Susy, una dulce ama de casa. josé, el vendedor

Corría junio, nuevamente había amanecido con una suave lluvia que mojaba las empedradas calles de aquella zona, que, aunque calurosa, ahora se refrescaba bastante; pero ella, saboreaba esa rica tortura de aquel calor que reconocía perfectamente, y que se divertía en su rica entrepierna

El día anterior había sido fabuloso, recién conoció a Armando y ya había probado el sabor y la tersura de aquel cuerpo joven; se había sentido poseída por aquella virilidad dura y gruesa, la cual había abrigado entre sus piernas de la manera ardiente y experta como solo ella sabía hacerlo. Tal vez no había disfrutado plenamente a Armando, pero ya habría tiempo para ello.

Corría junio, nuevamente había amanecido con una suave lluvia que mojaba las empedradas calles de aquella zona, que, aunque calurosa, ahora se refrescaba bastante; pero ella, saboreaba esa rica tortura de aquel calor que reconocía perfectamente, y que subía y bajaba suavemente, tocando cada parte interna de ella, desde sus pies hasta su cabeza, y que sentía claramente que se recreaba, por segundos como un demonio travieso, en su jugosa entrepierna para luego ascender hasta su cabeza y hacerle sentir, intensamente, el latir de sus sienes. Era viernes y era el último día de esa semana para poder sentir a los tres chicos como se lo había “prometido” Manú. No sabía nada de él, lo cual le preocupaba un poco. Apenas eran las 8 y media de la mañana. Carlos, su marido, ya había salido rumbo a su trabajo desde hacía rato. Terminó de arreglar a su nena. Buscó un pantalón de mezclilla deslavado y que presentaba un agujero a la altura de la rodilla izquierda, le pareció bien y se enfundó en ellos. Tomó una blusa rosa delgada, de tirantes, se puso una chamarra blanca, igual, no muy gruesa, la mañana estaba fresca pero no ameritaba vestir con chamarra gruesa, además aquella chamarra era suficiente para disimular que no llevaba brassier, se calzó unos tenis color rosa y una coleta del mismo color hicieron el juego final. Tomó a su nena y la llevó al kínder, donde estaría hasta medio día, no sin antes enviar un mensaje a Manú saludándolo muy discretamente con un “hola”. No recibió respuesta inmediata, y un poco desanimada emprendió el camino rumbo al kínder. Ya no lloviznaba y la frescura de la mañana la sintió surcar en su rostro.

Las calles de su colonia casi siempre lucían muy solitarias, pero a esta hora era común ver a las señoras llevar a sus hijos al kínder. Ella destacaba entre todas, era imposible no voltear a verla, ya fuese por envidia, si eran señoras, o por un deseo insano y lujurioso si era un hombre, joven o viejo. Sus caderas se bamboleaban de un lado a otro, y su fina cintura parecía quebrarse a cada paso que daba. Sus senos bailaban a la misma frecuencia de su cadencioso andar, pintando un cuadro por demás hermosamente ardiente y cachondo. Casi terminaba de dar la vuelta a la esquina para perderse dentro de la escuela cuando a lo lejos vio al “negro”, no estaba solo, lo acompañaba otro joven que no alcanzaba a reconocer, sintió el cosquilleo de la calentura retozar y jueguetear maliciosamente en los jugos calientes de su intimidad, pero al mismo tiempo sintió un poco de tristeza porque no estaba “Manú” con ellos; por Manuel sentía un especial afecto, un cariño y un deseo únicos, mezcla de ternura y pasión que a veces se desbordaba en sexo desenfrenado. Cuando el par de jovencitos la vieron empezaron a caminar hacia ella, Susy apresuró el paso para ingresar a la escuela, no quería que aquellos dos jóvenes cometieran alguna indiscreción que la pusiera en aprietos delante de las moralistas madres de aquella “santa” comunidad. Hizo un poco de tiempo dentro de la escuela, para darle tiempo a las demás señoras que se fueran a su casa. Cuando salió de dejar a su niña las calles volvían a lucir solitarias, alguna que otra señora regordeta con su mandil y sus chanclas puestas, se encaminaban rumbo al mercado para iniciar las labores diarias. En todo el vecindario no había una señora tan hermosa y deliciosamente rica como ella. La señora de los dulces la saludó afectuosamente, aunque en sus ojos podía verse el intimidante juicio que hacía de la persona de doña Susy, todo por cometer el “pecado” de estar tan buena.

Sus ojos buscaban ansiosamente a los jovencitos sin tener suerte. Al parecer ya no estaban, miró su teléfono y tampoco tenía ningún mensaje de Manú ni mucho menos una llamada. Su corazón dio un vuelco cuando sonó su celular, iba a contestar pensando que era “su” Manú cuando vio que era Armando, el chico del día anterior. No quiso responder, pues, aunque el chico le gustaba mucho, también tenía que darse su lugar y jugar un poco con los tiempos para hacerse desear más por aquel joven que seguramente estaba pensando en ella, recreando el día anterior e imaginando si sería posible poseerla nuevamente; su ego de mujer se impuso a la calentura.

Llegó a su casa, muy inquieta. Tenía el cosquilleo en el estómago y en su entrepierna, ella reconocía perfectamente esa sensación: estaba caliente. Volvió a mandarle un mensaje a Manú, esperó un rato sin obtener respuesta. Eran casi las 10 de la mañana, salió al patio trasero a hacer algunas cosas e intentar con ello distraer su mente, era en vano, seguía pensando con la calentura que era muy propio de ella, tenía que hacer algo. Lo pensó un momento, se quitó la ropa que traía y fue a su clóset para buscar qué le acomodaba mejor; el clima ya cambiaba y a esa hora el calor, propio de la zona en conjunto con el agua de la lluvia hacían un bochorno bastante fuerte. No acostumbraba ponerse vestidos, pero estaba muy caliente y era preciso sacarse esa calentura. Se miró al espejo, su figura era perfecta, sumamente perfecta. Pasó por encima el vestido y este cayó apenas una palma por arriba de la rodilla dibujando suavemente las curvas exactas de aquella hermosa señora. Se puso de perfil frente al espejo, luego de frente, se sentía satisfecha con lo que veía. Colocó sus manos en su cintura y asintió con la cabeza. Tenía que salir a la calle y conocer a alguien para bajarse esa calentura que aprisionaba su cuerpo, su ardiente cuerpo. Metió las manos debajo del vestido y de un solo movimiento se bajó la fina y delgada tanga que cubría lo más íntimo de ella, en este momento era solo un estorbo, debería estar dispuesta para lo que ocurriría en la calle, y ella estaba segura que algo rico y maravillosamente caliente iba a suceder. Tomó la brocha de su maquillaje, eligió el color y lo pasó suavemente por su rostro, eran las 10.30 de la mañana, había tiempo suficiente para elegir a alguno para fajar deliciosamente, y si las cosas marchaban bien, porque no aprovechar para abrigar con sus pliegues ardientes alguna verga juvenil, de esas vergas que le encantaban. Así era doña Susy. Eligió unas zapatillas que hicieran juego con aquel ajustado vestido y que dibujaba perfectamente su figura, se los calzó sin medias. Justo cuando tomó el lápiz para delinear sus párpados sonó el timbre de su casa. Inmediatamente pensó en Manú, “¡voy!” gritó, no pretendía que quien fuese el que tocara pensara que no había nadie en casa. Bajó, con cuidado, pero aprisa, las escaleras de su casa, abrió la puerta y cruzando su mirada a través del patio, mientras el calor del agua evaporada le pegaba en el rostro haciéndole sentir un calor bochornoso, distinguió del otro lado de la reja a un joven, no pasaba de los 22 años, moreno, alto, más alto que ella, quizá alcanzaría los 1.80 m. Un bloque de libros descansaba, aprisionados, en su brazo derecho y una mochila cruzaba su pecho, que sugería una carga algo pesada; y mientras los ojos marrones de aquel joven moreno recorrían su cuerpo, se atrevió tímidamente a decir:

  • Buenos días, señora. Vengo ofreciéndole libros… libros de cocina, de decoración… libros para sus hijos, lo que necesite, dijo en un discurso bastante ensayado y atropellado, quizá hasta nervioso, pues la figura de Susy era suficiente para cortarle la respiración a cualquiera.
  • No, gracias, dijo inmediatamente doña Susy, no necesito ningún libro, y observó la desilusión en los ojos del chico.
  • Señora, perdón, balbuceó el chico, me puede regalar un poco de agua, de verdad que hace mucho calor acá afuera y créame que me estoy muriendo de sed, dijo con un rostro de congoja para lograr convencer a tan bella dama.
  • Mmmmmm… emitió con sus labios cerrados, y dudándolo solo un poco recorrió el rostro del joven para asegurarse que no tuviera otra intención, sabía leer muy bien el lenguaje corporal y las expresiones del rostro. Está bien, dijo, déjame abrir para que pases, no está bien que estés parado allá afuera, mientras su mente pensaba que mientras más rápido se fuera el vendedor de libros, más pronto se iría en busca de alguna joven presa.

Dejó el paso libre al chico quien descansó los libros en la mesa de centro de la sala por órdenes de ella; cerró la puerta y mientras pasaba rumbo a la cocina sus ojos se posaron en el libro que estaba encima de todos: “Descubriendo tu sexualidad: Cómo hacer feliz a tu pareja” y la imagen difusa de una pareja acariciándose, desnuda, dando la impresión de que hacían el amor. Y mientras sus manos tomaban el vaso para servir agua, sintió, con gran fuerza, el calor subir entre sus piernas y golpear ardientemente sus sienes, hasta, casi marearla, de tanta calentura. Regresó y extendió el vaso al joven, ya el libro había cambiado, el chico en un gesto de respeto lo había mandado hasta abajo sustituyéndola por un libro de decoración de interiores. Fingió interés en el libro e inició una breve charla con el chico. Se enteró que se llamaba José, tenía 21 años, estudiaba la carrera de Ingeniería en Sistemas Computacionales, y vendía libros para ayudar a sus padres y sostener sus estudios.

  • Yo quisiera cambiar la decoración de mi recámara, dijo Susy, dando el paso que faltaba, pero no sé exactamente cómo hacerlo.
  • Si gusta yo puedo ayudarla, comentó José, dígame cuándo tiene tiempo, porque creo que iba a salir, y vengo a ayudarle y darle sugerencias, afirmó.
  • No, no iba a salir, si tú tienes tiempo me gustaría que fuera de una vez, asintió la hermosa señora, que ya estaba convertida en una verdadera hembra, ardiente y dispuesta a comerse a su joven presa. No podía haber sido más fácil, pensó, no había sido necesario salir a la calle, solito llegó a mi casa, mientras sus ojos repasaban aquel bello ejemplar: delgado y fuerte, moreno, alto, y sobretodo joven, como a ella le encantaban.
  • Acompáñame a mi recámara, está en la planta alta. Su voz sonó a orden, como ella estaba acostumbrada a hablar con los chicos jóvenes.

Fue por delante, para mostrarle el camino a José, no era necesario contonear de más sus caderas, estas de por sí se movían cadenciosa y lujuriosamente, deseando ser tomadas fuertemente por las manos varoniles y jóvenes que iban detrás de ella. Estaba segura que el chico se estaba calentando con esa imagen.

Llegaron a la habitación y se quitó las zapatillas para entrar y pisar la mullida alfombra de color gris pardo. Cuando descendió los centímetros de los zapatos, quedó a la altura del fuerte tórax del joven, su respiración se agitó cuando alzando la mirada para hablarle a José observó un chico sumamente atractivo, fuerte, muy seguro de sí mismo y que con aplomo la veía y con su mirada busca penetrar más allá de sus lindos ojos. Olas de calentura recorrieron su cuerpo, no había reparado en la belleza de aquel joven, y se sentía atrapada y perdida en su propia lujuria.

Sus palabras salieron un poco atropelladas, producto de aquella fiebre que sentía arder en su cuerpo, en su entrepierna, en sus pechos, en todo su ser. Se recuperó y explicándose un poco, le dijo que quería cambiar las cortinas, y que quería mostrarle unas telas que hace tiempo había comprado para que la orientara sobre cómo podía combinarlas; haló un banco de madera, alto, le pidió a él que agarrara el banco para que no se fuera a voltear cuando ella se subiera; José como todo un caballero se ofreció a subir, pero ella lo desarmó diciéndole que ni siquiera sabía lo que ella le iba a mostrar, dejando entrever un doble sentido en sus últimas palabras.

  • Sostenla fuerte, le dijo, mientras sus delicados pies ascendían y se posaban en la silla. Sólo te pido no mires hacía arriba, le dijo, como siempre, sonando a una orden.
  • Está bien, balbuceó José.

Era imposible, aunque José era un joven bastante sano, no pudo evitar mirar hacia arriba. Las hermosas piernas de doña Susy fueron descubiertas por la mirada del joven, ascendió poco a poco, era sencillamente hermosa, el color de su piel y la suavidad que él suponía tenía esa tersa y bien cuidada piel, iban haciendo crecer y endureciendo su pene, simplemente no era posible disimularlo. En ese momento no supo si su imaginación lo traicionaba pero creyó ver un poco más allá de sus piernas, creyó ver una linda hendidura, una suave y rápida mirada le hicieron creer que había visto la preciosa intimidad de Susy, su erección creció y se endureció un poco más, era un joven bastante dotado y era imposible que alguien no se diera cuenta del crecimiento de su virilidad.

  • Toma, escuchó desde arriba, toma esta es la tela.

Apenas a tiempo había bajado la cabeza, miró hacia arriba para tomar una bolsa de plástico que tenía algo en su interior. Disimuladamente repasó las torneadas extremidades, se detuvo algo más que un instante en lo que sus ojos podían ver que era la unión de ambas, tomó la bolsa y la dejó a un lado. * Ahora, ayúdame a bajarme, le dijo doña Susy, mientras doblando un poco sus rodillas, extendió ambas manos para asirse de los jóvenes y fuertes brazos de José.

José primero la tomó de sus delicadas manos, luego recorrió una hasta tomarla de su antebrazo y después con ambas la sostuvo a la altura de sus brazos, conforme bajaba doña Susy su cuerpo se repegaba a la del joven, y cerrando sus brazos dejó que los dorsos de las manos de José sintieran la suavidad de sus senos, aunque fuera por encima de la tela; sin soltar los brazos juveniles, y a escaso veinte centímetros del rostro de José, sin más motivo que la calentura ardiente que sentía, le preguntó: * Qué tanto veías para arriba, viendo como los colores del chico subían por su rostro, acaso te gustó por eso no dejabas de mirar? * No...no, disculpe, perdón, dijo balbuceante, no pude evitarlo.

Moviendo una pierna hacia adelante, doña Susy atrapó a su presa, ahora su vientre tocaba con aquella dureza como la roca... * Si no te gustaba que lo veías, entonces ¿porqué estás así? Le preguntó mientras sus ojos se posaban en los ojos claros del chico y su mano derecha descaradamente asía fuertemente la verga del joven; sintió la dureza y sobándolo en toda su longitud, acercó sus bellos labios a los labios juveniles que minutos antes le suplicaban por un vaso de agua.

Las lenguas se enredaron una en la otra al tiempo que se recorrían con febril ansía. José posó sus manos en la cintura de Susy y suavemente empezó a recorrer, por encima del sedoso vestido, la sensual figura de tan ardiente dama. El contacto con aquellas formas hicieron el efecto necesario; duro como una roca y engrosándose, casi en su máximo volumen. Sus temblorosas manos fueron de su cintura a sus caderas, las acarició casi con locura, mientras Susy no dejaba de beber la dulzura de los labios de aquel hermoso joven. Sus delicados labios no se separaban un solo momento en tanto que sus manos acariciaban la fuerte espalda de José, y bajaban hasta sus nalgas y luego recorrían aquellos brazos duros y tersos, para luego regresar y con ambas manos rodear fuertemente y sobar con vehemencia la verga del chico.

José, la separó un poco y con delicadeza levantó el vestido lentamente, lo alzó un poco más para que momentáneamente cubriera el rostro de doña Susy, para luego de un jalón dejarla completamente desnuda. Se alejó medio paso, y con la locura de la pasión la observó: simplemente era perfecta. Su nívea piel, suave, tersa, dulce -pensó-, sus senos medianos y firmes lo observaban fijamente con esas dos oscuras aureolas, su talle se apretaba para dar paso a unas caderas hermosas, con curvas suaves le empezaban a dar forma a sus delicadas, lindas y torneadas piernas. El triángulo íntimo había sido precisa y detalladamente depilado, apenas un fino hilo de vellos que luego se dividían en dos caminos que invitaban a ser recorridos con la ardiente lengua y que partían de los íntimos labios y ascendían, solo un poco, para luego separarse en una especie de arco, dejando enmedio de ellos un espacio vacío, lindo, hermoso, sencillamente, sensual. José estaba extasiado, la vio completamente, su mástil creció aún más, se puso más duro que el concreto, ya no disimulaba nada. Era la locura del momento, del ardiente momento.

Susy volvió a acercarse, lo besó ardientemente, se separó un poco y desabrochó el cinturón del chico para luego quitar el broche de los pantalones y finalmente bajar el zipper y dejarlos caer ayudada por la fuerza de la gravedad. La trusa del joven eran insuficiente para contener el ímpetu propio de esa edad que se alzaba como el mástil de un velero y apuntaba directamente hacia el rostro de la linda y hermosa señora. En un movimiento grácil, la señora dio un paso hacia adelante doblando al mismo tiempo la rodilla derecha para quedar hincada frente a José, de un solo movimiento, rápido y fuerte, bajó la trusa hasta las rodillas del joven, tomó con su mano izquierda el falo para detener el movimiento de este, lo observó como si nunca hubiese tenido alguno distinto del de su marido; era hermoso -pensó- duro como una roca, grueso, tan grueso que no lo podía abarcar con su delicada y suave mano, moreno, muy moreno, casi prieto, como a ella le encantaban, largo, tan largo que de todos los que se había comido no había tenido uno así, ni siquiera el de Raúl, el abañil; aquel cuerpo era rodeado por muchas venas gruesas, se veía monstruoso pero a ella le parecía lo más lindo que había tenido, y sobre todo, se recalcó para sí misma, joven, muy joven. Sacó la lengua para pasar por la cabeza, la sintió muy caliente, lo tocó suavemente, lo ensalivó un poco, luego abrió un poco más la boca, y chupó, sabía tan rico como el aroma que emanaba. Volvió a abrir la boca un poco más hasta que con ello logró desaparecer dentro de su cavidad bucal el glande de la verga de José, luego unos centímetros más, todavía un poco más, casi la mitad de aquella dureza juvenil desaparecía dentro de su boca. Quiso meterse un poco más pero si acaso logró engullir unos 3 o 4 centímetros más. Estaba endiosada, con todo eso dentro de su boca todavía había espacio para subir y bajar la piel del palo juvenil y masturbarlo con su delicada mano. Estaba durísimo. Así le encantaba. Empezó con sus tersas manos a desabotonar la camisa del joven sin dejar de mover su rostro hacia atrás y hacia adelante y succionar, fuertemente, la dureza caliente que era la locura para ella. Ayudada por José, al igual que ella, este quedó totalmente desnudo.

Acarició el fuerte abdomen que se marcaba en sus músculos propios, subió ambas manos por su torso hasta donde alcanzaba, no queria dejar de chupar aquel delicioso dulce que tenía en su boca. Pellizco suavamente las tetillas del joven y sintió en su boca el efecto endurecedor y el movimiento involuntario, hacia arriba, de aquel trozo ardiente que se hinchaba un poco más. Lo sacó de su boca para bajar hasta las dos bolsas duras que colgaban como badajos, chupó lento, suave, primero una bola, luego la otra, bajó un poco más hasta el perineo mientras su mano izquierda, subía y bajaba lentamente los pliegues de la verga de José.

Después de un momento se paró, se fundió en un beso con aquel bello joven, y tomándolo de los brazos, sin separar los labios empezó a caminar rumbo al lecho matrimonial. José fue dando pasos cortos hacia atrás, siguiendo el ritmo de su cazadora, mientras una de sus manos tocaba suavemente los hermosos y suaves senos de ella, y la otra jugaba, con ternura, la hendidura, que ahora hervía, de doña Susy.

Con suavidad Susy lo empujó hasta que el cuerpo de José reposó en la tibia cama donde cada noche Carlos, su esposo, descansaba después de su jornada laboral. No sintió remordimiento, era un ingrediente adicional, le producía mucho morbo comerse a su presa en la misma cama que compartía con su marido.

Observó aquel fuerte y hermoso cuerpo joven. La virilidad de José alcanzaría, quizá los 25 centímetros, era un hermoso mounstruo para ella. Lo miró y recorrió con su mirada todo el cuerpo del chico, se sentía afortunada y sumamente ardiente. Tomó el condón y con destreza se lo colocó al tiempo que sobaba deliciosamente los testículos de José. Sin mayor espera, subió a horcajadas aquel potro salvaje, se inclinó para tomar entre sus manos el rostro juvenil y besar fuerte y apasionadamente los labios de José. Volvió una mano atrás, sin dejar de besar, y tomando la dura verga, la fue rozando en sus labios mayores, esos que gritaban que lo dejara besar también aquel falo ardiente. Colocó con fineza la punta en la entrada de su ardiente intimidad. Ya estaba todo listo, ella lubricaba lo suficiente para ser penetrada. Se separó de los labios de José y de un sentón fuerte se dejó caer en la rica verga para sentir la estocada en lo más profundo de sus entrañas. Se volvía loca al tener un palo de ese tamaño y grosor solo para ella. No pensaba nada, solo se dejaba llevar por la pasión y la locura del momento. Sintió un gozoso dolor dentro de ella. Era deliciosamente rico abrigar con sus pliegues internos y ardientes aquel semejante trozo de verga. Subía y bajaba como loca, no había límites en ese momento. José bufaba, acariciaba las rodillas y piernas de la hermosa dama, que ahora estaba convertida en una verdadera y deliciosa puta.

No soltaba a su presa, cabalgaba duramente, sus nalgas subían y bajaban fuertemente. Sus caderas se movían hacia atrás y hacia adelante. Era un movimiento magistral, dominado perfectamente por doña Susy, después de tantas y tantas montadas que había realizado, desde sus escasos 13 o 14 años. Era un pasaje delirantemente hermoso verla en un movimiento en cuatro dimensiones, subía hasta que sentía que la cabeza ardiente eran besadas dulcemente por los labios menores de su deliciosa vulva, bajaba en un movimiento hacia atrás, y a mitad del mismo iniciaba un leve movimiento hacia adelante, echando su vientre hacia el frente, mientras su espalda se arqueaba hacia atrás y sus manos se sujetaban encima del dorso del joven, y luego finalizaba encaballando duramente a José, hasta sentir que sus hermosas y perfectas nalgas chocaban con los músculos de las piernas del chico; todo esto lo hacía en un solo movimiento mientras sus músculos vaginales apretaban y soltaban cerca de cuatro o cinco veces la virilidad juvenil de José. Era experta en ese movimiento, lo tenía dominado desde hacía mucho tiempo, pero no todo terminaba ahí; ahora el movimiento era a la inversa, empezaba sentada, se movía hacia adelante, apretaba sus músculos internos, se movía hacia atrás mientras iba ascendiendo y soltaba y apretaba rápidamente el falo duro y grueso del joven, hasta terminar montada en la punta de la verga del chico. Así estuvo cabalgando diez o quince minutos, incontables movimientos eran repetidos a la velocidad de la pasión que la hacían su presa. De repente sintió que la verga de José se ponía muy rígida y la respiración del chico se aceleraba cada vez más; ella no quería que eso acabara. Se salió del joven, hincó sus rodillas en la cama y estiró sus brazos hacia el frente de su rostro, clavó su linda cara en las sábanas rojas que cubrían la cama y apuntó con sus redondas y calientes nalgas el cuerpo del chico; este entendió perfectamente, se puso detrás de ella, tomó su mástil, y con una fina puntería la penetró al tiempo que escuchaba el lastimero y ardiente gemir de la señora que unos minutos antes no quería dejarlo pasar al interior de su casa, ahora estaba ahí, entrando hasta lo más profundo de sus entrañas y haciendola gemir ricamente, en esa posición, la dominaba, siendo su perra, su puta perra.

No tardó mucho, si acaso otro diez minutos, se salió de ella, rápidamente se quitó el condón, entretanto Susy se sentaba en la cama, doblando sexymente sus piernas y colocando una rodilla encima de la otra y juntando con sus dos manos el par de níveos y hermosos senos para formar una superficie continua con su delicada piel, mientras José se masturbaba dolorosamente, con fuerza, y acercando su falo ardiente escupió sus calientes semillas por encima del pecho de la hermosa señora; unas que otra gotas brotaron con tal fuerza que aterrizaron en la mejilla izquierda y algunas, más traviesas y atrevidas, taparon momentánemente los ojos de doña Susy, quien con unos reflejos felinos cerró instantáneamente esas lindas ventanas para evitar que le privaran de esa hermosa vista: ver como ese ojo candente escupía la simiento de su joven amante.

Se recostaron en el lecho nupcial, uno al lado de la otra, desnudos, sudados, ella sexymente desnuda y sudada. Ella busco los incipientes vellos en el pecho del joven, se acurrucó, acarició el musculoso torso, bajó suavemente hasta su abdomen, tocó más allá, sintió la húmeda simiente que al secarse se volvía un poco pegajosa. Con su dedo meñique y anular, tocó, sin querer la base del tronco que minutos antes la habían hecho felizmente loca, era una mujer difícil de alcanzar su orgasmo, pero se conformaba con sentirse poseída; aún estaba duro, se sentía pegajoso y grueso, miró hacia abajo y pudo ver que aquel ardiente y hermoso falo, aún se mostraba erguido, se doblada ligeramente hacia su izquierda, pero se notaba firme y dispuesto a una segunda vuelta. * ¿Aún no se te baja? Le dijo, mientras su mano derecha rodeaba suavemente la verga de José, para terminar junto con sus palabras con un apretón más fuerte, pero al mismo tiempo, suave. * No, dijo el chico, y tarda así varios minutos más, como unos 10, concluyó. * Mmmm -dijo, Susy, mientras su lengua se deslizaba entre uno y otro labio- vamos a aprovecharlo, le dijo, y se levantó de la cama. Tomó con su mano la mano del joven y lo haló rumbo al baño.

La ducha fue delirantemente larga. El agua tibia fue el complemento para esos dos amantes, cuyos cuerpos se entrelazaron para formar uno solo. Se besaron, se poseyeron, inventaron mil formas, una tras otra; algunas sin pensarlo demasiado, otras imaginadas con más tiempo en sus delirantes fantasías.

Ya era un poco más del mediodía, ya debía regresar por su nena. Despidió con un beso en la mejilla a José, este cruzó el umbral de su puerta hacia el exterior, él se despidió con un “hasta luego, señora, gracias por su compra”, cuando ella iba a cerrar la puerta vio sentado casi enfrente de su casa a Manuel, su “Manú” como ella le llamaba, sintió que sus mejillas enrojecieron, la mirada de Manuel era recriminatoria, ¿cuánto tiempo llevaba ahí sentado? No lo sabía, ¿por qué no había tocado el timbre? Se preguntó; tal vez sí lo había hecho y el ardiente momento vivido le había impedido escucharlo, se respondió. Quiso decirle que pasara, pero el chico se levantó y se fue caminando atrás de José, el vendedor. Ella los siguió con la mirada, hasta que los dos chicos se perdieron en la esquina de esa calurosa colonia de calles empedradas.