Tabú

Primera experiencia sexual de un adolescente

Me presentaré, me llamo Alex (o quizá ese no sea mi nombre real), soy un hombre maduro con una familia convencional que vive en una capital de provincia, como muchos otros en España. En este momento de mi vida, ya superados los cincuenta, puedo decir que he alcanzado la mayoría de mis metas personales. Como persona con cierta cultura he alcanzado una percepción global de las cosas más allá de lo superficial. Siempre pensé que la inteligencia es como un sexto sentido que nos ayuda a tomar conciencia con más agudeza de aquello que nos rodea, a poder ver donde otros no llegan, en la mayoría de las ocasiones para hacernos más infelices. La felicidad suele ser compañera de la ingenuidad, la candidez y la no conciencia, estas reflexiones son las que me empujaron hace mucho tiempo a romper el frasco de vanidad con el que vine al mundo. Hace años era un hombre atractivo, bastante atractivo si me permiten la inmodestia, puede que aún retenga algo de aquel sex-appeal de creer a mis amantes ocasionales, quien sabe. Supongo que por mantener esa ficción me machaco en el gimnasio, me cuido exteriormente e intento llevar una vida sana. Siendo sincero mi interacción con el sexo opuesto siempre fue privilegiada, Dios o la naturaleza así lo quisieron desde mi adolescencia. Me he aferrado a la vida alimentando la llama de las pasiones, a pesar de que la educación y los complejos generacionales me hicieron especialmente celoso de esa parte privada de mi existencia. He ido construyendo un submundo de secretos y tabúes hoy día se traduce en citas esporádicas con escorts y mujeres con mis mismas necesidades. Hace tiempo comprendí que quedar para follar en un hotel discreto es, por sorprendente que parezca, el uso más sano de la revolución que nos trajeron las redes sociales. Si me permiten la reflexión, es de hecho la forma más racional de satisfacer los deseos más inconfesables sin destrozar nuestro ecosistema existencial. La alternativa de alimentar pasiones con amantes de corte clásico suele ser mucho más destructiva para nuestro equilibrio personal. Hago esta introducción a modo de confesión para reconocer que el sexo ha sido uno de los ejes sobre los que ha girado mi vida, a veces de forma casi obsesiva, y como todos los afanes que gobiernan nuestro comportamiento me ha servido para madurar como persona.

Sin embargo, mi objetivo no es contarles aquí mi última aventura, tendría poco aliciente, prefiero al contrario remitirles a mi pasado y ponerle palabras a lo que fue mi primera experiencia con una mujer. De aquello hace ya mucho tiempo, por lo que no me voy a permitir el lujo de mentir aferrándome a la ficción, lo que voy a relatarles es el eco que queda en mi memoria de unos acontecimientos que marcaron mi adolescencia tardía. La iniciación es el momento más relevante en nuestra vida sexual, supone un hito de liberación que nos abre la mente a un universo de sensaciones, algo parecido a cruzar el Rubicón de las pasiones y alcanzar el jardín de la fruta prohibida. Mi caso fue atípico, no fue con una compañera de instituto, ni con una profesional del sexo, fue algo tan especial que aún lo evoco con indisimulada emoción. Aunque no fuese una experiencia de incesto sí que podría encajar en esa categoría por varios motivos, encerró morbo, complicidad y tabúes, todo lo que un adolescente podía soñar a sus diecisiete años. A principios de los ochenta yo cursaba mi último año de instituto, vivía en una ciudad de provincias no muy grande en la que todo el mundo se conocía, en especial en el barrio donde residía mi familia. Se trataba de una típica urbanización de chalets adosados en las afueras de una ciudad donde la vida transcurre en armoniosa monotonía. Yo era entonces un chico tímido con indudable éxito entre sus compañeras de instituto. Aunque no dejaba de flirtear con ellas lo hacía de forma cándida e inocente, al menos con la mentalidad de nuestros días. El recuerdo que hoy retiene mi memoria de mi reflejo en el espejo me dibuja como un chaval delgado, sobre los 180cm de altura, pelo castaño, ojos azules, rostro bastante agraciado, deportista sin ser un cachas, era el típico chico formal bastante apetecible para las quinceañeras, el bomboncito al que todas querían quitarle el envoltorio. Estaba bien dotado sin excesos, mi pene erecto rondaba los dieciséis centímetros con un tronco grueso y un glande generosamente abultado con bordes muy marcados. De forma íntima me sentía orgulloso de mis atributos y sentía que podía emular a los actores porno, por ahí no iban mis complejos. En efecto mi primer contacto con el sexo explícito fue distorsionado a través del visionado de revistas y videos pornográficos que por entonces circulaban con bastante fluidez entre los jóvenes.

Un guiño del destino trajo a mi vida un acontecimiento relevante, uno de esos hechos inesperados que jalonan nuestra existencia de forma trascendente. Un matrimonio con dos hijos de corta edad se trasladó a nuestro barrio, la mayor de las hijas de María, así se llamaba mi nueva vecina, tenía doce años y su pequeño en el entorno de los ocho. Os describiré brevemente a María, su edad debería rondar los treinta y tantos, su pelo era de color entre castaño y rubio, no sé si natural, melena ochentera bastante cuidada con ondulaciones no exageradas, ojos avellana casi siempre resaltados con una sutil sombra azul, labios no muy gruesos en ocasiones con un discreto toque de carmín, rostro más bien afilado aunque equilibrado. Era de complexión natural delgada, estatura media-alta para lo común de una mujer en aquellos años, cintura bastante estrecha en contraste con unos pechos generosos sin ser exagerados, y unas caderas redondeadas muy marcadas. Su piel era blanca con una ligera tonalidad marfil, tenía unas piernas alargadas y bien tonificadas, no muy gruesas adquiriendo el justo volumen a la altura de los muslos (al menos en lo que dejaba ver). Era una mujer equilibrada, estilizada y terriblemente femenina. Lo cierto es que me resultó muy atractiva, por no decir irresistible, desde el primer momento que la vi. No la adornaba una belleza de canon pero su rostro despertaba en mí algo instintivo, un sentimiento animal, no podía evitar girarme disimuladamente a su paso para contemplar su insinuante trasero, a veces me extasiaba espiándola desde la ventana de mi dormitorio al verla pasar por la calle. No estaba enamorado de esa forma estúpidamente platónica tan común entre los adolescentes, la percibía como una ilusión por tratarse de una señora casada de la que me separaba una evidente diferencia de edad. Lo que me atraía de ella era el puro morbo, ese deseo imposible que alimenta las más tórridas fantasias sexuales y moja nuestras sábanas. Oculté a los amigos íntimos mi inclinación natural hacia esta señora, supongo que para no parecer ridículo ante ellos, al final aquello formó parte de mi universo interior. A María la rodeaba un aura especial, era una mujer moderna, con personalidad, deportista, sana, vital. Solía vestir con prendas coloristas, faldas no muy cortas pero tampoco excesivamente largas, usaba calzado estilo hippie como sandalias con ligero tacón y correas que se entrelazaban en sus piernas, todo en ella era pura sensualidad e insinuación a mis ojos. Cuando se enfundaba unos vaqueros podía despertar la envidia de cualquier quinceañera, tenía un cuerpo envidiable para una madre de dos hijos.

Lo cierto es que mi nueva vecina fue acogida con cariño por mi madre, supongo que entre ambas surgió cierta afinidad o compatibilidad de caracteres. Mi madre siempre ha sido jovial, cercana y cariñosa, y María era nueva en la ciudad y no tenía amigas, se produjo una simbiosis casi natural. Muy pronto intimaron y las visitas recíprocas se convirtieron en frecuentes por muy diversos motivos (déjame un poco de sal, dame un limón, algún trabajo de costura, compartir los secretos de algún guiso,…) o simplemente una agradable tertulia. Todo ello agigantó dentro de mí ese volcán de lujuria que me consumía, nunca había hecho el amor con una mujer y de pronto mi mayor y único deseo era follar con ella. Disculpen que sea tan explícito, pero ese pensamiento absorbía mi mente adolescente de una forma casi obsesiva. Lo cierto es que pasaron cosas de las que yo no fui del todo consciente y que sólo el tiempo me ayudó a descifrar. Por resumirlas de forma sencilla nunca fui invisible para María, le gusté más de lo que yo podía imaginar y en aquella maraña de interacciones ocultas había deseos compartidos. Hoy percibimos como normal que una mujer madura y activa sexualmente pueda sentirse atraída por un yogurín, pero en aquellos años ese tipo de relaciones no era socialmente aceptado. Visto con cierta distancia, ahora me parece evidente que ella siempre buscó excusas para interactuar conmigo, me preguntaba por los estudios, mis proyectos para la universidad, hasta por mis gustos musicales, cosas así. Yo pensaba que era simple cortesía, o que como mujer moderna y desenvuelta apreciaba conversar con los más jóvenes. Con el tiempo observé que nuestras miradas se cruzaban frecuentemente con una intensidad que llegó a ruborizarme por inapropiada, en especial cuando nos encontrábamos en la calle. En situaciones casuales, aparentemente ajenos el uno del otro, como por ejemplo yo conversando con un grupo de amigos y ella charlando con algunas vecinas, nuestros ojos se buscaban de forma sutil para instantes después simular que no había pasaba nada.

Creo que era evidente para ambos que, aparte convencionalismos y barreras sociales, nos gustábamos, y que esa atracción era puramente sexual ya que no tenía sentido alguno pretensiones de ligue o noviazgo. Imagino que ambos lo interiorizamos sin atrevernos a decírnoslo a la cara, al menos yo me sentía incapaz. Así transcurrían los días hasta que ocurrió lo que voy a relatar a continuación, y que describe como perdí mi virginidad. Un día María llamó al timbre de casa como muchas otras veces, le abrí la puerta y le comenté que mi madre había salido a hacer unas compras, pero que volvería pronto. La invité a entrar en casa a lo que ella accedió con familiaridad ya que traía como en tantas otras ocasiones unos dulces recién horneados. Por matar el tiempo empezó a comentarme como los había elaborado siguiendo una receta de su abuela, y otros detalles culinarios ante los que fingí vivo interés por prolongar la conversación y su agradable compañía. Nos comíamos con la mirada, yo me eché sobre un sofá bajo que teníamos en el salón y ella con naturalidad se sentó en una silla con asiento más alto justo enfrente de mí. Iba vestida de manera informal, llevaba el pelo recogido, su falda no era muy larga sin ser mini, llevaba medias de un color claro indefinido o casi transparentes, no lo podré olvidar nunca. No sé si fue un descuido involuntario o pura premeditación, me inclino por lo segundo, pero al cruzar sus piernas para acomodar la postura aprisionó su falda de forma antinatural descubriendo su tesoro hasta la altura de sus ligueros, eran de color rojo intenso o encarnado. La escena no podía ser más tórrida, me sentí entre turbado e incómodo. Ella se dio cuenta, pero lejos de recatarse volvió a cambiar de postura y esta vez entreabrió las piernas con indisimulada intención dejándome comprobar hasta el color de sus bragas, eran blancas y transparentaban su vello púbico. Yo quería que me tragase la tierra, el corazón se me iba a salir del pecho, se hizo un silencio insoportable que ella supongo aprovechó para evaluar mis reacciones. Los hombres somos trasparentes, no creo que le costase descifrar el motivo de mi turbación y ansiedad, simplemente tomó nota. Escuchó la cancela del jardín y actuó como si no hubiese ocurrido nada, mi madre volvía con la compra (-maldita sea, que inoportuna- eso pensé yo). De la forma más natural del mundo esbozó una sonrisa y se levantó para saludarla. La acompañé confuso hasta la puerta, mi mente le daba vueltas a lo que había pasado, ¿o no había pasado nada y fue sólo una indiscreción involuntaria por su parte? En medio de una animada charla con mi madre, de la que era espectador mudo, comentó con satisfacción que yo me había ofrecido a ayudar a su hija y algunas de sus compañeras a preparar un examen programado para el día siguiente. Yo escuché atónito la conversación, era mi primera noticia al repecto, no entendía nada. Sabía que yo era un estudiante aventajado y podía sacarlas del apuro -añadió-. Mi madre aprovechó la circunstancia para cantarle todas mis excelencias académicas, diciendo que estaba muy orgullosa de mí. Al despedirse María me “recordó” que me pasase pronto, sobre las cuatro, para aprovechar la tarde y resolverles todas las dudas. Como no podía sostenerle la mirada ni articular palabra, le di mi consentimiento mecánicamente y subí raudo a mi habitación para meditar. Siempre he sido una persona racional, la fría lógica me indicaba que tácitamente María y yo compartíamos un secreto. La historia del examen de su hija no era real, eso era evidente, me arrastraba a su casa con una excusa inventada, subrepticiamente habíamos acordado una cita. La cabeza me daba vueltas,¿con qué intención? ¿y si no era así y era verdad lo del examen? No tenía lógica, la intuición me decía que algo iba a pasar entre nosotros, y que fuese lo que fuese implicaba el secretismo y la complicidad de lo que calificamos como tabú.

Soy un admirador de la inteligencia femenina, y esta anécdota que les he referido con lujo de detalles es una muestra excepcional de la misma. Piénsenlo un poco, si en mi candidez yo delatase a María ante mi madre, ella siempre podría alegar que simplemente fue un pequeño abuso de confianza por su parte para obligarme a sacar a su hija de un apuro, algo intrascendente que encajaría dentro de los parámetros de buena vecindad y confianza. Luego pude saber que además lo del examen de su hija era cierto, por lo que tampoco estaba faltando a una verdad fácilmente comprobable, solo que no la contaba toda. El enigma lo pude descifrar esa tarde cuando salí para su casa con unas frutas que mi madre me encargó le llevase. Me temblaban las piernas, iba afeitado, duchado, perfumado y con ropa limpia, solo me faltaba un letrero en la frente con la leyenda “Fóllame”. Llamé a su puerta, eran las cuatro de la tarde en punto, no me abría nadie por lo que insistí hasta que escuché el inconfundible ruido del pestillo. Me recibió María, no sin evitar mirar de soslayo a los alrededores buscando observadores indiscretos. Me pidió que pasase dándome las gracias por venir y obsequiándome de forma efusiva con un par de besos. Nada especial hasta ese instante, iba vestida con ropa de casa, para mi decepción no me había recibido en tanga ni nada de eso (así de estúpidos somos a veces los hombres al gestionar nuestras expectativas). Tras entregarle el presente de mi madre se ausentó supuestamente para guardar las frutas en la cocina. Me quedé sólo en el salón cuando un silencio pesado se hizo a mi alrededor, la casa parecía vacía, ningún signo de que allí estuviesen su marido, su hijo pequeño o un grupo de jovencitas preparando un examen. El corazón me dio un vuelco, eso podría ser una buena señal. No obstante, la situación empezó a incomodarme, las expectativas eran tan altas y excitantes que me desbordaban, no sabía como debía proceder, qué decir, como explicarle que deseaba hacerle el amor, ¿quizá debería lanzarme sin mediar palabra y besarla sin más?, ¿Y si me equivocaba?, ¿Y si me rechazaba? Que terrible vergüenza… Pensar en todo eso me empequeñecía y acrecentaba mi nerviosismo, por momentos llegué a pensar en huir, a veces la inseguridad es la única certeza. Sentí los pasos del alguien que se acercaba, parecían tacones, sí, era María. Cuando entró en el salón creí por un instante perder la cordura, se había cambiado de ropa. Contemplé su pelo suelto, sus ojos marcados con su inconfundible sombra azul, sus labios eran más rojos que nunca, evidentemente se acababa de maquillar para la ocasión, estaba ante una auténtica diosa, resultaba arrebatadora. Llevaba un vestido de una sola pieza, muy ceñido, hecho con una tela fina y flexible de color azul oscuro le esculpía el cuerpo como una segunda piel. El escote dejaba asomar sus senos de forma obscena, la estrechez de su cintura y la curvatura imposible de sus caderas podían someter a cualquier voluntad humana. La falda era tan corta que sólo servía de excusa para mostrar unas piernas desnudas e infinitas acabadas en unos zapatos de tacón alto. Sin tiempo para que reaccionase me dijo con voz segura y sensual:

Mi hija se ha ido a casa de una amiga a preparar su examen y se ha llevado con ella a su hermano, estoy sola. ¿Querrás darme la lección a mí?-

Se acercó lentamente, me abrazó con dulzura y acercó su boca a la mía. Yo cerré los ojos y me dejé llevar. Lo siguiente que recuerdo es el sabor cálido y dulce de su lengua dentro de mi boca, o quizá era el carmín de sus labios lo que le dio ese punto de dulzura a aquel beso intenso, pasional, profundo, inacabable… El instinto me empujó a acariciar sus glúteos, al principio suavemente sobre la falda, luego tras levantarla hasta sentir el calor inconfundible de sus nalgas. Seguí acariciándola filtrando mis dedos entre sus braguitas, sin dejar de besarla poco a poco conquisté más zonas de su anatomía. Con la sutil caricia de las yemas de mis dedos recorrí el surco que separaba sus glúteos hasta alcanzar su ano, lo acaricié con extrema dulzura, arriba y abajo, en círculos, un poco más abajo empecé a sentir el calor de su sexo, mi dedo corazón se abrió paso entre su vello púbico separando suavemente los labios de su vulva. Ese momento fue para mí todo una revelación, esa sensación de calor y humedad me acompañarán mientras viva. Dejé atrás lo racional que había en mi y me dejé arrastrar por lo puramente animal, los besos se tornaron en descontrolados, uno de sus senos se liberó del frágil escote, luego el otro, empecé a comérselos como un poseso, sus gemidos sordos y respiración entrecortada me excitaban más y más, la empujé contra una pared. Ella ya había desabrochado mi pantalón y liberado mi miembro, lo acariciaba con suavidad, lo perseguía con la mirada insistentemente, en su rostro adiviné una sonrisa de satisfacción al contemplarlo, lo sostenía mientas se deleitaba recorriendo su anatomía con la yema de los dedos. Luego fijó sus ojos en los míos, y sin dejar de mirarme dejó que su cuerpo se deslizase por la pared hasta caer de rodillas, mi pene rozaba sus labios, su lengua comenzó a acariciar el escalón marcado que separaba el tronco de mi polla del glande, cada vez más duro, rojo y ardiente. Unos instantes después las sutiles caricias de su lengua se convirtieron en lamidas intensas, ese roce cálido me estremecía, la lubricación de su saliva lo hacía más irresistible. Aunque mi glande casi abarcaba el diámetro de su boca se lo introdujo completamente, comencé lentamente a follarle la boca, sus labios barrían mi miembro con cada embestida. Ella tomó el control aprisionando la base de mi miembro con una mano para succionarlo después durante largo tiempo, con delicadeza al principio, aumentando luego el ritmo hasta que tuvo que parar para poder respirar. Sacó toda mi carne de su boca y sin dejar de lamer con la lengua empapada en saliva prolongó esa misma escena repetidas veces en un continuo frenesí. Iba a correrme, me horrorizaba hacerlo dentro de su boca, era la primera vez que me hacían una mamada y no sabía si lo correcto era dejarse ir hasta el final. Le pedí que se levantase de nuevo, y una vez incorporada, con su boca encharcada de saliva, me beso salvajemente unos instantes, o quizá fueron unos minutos. Noté que se levantaba la parte baja de su vestido y se introducía mi pene entre las piernas. Yo estaba ya a punto de explotar, mi miembro se abrió paso suavemente entre los labios de su vulva empapándose de un jugo viscoso a la vez que iniciamos un vaivén frenético, adelante y atrás, una y otra vez, bailando de pié la danza de los amantes. A veces María reubicaba cuidadosamente mi glande redirigiéndolo alrededor de su clítoris, donde lo movía frenéticamente en círculos, empecé a comprender algo mejor la sexualidad femenina. Agarrándose de mi cuello y apoyándose contra la pared cruzó las piernas por detrás de mi espalda, todo su peso recayó sobre mí pero con esa postura se entregó completamente invitándome a que la poseyera. Mi polla accedió con absoluta facilidad a su sexo, su vulva ya estaba completamente empapada, se deslizó entre sus labios menores abriendo su carne hasta descansar completamente dentro de la vagina. Ella no pudo evitar un grito que pareció de dolor pero que realmente fue de placer, sus gemidos descontrolados así lo delataban. Tras varios empujones instintivos un cúmulo de sensaciones incontrolables me envolvió, su lengua en mi boca y los espasmos ardientes de su vagina comprimiendo mi pene culminaron con una eyaculación salvaje muy dentro de ella, una auténtica explosión de placer que recorrió hasta la última célula de mi ser.

En un momento de lucidez nos miramos, yo tenía sus uñas marcadas en mi espalda, vi sus mejillas sonrosadas, parecía sofocada, el carmín de sus labios estaba corrido de una forma casi cómica, sus ojos brillaban más vivos que nunca, con un susurro me pidió que por favor la acompañara a su dormitorio, que allí estaríamos más cómodos. Su vestido estaba desbaratado, cuando empezamos a subir por las escaleras que nos guiaban a la planta superior se lo quitó de un sólo gesto, ella iba delante de mí, desnuda excepto sus braguitas casi destrozadas, era una maestra de la seducción y la sensualidad, mientras subía contoneaba sus caderas sabiendo que yo la seguía con la mirada absorto en la vibración de sus glúteos a cada paso que daba. Al llegar al dormitorio se quitó las braguitas y yo me despojé de la poca ropa que me quedaba encima. Ella se recostó en la cama abriendo sus piernas, dijo algo sobre si me gustaba el pescado o las almejas, no recuerdo bien, la verdad es que puse cara de no entender nada por lo que ella no pudo evitar una carcajada. Arrastrándome me puso su coño a la altura de mi boca, y me dijo que a ella también le gustaba que le comiesen lo suyo. Lo comprendí, lo había visto en muchas pelis porno, así que intenté reproducir hasta donde llegaba mi entendimiento las clases teóricas recibidas. María tenía un sexo generoso, una raja alargada rodeada de una mata de vello en su justa proporción, de un color un poco más oscuro que el de su pelo. Su clítoris estaba bien marcado sin ser exagerado, lo primero que aprecié al separar los labios de su vulva fue ese color rojizo brillante, también ese olor almizclado característico. Confieso que al principio no estaba muy seguro de querer hacer aquello, así que empecé poco a poco, con la lengua recorrí el clítoris, lo presionaba con la puntita esperando su reacción que no tardó en producirse, luego me pidió que se lo lamiese más continua e intensamente cosa que hice unos durante unos segundos que luego fueron minutos… Los espasmos de su cuerpo y los gemidos me indicaron que algo bueno le estaba pasando. Quise levantar la cabeza para mirar su expresión, aquello se empapaba por momentos, pero ella me lo impidió apretando con determinación mi cabeza contra su sexo. Se corrió indiscutiblemente, y después de hacerlo me besó con efusión diciéndome -gracias, gracias, gracias-. Entonces entendí las referencias al pescado y al bacalao que suelen hacerse para referir el sabor agrio o avinagrado de los flujos vaginales. Aquello empezó a gustarme, por lo que seguí mi clase práctica de cunnilingus lamiendo los labios de su vulva, los mayores primero de arriba a abajo, luego los menores, luego todo lo que abarcaban mi lengua y mis labios en movimientos rítmicos sostenidos. Me atreví a buscar la entrada de su vagina e introducir la lengua, con suavidad, imitando los movimientos del pene. Ella me atrajo hacia su regazo con con dulzura y me dijo -¿estás preparado para el segundo asalto?-. Jamás olvidaré la imagen de los labios brillantes y enrojecidos de su vulva separando el vello de su sexo, me eché sobre ella y mi pene pudo penetrarla por completo, nuevamente sentí como su carne se abría centímetro a centímetro cediendo a mi empuje, la humedad de su vagina era de nuevo irresistible, el calor que envolvía a mi miembro lo hacía más y más duro, más ardiente e incontenible,. Otra vez los espasmos, los besos y los gemidos pasaron de ser sordos a descontrolados, esa vez sentí que le aguantaba el coito mucho más, estuvimos follando mucho más tiempo, sin interrupción. Ahí pude analizar con detalle el lenguaje primitivo del amor, los lamentos propios del placer, los suspiros sordos y ahogados, los gemidos intensos, los gritos incontrolados, el “más, más, dame más, más, no pares por favor, dame más, más,…”. Los arañazos que en su delirio me ocasionaba en los glúteos más que dolor me infundieron aún más empuje y virilidad. No sé cuantas veces eyaculé dentro de ella aquella tarde, perdí la cuenta, lo cierto es que acabé exhausto.

Si agradable fue el sexo con María mejor fue la conversación posterior y toda la intimidad que con el tiempo desarrollamos. Entre nosotros se abrió paso la confianza absoluta, la complicidad, hasta bromeamos sobre lo tontos que habíamos sido por no sincerarnos antes, por haber esperado tanto tiempo para conocernos de esa forma. Me contó que su matrimonio no iba bien, que ella sabía que su marido le era infiel desde hacía tiempo, era un hombre que viajaba continuamente dentro y fuera de España por asuntos de trabajo y se ausentaba por días e incluso semanas. Con frecuencia se veían obligados a cambiar de domicilio por razones profesionales, con el desarraigo que eso implicaba. Me dijo que siempre que podía se buscaba algún amante para romper con la soledad y hacerlo todo más llevadero. Comprendí que yo sólo era uno más de los amantes de su vida, el más joven según me confió, y me sentí bien porque en ese sentido no destrozaba nada. No estábamos en una posición simétrica, ella era una mujer experimentada y yo un pipiolo, por lo que se sintió en la obligación de darme consejos hasta sobre el sexo con chicas de mi edad y el uso del preservativo. Ella siempre me dejó que la penetrase sin protección porque le habían instalado un DIU o algo así, un método anticonceptivo, pero me insistió en que jamás lo hiciese a pelo con chicas que conociese en una discoteca o en el instituto. Jamás podré agradecerle en la medida justa todos aquellos consejos, durante un tiempo María fue algo más que una amante, fue mi amiga y consejera. Aquel día nos despedimos avanzada la tarde con un beso intenso, no sin antes recibir sus oportunas indicaciones:

-Espera que compruebe que nadie te vea al salir, no le mientas a tu madre y dile que viniste pero que mi hija no estaba aquí porque prefirió irse a casa de una amiga, tras dejarme la fruta decidiste ir a buscar a este o aquel amigo al instituto a pedirle unos apuntes que te faltaban o cualquier otra cosa, invéntate algo creíble y no comprobable. Luego le cuentas que no encontraste a quien buscabas y decidiste ir a la ciudad a entretenerte en lo que sea, y que en esas idas y venidas se te fue toda la tarde-.

Era meticulosa, valiente e inteligente, no se le escapaba ningún detalle. Me enseñó que si quieres sobrevivir a un engaño sólo debes mentir sobre aquello que es difícilmente verificable y a ser posible no le haga daño a nadie. Porque lo nuestro no le hacía daño a nadie siempre que lo mantuviésemos oculto a los demás, los convencionalismos sociales y la hipocresía de los que nos juzgan podían destruirnos. Me enseñó con maestría muchas cosas sobre cómo ocultar una pasión prohibida. No puedo olvidar la expresividad de su cara cuando me aleccionaba:

-Nada de miradas cómplices a partir de este instante, no inicies conversaciones entre ambos en presencia de terceros, como en el pasado muéstrate como un adolescente tímido en mi presencia, actúa como si fuésemos unos extraños mas allá de las formalidades con una vecina, no hables jamás de mí con amigos o familiares, nada de llamadas telefónicas, las citas tendrán que ser ocasionales, sin patrón, anárquicas, y yo diré cuándo, cómo y donde, hay que hacer las citas invisibles no alterando rutinas personales, cuidado con dejar pistas (pelos en la ropa, no lavarse bien, olores como el del tabaco y los perfumes, restos de carmín en la ropa,…)-.

Un auténtica letanía de consejos que yo intenté seguir a rajatabla. Establecimos un mecanismo de comunicación inteligente aprovechando a su hija, me las ingenié para acabar yendo a ayudarla en sus estudios con discreta frecuencia, y en esas visitas planificábamos nuestras citas. Follamos no sólo en su casa, también lo hicimos en lugares discretos como el campo cuando hacía buen tiempo y alguna noche en su coche, y hasta una vez pudimos echar un polvo rápido en mi casa.

La relación con María fue el más grande tabú que ha encerrado mi vida. Aquella vivencia me enseñó que la verdad sobre el sexo es sencilla, al final no deja de ser sino una forma de comunicación entre seres humanos, quizá la más perfecta. Con los años, y acumuladas ya muchas experiencias, tengo que reconocer que muy pocas veces he podido hacer el amor con alguien tan especial. Si tuviese que adornar este relato con una imagen, ésta tendría que ser obligatoriamente tórrida y sugerente, porque ella para mí siempre será un icono del sexo prohibido. La visión de su vulva abriéndose paso entre sus glúteos, el estremecimiento al rozar mi glande con los labios de su sexo, o la sensación plena de penetrar en lo más íntimo de su ser. Todos estos recuerdos forman parte imborrable de mi equipaje vital.