Tacones de París
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Había estado durante un tiempo dándole vueltas al asunto. Me lo había encontrado de casualidad, un día de esos en los que la lluvia incesante te cala por todos lados. Andaba con prisa y deseosa de llegar a casa y darme una relajante y aromática ducha.
De repente, entre la multitud de paraguas, encontré una mano que se me tornó familiar. Al principio no le di importancia, pero conforme nos íbamos acercando, mi corazón iba aumentando de ritmo, palpitaba con más fuerza, me impulsaba hacia él, como las fuerzas naturales de la atracción se unen sin más. Era él. Tras unas semanas sin tener noticias suyas, había deseado con todas mis ganas uno de esos encuentros que perduran en la memoria, en el recuerdo y en las habitaciones de hoteles donde solíamos vernos. Le había deseado. Había pensado y soñado con él mientras escuchaba el ensordecedor ronquido del hombre que tenía al lado. Había deseado llamarle en mitad de la noche y preguntarle qué tal era París desde su ventana. Preguntarle qué tal eran las mujeres francesas. Cómo eran las sábanas de la cama donde yacía al lado de su novia. Pero pasó de largo y sin ni siquiera decirme un simple hola, se alejó entre la multitud, dejando mi mente en un estado de coma permanente. ¿Acaso no me había visto? ¿Acaso ya no me necesitaba?
Llegué por fin a casa y me di una triste y rápida ducha, mientras mi cabeza no para de preguntarse el por qué de una situación que no tenía respuestas lógicas.
Me acosté en la cama y mientras leía el libro, me adentraba en un mundo en el que por desgracia, solía vivir intermitentemente. El teléfono sonó. Su nombre parpadeante en la pantalla me inquietó. Una sonrisa marcó mi cara.
Hablé con él. No quise preguntarle por el incidente. No quería saber la verdad. Tampoco quería que me mintiera.
-¿Qué tal París?-Dije por preguntar.
- Bien. Ya sabes. -Respondió por cortesía.- Te traje un recuerdo.
-¿Y cuándo me lo vas a dar?-Dije intrigada.
-¿Estás sola?-Preguntó él.
-Sí. Otra noche más. Ya sabes.
-Pues abre la puerta, y te lo doy en persona.
Salí como alma que lleva al diablo y tras abrir, le encontré con una caja preciosa, entre sus manos y una cara de esas que solía poner cuando había hecho algo mal.
-Pruébatelos. Son de París. Voy a enseñarte algo que he aprendido allí.
-Me parece bien. Yo voy a mostrarte algo que me he hecho, mientras tu no estabas aquí.
Y cerré la puerta dejando atrás las preguntas y las dudas que seguían rondando por mi cabeza. El sonido de unos tacones parisinos nublaron mi mente por unos instantes...