portaba semejante hombría. Estaba mojado, como si fueran gotas de rocío, pero ni así conseguía la inocencia. Recordaba a un sexo sudado, supurante por su caudal de bravura, como un infatigable trabajador que se restriega en durmientes lodos, acumulando un poso de suciedad obscena que se tatúa en su cuerpo. Mientras deslizaba el pantalón aquel gigante dormido cobró vida. Frené mi impulso y me lo quedé mirando arrobado, perdido para el mundo. Fue una erección espectacular. Aquella polla que reposaba tumbada se fue llenando paulatinamente de su furia. Su despertar fue imprevisto, en poco tiempo la horizontal que mostraba pasó al recuerdo y la fortaleza de sus venas irguió aquel coloso, que se presentaba con pecaminosos vaivenes. De la base ancha de sus huevos emergía un falo grueso y viril, de piel oscura y turbadora, que era recorrido por gruesas venas que aumentaban su ferocidad. Una bestialidad que no disminuía con la altura, pues aquella circunferencia de trece centímetros se izaba orgullosa sin enflaquecer en su trayecto hacia un glande singular. Desde la atalaya de sus veinte centímetros, aquella corona ponía punto final a un falo nacido para bien follar. Con una carnalidad asombrosa que contrastaba con la morenez de su piel, aquel balano cautivaba por la agresividad de su forma. El frenillo se unía robusto al inicio del capullo izando dos fortalezas redondeadas, en las que despuntaba su orificio con unos labios igual de carnales. Aquellos "rodamientos" caían después vertiginosamente en una pendiente pronunciada que, a mitad de su recorrido, parecía explotar aumentando considerablemente el calibre de su hombría; después, en los bordes, se achataba levemente para apadrinarse con su fabuloso mástil.

Él notó mi mirada turbada, mi hechizo, y meneó sus caderas imprimiéndole una viveza a ese mango que regio se balanceaba con todo su peso, como si me llamara hacia él. Cuando salí de mi ensueño, lo miré con vergüenza; pero su ojo metálico guardaba otra embajada. Aquel acero frío templaba el calor de la cocina de su infierno. Había un brillo sucio y atrayente, un gesto en su rostro que invitaba a sumergirse en ese averno codicioso que mostraba su polla, que subrayaba sus labios afilados en una sonrisa canalla.

Mi turbación aumentaba al ver aquella invitación, pero el poco poso de vergüenza que me quedaba separó mi vista de aquel arpón que, aún así, seguía preso a mis retinas. Continué esforzándome con el pantalón. A cada tirón, aquella polla majestuosa amplificaba aquel movimiento con sus voluptuosas oscilaciones que, de refilón, seguían llenando toda mi avidez. Sin poder remediarlo, mi verga mostró en su cárcel el resultado de mis mudos pensamientos. Sobre la tela empapada de mi bóxer, mi capullo glotón cinceló su hocico. Su rostro me devolvió una sonrisa burlona que, sin más explicaciones, apuntó hacia mi entrepierna.

El rubor de aquel momento hizo que mi piel ardiese. Estaba azorado, sin saber cómo seguir, así que empleé toda la turbación que experimentaba para aplicarme con más fuerza. Súbitamente el pantalón se deslizó rápidamente llevando consigo la prótesis que calzaba. Ante mis ojos lo que apareció fue fascinante. Extremadamente erótico a mi entender. Su muñón reproducía a otra escala, su regio nabo. La fortaleza de su musculatura se quebraba abruptamente en un tajo feroz que mostraba un color encendido. Tenía una belleza deslumbrante y extraña. Toda esa constitución armoniosamente tallada, henchida de atractivo y virilidad, para, de repente, una nota discordante aumentara el morbo de aquella composición salvaje. La acaricié con dulzura, pero su solo tacto transformó mi intención en lujuria. Era como tocar esa verga enhiesta por la que mi nabo babeaba. Conforme pasaba mi mano, aquel color encendido daba paso a un blanco deslumbrante que iba dejando su vestigio por donde mis dedos consolaban su deseo. La caricia dulce se amasó paulatinamente con todo lo que aquel me hacía sentir. Magreé con gusto aquel muñón y unos leves gemidos abandonaron mi pecho. A mis lascivos magreos, él correspondió balanceándose sensualmente. Cuando me di cuenta de aquello, frené con vergüenza la debilidad que provocaba su incontinencia. Él freno lentamente sus embestidas y yo, cabizbajo, me tendí a su lado, sepultando mi cara contra las hierbas, enterrando mi polla erguida contra la frialdad del suelo.

Durante unos minutos nada dijimos, quizá esperando que fuera el otro quien abriese el fuego. Pese al frío del suelo, mi verga continuaba igual. No podía olvidar a quien tenía a mi lado. Escuchaba los sonidos de la naturaleza, pero era su respiración, el eco de su sexo, la que con mayor transparencia recogía. Era una respiración profunda, levemente agitada, que buscaba desesperadamente una serenidad que no llegaba. No sé si influido por él o por lo que intentaba reprimir, pero también comencé a jadear descorazonado. Deseaba irme, salir huyendo, pues sabía que cada segundo que pasaba, mi impudicia no hacía más que medrar. Temía su reacción. Aunque las señales eran claras, no sólo era un novato: también era un cobarde. Me asustaba la poderosa ambición de lanzarme hacía él y verme rechazado y avergonzado. Me asustaba ser ese maricón que se había negado con loas y preces, con avemarías y padrenuestros, con cilicios y disciplinas.

Pero lo era. Y lo era con él.

Las últimas horas habían sido demasiado fuertes como para seguir por iniciativa propia con ese galopar salvaje que la presencia de mi tío había inspirado. Estaba en un mar de dudas, rodeado por un océano de codicias. Apetencias sobre las que no tenía claro ni guión ni camino, sólo que quería estar con él, en sus brazos, en sus carnes prietas, en su sexo supremo; con él hasta ese final, que sabía que a su lado alcanzaría cotas que mi pequeñísima experiencia presentía que serían demasiado altas, extremadamente groseras, salvajes, placenteras.

Incluso mi deseo, a su lado, bajo su poderoso influjo, se revelaba con un rostro diabólico. Ahí estaba el amor que decía sentir, sin que yo viera que era el último pulso de mi mojigatería por salvar mi alma aunque condenase mi cuerpo. Porque era éste, y sólo éste, el que tenía el poder. Un poder sicalíptico, hediondo y escabroso que las fiebres de mi adolescencia habían sentenciado al silencio. Allí, cauto y sigiloso, se fue alimentando de mi negación. Dejaba que me entretuviese con cantos y rezos, mientras él se nutría con una obscenidad tan exacerbada que, ahora que me veía cara a cara con él, temía el bramido de su libertad. Ahí, sepultado en mis miedos y vicios, con mi pija erecta hasta el dolor, presentía que aquella manumisión liberaría a un espécimen tan ajeno a lo que creía ser, pero a la vez tan verdadero, que me convertiría en una entelequia.

Repentinamente, su mano nudosa y viril se deslizó con nitidez por la raja de mi culo. Con la sorpresa di un respingo. Tras esto me hundí de nuevo en la vergüenza de mi pudor, dejando que su mano continuara su rastreo. Sentí un cosquilleo urgente y placentero. Al mismo tiempo que deseaba que continuase, mi cuerpo serpenteó como guiado por el rechazo, como si fuera un pez fuera del agua y aquellos los últimos coletazos de mi puritanismo.

Con delicadeza avanzó por mis nalgas, revoloteando en comedidos círculos para bajar por los muslos y, en su voracidad, pasear por mi otra nalga, desprendiendo ahora, en sus profundos magreos, el mismo rubor que lucían mis mejillas escondidas. No dijo palabra, era su mano, su ternura, su codicia, la que hablaba por él, la que siguió subiendo por mi espalda, explorando la redondez de mis hombros que seguían ocultando mi actitud placentera. Se tumbó a mi lado y su sexo rugiente me arponeó con su peso, al tiempo que su mano continuaba su deseado viaje por los volúmenes de mi carne enfangada de sexo. Reptando por mi espalda atravesó la goma de mi bóxer y se internó en la sensibilidad que momentos antes había exacerbado. Al tiempo que sus húmedos y delicados besos se estampaban en mi sensitiva naturaleza, sus codiciosos dedos exprimían mi carne con lascivia. Temblorosos y ávidos de pasión, sus dedos arrullaban mis nalgas para después enterrarse en la raja de mi culo siguiendo su camino hacia mis cojones aprovechando el contoneo jadeante que no podía ni quería parar, y que ahora respondía a otros sentimientos. Los apretó con fuerza, obligándome a levantarme de dolor y a mirarlo suplicante. Fue en ese momento cuando me robó el primer beso. Sus labios candentes se pegaron a los míos y los mordió con disimulada saña abriéndome en suspiros y llenándose mi boca de su húmeda lascivia que perseguía el abrazo de mi temerosa lengua.

Era un placer extraño, pues este era mi primer beso. Me calentó enormemente, tanto que creí arder. Con un giro brusco me apreté contra él sintiendo como su recia idiosincrasia caldeaba todo mi ser. Mi verga se cobijaba a la sombra de su robusto mango, mientras su boca seguía devorándome presa de un feroz canibalismo. El calor del momento nos llevó a rodar por la hierba, a que nuestros cuerpos empapados de calor mesaran las últimas gotas del rocío que, al contacto con nuestra piel, se evaporaban mansamente.

Jadeábamos como perros siguiendo con ese revolcar que nos acercaba a un estado primitivo donde sólo mandaba el éxtasis, las órdenes dictadas por nuestras turgentes pollas que se refregaban en una pelea a muerte. En uno de estos giros, me despegué de sus labios. Tumbado encima, miré asombrado todo lo que él me ofrecía. Me lanzó un beso al aire y tras esa ternura, sus potentes brazos rugieron con la fuerza de sus músculos. Sus manos se anclaron en la goma de mis bóxer y con un leve gesto lleno de toda esa potencia que acumulaba su hercúlea figura, rasgó, como si de papel se tratase, la tela inocente que vencida, cerraba el paso a mi cándido y babeante falo.

El sonido del desgarramiento me produjo un estremecimiento que me adelantó de alguna manera todo lo que iba a gozar de la mano de esa entrepierna catadora, hábil y versada de todos los placeres. Cerré los ojos en expresión de goce, mientras con fuerza él agarró mi mango y me arrastró con violencia hacia su boca. Pese a ese gesto, yo sucumbí a la incontinencia de ese vicio anunciado. Su boca canalla se abrió al contorno de mi glande y comenzó a succionar con fuerza, a recorrer palmo a palmo los resquicios de mi capullo. La sensación me enervó y caí desfallecido sobre él aplastando con mi peso la fibrosidad de su hombría. Él seguía con ese apetito voraz que mostró en sus primeros bocados mientras yo no paraba de jadear y restregarme contra su complexión hecha a cicatrices. En los vapores de mi inconsciencia percibí que tremendo ardor se alojaba en ese simple gesto. Trémulo y lleno de agradecimiento, el cosquilleo placentero y húmedo de su mamada iba hurtando la cordura de mi ser. Me descubría como un recién nacido, alterándome segundo a segundo por todo ese diálogo nuevo que me encadenaba a su boca. Miré y vi cómo tragaba con apetencia mi falo hasta no hace nada adormecido por oraciones estériles. Su boca abrazaba el perímetro de mi rabo y sus mejillas se hundían empujadas por la sed succionadora con la que se aplicaba. Notaba su lengua juguetona, sus jadeos ahogados por mi polla, pero exudados por su vigorosa carne que yo acariciaba perdido, deambulando huérfano de saber por aquel prodigio lisiado.

Se me antojaban las numerosas cicatrices que jalonaban su piel y pasaba mis dedos hambrientos por aquellas protuberancias rosadas que, en mi febril comezón, tomaba como huellas de su ferocidad, como signos lógicos de aquella musculatura forjada a hachazos.

Su polla se alzaba poderosa como el mastil de un buque regio, como la única coronación posible de su naturaleza. Igual que su boca, aquella verga succionaba todo a su paso y como un faro ligaba tus instintos a su compañía. Su cadencioso movimiento hechizaba tu esencia, sintiendo que todo lo que anhelabas se encontraba en su nervuda complexión. La índole de aquel vástago le hablaba a mis inocentes ojos de la excepcionalidad de lo que mostraba; al mismo tiempo, presentías que toda la sabiduría que ocultaba estaba pareja, o superaba con creces, la belleza cruda y tenaz de su minga.

Temiendo que quemara, serpenteando aún por los vapores de la mamada, mi mano estremecida se acercó con tímida voracidad a ese engendro que brillaba desparramando sus líquidos generosamente. Su glande robusto y bruñido se balanceaba hipnóticamente ante mi ambición. Mis dedos aumentaron su estremecimiento conforme se acercaban a esa tea que ardía de pasión con un carmesí encendido y un aroma a sexo que te reducía a desear ser una boca mamadora o un sucio culo tragón.

Seguía con ese contoneo que dibujaba en el aire la pericia de su felación. Lentamente, como temiendo electrocutarme, mis dedos rozaron su glande. Me pareció que aquel leve roce se había transmitido por todo su ser, pues entre jadeos, noté como mi nabo recibía el adelanto de la voluptuosidad que aquel macho esperaba. Inicié mi paseo retozando por el perímetro de aquel goloso hambriento, y comprobé, como efectivamente, su cuerpo gozaba de una extrema sensibilidad que alteraba y multiplicaba todos los efectos a los que se sometía. Aquellas caricias que correteaban en ligeros círculos tuvieron el efecto de que su avaricia medrara dando una vuelta de tuerca a su mamada. Sus movimientos se hicieron calmosos, pero aumentaron en lujuria. Sus sorbos degustaban con mayor deleite el plato que cocinaba. Esa demora cambiaba la exaltación de segundos antes, por una mayor energía, un regodeo que marcaba con fuego calcinador cada músculo que tocaba, arrojándolo, con ese nuevo barroquismo que impregnaba todo, a un deleite nuevamente inédito que te adhería a la fogosidad de su apasionamiento.

Llevado por él, mi valor fue a más. Mi mano se deslizó por su fibroso tronco con la misma mansedumbre y energía que él empleaba con su boca. Apretaba con fuerza, sin que su dureza se resintiese en grado alguno. Bajaba mirando como aquellas robustas venas asomaban con pujanza volviendo a recobrar, tras mi abrazo dominante, su natural color oscuro y obsceno. Cuando llegué a su vello hirsuto de sus cojones, me recibieron doblegándose con pereza hasta que palpé el nervio de sus huevos. Firmes, anclados en su virilidad, se abrigaban de ataques llevados por el hambre por esa dura pelambrera que subrayaba su primitiva hombría. Una vez magreada esa espesa coraza, te sorprendía la dura determinación de esos cojones exaltados que encerraban en su asombroso tamaño toda la furia de mi macho. Los sobé con gula, llevado por ese tacto impúdico que alteraba mi sexo. Volví a subir por el pilar en el que se encumbraba su balano, y llevado por el ritmo de su mamada lo masturbé como transportado por un baile alocado. Con torpeza, abrumado por la gloria, mis masajes viajaban sin rumbo por su minga. En ocasiones, me agarraba a ella con ansia, como si de aquel modo pudiese de alguna manera soportar todo el exquisito ardor con el que él me alimentaba; en otras, mi compás se enviciaba en un galope encabritado que frenaba repentinamente por todas las oleadas de placer que me enervaban.

Retorciéndose con fuerza seguía preso a mi nabo. Su cara placentera me hablaba no sólo de lo que yo le estaba haciendo, sino de lo que él me hacía. Llevado por ese semblante ido acerqué mi boca a su mango. Como si fuera uno de los santos en los que perdí mi adolescencia, comencé a besar suavemente su base. Eran besos húmedos, pasionales, revestidos de cierta timidez que caía conforme iba subiendo por su fibroso falo. Los depositaba aquí y allá, impregnándolos con las babas ardientes que llenaban mi boca. Refregaba mi cara por su dureza, en una oración íntima que terminaría en la comunión de mi ídolo.

Me veo cegado por todas aquellas sensaciones; me veo arrastrando con lubricidad mis labios por su aguerrido pene; me veo sucumbiendo a mi egoísmo, atraído por ese faro carmesí que rugía como un volcán expulsando sus primeros líquidos; me veo abriendo la boca exageradamente y cayendo por el abismo de sus altivos centímetros; me veo anegado por su aplastante dureza; me veo quemado por su calor; me veo voraz, alumbrado por el sabor de su carne cálida que se arrastra por mi lengua temblorosa chocando inmediatamente con mi paladar y brincando exaltada de encontrarse en mis húmedas paredes; me veo ahogado por aquel intruso opresor al que me arrodillaba con adoración; me veo sintiendo un repentino cosquilleo que con violencia se sacude en mis cojones.

Me veo exhalando un suspiro abortado por la sabrosa polla de mi tío.

Me arqueé violentamente, mientras aquella corriente placentera conquistaba mi sentido. Distinguí, en mi ceguera, que la avidez enaltecida de mi tío volvía a escena ante las leves contracciones de mi carajo. Como estaba, me abalancé hacia él y comencé a follarle su boca tragona e insaciable mientras él se retorcía de placer, magreándome con gusto y succionando con mayor energía y celeridad. Veía mi rabo perforando con brío y nervio su boca babeante. Su rostro cegado seguía instalado en esa expresión extasiada. Mis caderas zumbaban con celeridad, llevadas también por sus manos que, poseyéndome, me atraían hacia él redoblando mi impulso. Tras esos embates feroces, seguí guiado por un fiero y ciego instinto que se había cimentado en mi sexo. Mientras me contorsionaba en mil tormentas celestiales que estallaban por todo mi ser, encabritándolo aún más. Advertí como mi lefa se agolpaba urgente y salía con una potencia inusitada, ensanchando a su paso mi mango perforador.

Rugí como un león; al igual que mi polla bramaba disparando sus balas de esperma. Era un grito extasiado que acompañaba a mi semen, que presuroso se refugiaba en el hambre de mi tío. Tragaba con avidez mientras mi polla seguía martilleando débilmente su glotonería. En todo aquel torbellino, me pareció escuchar, aunque lo que sí aseguro es que lo sentí con claridad, como mi leche se estrellaba apasionadamente contra las paredes de su boca, mientras su sed seguía ordeñando aquel manar que yo viví como interminable. Vaciaba con anhelo aquella sacudida orgiástica, mientras su lengua actuaba como detective paternal dejando reposar aquellos tragos precipitados en su gusto.

Caí al suelo preso de debilidad mientras mi tío Germán continuaba apresándome a su boca. Me arrebocé por el lecho fresco de la hierba, pero ni aún así logré separarme. Sus manos seguían magreando con destreza mi culo, sembrando en mi virginidad su vieja sapiencia. Rodamos, llevados por ese orgasmo que se aguantaba con los hilillos de los últimos estertores. Rodaba y gritaba, gritaba y rodaba, enardecido por aquel mamar urgente y placentero.

Y él sin separarse de mi verga en ningún momento, atado a ella como el feto a la vida del cordón umbilical. Es una imagen que sigue espoleando mis sueños más sucios. Los dos fustigados por el arrebato, atizando nuestros cuerpos en una comunión lúbrica que escocía nuestros sentidos hasta situarlos en un limbo donde purgar nuestros excesos.

Mi último disparo no mató a mi tío Germán que tras el último trago, siguió con la misma profusión limpiando con su diestra lengua mi herramienta. La exultante rugosidad seguía arando los rincones de mi polla entumecida por el éxtasis. Yo resoplaba con violencia, mientras que mis piernas se enroscaban en su cuerpo y volvían, presas por la fragancia que nos ligaba, a catapultar mi polla hacia esa boca que llevaba mamando como una cabrona por espacio de quince minutos y no daba señales de otra vida. Con violencia, mis impulsos levantaban su rostro que seguía fondeado en ese vaivén lascivo. Deseaba ver su cara, fundirme como en mis sueños en su contextura robusta, en su mirada turbia, en esa boca de sonrisa canalla.

En ese instante, en la alucinación del orgasmo, una nueva emoción se sumó a ese desfallecer. Frené esa follada inútil y lo observé con atención, y en esa mamada espléndida que se negaba a languidecer, me imaginé que yo era mi esperma .

Con el mismo apremio que su ávida necesidad, mi lefa bajaba presurosa al encuentro de su organismo. Llegaba a ese estómago aprisionado por su riguroso abdomen tallado y, como por arte de magia, mi leche poderosa comenzaba a traspasar sus absorbentes paredes. Su sangre roja e hirviente, de un color similar al de su glande, recorría con pujanza sus venas dilatadas. Y en ese río cálido, el fruto de mi sensualidad se sumergía llevado por el ansia de sus palpitos. A velocidades siderales me veía recorriendo cada guarida de su portentoso físico. Discurría por sus bíceps enérgicos que me atenazaban; fluía hasta llegar a sus manos, hasta situarme en la yema de sus dedos sobones y sentir la delicada firmeza de mis nalgas, el suave pronunciamiento de mi raja que recorrían con pericia, y la ajustada frescura de mi esfínter que, sudado, recibía exaltado sus primeros masajes; me derretía ahora por las venas que me llevaban a su corazón inflamado, con su martillar retumbante que me reportó como un suspiro a su torso, a esos espléndidos pectorales que armaban su coraza, a sus pezones sublevados y sensibles donde reposaba miles de terminaciones nerviosas que se contraían al son de su respirar; mi semen cálido se aireó en sus pulmones esponjosos, sintiendo el aroma embaucador de su respiración empantanada en mi sexo, que nutría de oxígeno la combustión continua de esa caldera ardiente que era mi mango aún en el nido acogedor de su boca. Ahora, en ese viaje atropellado, mi espeso semen recorría su ostentosa espalda, bajé por su columna y me zambullí en la musculosidad de sus nalgas, igual de talladas que todo él, netas y torneadas, levemente separadas por la depresión de su raja; quería ir ya al bastión de su hombría, pero esa riada impetuosa me llevó a sus piernas, a ese gemelo duro y extremado, para catapultarme de nuevo a su ingle y transportarme a un viaje bruscamente interrumpido por ese muñón que tanto me recordaba a su pijo; ahora subía precipitadamente hacia sus majestuosos hombros y me impulsaba hacia su cuello siguiendo el circuito que esculpía su belleza descarada. Mi lefa presagiaba el poder hechizante, que lograba que mi arma siguiera igual de dura y violenta, entre esas paredes encharcadas y acogedoras; ahora sí, ahora me arrojaba velozmente, con el empuje de mi anhelo, hacía ese cimbel babeante y lustroso que despuntaba en su entrepierna; ahora apreciaba en sus cavernosidades la fiereza de ese engendro que araba con su gravedad la tierra por donde se cimbreaba con lascivia.

Me sacudí de mi sueño despierto al sentir como aquellos dedos, que mi esperma había contemplado con su cara melosa, cruzaban ahora con descaro esa puerta cerrada a cal y canto. Padecí un dolor agudo, lleno de mil cuchillas que amplificaban de un modo curioso el color de aquel sufrimiento. Tras mi grito, sus yemas volvieron a mostrar su faz mimosa y giraron suave, muy suavemente. Como alas de mariposa que revoloteaban con calma por mis paredes que se abrían a un gusto distinto. Era un placer incomparable. Como un recién nacido traía la alegría inaudita del que llega, con el lloro agudo del que nace; y ese nacimiento era a la vez placentero y doloroso, lleno de la misma incertidumbre con la que se construye la existencia. Esa aflicción que gemía con dolores agudos al más leve movimiento, alteró mi aspiración pese a la delicadeza, o más bien maestría, con la que obraba mi tío. Se quedaba quieto esperando una tranquilidad que para mí no llegaba. Azuzado por el deseo, pero también temeroso del dolor, mi culo se cegaba con porfía.

¡Tranquilízate! –rogó en un tono comprensivo-. ¡Tranquilízate!

Sí; pero duele...

Claro que duele; pero también gusta. ¿No te gusta? –preguntó al tiempo que realizaba un meteisaca infantil con su dedo descarado-. Te gusta, ¿verdad? –afirmó-. Aunque ahora no lo creas: todo va a más. ¡Pero relájate, hombre! Déjate llevar, mi niño, déjate llevar... ¡Verás que gusto...! ¡Verás que gusto! –repitió ensimismado, mientras su índice se hundía en la caverna de mi dolor, en la cueva de mi gozo-. Si no me equivoco, estás hecho para gozar como un cabronazo. Te lo garantizo. Verás como no vas a parar de decirme "fóllame, fóllame" del gusto que te va a dar.

¡Iiicccss! ¡Ay!

¡Calma! –afirmó cariñoso-. Mucha calma. ¡Tranquilo, sobrinito! Ya habrá tiempo para alterarse. No tengas miedo y relájate.

¡Te juro que lo intento, pero no lo consigo! –argumenté con cierta pena, pues nada deseaba más que ser follado-. Lo intento, pero no lo consigo...

Lo sé. Tenemos tiempo. Creo que no voy a parar de follarte en lo que queda de mes...

¡Aaaaaauuuuuuumm!

¿Te gusta?

A veces...

Pues esas "veces", son las más.

Seguía con ese meteisaca impúdico revelándome nuevas notas que me anunciaban esa alteración que él presagiaba con escabrosa seguridad. En aquel momento, su rostro expresaba una obscenidad sobresaliente. Su mirada metálica refulgía y sus labios húmedos, al borde de mi balanceante polla, se afilaban en una mueca ávida, mordiéndolos con una rabia voluptuosa que marcaba el ritmo de aquellas primitivas perforaciones que continuaban con un tesón más ardoroso. Volví a estremecerme al entender que todo él era una caldera de sexo. Reposando sobre su torso, herido y macizo, su solo tacto prendía fuego en mi piel. Así, aquellas heridas de su bravura tullida, eran para mí las huellas de su fogosidad salvaje que expresaba todo su ser. Su respiración agitada, pero cargada de un poder dominante, su recia musculatura preñada de una fuerza insolente, y esa tranca totémica y orgullosa, revestida por el don de la fortaleza, pero también por un manar continuo de jugos que la hacían irradiar ese sexo que traspasaba las lindes precisas de su contorno feroz para arrobar tu mirada. Recuerdo que en ese momento comprendí que siempre lo había deseado y un viejo recuerdo acudió a mi tan vivo como el galopar de mi pija.

Cerré los ojos y dejé que sus manos voraces siguieran horadando mis entrañas, regando mi piel con el calor de sus avariciosas caricias que sembraban una calentura hipnótica, pues despejaban el dolor para llamar a la codicia del anhelo codicioso. Sus fogosos bombeos barrieron las telarañas de la evocación dormida que regresaba a mí guiada por los deliciosos fogonazos por los que transitaba el deleite.

Como en los sueños, dudé si aquellas imágenes espectrales respondían a la verdad o eran una reminiscencia más de mi calentura, pues al tiempo que se generaban me sorprendían por su novedad. Era una memoria tan oculta que mientras se hizo física viví aquel pasado como un tiempo lleno de la misma incertidumbre que el presente.

Un relámpago iluminó el cuarto. En su breve fulgor una silueta poderosa descansaba su fortaleza en la cama contigua, cubierto tan sólo por una tenue sábana. Por ese tiempo inclemente, podía ser invierno, aunque en Galicia uno no llega a sentir nostalgia de esa estación presente de alguna manera a lo largo de todo el año; sin embargo, lo poco abrigado que estaba aquella mole indicaba que podía ser verano. Una tormenta de verano.

Mascaba el pánico hasta apreciar su sabor amargo que me secaba la garganta, mientras el retumbar de los truenos incrementaba mi terror que no encontraba ningún asidero para reposar. Cerraba los ojos, pero los fulgores de la tormenta seguían labrándose en mis retinas con una presencia más fantasmal y terrorífica si cabe. Cuando por fin los abría, la oscuridad de la estancia había tragado todo perfil hasta hacer más amenazante los aledaños que no distinguía.

Era como una nada absoluta, donde la persistente lluvia era el único latir de vida. La descarga arreció violentando con su resplandor metálico toda la alcoba. En aquel caos, distinguí en su serenidad el único faro de mi salvación y una voz aflautada y melosa que ya no recordaba imploró auxilio. Desde la lobreguez, una voz arrastró su grave paso hasta calmar mis temores. ¡¡¡Era la voz de Germán!!! Hasta ese momento, ignoraba todo, dónde estaba, quien era él, e incluso si era yo el que estaba ahí; sólo el poder exorcizador de su voz, logró conjurar la remembranza. Ahora, desde mi presente, distinguía notas que en aquel pasado que ahora revivía me pasaron desapercibidas. "¡Claro, sobrinito! Ven aquí. Estarás mucho mejor. Yo te cuidaré..." llegó a mí cargado con la misma lascivia que minutos antes. Cuando la estancia cobró vida con el súbito relámpago, brevemente contemplé su cuerpo desnudo, cubierto por esa perfecta geometría con la que se expresaba su vigor, y en una postura insolente que mostraba con mayor pericia su juventud y belleza. Como un barco salvavidas su brazo se alzaba fornido desplegando la sábana, que a mí me asemejaba el velamen que esperanza al naufrago. Me levanté de la cama y cuando ya me disponía a ir a su encuentro las tinieblas volvieron a crear la nada. En ese momento, rogué que un nuevo rayo iluminara mi corto paseo, que en esa negrura se aparecía eterno. El rezo tuvo su efecto y un nuevo rayo irradió el dormitorio. Me vi reflejado en la luna del armario, dando pequeños pasos que ahuyentaba a un cuerpo diminuto del espanto. No debía de tener más de ocho o nueve años; quizá menos, no me quedó claro. Rápidamente fui hacia su cama, esperándome él cubierto por ese esplendor de la luz y de los años. Era una estampa poderosa, llena de la misma furia que hoy lo alumbraba, pero tamizada no por la rabia que al presente regía su empeño, sino por el orgullo de verse joven y guapo, lo que desplegaba en él unas esencias de frescura y osadía.

Puede que fuese la serenidad de verme a salvo, pero al contacto de su piel experimente una sensación sosiego que relajó mi nerviosismo. "Tenías miedo –dijo abrazándome con ternura hasta unirme cálidamente en él-. ¿Por qué no lo dijiste antes? Seguro que llevas ahí sufriendo todo el rato. ¡Ay, Dieguito... Ay....!! Y yo allí, dejándome abrazar, dejando que alborotara mi pelo, satisfecho ya por verme a salvo, respirando la tibieza de su piel desnuda y dejándome acariciar por ese vello suave y tupido que me arrullaba al son de su poderosa respiración. Me doy cuenta de que estoy feliz, y que es tal mi felicidad que correspondo a su abrazo buscando ese cobijo que me proteja, como el regazo de una madre, del poder maléfico de la tempestad. Me acurruco en su tensión omnipotente y escucho el palpitar de su corazón que gana, con su marcado paso, a la ofuscación de la borrasca. Me asombra la fuerza de su corazón, su palpitar nítido y potente, tan determinante que desvanece otra realidad que no sea la suya. A la vez, la desmesura de su fuerza me fascina, me embruja. Siento la fortaleza de su musculatura descocada, ese tacto duro, pero tierno. Absoluto en sus formas, pero delicado en sus expresiones, en esas caricias con las que sigue agasajándome. Su voz suena espesa y densa. Cada palabra, buscando mi tranquilidad, termina por estrecharme. Igual que sus brazos, con la misma fuerza que su cuerpo, sus promesas siguen vivas incluso en el silencio con el que puntúa su parlamento. Nada muere del todo a su lado.

"Ya no tengas miedo. Yo te protegeré. Yo te cuidaré toda la noche... ¿Estás mejor, verdad?", pregunta acariciándome con ternura. "Sí, tío. ¡Estoy en la gloria!" Esto le hace reír y unas carcajadas varoniles, que espantan a la tormenta, alegran la estancia con su seducción. Como una muestra más de mi estado, mis labios infantiles plantan un beso sobre el manto de su vello, intentando dar al corazón. "¿Me quieres mucho?" Yo no respondo, sino que me pego más a él y vuelvo a darle el mismo ofrecimiento. "Parece que sí"

Un nuevo relámpago ilumina el dormitorio y veo su rostro como suspendido en la reflexión de ese amor que le tengo. Su mirada metálica se dirige a mí, en su rostro se esboza una sonrisa que muere en la penumbra. Yo trato de imaginármela, pese a mi timidez, me complace saber que yo doy felicidad. Y en eso estoy cuando siento que sus labios se posan sobre mi frente para marcarla con un apego tan profundo que me sorprende. "Yo también te quiero mucho, Dieguito. Yo también te quiero mucho..." Y vuelve a depositar otro beso mientras toma mi cuerpo para situarlo a su altura.

Su respiración me acaricia. Es cálida y reparadora como el bálsamo de sus caricias que continúan calando en mi cuerpo. Yo correspondo a ellas y mis manitos, torpes y suaves, recorren la contundencia de su pujanza. Es extraño, pero mis dedos ven. Percibo el temple de su piel y esa desmesura con la que se ordena. Sus anchos hombros, el nervio de sus bíceps, la contundencia de sus pectorales, todo tallado desde el coraje. Maravillado por sus atributos, mi pensamiento sale libre, con la misma necesidad que una respiración. "¡Qué fuerte eres, tío Germán! ¡Qué fuerte eres...! Yo, de mayor, quiero ser como tú", afirmo mientras continúo paseando mi delicada ignorancia por la magnificencia de su torso. "Serás... Es nuestra casta. Verás como serás como yo". Y sella su promesa, ignorando lo certero de su predicción, con otro beso; pero este no en la frente, sino a las puertas de mis labios que siguen recibiendo las zalamerías de su respiración. Me siento turbado, pero extrañamente excitado. Es la primera vez, que yo recuerde, que unos labios rozan los míos. Me siento contento, tan contento que sigo el juego y deposito con urgencia lo mismo que he recibido. Me río de mi atrevimiento y también me avergüenzo. No veo otra salida que volver al nido abandonado y entre risas sigo baldeando sus labios con mis besos torpes pero cariñosos. Como en un duelo, nos enfrascamos en una pelea de ver quien besa más. Acribillo sus labios en salvas continuadas que no logran vencer su tesón por mucho que aumente la cadencia. Haga lo que haga, mi voluntad se estrella contra la suya. Desesperado lanzo mi última ráfaga añadiendo a mis disparos una fórmula infalible que garantizaba mi victoria: "¡Y así hasta el infinito", dije cesando repentinamente.

Ahora, viviéndolo de nuevo, veo que con mi tío Germán no sirven las fórmulas que empleamos los niños. Hay que jugar como un hombre, cuando se juega con él. Está quieto y yo lo imagino sorprendido por mi victoria, tratando aún de sobreponerse a este final sorprendente. La luz vuelve a iluminarnos; pero para mi sorpresa, por su rostro no asoma ninguno de mis presagios. Se acerca y tomándome entre sus manos me besa apasionadamente, con una fuerza tan increíble que siento como la humedad de su arrojo traspasa mi boca. Es un beso profundo y desconocido para mí. Su lengua traspasa mi boca y siento con una claridad mayor que la del relámpago el sabor y calor que lleva. Termina, al cabo de unos segundos que se hacen extrañamente largos, despegándose, arrastrando suavemente sus labios jugosos por mi cara. "Infinito más uno", dice mientras me deposita un beso más tierno que todos los anteriores.

Ahora es la tormenta la que está en mí. Estoy aterrado; pero es un miedo distinto al que sentía en mi soledad. Mi corazón galopa y aunque no lo veo, un rubor indomable hurta mi inocente morbidez. Sin saber qué hacer, me escurro entre sus brazos deslizándome por su torso intentando huir de su mirada, de su rostro, para agazaparme en el abrazo cálido de su cuerpo. Mis manitas recorren su contundencia con timidez y aturdimiento, pero ese vientre plano que antes me acogía tiene un nuevo inquilino. Siento su poder, pero ignoro qué es. Con curiosidad, mis deditos intentan trazar la fotografía. Palpo con delicadeza. Está caliente y mojado. Es una agua caliente, pero no es agua, pues es suave como una caricia. Sigo recorriendo con impericia aquella carne dura y palpitante, sin hacerme una idea de qué puede ser. La lógica de mis años, destierra la sensatez de la realidad. No puede ser el "pipí" es demasiado grande para que sea la colita; pero conforme voy bajando por el talle y voy surcando su robustez, las evidencias se agolpan de tal modo que no cabe otra posibilidad. "¿Qué es esto, tío?", pregunto incrédulo, mientras mis manos se han prendido de su polla tratando de averiguar las dimensiones del engendro. "¿Tú qué crees?", responde sin detener mi exploración. "¡¿La pilila?!", digo sorprendido y aún dudando al haber descubierto la fertilidad del vello que acompaña a sus arrogantes cojones. "Sí", afirma orgulloso. "¡No puede ser...!", contesto continuando con mi examen e iniciando la vuelta hasta su capullo aprovechando para medirla con la mano, "¡Si son tres cuartas!", añado asombrado al tiempo que armándome de valor digo: "¿Puedo verla, tío?" "Claro", me responde quitándose la sábana de encima.

Estoy expectante, deseando que un relámpago ilumine el dormitorio; pero éste no llega. En la espera, me separo de él, pues entiendo que algo como aquello hay que verlo desde la lejanía. Bruñido, soberbio y altanero, resplandece ante mis ojos profanos. Fueron dos o tres segundos, pero aún en la negrura mi retina seguía llena del hechizo de aquel coloso. No pronuncio palabra ni respiro y de nuevo su voz arrastrada me saca del embobamiento. "Será mejor que encienda la luz". Y la luz se hizo, y como si la mano de Dios estuviera allí, creo de la nada el paraíso.

Reposaba en toda su extensión sobre la cama. De pies a cabeza una corriente de tensión recorría enérgica y viril el laberinto de volúmenes de su constitución, trazando a su paso resueltas soluciones que amplificaban su potencia. Para mí, viendo aquello, era como si saliera de las páginas de un cómic encarnándose en él todos los héroes que escoltaban mi fantasía. Tenía esa insolencia de la juventud que en él se reproducía con la exuberancia con la que se adulaba su belleza. Era tan macho, que sobrecogía. Miraras a donde mirases, aunque mi mirada no se apartaba de cierto punto, todo estaba presidido por un combate a muerte entre la hermosura y la fuerza. Sin embargo, esa contundencia que se expresaba a todo lo largo, hallaba su centro de gravedad en aquella verga majestuosa que con peso grave caía sobre su abdomen recio. Toda la ferocidad de aquella fibra se resolvía en su pija gruesa y refulgente, bañada generosamente con una sangre palpitante que la aviva de un modo extraordinario. "Acércate. No tengas miedo, repuso cariñoso, no muerde. Puedes jugar con ella si quieres. ¿Te gustaría jugar?" Subrayaba la palabra jugar de tal modo que los sentimientos de culpabilidad y temor que mi educación podía imponer se diluían en lo que era mi actividad de aquellos años: jugar. "No tengas vergüenza, añadió llevando mi manita hacia su tranca, está ahí para jugar. ¿Por qué quieres jugar, verdad?"

No respondí sino que dejé que su mano guiase la mía. La bajó por ese talle nervudo e impúdico hasta caer en el mullido plumón de sus cojones, con su vello hirsuto y peleón; la volvió a subir hasta dejarla en su glande del que seguía manando aquel acrisolado fluido. "¿Te estás haciendo pipí, tío?" Volvió a soltar esa carcajada que amilanaba a las tormentas y mirándome más encendidamente, desde el fulgor de su mirada, asomaron las primeras palabras caldeadas por el ardor de la situación. "¡Que gracioso eres! -agregó comprensivo-. No es "pipí". No todo lo que sale de ahí es "pipí". Puedes probarlo si quieres". Tomó toda la grandeza de su polla y la dirigió hacia a mí en un ademán de invitación. Yo acerqué mi curiosidad guiado por ese aroma penetrante que emanaba. Olisqueé hasta que su sexo colmó mi olfato. Cuando éste se sació con la novedad de aquel aroma embriagador, la punta de mi lengua salió escrupulosa para tomar aquel liquido hipnotizante con su resplandor. Pasó timorata rozando aquel carmín encendido y empapado, y un leve suspiro cruzó los labios de Germán. Con precaución caté su sabor, sin llegar apreciar rasgo alguno que me hablase de su naturaleza. Volví de nuevo, con mayor osadía, a deslizar mi lengüita por su enorme balano. Dejé que se arrastrara hasta que los jugos arrasaran mi paladar y quedar a las puertas del origen de aquel fluir incesante. Ahora sí sabía.

Su resabio rimaba con el poderoso baluarte de su hombría. Era fuerte, acre y seco. "¿Te gusta?", preguntó con afecto. "Sabe muy fuerte –objeté-. Tiene un sabor raro". "¿Tú crees? -interrogó con cierta curiosidad científica-. Puede ser. Igual que nuestras caras son diferentes, puede que también sea nuestro sabor, que cada uno tenga un sabor particular como tiene las huellas digitales. ¿Sabes que las huellas son distintas y que no se repiten?" "Si. Claro", respondí sin saber por dónde iban a ir los tiros y tomando su cipote como un micrófono. "Se me ocurre, continuó diciendo, que me dejes probar la tuya, ¡a ver si es cierto lo que dices". "¡Y no será pecado, tío!", repuse con inocencia. "No. Tranquilo. Nada de lo que hagamos es pecado. ¿Qué te parece?" "Vale -añadí preso de la emoción-. Entonces, sí"

Me izó y me sentó sobre su regazo encima de su verga que sentía con todo detalle. Aflojó el primer botón y antes de proseguir me inclinó hacia sus labios volviéndome a besar. "Si quieres, dijo, también puedes besarme. No hay nada malo. Recuerda que nos queremos". Como siempre no supe qué responder, sólo me tumbé sobre él y le di un beso, quedando en esa posición mientras acariciaba con ternura mi espalda. Al rato, volvió a regarme con sus besos mientras me izaba sin esfuerzo alguno. Por fin fue desabrochando con lentitud cada botón, parándose en cada uno el tiempo suficiente para disfrutar de lo que la tela iba mostrando. "Eres muy guapo, comentó antes de despojarme del pijama, ¡muy guapo! Vas a ser mejor que yo. Eres como un ángel, como un pequeño príncipe. Destrozarás todos los corazones que quieras. No te avergüences –aconsejó mientras me despojaba de la chaqueta-. No es malo estar hecho como tú". Ahora que lo vivo, percibo que no sólo era la vergüenza lo que me cubría de pudor. Era una excitación extraña que estaba recorriendo mi cuerpo animándolo a despertarse, violentando la pureza que me envolvía. Y por mucho que lo intentara, no podía frenar aquella bola de nieve que no había hecho nada más que empezar a engordar.

Tomó mi rostro y lo dirigió a sus ojos. Me sonrió con ellos y de alguna manera, aquella complicidad calmó sólo mi retraimiento, pues la osadía de mi sangre continuaba libre. Se sentó sobre la cama y me abrazó con fuerza apretándome contra su minga que marcaba mi ingle. Me volvió a levantar e imitando al "más difícil todavía" añadió un redoble mientras bajaba y subía rápidamente la goma del pijama y el calzoncillo, hasta que finalmente, en el clímax del redoble, bajo bruscamente el telón dejando al descubierto mi pilila erecta. "¡Es preciosa!", afirmó anonadado. "¡Pero es pequeña!", repuse pudoroso. "Ahora sí; pero más adelante será como la mía o más". "¡Tendré una como la tuya!", exclamé contento. "O más. Puede que más", sentenció con una determinación en la que no cabía debate alguno, pues el orgullo que estaba mimando ya no lo permitía. Tras eso, esa boca en perpetuo estado de placer se abrió delicadamente y comenzó a mamármela.

Sentí tanto gusto que me reí. Traté de huir de aquellas caricias húmedas y embriagadoras que me enloquecían hasta hacerme serpentear. Pero él me sujetaba con terquedad, tomándome por las nalgas e iniciando un suave y placentero masaje, mientras yo no paraba de reírme. Era una risa distinta, placentera, pero histérica, pues exacerbaba mi sensibilidad con esa lengua que recorría en su amplitud todo mi pito, incluidos mis cojones. Aquel masaje se expandía frenético por todo mi cuerpo en oleadas resueltas y fulminantes que me encabritaban. Llegado un momento, me aferré a su pelo para no perder ese equilibrio que derrotaba con sus succiones. Mi respiración, igual que el corazón, se aceleraba. No podía explicar qué me pasaba. Todo era tan fuerte, que se escapaba a mi entendimiento. Por un lado, deseaba que parase pues temía morirme de gusto; pero por otro, ¡era tan, tan rico que hubiera continuado así toda la noche! En mi inocencia, manifesté con voz tremula aquellas impresiones que me arrasaban. Aquello lo vigorizó y comenzó una exploración más descarada y pasional. Besó mi pajarito, y abrió mis piernas para sepultar su apetito entre ellas. Su lengua rugosa se arrastraba frenética por mi ingle llegando hasta mi ano y produciéndome unas sacudidas que me hacían explotar de "gustirrilín". Comenzó a acariciarme con pasión, a besar todo mi cuerpo, a zarandearme buscando aquellas partes que no había sobado su lujuria. Yo me dejaba hacer, pues seguía encadenado a ese gozo inaudito. Tras saciarse durante unos minutos, volvió a tomarme y miró con una intensidad que traspasó mi piel. "¡Bésame!"

No lo tomé como una orden. El color de su voz reflejaba el rojo de la pasión, pero también ese verde esperanzador que rogaba a mi ánimo la misma necesidad que él sentía. Me acerqué y abracé su cuello robusto. Su respiración agitada acariciaba mis rizos y fui dirigiéndome hacia sus labios depositando pequeños besos hasta llegar a las lindes húmedas de su pasión. Volvió a abrir sus fauces y entró en mi boca. Sentí ahogarme y me separé bruscamente. Con su lengua me indicó que regresara. Y aquello sí fue una orden. "¡Es que me ahogas!", repuse enfadado. "Ahora ya no. Ya verás" Y volvió a tomar mis labios y con una delicadeza exquisita fue espoleando mi pasión. Al rato, mi lengua entró en su boca. Fue tal la sorpresa que paró por un momento hasta que comencé a jugar con ella. Lo llené de tal emoción que retozamos por la cama, así hasta que quedé encima. "¿Lo estás pasando bien?" "Sí, tío, muy bien". "Hay una cosa –añadió misterioso-: Esto no se lo tienes que decir a nadie. A nadie, ¿entendiste?" "¿Por qué, tío?" "No lo entenderían. Además, es nuestro secreto. ¿No quieres tener un secreto conmigo?" "Sí". "¡Júramelo!" "¡Lo juro!" "¡Así me gusta!", dijo dándome un beso en la frente que sellaba nuestro pacto.

"¿Quieres que sigamos jugando?" "¡Claro!" Me tumbó en la cama y se arrodilló frente a mi blandiendo en su mano aquella minga rebosante. Durante unos instantes la meneó con brío. Por un momento lo imité y aquello pareció complacerle pues me dirigió una sonrisa de complicidad. Me agradaba hacerlo y verlo. Ver aquella mole de anchos hombros y estrecha cintura, totalmente cincelado, desplegando ante mí toda su hombría, mientras yo seguía con mirada atenta los masajes de su nabo. Al rato cesó la masturbación y me abrió un poco las piernas situando entre ellas su cipote. "Ciérralas con fuerza", ordenó. Yo seguí su mandato, sintiendo entre mis piernas el ardor que irradiaba su pijo que comenzó un lento vaivén. Entraba y salía arrastrando mis carnes. Su glande perforaba con violencia el diminuto pliegue, mientras todo su torso se agitaba mostrando la tensión de su empeño. Al rato se tumbó de lado y poniéndome a mí frente a él y en la misma posición, volvió a poner su tranca entre mis piernas mientras me sujetaba por la cintura. Arponeó con vigor, sintiendo como su rabo se lanzaba vertiginoso por mi entrepierna hasta que su vello acariciaba mi colita erecta; de nuevo, volvía a salir hasta dejar mis sensaciones huérfanas. Su tranca cruzaba limpiamente la languidez de mi cuerpo en un bombeo perentorio que puntuaba con sus jadeos. Sin saber por qué, yo estaba igual de excitado y trataba de asirme de alguna manera al fortín de aquella masa ruborizada por los espasmos. Tomaba mi mano y la llevaba a su encharcada boca para chuparla, sin que eso amilanara sus embestidas que férreas que friccionaban mi piel hasta producirle un masaje gustoso que, como la mamada, asolaba mi entendimiento.

Era una masa de incontinencia, pues todo él estaba arrebatado. La tormenta continuaba, pero a mis ojos, toda aquella energía se concentraba en aquella constitución fustigada por deseos irrefrenables. Estaba el trueno de su palpitar que cabalgaba entre mis piernas; también el fulgor metálico del rayo que centelleaba en su mirada ardiente; como la lluvia que empapaba su boca encharcada en babas, o ese sudor que satinaba la musculatura poderosa de su esbeltez. Era sexo. Un sexo tormentoso y encabritado que zumbaba con violenta arrogancia, que galopaba en sus jadeos y gemidos, que me transportaba, en mi candidez, a la misma hoguera donde él ardía.

Era un títere entre sus manos. Una marioneta dislocada por la sensualidad que aquel demiurgo conjuraba. Me vi arrastrando mi manito por el vello abundante de su pecho vehemente, empapándome de su sudor y deshaciendo aquellos rizos viriles que recuperaban su tenacidad tras mi caricia. Me vi gimiendo como él; ¡y ahora viene lo sorprendente!: Cuando comencé a gemir, no era un simple plagio. Mi cuerpo, poseído por esa febrilidad, se alteró totalmente, y un gusto distinto, nuevo y poderoso, sacudió mi conciencia. Sentí por unos instantes, breves y misteriosos, como si me desencajara. Noté claramente como aquello, que en ese momento había vivido como producto de sus perforaciones, era una respuesta de mi naturaleza en rebeldía, un despertar. Me vi recorrido por mil corrientes arrebatadas que cegaban mi razón, al tiempo que un gustazo indescifrable me enajenaba. Percibí, con toda claridad, como aquella explosión volvía a recuperar su centro de gravedad situándose en mi colita a la que miré asombrado mientras un líquido transparente manaba con decisión. Fue una eyaculación mansa, pero para mi sentir, intensa. Con orgullo, tomé mi fruto, y con el mismo sentimiento aprecié la suavidad de su tacto. Lo llevé hacia mi nariz sin distinguir ningún aroma que me hablase de su condición. Dispuesto a resolver el enigma lo acerqué al rostro delirante de Germán. "Mira. Salió de mi colita". Su rostro atónito frenó su cabalgada, y una sonrisa canalla prologó su parlamento. "¡Dieguito. Te has corrido, maricón! Estás hecho un machito". Tras eso chupó con fruición, mientras yo preguntaba qué era eso.

"Ahora lo veras", respondió volviéndose a poner de rodillas. Apuntó con su tranca y empezó una paja salvaje. Le daba con tal nervio que su cuerpo enrojeció con el esfuerzo. Su mano avanzaba enardecida por aquel talle abundante, mientras que con la otra se magreaba los cojones. Un instante después, sus jadeos fueron a más, al tiempo que su rostro se contraía en una mueca tensa y placentera. Pero lo más asombroso fue su polla. Desde el vértigo de su robustez inició una ráfaga de disparos violentos y salvajes que se estrellaban contra mi cuerpo quemándolo. Era, igual que la sangre, nuestra amiga, la vieja y conocida lefa. El primer disparo fue un tiro largo que reposo sobre mi pecho en un manchón afilado y espeso; los demás continuaron acercándose a mi rostro hasta empaparlo.

Yo estaba sorprendido, alucinado. Mis manitas se acercaron temerosas a aquellos restos candentes, mientras Germán apretaba con fuerza su minga exprimiendo los últimos frutos que salían débiles por su glande. Me miró y sonrío mi temeridad. "¡Pruébala!". Su lefa se escurría mansa por mi rostro, por mi cuello. Saqué mi lengua y la dirigí hacía la comisura por la que fluía aquel aflorar cálido. Tomé mi ración y un sabor fuerte se apoderó de mi paladar. "¡Qué fuerte!" "¿No te gusta?" "Sabe raro", objeté. Al instante él se inclino sobre mí y allí donde reposaban las reliquias de su virilidad, lamió con pasión produciéndome unas cosquillas placenteras. Como un perro de caza siguió el rastro de sus piezas, lamiéndome con una pasión encendida que combinaba con besos húmedos. Así hasta que toda mi cara se cubrió de su saliva. Nuevamente me acercó a su regazo y al tenerme allí volvió a besarme con esa ternura que me enloquecía. Ahora sus besos sabían distintos, con ese sabor fuerte que le era propio.

Tras eso, apagó la luz. Y en la negrura de aquella habitación volvió a acariciarme, a besarme tiernamente, mientras la noche seguía vomitando esa tempestad inextinguible. Me situó de lado, con su pinga adormilada sobre la raja de mi culo, y allí volvió con su tranquilizadora a hablarme con la pasión que se había anclado en nuestro lecho.

Igual que entonces, su pija reposa su fortaleza sobre la raja de mi culo. Sus palabras vuelven frescas a mí en un juego en el que el pasado se trenza con el presente.

¡Di lo que quiero escuchar!

¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué dices?

¡Dime –repite dilatando las sílabas hasta llenarlas de autoridad- lo que quiero escuchar! Vamos.

He perdido conciencia del ahora; pero mi cuerpo, atento a sus exigencias, responde por mí. Se cimbrea sobre su mango al tiempo que dice:

¡Fóllame!

¡Más...!

¡Fóllame! ¡Fóooollllame! ¡Fóllame!

Es curioso como viene esta palabra a mí. Es una palabra que nunca usé, pero que aparece como un reflejo. La sigo repitiendo y en cada nueva aparición voy desvistiendo mi deseo, destilándolo hasta que alcanza un grado de pureza y profundidad desconocido para mí, pero que me vuelve a hablar de mi recóndita y furtiva naturaleza.

¡Fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame, fóllame!

Era mi respiración, e igual que necesitaba el oxígeno para vivir, necesitaba ser follado para ver que realmente había vivido. No dejé de repetirlo, de acompañar con susurros anhelantes aquella glotonería que él me había engendrado. Con fuerza magreó mi cuerpo sembrando las semillas que florecían por mi garganta. Era devorador, haciéndote suyo de tal modo que gozaba su placer. Lo sentía en todo, aunque ahora se deslizaba avariento hacia mis nalgas que se abrieron a sus manos excitadas.

Cuando sentí su lengua por la raja de mi culo, me perdí. Estaba enloquecido por el ardor, por aquellas caricias húmedas e impactantes que regaban mi ano propagándose como latigazos por todo mi ser. Su maestría enardecía. Se notaba su hedonismo de tal manera que parte de él llegaba a ti amplificado por su destreza. Abrió mi ano libando sus jugos como hambriento abejorro, perturbándome en cada una de sus ávida succiones.

Me preguntaba hasta dónde podía llegar todo aquello, si estos primeros pasos se anunciaban con tal riqueza. Ni mi fantasía, que horas antes se había acercado a este momento, vislumbrara en su calentura lo que ahora acontecía. Su lengua cruzaba limpia y rugosa hasta sacudir mis entrañas de placeres inauditos. Siguió allí durante unos cinco minutos, mientras yo como única respuesta no paraba de cimbrearme, de enterrar mis entrañas en su apetito, y de repetir ese fóllame incandescente que no me abandonaba. En un orden incierto, su lengua y sus dedos alternaban las incursiones dejándome relajado y satisfecho. Cuando su olfato consideró que estaba listo, se pegó a mí, dejando en mi espalda tatuada su tranca.

Me besó la nuca y siguió impregnándome con su pasión que me hacía retorcer de lo enaltecido que estaba. Tras eso, tomo mi pierna sosteniéndola en el aire y dejando mi ano a la altura de su gula. Blandiendo su polla, la situó a la entrada, rozándola suavemente. Con la primera presión, el dolor que yo creía dormido despertó con furia y aquel fóllame que no cesaba de repetir se transformo en un grito doloroso.

¡Tranquilo, cachorro! Tranquilo.

No había entrado nada, y, sin embargo, la autoridad de su presencia provocaba en mí un martirio tan exaltado como el deseo que me había llevado hasta allí. De nuevo, atenazado por el miedo cerraba mis entrañas a ese coloso por el que no dejaba de temblar.

¡Tranquilízate, mi amor! Tendré mucho cuidado. No te preocupes.

¿Cómo aquella vez?

El sé quedó en silenció y frenó su empuje.

¿Qué vez?

La otra.

¿La recuerdas?

Sí –contesté girando la cabeza-. Ahora sí.

Nunca me dijiste nada.

Tampoco tú volviste.

Pues ahora estoy aquí. Y tranquilo, será cojonudo. He aprendido mucho desde aquella vez...

Sonreí tranquilizado por sus palabras que seguían haciendo de mí esa arcilla que su seducción moldeaba a su gusto. Oprimió con fuerza, y el vigor de aquella pieza estalló en una tormenta dolorosa e inaguantable. Luché por no gritar mientras su dominio seguía forzando mis carnes. Los ojos se me llenaron de lágrimas y ese dolor agudo y certero recorrió todo mi cuerpo enloqueciéndolo, declamando una serenidad como la abandonada que ni en la lejanía atisbaba. Dejé hasta de respirar mientras su glande se abría paso lacerándome y la piel se me ponía cárdena con la tortura.

Nada deseaba más que tenerlo, que me poseyera, sentir su bombeo enérgico y terminante calcinándome, llenándome de su sensualidad, llevándome a la demencia. Sin embargo, esos primeros pasos, guiados por el martirio, me llevaron a donde no quería estar. El martirio omnipotente me hizo olvidar el supremo placer que guardaba aquel macho lisiado y efervescente. Cuando su glande cruzó mi ano la tortura dio un giro cruel. No escuché sus palabras, su pasión arrebatadora, que estática esperaba mi armonía con el engendro. Estaba solo. Yo y mi inmolación. No existía nada más. Nada que me anunciara ni lo soñado ni lo vivido.

En la rendija de la cordura entendí que sólo me quedaba la huída. Sólo escapar de aquel macho que marcaba mi cuerpo con su apasionamiento me libraría del castigo que ahora, en mi padecimiento, aparecía con rasgos divinos. Repentinamente me libré de su abrazo mortal, dejándolo sorprendido sobre la sima de su pasión. No reprimí las lágrimas, la vergüenza, todo ese apelotonamiento de sentimientos cruzados que me alejaban de lo que más quería. Y aquel fóllame que había enmudecido con el sufrimiento salió empapado por mi llanto quebrado:

¡Lo siento! De verdad que lo siento... ¡Lo siento, tío, lo siento muchísimo, muchísimo...! No. No. ¡Lo siento...! –repetía mientras tomaba mi ropa y lo veía hundirse en su sorpresa-. ¡Lo siento...! Perdóname, lo siento...

No escuché sus palabras, el llanto había reducido el mundo a mi dolor, a mi puta cobardía. Temiendo convertirme en sal no miré hacia atrás. Galopé enloquecido buscando un refugio y una serenidad que no sabía donde hallar.

Esperaba otra mirada. Pero allí estaba, con esa compasión eterna que me había acompañado. En mi absoluta orfandad buscaba una señal, algo que me indicase su estado tras el bien o el mal que había hecho, pero no hallé nada. Estaba mudo en su sufrimiento, mudo en su amor y su misericordia. Me arrodillé sumido en ese llanto amargo que no encontraba consuelo, y puse todos mis sentidos para escucharle como otras tantas veces; pero nada oí. Nada salía de su rostro dolido. Seguía esa tregua espesa, ese silencio de piedra sacra que no lograba tranquilizar la tormenta que sacudía a mi conciencia. No recuerdo el tiempo que pasé allí arrodillado, en esa búsqueda ansiosa que chocaba contra el sólido y desnudo granito. Durante ese tiempo no cesaba de repetir mi ruego lastimero. Era como la esperanzadora botella que lanzas desde tu naufragio. En mi caso, un campo minado de cobardía me rodeaba hasta el infinito, impidiéndome ver, incluso, ese mar esperanzador al que solicitaba auxilio, rogando desde la soberbia de mi fe que me enviase esa estrella que guiase mi decisión.

En las amordazadas preces que lanzaba al abandono, retumbó la respuesta del ¡toc!, ¡troom!, ¡toc!, ¡troom!, ¡toc!, ¡troom! que caló en mis huesos impidiéndome ver otra cosa que no fuera su imagen cobijada en mi deseo. Avanzó dominante, seguro, hasta detener sus pasos a mi espalda y sentir yo el resonar en mi piel de su inapelable determinación. Temblaba como un junco, sin atreverme a hacer ningún movimiento que delatase mi presencia, pero sintiendo un afán irrefrenable de que su tempestad se arrojase sobre mi cuerpo. Continuó con esa mudez que lo hacía más presente y yo, como último rastro de mi pusilanimidad, fingí rezar. Musité sabe dios qué palabras. No recuerdo ahora, pero seguramente profané todo lo sacro que me quedaba. No había mayor plegaria, ahora que estaba él, que rogar porque su sensualidad se desatase. Sentí, sin asomo de sorpresa, como entré la fe y el pecado, me quedaría siempre con el pecado, con su pecado. No deseaba más. Un último coletazo mató al Diego que había llegado hasta allí. Derrumbado por el deseo, estalló un llanto incontenible, un adiós para un nuevo hola:

No... no dice nada. ¡No me contesta! ¡El muy puta está ahí mudo…! Sin decir nada…Sin hacerme caso

No me respondió, sino que su mano me agarró con violencia por el cabello hasta levantarme y situarme a su altura. Sus ojos eran ahora candelas, cirios encendidos para la única adoración posible. Lentamente, y sin que yo opusiera resistencia alguna, me llevó hasta sus labios hasta sentir esa avasalladora calentura que fustigaba mis despiertos deseos. Su lengua se trenzó con la mía, recorriendo imperiosa galvanizando sus pesquisas con mordiscos hambrientos. Vencido por la fiebre y con toda mi voluntad en sus manos, lo miré ardiendo y aún pude decir:

¡Aquí! ¿Lo vamos a hacer aquí…?

Aquí.

¿Con Dios?

¡Y con todos los putos santos! –manifestó con una rotundidad enfermiza, irrevocable-. Te voy a follar, se ponga quien se ponga.

¡Dios! –añadí poseído por su lujuria-. ¡Dios… no puede ser!

Será maricón, será... –contestó llevando mi mano a ese hierro candente que rezumaba en su entrepierna y continuando con su parlamento arrastrado por la pasión que incendiaba cada palabra que eyaculaba por su garganta-. Te voy a bendecir con mi polla, a bautizar ese culito virgen hasta que eche chispas de gusto, a regarte con litros y litros de leche calentita. Serás mío, ¡me cago en Dios!

¡Hijo puta! –dije arrebatado-. ¡Me vuelves loco, hijo puta! ¡Loco...!

¡Y tú a mí, yogurcito! Despelótame. ¡Pégate a mi cuerpo y despelótame! Y compórtate como una maricona en celo, tienes que estar a la altura. Tienes que pedirme que te folle, rezar bien meneándote para que te folle. Porque no deseas otra cosa, ¿verdad maricón?

Y este puto maricón, pegado a su cuerpo, enroscado su virilidad extrema, sintiéndome preso de sus formas y apetitos, pronunció el único ruego que su fe tenía en ese momento: "Claro. ¡Fóllame!" Babeaba al decirlo, pues sólo el trance puede explicar lo que sucedió a partir de ese momento. Su camisa se desgarro entre mis ansias en tétricos añicos que descubrían ese esplendor cicatrizado y prominente. Gimió como un poseso ante la sorpresa de mi codicia, dejando expuesta la hombría de su torso a mis voraces mordiscos. Quería sentir de tal manera ese sabor a macho que de nada me servía la suavidad, eran magreos duros que arrastraban la fuerza de mi deseo por esa musculatura férrea y encandilante, que llagaba su cuerpo cicatrizado con los rastros encendidos de mi lascivia. Sus pezones erectos soportaron el capricho de mis instintos encendidos que ora los mordía buscando el jugo de su ferocidad, para después lamerlos con ansia, besarlos con desesperación, adorarlos con frenesí. Él se dejaba llevar dominado por mis impulsos que lo sepultaban en las alturas. Sus manos inertes vagaban por las olas de sus gemidos, hasta intentar atrapar mi escurridiza naturaleza que se zambullía en su espalda poderosa, en sus sudadas axilas, en su boca placentera. Pegado a él, sentía el calor de su nabo poderoso que no tardó en liberarse de su prisión. La botonadura se rasgó como un himen saliendo a la seráfica luz de los cirios, aquella bujía encendida y chorreante.

Me arrodillé para mi adoración. Baje con violencia las perneras de su ajustado pantalón apareciendo la robustez de esa fortaleza que poblaba todo su ser. Seguí bajando, buscando en mi fiebre, el trofeo por que el que deseaba comenzar. Apareció la prótesis anclada a su cuerpo como un guante y me quedé prendado de la belleza de esa fortaleza truncada. Me despertó del sueño golpeándome con su polla que intentaba atrapar con mi boca. Su falo duro se estrellaba placenteramente contra mi rostro babeante, dándome benévolos latigazos que alteraban mi calentura. Se apoyó contra el reclinatorio mientras le quitaba el pantalón y tiraba su prótesis a los pies de San Antonio. Con aquella luz, su belleza se hacía más prístina, recogiendo el misterio de un linaje que se perdía en el tiempo, pero que había llegado hasta allí para alcanzar la perfección. El muñón cárdeno reposaba indolente. Su forma fálica añadía poderosas notas de seducción a ese engendro que no escapaba del hechizo y dominio de su amo y señor. Allí arrodillado me despeloté con urgencia, tirando mi ropa sobre las peanas de los santos de la familia que contemplaban con ojos encendidos el fuego de nuestras ansias.

En cueros, como la serpiente del paraíso arrastré mi cuerpo sobre la alfombra roja. Su respiración anhelante seguía llenado de sexo la capilla de nuestro encuentro, mientras cimbreaba mi cuerpo hasta situarme en sumisa adoración a los pies de mi amado. Saque mi lengua encharcada y fui repasando su pie poderoso, babeándolo con los jugos de mi deseo. Temblaba imperceptiblemente, muerto de gusto, mientras yo continuaba mi húmeda exploración, subiendo lenta, muy lentamente por su robusta musculatura.

Nunca tuve actitud más sumisa que en aquella ocasión. Tampoco nunca volví a encontrarme con alguien que lo igualase; no porque no lo hubiera, sino porque nunca mi sexo estuvo tan enardecido como en aquella ocasión en la que perdí mi virginidad. El resto de mi vida fue buscar esos momentos que mi maestría acercaba, pero la perdida de mi inocencia alejaba.

Pasaba mi rugosa lengua por su vello, saboreando la enérgica prominencia de su gemelo que se tensaba por el gustillo de mis voluptuosas lamidas, besos y mordiscos. Cuando me vi a la altura de su tocón, enloquecí. Como ave de rapiña, lo sobé con saña, lo lamí, lo besé, me humillé ante esa asimetría irresistible, hasta que caí preso de ella. Sin saber cómo, deseaba follarla, deseaba sentir su poder por todo mi cuerpo. En cuclillas puse mi rabo a la altura del muñón y lo aticé con rabia sintiendo sobre mi glande el delicioso contacto de mis arremetidas. Mi minga rezumante sellaba el rubor de su carne, hasta que en esa ilusión que su cuerpo creaba en mí, aquel bulto cobró la apariencia de mi fantasía: una gran tranca, poderosa y humillante en su soberbia, que deseaba que me follara a toda costa.

La pase por mi entrepierna, y él entendiendo mi anhelo, pues me ofreció con generosidad aquella polla deslumbrante por la terciana de mi sexo que cabalgaba de un deseo a otro llevado por ese macho desmedido. Lo pasé por el forro de mis cojones, gozando de la claridad de su asalto, así hasta que bombeé con fuerza mientras esa musculatura cruda friccionaba deliciosamente el amasijo de incontinencia en que me había convertido. Estaba poseído, condenado a su vigoroso hechizo que calaba todos mis sentidos alzándome a la gloria.

Que yo recuerde, mi polla cabalgaba libre sobre aquel toro bravo; sólo recuerdo, el poder de su virilidad, de esa corteza dura, engreída y arrabalera que tenía al manifestarse hizo que me corriera como una puta. Tenía el culo abierto y las carnes ardiendo, y sentí como estallaba mi cuerpo en estremecimientos agudos, en contracciones que se repartían por toda mi geografía, haciendo que mi ojete respirara anhelante, como un reclamo para esa polla que regaba con mi corrida en los estertores de una corrida olímpica. Rugí como un cabrón mientras seguía ametrallando a mi tío con mi lefa calentita que se enredaba en el vello de sus cojones, en su bruñido mango, en su empapada lujuria que acompañaba con su gemir mi muerte dulce.

Aún después de la corrida seguí aferrado a su "pijo", agradeciendo el adusto masaje que sometió a mi entrepierna.

Llévame hasta allí –ordenó señalando uno de los bancos-. Ahora te toca otra gloria.

Se apoyó en mí y en los breves saltos que dio su falo surco los aires como el gallardete que engalana los grandes buques. Una vez que se sentó, me atrajo hacia sus labios comiéndomelos de nuevo. Nuestras babas se aleaban en un caldo tibio y efervescente. Y entre los resquicios del banquete inicio el prólogo de su follada.

Ahora –comentó con un tono didáctico que no disfrazaba su pasión-, vas a llevar tu la follada. Ponte en cuclillas y te la vas metiendo, poco a poco, según lo que te diga tu pasión. Verás como no duele tanto y la gloria no queda tan lejos de la polla. ¿Estás preparado?

No dudes que lo estoy –agregué afectado por el mismo licor.

Pues ahora deséalo y métetela. Es toda tuya. Vas a ver, todo lo que tiene que decirte.

¡Cómo te deseo, Dios!

¡Y yo a ti, hijo de puta! Vamos a quitar ese putito virgo y hacer de ti esa maricona soberbia que apuntas.

¡No me digas eso! –agregué fingiendo un enfado que estaba lejos de sentir, aunque la palabra me ocasionase ciertas "molestias"-. No me digas eso de maricón.

Querido sobrino –añadió con una comprensión cargada de ironía-: eso es lo que tienes entre las piernas. Eres un maricón de tomo y lomo. Lo que en tu caso, con un cuerpo como el tuyo, no deja de ser una bendición, ya que habrá hostias por regarte de leche.

No. Yo soy tuyo.

Ahora eres mío. Yo te parí; pero créeme: los maricones somos los pájaros que no paramos de emigrar en busca de un buen rabo. No hay nada mejor para comer que un buen rabo ni para mojar que un buen culo –subrayo pasando su mano por su falo refulgente-. Así que vamos de polla en polla tirándonos todo lo que cuelga y palpita. ¡Hasta a la basura iríamos por un buen rabo! ¡Hasta el fin del mundo por un culito sabrosón! Ser maricón no queda en un puto meteisaca. Uno no nace maricón, se hace; y una vez que se hace, ejerce las veinticuatro horas del día. ¿No te parece que una obstinación tan grande tiene que llevar a la variedad?

Supongo.

Créetelo. Siempre iras a por ese becerro de oro, porque sabes muy bien que los diez mandamientos se reducen a uno, por mucho que te cuenten historias: Cuantas mas pollas, mejor.

¿Y el amor? –pregunté acongojado.

No está mal como acompañante. Te hace creer que por fin has encontrado lo que buscabas, ¡y hasta te olvidas de la condena!

¡Condena!, ¿qué condena?

Que la mentira más hermosa que te pueden decir es "te amo".

¿No me quieres entonces? ¿No me amas...?

No.

¿No?

No. Pero te deseo. Te deseo muchísimo.

Pero... pero yo... te amo –añadí avergonzado.

Entonces ahora vas mejor escoltado que yo... –repuso misterioso-. Aunque yo estaré mejor guardado después...

¿Después...? ¿Qué quieres decir?

Cuando no estés...

Pero yo estaré siempre, siempre... Te amo, te amo –repetí abrazándome a él-, ¿recuerdas?

Pues entonces, lo que disfrutes ahora lo pagarás después con la amargura. No entenderás como lo que amas no está ni quiere estar, sobre todo después de haber follado tan bien, de que todos los minutos, todos los segundos que pasas con él son tu felicidad.

¿Y no podrás quererme...? ¿No podrás aprender a quererme?

¿Para qué? ¿Qué cambiaría?

Todo.

Ese todo se reduce a esto –indicó tocándose de nuevo el mazo-. Lo demás, sólo sirve para alegrar la espera para la verdadera alegría: esto –argumentó besándome con gula-. Esto es a lo que sabe el deseo; el amor no dejan de ser pajas para contentar nuestro orgullo. Saber que somos necesarios para alguien, que alguien cree en nosotros hasta el final, aunque seamos nosotros los que llevamos este cuerpo del primer cigarro al último suspiro. Eso es el puto amor: un orgullo contento, un engaño del corazón.

Yo creo en el amor... –repliqué en un último esfuerzo por ganar la batalla-. Yo creo en el amor. Siempre. Y –añadí avergonzado- estoy enamorado de... ti.

Pues va siendo hora de que te enseñe a creer en el deseo y dejes el amor para los enfermos.

Me levantó hasta situar mi rabo a la altura de su boca hambrienta, que golosa comenzó a paladear zanjando así toda discusión. Los latiguillos de placer sumergieron ese amor en el olvido, mientras su diestra lengua retozaba apetitosa por mi talle, por los cojones, por el capullo en una rima de arte mayor. Era un perro de caza, con un instinto certero para saber donde se ocultaba la presa de mi placer. Como hombre, se conocía. Esta sabiduría lo hacía caminar por los atajos, marcando con sus señas los vértices que cosían un exaltado goce que me retorcía como una culebra. Terminó sus apasionadas succiones y como pareja de baile me bajó al cielo de su falo.

Nuevamente, su fortaleza mostró la cara fiera. Sin embargo, mi ano sediento recogió ese dolor que se anunciaba para alearlo con el deseo que impedía cualquier retroceso. Las paredes se abrieron ante la desmesura quebrándose en un grito de mil alfileres agudos. Dejé reposar la pieza acunado por sus besos golosos y sus caricias recias que seguían templando mi cuerpo. El dolor arrulló su grito en vagos cabeceos semejantes a los de un palpitar. Volví a hundirme, sintiendo con una nitidez desgarradora su abrasante paso que provocaba fuego en mis entrañas y llanto en mis ojos rotos en una alharaca mayor que la vida, mayor que mi cuerpo. Me desgarraba por dentro, percibiendo como mi cuerpo se recomponía para alojar su mango fibroso que llenaba mi ardor. Repentinamente, me percaté que esa carne viva y palpitante poseía todo mi cuerpo haciendo sentir su presencia en toda mi exaltación. El dolor continuaba con el mismo coraje, pero iba descubriendo, en sus magreos rabiosos, nuevas facetas, como esas caras de un diamante que muestran brillos cada más iridiscentes. Este descubrimiento me animó a que continuara hundiéndome en esa talla vertiginosa que perforaba mis carnes, así hasta que ese vello híspido y feraz acogió mi caída, sellando mis entrañas con su desmesurada potencia en un cosquilleo placentero que se irradiaba con urgencia. Suspiré profundamente al llegar a esa meta que horas antes me parecía inalcanzable y carnicera. Arqueé mi cuerpo desalojando un jadeo placentero, que nacía en esas entrañas candentes que ahora revelaban su esencia, quemando mi cuerpo y secando mis sofocados bramidos. Volví a sus labios encharcados de lujuria y trenzamos nuestras lenguas mientras él iniciaba un suave y casi imperceptible vaivén.

Su falo tatuaba mis vísceras con un ardor que me hizo tomar el relevo de su tímida cabalgada. Flexioné mis piernas subiendo y bajando por esos centímetros fibrosos. El primer trote fue guiado por la cautela que ese dolor persistente ponía en mis embestidas. Liberaba aquella majestuosa pieza, llena de mis secreciones, sintiendo su vigor y ese placer inaudito que nacía y moría a su paso, así hasta que su robusto glande se situaba a escasos centímetros de una huida que nunca se producía por mi codicia. Conforme avanzaba, aquel fuego fue tomando posesión de mí hasta arrebatarme. Mi cuerpo sudaba sexo, y todos sus movimientos se dirigían a esa comunión que me hechizaba. Nuestras carnes rugían, exhalaban, se encendían, jadeaban, bombeaban, gritaban en ataques posesos que estallaban en la locura de un ritmo en el que no existía la tregua. Caía sobre aquel mazo incandescente con el vértigo del deleite de una follada que ni en sueños había entrevisto; tras ese desplome, que moría en el aplauso húmedo de nuestros cuerpos, rugía exaltado volviendo a las alturas de una gloria que radicaba en el ardor de su verga desmedida.

Como en la carrera que nos había llevado al lago, mi furor aumentó. Éramos dos perros en celo, buscando el uno en el otro, todo el fuego que ardía para fundir aún más aquellas ascuas que renacían en mordiscos fieros, en magreos que desgarraban las carnes enrojecidas y sudadas, y en besos que aleaban nuestras bocas encharcadas. Me hallaba en una gloria no imaginada y pocas veces vivida después. En aquella gloria, con los ojos cerrados, mis pupilas ciegas describían detalladamente la foto que mi piel sensible hacía de aquel macho tullido. El aroma que empapaba aquel encuentro llegaba a mí cargado con toda la potencia del sexo que allí se jugaba. Sus aromas conjugaban con las enfebrecidas imágenes que poblaban mis embotados sentidos. Aquel torso peludo y labrado de ferocidad, la fuerza inapelable de sus brazos que seguían templando mi cuerpo, y su rostro... su rostro. Los ojos me podían engañar, pero sabía que aquel ojo metálico y frío tendría ahora el fulgor de una caldera. Su faz de pirata viejo por haber surcado mil mares, estaría en ese momento enfangada en la obstinación del placer que había perseguido con su ¡toc!, ¡troom!, ¡toc!, ¡troom!, pues así me lo indicaban los bárbaros latidos de su corazón que no paraba de jadear y gemir en sus labios empapados en besos y sexo. Abrí los ojos para ver si todo lo que me dictaba mis sentidos era cierto. Lo que vi, me frenó en seco.

Parado, como si Cristo bajara de la cruz, estaba él en putos cueros y con la minga orando al cielo. A sus pies, la ropa de mozo, a la altura de sus ojos una obscenidad igual de sucia que sus ademanes. Miré con temor a mi tío, que miró hacía atrás con el pánico que asomaba por su único ojo.

Ya le advertí –dijo avanzando con jactancia en cada uno de sus pasos, exhibiendo su cuerpo embrutecido, al tiempo que su voz exhibía un disimulado celo disfrazándolo de ironía- que debía tener cuidado con su tío. ¡Ya lo creo que se lo advertí! Pero veo que no llego demasiado tarde.

La risa de mi tío resonó en toda la capilla espantando la tranquilidad de los santos, como si aquella visita no esperada pusiera la guinda al pastel que se estaba cociendo.

¡Pasa, maricón, no te quedes ahí!

¡Gracias! –respondió magreándose la minga-. Supuse que no sería mal recibido, así que me preparé para el ángelus, porque por lo que vi, el señorito Diego está cerca de alcanzar la gloria.

Te veo muy deslenguado, maricón.

Un poco quizá. Puede que sea a que, después de todo, aún no nos has presentado formalmente y me dejo llevar por esta timidez y respeto que no para de hablar –dijo ya situándose a nuestra altura y poniendo sus posaderas sobre el respaldo del banco, dejando su polla erguida a la altura de nuestros rostros a modo de micrófono-; y creo que lo que vamos a hacer bien merece una presentación.

Éste –dijo mi tío aún jadeante- creo que ya lo conoces. Es Manuel, el mozo de cuadras; y uno de los mejores caballos que tenemos... como puedes comprobar; aunque también, como yegua no está nada mal...

Encantado, señorito –dijo acercándose a mí y besándome con una lascivia que ya rimaba con nuestra fogosidad-. Puede creerme –aseveró mientras saboreaba en su paladar el beso encendido que me había dado-, que es un verdadero placer.

Su cuerpo tenía una cualidad maciza que vigorizaba su escasa estatura. Tenía el frescor de sus dieciocho años, pero también estaba curtido por haber trabajado desde la cuna, dejando los rastros de este padecer en su figura y eximiendo de tal premio a su rostro que guardaba un carácter bobalicón. A diferencia de mi tío, donde cada músculo estaba perfectamente detallado, los suyos obraban a manera de amalgama, confundiéndose unos con otros hasta formar esa masa dura y compacta. La misma cualidad reposaba en su polla. No era grande, mis recuerdos la sitúan en un alarde de generosidad en la frontera de los catorce centímetros; pero esa escasa ambición que exhibía a lo largo, la atesoraba con generosidad a lo ancho. Tenía un grosor tan descomunal como la de mi tío, pero dada su complexión parecía aún mucho más prieta, con un peso grave que se elevaba a las alturas escoltada por la vanidad que apuntaba al cielo. Era tal el celo de aquel engendro que marcaba con nitidez la frontera de su poder, temiendo confundirse con la concentrada masa que lo acompañaba. Así, aquella piel blanquísima que cubría sus carnes, se tornaba oscura y profunda en aquel tajo de virilidad que se sonrojaba en un glande carmesí y empapado en secreciones.

Yo seguía ensartado, perplejo aún por la aparición pero sin que ésta disolviera ni un átomo de la pasión que aún quemaba mi cuerpo. Así lo vio Manuel. Había saboreado mi beso, y mis ojos tampoco mentían. A esas alturas, el discurso del amor con el que había iniciado la cópula quedaba yermo por el ardor de la follada de mi tío. Y en ese paisaje, Manuel puso más pinceladas.

Se situó entre los dos, dejando sus carnes blancas y aromáticas entre nosotros. A mí me tocó su polla; a mi tío, el culo. Y los dos ahogamos los gemidos que la enculada me estaba produciendo. Saboreé con gula su mango sudado y tenaz, al ritmo de las galopadas que mi enfebrecido tío seguía dispensándome. Era un sentir nuevo. Aquella tranca que yo sentía en todo mi cuerpo, que seguía arrasando mis entrañas arando en ellas un placer difícil de describir, se transmutaba ahora en ese falo que comía con apetito succionándolo hasta arrancarle todo el gusto. Era un acoplamiento brioso, donde los impulsos casaban a la perfección. En esa comunión, Manuel se retorcía entre espasmos provocados por las poderosas lamidas de mi tío sobre su ojete, y ese apetito, que entre gemido y gemido, me hacía no perder aquel rabo que llenaba mi gusto. Él nos tomaba por los pelos, con una violencia que armonizaba con su ardor, para allí empujarnos con fuerza con el fin de combatir su apetito con otro apetito mayor: el nuestro.

Era cierto que yo estaba en la gloria, tal como había observado Manuel. Era la gloria de ese falo descomunal que seguía atravesándome con impudicia, que se sumaba al sentir de sus carnes, a mi pijo erguido y rebosante aprisionado contra su marcado torso sudado, al de aquellas carnes macizas que nos enardecían un poco más con su lascivia de recién llegado. Mi recuerdo es estar en un paraíso permanente, donde todo se escribía a una velocidad de vértigo; pero aún así, en ese vórtice tan arrebatado, podías distinguir cada una de las partes hasta que la suma total de ellas terminaba por enloquecerte.

El primero en caer fue mi tío. Sus enérgicas embestidas se hicieron frenéticas y descontroladas, llenas de una ferocidad cruenta que me quemaban literalmente las entrañas. Era tal su energía que ésta, como si fuera la mecha que prende la dinamita, pronto nos hizo suya. Nos apretó con fuerza, y un grito desgarrado rompió la serenidad del tiempo allí estancado. Zarandeó su rostro como un poseso, cerrando los ojos con tal fuerza que lagrimearon (incluso el tuerto), y mientras su grito continuaba lleno de goce, sentí como un calor, mayor aún que el de sus cargas, corroía mis entrañas anegándolas con una generosidad que pocas veces volví a ver. Así estuvo durante unos quince segundos, en un grito que se hacía agónico con la misma cadencia que sus eyaculaciones, así hasta que la nada se instaló en nuestro asombrado placer. Él quedo como muerto, con el único signo de vida de sus jadeos espasmódicos que sacudían su ido cuerpo. Con violencia nos apartó, y sentí el dolor y la perdida de quedar huérfano de semejante pollón que, en su salida, marco mis carnes.

Reza el refrán: A rey muerto, rey puesto. Así lo entendió el culo goloso de Manuel. Sería la confianza de amante viejo, pues lejos de asustarlo esa violencia repentina con la que finalizó la follada, lo apresó entre sus brazos, apoyando las manos contra el respaldo y poniendo su rostro al alcance de esa boca que momentos bañaba su ojete. Lo vi sonreír y él responderle con ese brillo metálico de su ojo cargado del fuego que momentos antes empantanaba mis vísceras.

No dijeron nada. Cuando se sabe lo que se quiere, qué decir... Unieron sus bocas en besos cargados de hambre, de sed. Yo me quedé mirándolos, jodiéndome por dentro sin saber muy bien qué pintaba yo ahora. A esas alturas, a la hora de follar, aunque esta era mi primera experiencia, tenía el egoísmo de quererlo todo para mí, de no ser generoso en la fornicación, de no pensar, en una palabra, que cuantos más mucho mejor.

Me corroían unos celos frescos al ver cómo se besaban con esa gula cargada de apetencia. Al momento, mis ojos se llenaron de lágrimas de rabia, pues cada paso que ellos acometían no hacía más que aumentar mi pesar. Las manos de mi tío recorrían aquel cuerpo fornido cayendo en la gravedad de su gruesa polla que aún brillaba con los restos de mis babas. En mi inocencia del primer polvo creí que se habían olvidado de mí, incluso apareció, donde creía que estaba instalado el amor, un odio irracional hacia mi tío por haberse aprovechado de mí de esa manera y arrebatarme un virgo que poco valoraba una vez tomado. Pero la verdad se presentó con unas cartas que había que jugar.

Manuel se retorcía preso de los besos y la paja que le estaban tirando. Su sexo reventaba y buscaba los atajos para conseguir más caminos para ese ardor. Había un huérfano que pedía, con su brillo obsceno, que lo acogieran de una puta vez. Con una de sus manos posada sobre la nalga, la magreó groseramente hasta sacar a la luz la raja de su poderoso culo, dejando en el centro de la diana el lustroso y oscuro ojete, encharcado con las babas de mi tío.

En ese momento recuerdo sentir muchas cosas. Estaba el deseo, pero también la rabia de follarlo hasta matarlo y que no volviera más a tocar a mi tío. Así que atendiendo a su invitación se la metí de un solo golpe, dejando atrás mi aire de monaguillo pajero para convertirme en un vengador polla en ristre.

Para mi gusto y orgullo, gritó de dolor.

¡Joooooooder! –exclamó quejándose.

¡Calla puto paleto! ¡Calla y come!

Así le dije, pues de todo lo que sucedió, esto me quedó grabado como el primer signo del rol que iba a tomar mi virilidad. No recuerdo tampoco qué contestó, sólo mi memoria se deja acariciar por la felicitación de mi tío, orgulloso ya de lo maricón que me había hecho.

Lo que no olvido fue la follada que le di. Desde la primera embestida, me dejé llevar por la violencia y así joderle sus entrañas prietas y calentitas. ¡Qué gustito tenían las muy jodidas! Mi polla estaba en caliente, apretadita contra esas carnes compactas, sintiendo el roce húmedo de mi polla perforándolo. No podía apartar la vista de ella. Me tenía hipnotizado. La veía entrar y salir cargada de rabia y de gusto, mientras las quejas placenteras del mariconazo me mimaban el orgullo de novato.

Mi polla salía lustrada con las secreciones de su culo, brillando de un modo que nunca había visto. Me enamoré de ella en aquella follada. En cada bombeo la sacaba casi hasta abandonar el acogedor regazo, y ahí, con un empuje carnicero, se la metía todita hasta el fondo, bien hasta al fondo. Me encantaba sentir como el anillo de su esfínter me la estrangulaba, ver el glande entrar, y sentir una especie de "plop" que me volvía a acoger en su abrazo rudo, tierno y placentero. Del gusto que le daba dejó de besar a mi tío, y de su boca de subnormal sólo salían quejidos lastimeros cargados de un placer que le corroía el alma y los sentidos. Al tiempo que yo lo follaba, mi tío seguía masajeando rítmicamente su minga. Ya no hacía movimiento alguno, sino que se aprovechaba del empuje de mis ataques que al rato se vieron acompañados por gritos de guerrero.

Así me sentía, como un guerrero que estaba matando a polvos a aquel maricón. Gritaba de orgullo, de rabia, de fuerza, de placer, de gusto, de mierda. Me estaba poniendo a cien. Sentía un gusto distinto que nada tenía que ver con el reciente descubrimiento de la masturbación.

Al tiempo que mi polla estaba feliz, mi culo aún estaba afectado por la follada de mi tío. En aquellos vaivenes en los que me contraía y dilataba como un fuelle, sentía los golosos estragos que el engendro de mi tío había sembrado en mi culo. Había un dolor, casi un murmullo, que desplegaba unas notas placenteras que se sumaban a las que mi polla arrasaba. Sentía aquella parte con una vida tan plena, tan sensible, que dominaba todo mi ser. Era un macho poseído por un sexo que zumbaba con rabia para volver a ese cielo que momentos antes tuviera entre los brazos y pollón de mi tío. Manuel seguía acogiendo la violencia de mi mango con ese gusto quejumbroso que lo cegaba, que lo trasladaba sabe dios dónde, pues pronto aquel gemir se convirtió en un grito susurrado y continuo, estrangulado tan sólo por la violencia con la que mi follada transitaba por su cuerpo hasta hacerlo quebrar en sacudidas.

Mis cojones chocaban con su culo macizo, lastimándome ligeramente; como castigo, mis manos pasaron de su cintura a las nalgas. El fervor de la follada me llevaba acelerado a ir un poco más allá. Ya no era consciente de nada. Era un cuerpo hirviendo, y todo yo quemaba.

Atizaba sus nalgas, añadiendo al coro de gemidos y gritos, unas palmadas sonoras que como la clac de un teatro nos impulsaba a esas aguas turbulentas en las que hervíamos. Cada hostia que recibía, salía retorcida por su garganta, húmeda, frenética, cargada de brillos graves tras vencer los atrancos de su espasmódico cuerpo hasta casi ahogarse de placer. No sé decir el tiempo que llevaba con esa jauría de empalamientos y hostias; lo que sí sé decir es cómo se anunció su orgasmo en mi cuerpo. Sus carnes prietas comprimían con gusto mi nabo, pero a esa suavidad opresora se le sumaron unas contracciones convulsivas que estrangulaban la base de mi pija que lo clavaba. Era delicioso sentir las corrientes que anegaban a esa masa ardiente que en un grito agónico eyaculó generosas dosis sobre el regazo de mi tío. Su lefa se estrellaba en grandes goterones que lustraban el rabo de mi tío, ya soberano y orgulloso. Aquello me calentó como una zorra, y aún no había acabado de eyacular cuando volví a follarlo con mayor brío. Aquello deshizo a Manuel, desvanecido ya en un orgasmo que lo ahogaba.

No tardé yo mucho en nadar en esas aguas enlodadas en lefa. Un ritmo delirante acompañó mis últimas clavadas hasta que sentí mis cojones hervir, exprimirse... Una corriente llena de aguijones se extendió por mi cuerpo mientras incrustaba mi polla en sus carnes. Sentí como la base se ensanchaba mientras los trallazos de rica lefa corrían a encontrase con su mierda y llevarme hasta el cielo. Aquellos gritos de guerrero que acompañaron mi follada se unieron en uno desgarrado que se estrangulaba de gusto con cada nueva eyaculación. Yo apretaba sus carnes con fuerzas, asiéndome a él por el temor de perderme para siempre. Era un placer inmenso, similar a un oleaje que zarandeaba todos mis sentidos hasta quemarme. Cuando por fin la gloria terminó, me recosté sobre su espalda resollando como un toro herido. Mi polla aún seguía clavada a su culo, y Manuel me recibió con sumiso agradecimiento, buscando mis labios para besarlos tiernamente y con orgullo.

Tienes la sangre de la familia –dijo con adulación-: ¡follas de puta madre!

Recuerdo que sonreímos; primero tímidamente, después con impudicia. Tal como estábamos, yo clavado a ese maricón y mi tío extendiendo la lefa por su torso peludo, comenzamos a hablar. Parecíamos jugadores después de un buen partido, comentando cada una de las jugadas que nos había llevado a marcar los mejores goles de nuestra vida, volviendo a disfrutar de nuevo, con las palabras, las mejores jugadas de la jornada.

Le costó creer que aquella fuese mi primera vez; también a mí me costaba. Mi naturaleza se había despertado.

Durante ese mes no paramos de follar. Éramos conejos en celo al calor de un verano que nosotros consumíamos en frenéticas folladas. Por la noche lo tenía para mí sólo; por el día, a veces lo compartía. Aún ahora, siempre que me acuesto entre estas paredes, mi oído se pone a buscar como un sabueso en celo ese toc trom que iluminaba mis noches. Lo sentía llegar, avanzar esos tres o cuatro pasos que lo separaban de la cama, y después un silencio mullido que acompañaba mi latir ansioso; tras eso, como el pistoletazo de salida, sentía la prótesis caer con gravedad al suelo. Ese sonido aún sigue retumbando en mi piel, erizándomela, pues era la señal que tomaba para colarme en su cama.

Tras aquel verano, buscaba cualquier disculpa para estar a su lado. En aquel tiempo me sentía maricón; pero su maricón . Ni por asomo se me ocurría probar otras carnes, otros sabores... Mi consuelo, mientras esa follada no me revivía, era despellejármela pensando en él. Lo tenía tan dentro que me la pelaba todos los días, a todas las horas, así hasta que la polla cansada y dolorida me dejaba dormir.

Tres años después murió mi abuela. La muerte la pilló durmiendo, porque si la llega a coger despierta, seguro que gana ella. La noticia nos asombró a todos. Ni una semana antes, el ser más vivo de aquella casa, exceptuando nuestras folladas, era aquella mujer arrugada y orgullosa que seguía al timón de nuestros destinos; pero una semana después, su ataúd reposaba en el centro de la capilla que tan buenos recuerdos traía para mí.

Germán no bajó. Se cerró a cal y canto en su habitación, paseándola de aquí para allá, sin dejar pasar a nadie, ni siquiera a mí; tampoco asistió al entierro multitudinario en San Amaro. Cuando lo fuimos a buscar la única respuesta que obtuvimos fuese ese toc trom seco y obstinado.

Sentí pena por mi abuela. En esos años, mi relación con mi tío me había permitido conocerla y, hasta cierto punto, apreciarla. Sin embargo, mi dolor estaba con él. Tras el entierro, "pasé" una semana con él. Lo entrecomillo porque no lo vi ningún día. Seguía preso en su habitación y en su locura. Busqué todas las estrategias para acercarme a él. Una noche dormí desnudo a los pies de su puerta, le relaté la paja que me estaba tirando, dejé los rastros de lefa en su puerta... pero mi tenacidad no fue quien de derribar la suya. A la mañana siguiente, la leche estaba seca y su obstinación fresca.

Después las relaciones se enfriaron, no por su parte ni por la mía. Yo seguía enganchado a él, seguía con esa fidelidad cercana a la locura que se derrotaba en pajas expósitas. El problema fue la herencia. El capital era mucho, y mi padre sólo recibió la parte legal, dejando la mejora para Germán; hasta yo, siendo el nieto, recibía un porcentaje similar al de mi padre. Esto era una píldora demasiado amarga para que mi padre la tragara. Se pasó meses y meses despotricando contra "ese puto tullido", sin lograr desentrañar el misterio que apartaba el esfuerzo y trabajo que había dedicado a las empresas familiares de esas riquezas que disfrutaba "ese maricón inútil". Mi madre callaba. Sabía que aquella situación era el último cartucho de una guerra muda e implacable, y de alguna manera se había preparado para esta última jugada de mi abuela. Se tomó la indiferencia a esta "catástrofe" como la única victoria posible que le quedaba, aunque de vez en cuando sus pensamientos se le escapaban en murmullos que se dirigían al infierno.

La pronosticada calamidad que mi padre auguraba no ocurrió. Desde su encierro de ermitaño dirigió las empresas con su silencio vigilante y ese azuzar odios, en los que mi abuela era una experta, que incitaban a la competencia de los ejecutivos. Según me contaron, las pocas veces que los recibió, de sus labios sólo salía una pregunta: ¿Por qué? Con su mirada metálica y fría asustaba a aquellos tiburones de las finanzas que se encogían ante su presencia no hallando otra salida que la verdad. Y así desgranaban, ante esa efigie que los desnudaba empapándolos en temores, la verdad de las ganancias y perdidas que jalonaban el discurrir de su fortuna.

Yo seguía escapándome para ir a su encuentro. Las puertas del pazo se me abrían; sin embargo, las suyas permanecían cerradas. Recibía todo tipo de atenciones, que según me comentaba el servicio, las ordenaba para mí; pero continuaba instalado en su misantropía sin señal alguna que albergase la esperanza de su rescate. Ni lloros ni ruegos abrieron su encierro. Paulatinamente me fui acostumbrando a él. Me sentaba enfrente y comenzaba a hablar sobre lo divino y lo humano, sin importarme ya el silencio de su respuesta. Cuando le hablaba de amor, hablaba de él, pero tampoco esto fue bálsamo para su destino. En una de esas visitas, comencé a relatar folladas imaginarias con la única esperanza de que si yo sentía amor, él sintiera celos; pero ya estaba tan lejos de la vida que nada llamaba su atención.

Dos años después se mató. ¡Por fin vi su rostro!

Me lo había imaginado tantas veces que no me sorprendió lo que vi. Estaba más hermoso que nunca, con una virilidad agravada y canalla que ni la muerte pudo derrotar. Aquella noche entré en su santuario para llorar. Me acosté sobre la cama en la que habíamos retozado tantas veces y aspiré ese aroma a macho que tenía. Por un momento me sentí lleno de él, como cuando soñaba que nuestros cuerpos se aleaban hasta la comunión en una cópula que no tenía fin. Mi llanto inconsolable busco refugio en aquella esencia. Me desnudé, y cuando me disponía a entrar en su cama para empaparme de su extrema virilidad tropecé con la prótesis. Reposaba muda, esperándome desnuda y desvergonzada. La tomé entre mis manos con el fervor de un fetichista; la acaricié como lo acariciaba a él; la besé; la follé. Me dormí.

Con veintiún años me vi dueño de una gran fortuna. De nuevo mi padre recibía el castigo de la parte legal y yo esa mejora que me hacía más rico aún. Me trasladé al pazo, a su habitación, e hice de ella un santuario. Sus ropas, escritos, fotos, todas sus cosas estaban ahí para mí. Durante unos dos años continué con su labor de misántropo ermitaño. La sangre joven me abortó ese empeño. Había follado con todo lo follable, buscándolo en las prendas más íntimas, en el mosaico de sus fotos que extendía por el suelo hasta príngalas de semen, en su inmaculada prótesis... No creáis que fue tiempo perdido. En esa búsqueda llegue a tal grado de idolatría que mi empeño tomó un rumbo más tortuoso.

A fuerza de buscarlo, terminé siendo. Labré mi cuerpo a su imagen y semejanza, con esa pujanza férrea que tenía toda su musculatura; también me puse un parche para ver el mundo desde sus ojos, pese a que los míos se empecinaban en seguir sanos. Al cabo de un año, mi cuerpo era el suyo; sólo faltaba ese toc trom para conquistar toda su fiereza. Durante un año más husmeé la forma de verme libre de una puta vez de la grotesca pierna que, orgullosa, mostraba su fortaleza.

Cuando salí de mi encierro iba dispuesto a matarme. Estaba convencido que la velocidad no me llevaría a la muerte, sino a la crisálida que me transformaría finalmente en él. Me enfundé el pantalón de cuero sin que ningún puto bóxer rompiera el tacto de mi piel contra el cuero, me puse una de sus camisas negras de pirata abrochada hasta la mitad de torso para exhibir esos férreos pectorales que tanto me amantaran; luego, tomé la carretera dispuesto a renacer.

Era ya noche cuando partí. El rugido del motor tragaba y tragaba kilómetros y más kilómetros hasta llegar a esa curva donde me esperaría mi vida. Pero nunca llegué.

El destino me esperaba antes, dando un giro más retorcido a mi maquinación. A la altura de la curva de entrada al Espíritu Santo atropellé a un joven. Surgió de la nada, pocos kilómetros antes de que llegase a mi meta. Fue como una aparición. Su cuerpo chocó contra el costado de mi coche, y como una paloma se desvaneció en la oscuridad mientras yo derrapaba hasta colisionar contra el muro de una finca. Aunque esto no duró más que unos segundos, el tiempo se dilató hasta resquebrajarse en una nada en la que todo pasaba rápida e inconexamente; sólo mis recuerdos tomaban el paso de una procesión multitudinaria, entrando todos a la vez con la claridad de lo recién vivido.

Cuando vi que nada me había pasado, salí dispuesto a partirle la cara al maricón que había jodido mi cita. No escuchaba nada, sólo mis gritos, sólo mi rabia. Eran las cuatro de la mañana, y sólo estaba la noche con mi rabia. Busqué por todos los rincones sin encontrar nada hasta que los insultos dieron paso al silencio. Y oí su quejar, su mierda lastimera. En una cuneta enfangada, cubierto por zarzales, estaba mi víctima en una postura grotesca de marioneta rota. Lo primero que me vino a la mente fue darle de hostias hasta hartarme, pero su visión paró mi empeño. Estaba jodido, bastante jodido, cubierto por esa sangre fresca y sucia que sólo aparece en las sombras; pero lo mejor de todo, eran sus piernas: estaban destrozadas, más muertas que vivas. Me acerqué hasta él, y lo único que pude hacer fue tocar aquella masa herida y quebrada. No sentía nada, por lo menos no dio ninguna señal de vida. Apresuradamente tomé el teléfono.

Él fue el primero que construí.

La recuperación fue lenta y jodida. El resultado: espantoso; pero, por tal razón, extremadamente bello. Perdió las dos piernas, quedándole dos muñones extrañamente enfermizos y hechizantes; tampoco su rostro se libró de mi destino, asomando una asimetría de una fealdad grotesca. Era un cuerpo herido, mutilado, pero al que no paré de follar cuando mis cuidados lo restablecieron y lo ataron por siempre a mí.

Tras él vinieron otros. Miraba con devoción todo cuanto accidente se producía en Galicia, interesándome por el estado en el que quedaban, persiguiendo en sus despojos el alimento de mis ansias. Merodeaba también por cuanta agrupación de minusválidos había. Iba como quien iba al supermercado: a buscar el mejor producto del estante. Enanos, paralíticos, deformes... fueron plato de mi polla.

Y en el santuario, tálamo de cientos de desaforadas fornicaciones. Allí, con la leche seca, y saciada ya mi sed, mi amante se revuelve entre las sábanas; yo sigo despierto y espero, preguntándome hasta cuándo me tendrá así... con los oídos en alerta.

A Pedro S. C. Por estar construido a imagen y semejanza de mis deseos y mi corazón. Con todo el amor para siempre.

Y para no variar: A Julián. Su vida sigue siendo musa.

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Ya sabéis ese proyecto en el que ando últimamente. Se titula "Postales desde la otra acera". El fin no es otro que trazar una panorámica sobre nosotros con todas las historias que vaya recibiendo. Próximamente colgaré aquí dos de las historias que he terminado, para que veáis un poco por dónde van los tiros. Deciros que, en principio, vale todo. Todo lo que seáis vosotros es lo que va a reflejarse. Puede que seáis un polvo glorioso, algo parecido a lo que habéis leído; pero puede que no, puede que estéis en esa búsqueda; o que no siendo la gloria si estéis en el cielo, o en el infierno, que tampoco es un mal sitio para encontrarse. No me enrollo más y os animo a que escribáis. Espero vuestras colaboraciones.

Meteisaca impúdico.